12

SANTUARIO

—¿Por qué crees que Camille querrá ver a Magnus? —preguntó Simon.

Él y Jace estaban de pie junto a la parte trasera del Santuario, que era una sala enorme que se comunicaba mediante un estrecho pasillo con el edificio principal del Instituto. No formaba parte del Instituto per se; pues se había dejado sin consagrar expresamente para poder ser utilizado como un espacio donde retener a demonios y a vampiros. Los Santuarios, según había informado Jace a Simon, habían pasado un poco de moda desde que se inventó la Proyección, pero de vez en cuando el suyo les había resultado útil. Y, por lo que se veía, ésta era una de esas ocasiones.

Era una sala grande, con paredes de piedra y columnas, con una entrada también de piedra a la que se accedía a través de unas puertas dobles; la entrada daba paso al corredor que conectaba la sala con el Instituto. Enormes marcas en el suelo de piedra dejaban constancia de que lo que fuera que hubiera estado encerrado allí hacía años, debió de haber sido bastante desagradable… y grande. Simon no pudo evitar preguntarse en cuántas salas enormes llenas de columnas como aquélla acabaría teniendo que pasar su tiempo. Camille estaba de pie junto a una de las columnas, con las manos a la espalda, flanqueada por dos guerreros de los cazadores de sombras. Maryse deambulaba arriba y abajo, dialogando con Kadir, tratando, evidentemente, de elaborar un plan. La sala no tenía ventanas, por razones obvias, pero estaba llena de antorchas con luz mágica que otorgaban a la escena un peculiar resplandor blanquecino.

—No sé —dijo Jace—. A lo mejor quiere algunos consejos sobre moda.

—¡Ja! —dijo Simon—. Y ese tipo que está con tu madre ¿quién es? Su cara me suena.

—Es Kadir —dijo Jace—. Seguramente conociste a su hermano. Malik. Murió en el ataque contra el barco de Valentine. Kadir es la segunda persona en importancia del Cónclave, después de mi madre. Ella confía mucho en él.

Mientras Simon miraba, Kadir tiró de los brazos de Camille para que rodearan el pilar y la encadenó sujetándola por las muñecas. La vampira gritó.

—Metal bendecido —dijo Jace, sin el mínimo atisbo de emoción—. Les quema.

«Les quema —pensó Simon—. Querrás decir “os quema”. Yo soy como ella. Que tú me conozcas no me hace en absoluto distinto».

Camille gimoteaba. Kadir retrocedió, con su rostro impasible. Runas oscuras sobre su oscura piel recorrían en espiral la totalidad de sus brazos y su cuello. Se volvió para decirle alguna cosa a Maryse; Simon captó las palabras «Magnus» y «mensaje de fuego».

—Otra vez Magnus —dijo Simon—. Pero ¿no estaba de viaje?

—Magnus y Camille son viejos de verdad —dijo Jace—. Me imagino que no es tan raro que se conozcan. —Hizo un gesto de indiferencia, evidenciando con ello su falta de interés por el tema—. De todos modos, estoy seguro de que acabarán convocando a Magnus. Maryse quiere información, y la quiere por encima de todo. Sabe que Camille no mató a esos cazadores de sombras simplemente por su sangre. Existen formas más simples de conseguir sangre.

Simon pensó por un momento en Maureen y se sintió enfermo.

—Bien —dijo, intentando mostrarse indiferente—. Supongo que esto significa que Alec volverá con él. Eso está bien, ¿no?

—Claro. —La voz de Jace sonó exánime. No tenía buen aspecto; la luz blanquecina de la sala otorgaba a los ángulos de sus pómulos un nuevo y afilado relieve, dejando claro que se había adelgazado. Tenía las uñas comidas y convertidas en sangrientos muñones y lucía oscuras ojeras.

—Al menos tu plan ha funcionado —añadió Simon, tratando de inyectar un poco de alegría a las desgracias de Jace. Que Simon hiciera una foto con el teléfono móvil y la enviara al Cónclave había sido idea de Jace. Y gracias a ello habían podido acceder mediante un Portal al lugar donde Simon se encontraba—. Fue una idea genial.

—Sabía que funcionaría. —Los cumplidos aburrían a Jace. Levantó la vista al ver que se abrían las puertas dobles que conectaban con el Instituto. Era Isabelle, con su oscuro cabello balanceándose de un lado a otro. Echó un vistazo a la sala, sin apenas prestar atención a Camille y a los demás cazadores de sombras, y se encaminó hacia donde estaban Jace y Simon, con las botas repiqueteando contra el suelo de piedra.

—¿De qué va todo eso de interrumpir las vacaciones de los pobres Magnus y Alec? —preguntó Isabelle sin más preámbulos—. ¡Seguramente tienen entradas para la ópera!

Jace se lo explicó, mientras Isabelle permanecía delante de ellos con las manos en las caderas, ignorando por completo a Simon.

—De acuerdo —dijo, cuando Jace hubo terminado—. Pero me parece ridículo. Lo hace para perder tiempo. ¿Qué podría tener que decirle a Magnus? —Miró a Camille por encima del hombro. La vampira estaba no sólo cautiva con esposas, sino que además la habían sujetado a la columna con interminables cadenas de oro plateado. Cruzaban su cuerpo a la altura del pecho, las rodillas e incluso los tobillos, inmovilizándola por completo—. ¿Es metal bendecido?

Jace asintió.

—Las esposas están recubiertas para protegerle las muñecas, pero si se mueve demasiado… —Emitió el sonido de un chisporroteo. Simon, recordando cómo le habían quemado las manos cuando había tocado la Estrella de David en la celda de Idris, cómo su piel se había cubierto de sangre, tuvo que reprimir las ganas de arrearle un bofetón.

—Pues mientras vosotros estabais por ahí atrapando vampiros, yo estaba en las afueras combatiendo contra un demonio Hydra —dijo Isabelle—. Con Clary.

Jace, que hasta el momento había evidenciado el mínimo interés por cualquier cosa que sucediera a su alrededor, dio un brinco.

—¿Con Clary? ¿Que la has llevado a cazar demonios contigo? Isabelle…

—Por supuesto que no. Cuando llegué, ella ya andaba más que metida en la pelea.

—¿Y cómo supiste que…?

—Me envió un SMS —dijo Isabelle—. Y por eso fui. —Se examinó las uñas que, como era habitual en ella, estaban en perfecto estado.

—¿Que te envió a ti un SMS? —Jace agarró a Isabelle por la muñeca—. ¿Se encuentra bien? ¿Ha sufrido algún daño?

Isabelle bajó la vista hacia la mano que la sujetaba por la muñeca y luego volvió a levantarla para mirar a Jace a la cara. Simon no supo adivinar si estaba haciéndole daño, pero aquella mirada era capaz incluso de cortar el cristal, igual que el sarcasmo de su voz.

—Sí, está desangrándose arriba, pero he pensado no decírtelo de entrada, ya que me gusta el suspense.

Jace, como si de repente se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, soltó la muñeca de Isabelle.

—¿Está aquí?

—Está arriba —dijo Isabelle—. Descansando…

Pero Jace ya había salido corriendo hacia la puerta de acceso, que cruzó como un rayo antes de perderse de vista. Isabelle, mirándolo, sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No te habrías imaginado que fuera a hacer otra cosa —dijo Simon.

Isabelle permaneció un momento sin decir nada. Simon se preguntó si tendría pensado pasarse la eternidad entera ignorando cualquier cosa que él dijera.

—Lo sé —dijo por fin—. Simplemente me gustaría saber qué les sucede.

—No estoy muy seguro de que lo sepan ni siquiera ellos.

Isabelle parecía preocupada, estaba mordiéndose el labio inferior. De repente, tenía casi el aspecto de una niña, inmersa excepcionalmente en un conflicto. Algo le pasaba, era evidente, y Simon esperó sin decir nada mientras ella tomaba algún tipo de decisión.

—No quiero ser así —dijo—. Vamos. Quiero hablar contigo. —Echó a andar hacia las puertas del Instituto.

—¿De verdad? —Simon estaba atónito.

Ella se dio la vuelta y lo miró.

—En estos momentos sí. Pero no puedo prometerte cuánto me durará.

Simon levantó las manos.

—Quiero hablar contigo, Iz. Pero no puedo entrar en el Instituto.

Isabelle frunció el ceño.

—¿Por qué? —Se interrumpió, mirando a Simon primero y luego a las puertas, después a Camille, y de nuevo a Simon—. Oh. Es verdad. ¿Y cómo has entrado aquí?

—A través del Portal —respondió Simon—. Pero Jace me ha contado que hay un pasillo que conduce hasta unas puertas que dan al exterior. Para que los vampiros puedan entrar aquí por la noche. —Señaló una estrecha puerta abierta en una pared a escasos metros de distancia de donde se encontraban. Estaba cerrada con un cerrojo de hierro oxidado, como si hiciese tiempo que nadie la utilizaba.

Isabelle se encogió de hombros.

—De acuerdo.

El cerrojo chirrió cuando Isabelle lo deslizó hacia un lado, proyectando una fina lluvia de motas de óxido rojo. Detrás de la puerta había una pequeña sala con muros de piedra, parecida a la sacristía de una iglesia, y unas puertas que con toda seguridad daban al exterior. No había ventanas, pero por debajo de las puertas pasaba aire frío, e Isabelle, que llevaba un vestido muy corto, se estremeció.

—Mira, Isabelle —dijo Simon, imaginándose que sobre él recaía la responsabilidad de iniciar la conversación—. Siento mucho lo que he hecho. No tengo excusa para…

—No, no la tienes —dijo Isabelle—. Y mientras tanto, podrías contarme por qué andas por ahí con el tío que convirtió a Maia en chica lobo.

Simon le relató la historia que Jordan le había contado, intentando que su explicación sonara lo más imparcial posible. Tenía la sensación de que era importante contarle a Isabelle que él no sabía al principio quién era Jordan y también que Jordan estaba arrepentido de lo que había hecho en su día.

—No es que esto lo arregle todo —dijo para finalizar—. Pero, mira… —«Todos hemos hecho cosas malas». Pero no tenía valor para explicarle lo de Maureen. No en aquel momento.

—Lo sé —dijo Isabelle—. Y he oído hablar de los Praetor Lupus. Supongo que si están dispuestos a acogerlo como miembro, es que no es un fracasado total. —Miró a Simon con más atención—. Aunque no entiendo por qué necesitas tú que alguien te proteja. Tienes… —Le señaló la frente.

—No puedo pasarme el resto de la vida tropezándome a diario con gente y destrozándolos por culpa de la Marca —dijo Simon—. Necesito saber quién intenta matarme. Jordan está ayudándome a averiguarlo. Y Jace también.

—¿De verdad piensas que Jordan está ayudándote? Porque la Clave tiene influencias en los Praetor. Podríamos pedir que lo reemplazasen.

Simon dudó.

—Sí —dijo—. Creo de verdad que me está ayudando. Y no siempre podré recurrir a la Clave.

—De acuerdo.

Isabelle se apoyó en la pared.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué soy tan distinta de mis hermanos? —preguntó sin más preámbulos—. ¿De Alec y de Jace?

Simon pestañeó.

—¿Te refieres a algo aparte de que tú eres una chica y ellos… no lo son?

—No. No me refiero a eso, idiota. Míralos a ellos dos. No tienen problemas para enamorarse. Los dos están enamorados. Para siempre, por lo que parece. Están acabados. Mira a Jace. Ama a Clary como… como si en el mundo no hubiera nada más y como si nunca pudiera haber otra cosa. Alec igual. Y Max… —Se le quebró la voz—. No sé qué habría sucedido en su caso. Pero confiaba en todo el mundo. Mientras que yo, como habrás podido comprobar, no confío en nadie.

—Cada uno es distinto —dijo Simon, tratando de sonar comprensivo—. Todo esto no significa que ellos sean más felices que tú…

—Seguro que sí —dijo Isabelle—. ¿Piensas que no lo sé? —Miró fijamente a Simon—. Conoces a mis padres.

—No muy bien. —Nunca se habían mostrado muy dispuestos a conocer al novio vampiro de Isabelle, una situación que no había servido para mejorar la sensación que tenía Simon de no ser más que el último de una larga lista de pretendientes poco adecuados.

—Ya sabes que ambos estuvieron en el Círculo. Pero te apuesto a que no sabes que todo fue idea de mi madre. La verdad es que mi padre nunca fue un gran entusiasta de Valentine y de todo lo que le rodeaba. Y después, cuando sucedió todo aquello y fueron desterrados, y se dieron cuenta de que prácticamente habían destrozado su vida, creo que mi padre culpó a mi madre de todo. Pero ya habían tenido a Alec e iban a tenerme a mí, de modo que se quedó, aunque pienso que él quería largarse. Y después, cuando Alec tendría unos nueve años, encontró a otra persona.

—Joder —dijo Simon—. ¿Tu padre engañaba a tu madre? Eso… eso es terrible.

—Ella me lo contó —dijo Isabelle—. Yo tenía entonces trece años. Me contó que mi padre iba a abandonarla, pero que entonces se enteraron de que ella estaba embarazada de Max y siguieron juntos. Él rompió con la otra mujer. Mi madre no me contó quién era ella. Simplemente me explicó que no se puede confiar en los hombres. Y me dijo que no se lo contara a nadie.

—¿Y lo hiciste? ¿Lo de no contárselo a nadie?

—Hasta este momento —dijo Isabelle.

Simon pensó en Isabelle más joven, guardando el secreto, sin contárselo nunca a nadie, escondiéndoselo a sus hermanos. Sabiendo cosas sobre su familia que ellos nunca sabrían.

—No tendría que haberte pedido que hicieras eso —dijo Simon, repentinamente enfadado—. No fue justo.

—Tal vez —dijo Isabelle—. Pero yo creí que era algo que me hacía especial. No pensé en aquel momento cómo podía influirme. Pero ahora veo a mis hermanos entregar su corazón y pienso: «¿Sabéis lo qué os hacéis?». Los corazones se parten. Y aunque se curen, nunca vuelves a ser el de antes.

—Tal vez eres alguien mejor —dijo Simon—. Yo sé que soy mejor.

—Te refieres a Clary —dijo Isabelle—. Porque ella te partió el corazón.

—En pedacitos. ¿Sabes? Cuando alguien prefiere a su propio hermano antes que a ti, no es precisamente algo que refuerce tu confianza en ti mismo. Pensé que tal vez cuando se diera cuenta de que nunca le funcionaría con Jace, lo dejaría correr y volvería a mí. Pero al final comprendí que nunca dejaría de querer a Jace, independientemente de que la cosa pudiera funcionar o no con él. Y supe que si tenía que estar conmigo sólo porque no podía estar con él, prefería estar solo, por eso lo terminé.

—No sabía que habías sido tú quien cortaste con ella —dijo Isabelle—. Me imaginaba…

—¿Que yo no tenía amor propio? —Simon esbozó una cautelosa sonrisa.

—Creía que seguías enamorado de Clary —dijo Isabelle—. Y que por eso no podías salir en serio con nadie.

—Porque tú sólo eliges a tíos que nunca irán en serio contigo —dijo Simon—. Para no tener que ir en serio con ellos.

Isabelle se lo quedó mirando con ojos brillantes, pero no dijo nada.

—Te tengo mucho cariño —dijo Simon—. Siempre te lo he tenido.

Ella dio un paso hacia él. Estaban muy juntos en aquella pequeña estancia y él podía escuchar el sonido de su respiración y, por debajo, el pulso más débil del latido de su corazón. Olía a champú y a sudor y a perfume de gardenia y a sangre de cazador de sombras.

Pensar en sangre le recordó a Maureen y su cuerpo se puso tenso. Isabelle se dio cuenta —claro que se dio cuenta, era una guerrera, sus sentidos captaban el más leve movimiento de cualquiera— y se retiró con su expresión más adusta.

—Muy bien —dijo—. Me alegro de que hayamos hablado.

—Isabelle…

Pero ya se había ido. Corrió hacia el Santuario tras ella, pero Isabelle era veloz. Cuando la puerta de la sacristía se cerró a sus espaldas, ella ya casi había cruzado la sala. Simon lo dejó correr y la vio desaparecer por las dobles puertas hacia el Instituto, consciente de que no podía seguirla.

Clary se sentó y movió la cabeza para salir de su estado de aturdimiento. Tardó un rato en recordar dónde estaba: en un dormitorio del Instituto; la única luz de la habitación entraba a través de una solitaria ventana en lo alto. Era luz azulada, luz crepuscular. Estaba envuelta en una manta; sus pantalones, chaqueta y zapatos estaban apilados en una silla junto a la cama. Y a su lado estaba Jace, mirándola, como si soñando con él hubiera conjurado su presencia.

Estaba sentado a su lado en la cama, vestido con su equipo de combate, como si acabara de llegar de una batalla, con el pelo alborotado, la tenue luz que entraba por la ventana iluminando las sombras bajo sus ojos, sus sienes hundidas, los huesos de sus mejillas. Bajo aquella luz tenía la belleza extrema y casi irreal de un cuadro de Modigliani, planos y ángulos alargados.

Clary se restregó los ojos para ahuyentar el sueño.

—¿Qué hora es? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo…?

Jace la atrajo hacia él y la besó, y por un instante Clary se quedó inmóvil, consciente de repente de que lo único que llevaba encima era una camiseta fina y la ropa interior. Pero se deshizo de aquel pensamiento al sentirse pegada a él. Era un beso prolongado de aquellos que la hacían agua por dentro. El tipo de beso que podía llevarla a pensar que todo iba bien, que todo era como antes, y que él simplemente se alegraba de verla. Pero cuando las manos de Jace fueron a levantar la camiseta, ella lo apartó.

—No —dijo, sujetándole las muñecas—. No puedes dedicarte a sobarme cada vez que me ves. Eso no sustituye que hablemos en serio de todo.

Él respiró hondo y dijo:

—¿Por qué le enviaste el SMS a Isabelle y no a mí? Si te habías metido en problemas…

—Porque sabía que ella vendría —dijo Clary—. Y no sé si tú lo habrías hecho. No en ese momento.

—Si te hubiera pasado cualquier cosa…

—Pues me imagino que al final te habrías enterado igualmente. Cuando te dignaras a coger el teléfono, ya sabes. —Seguía sujetándolo por las muñecas, pero las soltó entonces y se recostó en la cama. Resultaba duro, físicamente duro, estar tan cerca de él y no tocarlo, pero se obligó a descansar las manos sobre sus costados y a mantenerlas allí quietas—. O me cuentas qué sucede, o ya puedes ir saliendo de esta habitación.

Jace abrió la boca, pero no dijo nada; Clary no recordaba haberle hablado de un modo tan duro desde hacía mucho tiempo.

—Lo siento —dijo Jace por fin—. Mira, ya sé que, tal y como me estoy comportando, no tendrías por qué tener motivos para escucharme. Y seguramente no debería haber venido aquí. Pero cuando Isabelle me ha dicho que estabas herida, no he podido evitarlo.

—Unas pocas quemaduras —dijo Clary—. Nada importante.

—Todo lo que a ti te pase es importante para mí.

—Pues eso debe explicar por qué no me devolviste al instante la llamada. Y la última vez que nos vimos, saliste huyendo sin explicarme por qué. Es como salir con un fantasma.

Jace hizo una leve mueca.

—No del todo. Isabelle salió con un fantasma. Ella podría explicarte…

—No —dijo Clary—. Era una metáfora. Y sabes perfectamente bien a qué me refería.

Jace se quedó un instante en silencio. Y dijo a continuación:

—Déjame ver las quemaduras.

Clary extendió los brazos. La parte interior de las muñecas, en los puntos donde le había salpicado la sangre del demonio, estaba cubierta por llamativas manchas rojas. Jace le cogió las muñecas, con mucho cuidado, levantando primero la vista como queriéndole pedir permiso, y las miró y las volvió a mirar. Clary recordó la primera vez que Jace la había tocado, en la calle delante de Java Jones, buscando en sus manos Marcas que no tenía.

—Sangre de demonio —dijo—. Desaparecerán en cuestión de horas. ¿Te duelen?

Clary negó con la cabeza.

—No lo sabía —dijo Jace—. No sabía que me necesitabas.

A Clary le tembló la voz.

—Siempre te necesito.

Jace inclinó la cabeza y besó la quemadura de la muñeca. Clary sintió una oleada de calor, como si un clavo ardiente le recorriera el cuerpo desde la muñeca hasta la boca del estómago.

—No me di cuenta —dijo Jace. Besó la siguiente quemadura, en el antebrazo, y la otra, ascendiendo por el brazo en dirección a su hombro, mientras la presión de su cuerpo la forzaba a quedarse tendida sobre las almohadas, mirándolo. Él se recostó sobre el codo para no aplastarla con su peso y la miró también.

Los ojos de él siempre se oscurecían cuando la besaba, como si el deseo alterara su color de un modo fundamental. Lucían ahora de un color oro oscuro. Acarició la marca blanca en forma de estrella del hombro de Clary, la que era pareja a la suya. La que los marcaba a ambos como los hijos de quienes habían tenido contacto con los ángeles.

—Sé que últimamente me he comportado de un modo extraño —dijo—. Pero tú no tienes nada que ver. Te quiero. Eso no cambia nunca.

—Entonces ¿qué…?

—Pienso en todo lo que pasó en Idris, en Valentine, Max, Hodge, Sebastian incluso. Intento enterrarlo, intento olvidarlo, pero es más fuerte que yo. Buscaré… buscaré ayuda. Me encontraré mejor. Te lo prometo.

—Me lo prometes.

—Te lo juro por el Ángel. —Agachó la cabeza, le dio un beso en la mejilla—. Al infierno con eso. Lo juro por nosotros.

Clary tiró de la manga de su camiseta.

—¿Por qué por nosotros?

—Porque no hay nada en lo que crea más. —Ladeó la cabeza—. Si nos casáramos… —empezó a decir Jace, y debió de notar que Clary se tensaba bajo su peso, pues sonrió—. Que no cunda el pánico, no estoy proponiéndote matrimonio aquí mismo. Simplemente me preguntaba qué sabías acerca de las bodas de los cazadores de sombras.

—Que no hay anillos —dijo Clary, acariciándole la nuca, allí donde su piel era tan suave—. Sólo runas.

—Una aquí —dijo él, acariciándole el brazo delicadamente con la punta de un dedo, allí donde estaba la herida—. Y otra aquí. —Ascendió con el dedo índice por el brazo, hacia la clavícula, y descendió hasta posarlo sobre el acelerado corazón de Clary—. Es un ritual extraído del Cantar de los Cantares de Salomón: «Ponme un sello sobre tú corazón, como una marca sobre tu brazo; porque el amor es fuerte como la muerte».

—El nuestro es más fuerte que eso —murmuró Clary, recordando cómo había revivido a Jace. Y esta vez, cuando los ojos de él se oscurecieron, ella lo atrajo hacia su boca.

Estuvieron mucho tiempo besándose, hasta que la luz se desvaneció casi por completo y quedaron convertidos en simples sombras. Pero Jace no movió las manos ni intentó tocarla y Clary intuyó que estaba esperando a que ella le diera permiso.

Comprendió que tendría que ser ella la que decidiera si quería llegar más lejos… y quería. Jace había reconocido que algo iba mal y que ese algo no tenía nada que ver con ella. Era un avance, un avance positivo. Y se merecía una recompensa por ello, ¿o no? Esbozó una sonrisita. ¿A quién pretendía engañar? Ella deseaba más. Porque él era Jace, porque le amaba, porque era tan atractivo que a veces sentía la necesidad de pellizcarlo en el brazo para asegurarse de que era de verdad. Y eso fue lo que hizo en aquel momento.

—¡Ay! —dijo él—. ¿Por qué has hecho eso?

—Quítate la camiseta —le susurró ella. Hizo descender la mano hasta el extremo de la camiseta, pero él llegó antes. Se la pasó por la cabeza y la dejó caer de cualquier manera en el suelo. Movió la cabeza de un lado a otro, agitando su cabello; Clary casi esperaba que los brillantes mechones dorados iluminaran con chispas la oscuridad de la habitación.

»Siéntate —le dijo ella en voz baja. El corazón le latía con fuerza. No solía tomar la iniciativa en aquel tipo de situaciones, pero a él no pareció importarle. Jace se sentó, lentamente, tirando de ella hasta que los dos estuvieron sentados entre aquel lío de mantas. Ella se acomodó en su regazo, entre sus piernas. Estaban cara a cara. Le escuchó contener la respiración cuando levantó las manos dispuesto a quitarle la camiseta, pero Clary se las cogió y las hizo descender a sus costados, posando las manos sobre el cuerpo de él. Observó sus dedos deslizándose por su pecho y sus brazos, la forma consistente de sus bíceps entrelazados por Marcas negras, la marca en forma de estrella de su hombro. Recorrió con el dedo índice la línea que separaba sus pectorales, la dura tableta de su estómago. Ambos respiraban con dificultad cuando ella alcanzó la hebilla del cinturón, pero él no se movió, sino que se limitó a mirarla como queriéndole decir «Lo que tú desees…».

Con el corazón latiéndole con fuerza, Clary acercó las manos al extremo de su camiseta y se la pasó también por la cabeza. Le habría gustado llevar un sujetador más excitante —el que llevaba era uno sencillo de algodón blanco—, pero cuando volvió a levantar la vista y vio la expresión de Jace, aquella idea se evaporó por completo. Tenía la boca entreabierta, sus ojos casi negros; se veía reflejada en ellos y supo entonces que a él le daba lo mismo que el sujetador fuera blanco, negro o verde fluorescente. Sólo la veía a ella.

Buscó sus manos y las colocó en su cintura, como queriéndole decir con ello: «Ahora puedes tocarme». Él ladeó la cabeza y la boca de ella se unió con la suya, y empezaron a besarse de nuevo, un beso salvaje en lugar de lánguido, un fuego ardiente que lo consumía todo con rapidez. Las manos de él eran febriles: estaban en el cabello de ella, en su cuerpo, tirando de ella hacia abajo para que quedara acostada debajo de él, y mientras su piel desnuda resbalaba unida, cobró plena conciencia de que entre ellos no había más ropa que los vaqueros de él y su sujetador y sus braguitas. Clary enredó los dedos en su sedoso cabello despeinado, sujetándole la cabeza mientras él descendía a besos por su cuello. «¿Hasta dónde vamos a llegar? ¿Qué estamos haciendo?», preguntaba un rincón de su cerebro, pero el resto de su cabeza le gritaba a viva voz a esa pequeña parte ordenándole que se callara. Deseaba seguir tocándolo, besándolo; deseaba que él la abrazara y saber que era real, que estaba allí con ella, y que nunca jamás volvería a marcharse.

Los dedos de Jace localizaron el cierre del sujetador. Se puso tensa. Los ojos de él eran grandes y luminosos en la oscuridad, su sonrisa lenta.

—¿Va todo bien?

Se limitó a asentir. La respiración de Clary era cada vez más acelerada. Nadie la había visto jamás sin sujetador, ningún chico. Como si intuyera su nerviosismo, él le cogió con delicadeza la cara con una mano; sus labios jugueteaban con los de ella, acariciándolos hasta que ella notó su cuerpo estremeciéndose de tensión. La palma de la mano derecha de él le acarició la mejilla, después el hombro, tranquilizándola. Pero aún estaba nerviosa, esperando que la otra mano regresara al cierre del sujetador, que volviera a tocarla, pero le pareció que buscaba algo que tenía detrás… pero ¿qué hacía?

Clary pensó de repente en lo que le había dicho Isabelle en relación a ir con cuidado. Se puso rígida y se echó hacia atrás.

—Jace, no estoy segura de…

Hubo un destello de plata en la oscuridad, y algo frío y afilado se deslizó por el lateral de su brazo. Lo único que sintió en el primer momento fue sorpresa… después dolor. Retiró las manos, pestañeando, y vio un hilillo de sangre oscura goteando sobre su piel en el lugar donde un corte poco profundo recorría su antebrazo, desde el hombro hasta el codo.

—Ay —dijo, más por rabia y sorpresa que por dolor—. ¿Qué…?

Jace se apartó corriendo de ella y saltó de la cama en un único movimiento. De pronto estaba en el centro de la habitación, sin camiseta, con el rostro blanco como el hueso.

Llevándose la mano al brazo herido, Clary empezó a incorporarse.

—Jace, ¿qué…?

Se interrumpió. Jace tenía un cuchillo en la mano izquierda, el cuchillo con empuñadura de plata que había visto en la caja y que pertenecía a su padre. La hoja estaba manchada con un fino hilo de sangre.

Clary bajó la vista hacia su mano y volvió a levantarla, para mirar a Jace.

—No entiendo…

Jace abrió la mano y el cuchillo cayó al suelo con un estrépito. Por un segundo dio la impresión de que iba a salir otra vez huyendo, igual que había hecho fuera del bar. Pero cayó arrodillado al suelo, llevándose las manos a la cabeza.

—Me gusta esa chica —dijo Camille cuando las puertas se cerraron detrás de Isabelle—. Me recuerda un poco a mí.

Simon se volvió para mirarla. El Santuario estaba en penumbra, pero podía verla con claridad, apoyada a la columna, con las manos atadas a su espalda. Un vigilante de los cazadores de sombras continuaba apostado junto a las puertas de acceso al Instituto, pero o bien no había oído el comentario de Camille, o bien le traía sin cuidado.

Simon se acercó un poco a Camille. Las ataduras que le impedían moverse ejercían sobre él una extraña fascinación. Metal bendecido. La cadena brillaba levemente sobre su pálida piel y a Simon le pareció ver algún que otro hilillo de sangre manchando las muñecas, junto a las esposas.

—No se parece en nada a ti.

—Eso es lo que tú te crees. —Camille ladeó la cabeza; era como si acabase de peinarse su pelo rubio, aunque Simon sabía que eso era imposible—. Sé que amas a tus amigos cazadores de sombras —dijo—. Igual que el halcón ama al amo que lo mantiene cautivo y cegado.

—La cosa no funciona así —dijo Simon—. Los cazadores de sombras y los subterráneos no son enemigos.

—Ni siquiera puedes entrar en su casa —dijo Camille—. Te cierran la puerta en las narices. Y aun así sigues ansioso por servirles. Te pones de su lado y te enfrentas a los tuyos.

—Yo no pertenezco a nadie —dijo Simon—. No soy uno de ellos. Pero tampoco soy de los tuyos. Además, preferiría ser como ellos a ser como tú.

—Tú eres uno de los nuestros. —Se movió con impaciencia, haciendo tintinear las cadenas. Sofocó un gemido de dolor—. Hay una cosa que no te dije, allí en el banco. Pero que es cierta. —Sonrió aun a pesar del dolor—. Huelo a sangre humana en ti. Te has alimentado hace poco. De un mundano.

Simon notó un vuelco en su interior.

—Yo…

—Fue maravilloso, ¿verdad? —Sus labios rojos se torcieron en una nueva sonrisa—. La primera vez desde que eres vampiro que no tienes hambre.

—No —dijo Simon.

—Mientes —dijo Camille con convicción—. Los nefilim intentan ponernos en contra de nuestra propia naturaleza. Sólo nos aceptarán si fingimos ser lo que no somos: si fingimos no ser cazadores, no ser predadores. Tus amigos jamás aceptarán lo que eres, sólo lo que finjas ser. Por mucho que tú hagas por ellos, ellos nunca harían nada por ti.

—No sé por qué te molestas contándome todo esto —dijo Simon—. Lo hecho, hecho está. No pienso liberarte. He tomado mi decisión. No quiero lo que me ofreciste.

—Tal vez ahora no —dijo Camille en voz baja—. Pero lo querrás. Lo querrás.

El vigilante de los cazadores de sombras se hizo a un lado cuando se abrió la puerta y Maryse hizo su entrada en la sala. Iba seguida por dos figuras que Simon reconoció al instante: Alec, el hermano de Isabelle, y su novio, el brujo Magnus Bane.

Alec iba vestido con un sobrio traje negro; Magnus, para sorpresa de Simon, iba vestido de un modo muy similar, con el detalle adicional de una bufanda larga de seda blanca con borlas en los extremos y un par de guantes blancos. Lucía su habitual pelo de punta, pero para variar no llevaba brillantina. Camille, al verlo, se quedó muy quieta.

Magnus no la había visto aún; estaba escuchando a Maryse, que comentaba, con cierta torpeza, que era estupendo que hubieran llegado tan pronto.

—La verdad es que no os esperábamos hasta mañana, como mínimo.

Alec emitió un sonido de fastidio y puso los ojos en blanco. No parecía en absoluto contento de estar ya de vuelta. Pero aparte de eso, pensó Simon, estaba como siempre: el mismo pelo negro, los mismos ojos azules… Aunque se le veía quizá más relajado que antes, como si hubiese madurado.

—Ha sido una suerte que hubiera un Portal cerca del edificio de la Ópera de Viena —dijo Magnus, echándose la bufanda por encima del hombro con un gesto grandilocuente—. En cuanto recibimos tu mensaje, nos apresuramos a dirigirnos allí.

—La verdad es que no entiendo todavía qué tiene que ver todo esto con nosotros —dijo Alec—. Por lo que has contado, habéis atrapado a un vampiro que andaba metido en algún juego desagradable. ¿Y no es eso lo que pasa siempre?

Simon experimentó un vuelco en el estómago. Observó a Camille para ver si se estaba riendo de él, pero la vampira tenía la mirada clavada en Magnus.

Alec, que miró en aquel momento a Simon por vez primera, se sonrojó. Siempre se le notaba mucho porque era muy blanco de piel.

—Lo siento, Simon. No me refería a ti. Tú eres distinto.

«¿Opinarías lo mismo si me hubieras visto anoche alimentándome de una niña de catorce años?», pensó Simon. Pero no dijo nada y se limitó a reconocer las palabras de Alec con un gesto de asentimiento.

—La vampira es de crucial interés para la investigación que estamos llevando a cabo sobre la muerte de tres cazadores de sombras —dijo Maryse—. Necesitamos que nos dé información y sólo quiere hablar delante de Magnus Bane.

—¿De verdad? —Alec miró a Camille con sorprendido interés—. ¿Sólo con Magnus?

Magnus siguió su mirada y por vez primera —o eso le pareció a Simon— miró directamente a Camille. Algo estalló entre ellos, algún tipo de energía. La boca de Magnus se torció por las comisuras con una nostálgica sonrisa.

—Sí —respondió Maryse, mientras la perplejidad se apoderaba de su rostro al percatarse de la mirada que acababan de cruzarse el brujo y la vampira—. Es decir, si Magnus está dispuesto.

—Lo estoy —dijo Magnus, despojándose de sus guantes—. Hablaré con Camille para vosotros.

—¿Camille? —Alec, levantando las cejas, se quedó mirando a Magnus—. Entonces, ¿la conoces? ¿O… te conoce ella a ti?

—Nos conocemos. —Magnus se encogió de hombros, muy levemente, como queriendo decir: «¿Y qué se le va a hacer?»—. En su día fue mi novia.