232 RIVERSIDE DRIVE
Simon estaba sentado en el sillón de la sala de estar de Kyle con la mirada fija en la imagen congelada del televisor situado en una esquina de la estancia. La pantalla estaba en pausa en una pantalla del juego al que Kyle había estado jugando con Jace. En la imagen se veía un túnel subterráneo de aspecto frío y húmedo con una montaña de cadáveres apilados y varios charcos de sangre, todo ello con un aspecto tremendamente realista. Resultaba perturbador, pero Simon no tenía ni la energía ni las ganas para molestarse en apagarla. Las imágenes que llevaban dando vueltas en su cabeza toda la noche eran aún peores.
La luz que entraba en la sala por las ventanas había ido cobrando fuerza y había pasado de la acuosa luminosidad del amanecer al claro resplandor de primera hora de la mañana sin que Simon se percatara apenas de ello. Seguía viendo el cuerpo inerte de Maureen en el suelo, su pelo rubio manchado de sangre. Su avanzar tambaleante en plena noche, la sangre de la chica cantando en sus venas. Y después a Maia abalanzándose sobre Kyle, arremetiendo contra él con sus garras. Kyle se había quedado tumbado en el suelo, sin siquiera levantar una mano para defenderse. Probablemente habría dejado que lo matara de no haber interferido Isabelle, apartándola de él y aplastándola contra el suelo, sujetándola allí hasta que su rabia se transformó en lágrimas. Simon había intentado acercarse a ella, pero Isabelle se lo había impedido con una mirada furiosa, abrazando a la otra chica, levantando la mano para indicarle que no se acercara.
—Vete de aquí —le había dicho—. Y llévatelo contigo. No sé qué le habrá hecho, pero debe de haber sido malo de verdad.
Y lo era. Simon conocía aquel nombre, Jordan. Había salido a relucir en una ocasión, cuando él le había preguntado cómo se había convertido en chica lobo. Había sido su ex novio, le había contado. Había sido un ataque salvaje y despiadado, y después de aquello él había huido, abandonándola a merced de las consecuencias.
Y se llamaba Jordan.
Por eso Kyle sólo tenía un nombre en el timbre de la puerta. Porque era su apellido. Su nombre completo tenía que ser Jordan Kyle, había comprendido Simon finalmente. Había sido un estúpido, increíblemente estúpido, por no haberse dado cuenta antes. Una razón más para odiarse en aquel momento.
Kyle —o más bien dicho, Jordan— era un hombre lobo; se curaba con rapidez. Cuando Simon lo incorporó, sin excesiva delicadeza, y lo condujo hacia el coche, los zarpazos profundos que había sufrido en el cuello y bajo los harapos de su camisa ya habían cicatrizado. Simon le había cogido las llaves y habían regresado a Manhattan casi en silencio, Jordan sentado prácticamente inmóvil en el asiento del acompañante, con la mirada fija en sus manos ensangrentadas.
—Maureen está bien —había dicho por fin mientras cruzaban el puente de Williamsburg—. Tenía peor aspecto de lo que ha sido en realidad. Aún no eres muy bueno alimentándote de humanos, por eso ha perdido poca sangre. La he subido a un taxi. No recuerda nada. Piensa que se ha desmayado delante de ti, y se siente abochornada por ello.
Simon sabía que debía darle las gracias a Jordan, pero no tenía fuerzas para ello.
—Eres Jordan —dijo—. El antiguo novio de Maia. El que la convirtió en chica lobo.
Estaban ya en Kenmare; Simon giró en dirección norte por la calle Bowery, con sus fonduchas y sus tiendas de iluminación.
—Sí —dijo Jordan por fin—. Kyle es mi apellido. Empecé a utilizarlo como nombre cuando me uní a los Praetor.
—Te habría matado de habérselo permitido Isabelle.
—Tiene todo el derecho a matarme si así lo desea —dijo Jordan, y se quedó en silencio. No dijo nada más, pues Simon ya estaba aparcando y subieron en seguida a casa. Se había metido en su habitación sin despojarse de la chaqueta ensangrentada y había cerrado de un portazo.
Simon había guardado sus cosas en la mochila y estaba a punto de abandonar el apartamento, cuando lo inundaron las dudas. No estaba seguro de por qué, ni siquiera ahora, pero en lugar de marcharse, había dejado caer la bolsa al suelo, junto a la puerta, y se había sentado en aquel sillón, donde había permanecido la noche entera.
Le habría gustado poder llamar a Clary, pero era demasiado temprano y, además, Isabelle le había dicho que ella y Jace se habían marchado juntos, y la idea de interrumpirles un momento especial no le resultaba en absoluto atractiva. Se preguntó cómo estaría su madre. Si lo hubiera visto la pasada noche, con Maureen, habría pensado que, efectivamente, era el monstruo que le había acusado de ser.
Tal vez lo era.
Vio en aquel momento que se abría la puerta de la habitación de Jordan y que éste hacía su aparición. Iba descalzo, con la misma ropa del día anterior. Las cicatrices del cuello se habían convertido en simples líneas rojizas. Miró a Simon. Sus ojos verdes, normalmente tan brillantes y alegres, estaban rodeados de oscuras ojeras.
—Creía que te marcharías —dijo.
—Iba a hacerlo —dijo Simon—. Pero después pensé que tenía que darte la oportunidad de explicarte.
—No hay nada que explicar. —Jordan entró en la cocina y hurgó en el interior de un cajón hasta que encontró un filtro para la cafetera—. Sea lo que sea lo que Maia te haya contado de mí, estoy seguro de que es cierto.
—Dijo que la pegaste —le explicó Simon.
Jordan, en la cocina, se quedó muy quieto. Bajó la vista hacia el filtro como si ya no estuviese seguro de para qué lo quería.
—Dijo que estuvisteis saliendo varios meses y que todo era estupendo —prosiguió Simon—. Que después te volviste violento y celoso. Y que cuando te llamó la atención al respecto, la pegaste. Ella cortó contigo y una noche, cuando regresaba a su casa, algo la atacó y estuvo a punto de matarla. Y tú… tú desapareciste de la ciudad. Sin disculparte de nada, sin dar explicaciones.
Jordan dejó el filtro en la encimera.
—¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Cómo dio con la manada de Luke Garroway?
Simon movió la cabeza.
—Cogió un tren hacia Nueva York y los localizó. Maia es una superviviente. Nunca permitió que lo que le hiciste la hundiera. Mucha gente habría sucumbido.
—¿Te has quedado para esto? —preguntó Jordan—. ¿Para decirme que soy un cabrón? Porque eso ya lo sé.
—Me he quedado —dijo Simon— por lo que hice yo anoche. Si me hubiese enterado de todo esto antes de ayer, me habría marchado. Pero después de lo que le hice a Maureen… —Se mordió el labio—. Creía poder controlar lo que me pasaba y no es así, y le hice daño a una chica que no se lo merecía. Es por eso por lo que me he quedado.
—Porque si yo no soy un monstruo, tú tampoco eres un monstruo.
—Porque quiero saber qué tengo que hacer a partir de ahora, y tal vez tú puedas decírmelo. —Simon se inclinó hacia adelante—. Porque te has comportado conmigo como una buena persona desde que te conozco. En ningún momento te he visto comportarte de forma mezquina o enfadarte. Y luego pensé en lo de la Guardia de los Lobos, y en que me contaste que te habías unido a ellos porque habías hecho cosas malas. Y pensé que tal vez lo de Maia fuera esa cosa mala que habías hecho y que estás tratando compensar.
—Fue eso —dijo Jordan—. Es por Maia.
Clary estaba sentada detrás del escritorio que tenía en la habitación de invitados de casa de Luke, con el trozo de tela que había cogido del depósito de cadáveres del Beth Israel extendido delante de ella. Había colocado unos lápices a cada lado de la tela para mantenerla estirada y estaba mirándola fijamente, estela en mano, tratando de recordar la runa que se le había aparecido en el hospital.
Concentrarse era complicado. No podía dejar de pensar en Jace, en la noche anterior. Adónde habría ido. En por qué se sentía tan infeliz. Hasta que lo vio anoche, no se había dado cuenta de que se sentía tan mal como ella, y aquello le había partido el corazón. Deseaba llamarlo, pero se había reprimido de hacerlo ya varias veces desde que había llegado a casa. Si en algún momento Jace tenía intención de explicarle su problema, lo haría sin necesidad de que ella se lo preguntase. Lo conocía lo bastante bien como para saberlo.
Cerró los ojos e intentó obligarse a dibujar la runa. No era una runa de su invención, eso lo sabía seguro. Era una runa que ya existía, aunque no sabía con certeza si la había visto en el Libro Gris. Su forma le daba a entender menos una interpretación que una relación, un deseo de mostrar la forma de algo oculto bajo su superficie, de tener que retirar lentamente el polvo que la cubría para poder leer la inscripción que escondía debajo…
La estela tembló entre sus dedos y abrió los ojos para descubrir, sorprendida, que había conseguido trazar un pequeño dibujo en un extremo de la tela. Parecía casi una mancha, con raros fragmentos proyectándose en todas direcciones. Clary frunció el ceño y se preguntó si estaría perdiendo sus habilidades. Pero entonces el tejido empezó a relucir, como ese brillo neblinoso que produce el calor al desprenderse del asfalto ardiente. Y se quedó boquiabierta cuando vio unas palabras desplegarse sobre la tela, como si una mano invisible estuviera escribiéndolas:
«Propiedad de la iglesia de Talto. 232 Riverside Drive».
La recorrió un murmullo de excitación. Era una pista, una pista de verdad. Y la había encontrado ella sola, sin la ayuda de nadie.
232 Riverside Drive. Aquello caía por el Upper West Side, le parecía, por los alrededores de Riverside Park, en el otro extremo de Nueva York. No muy lejos. La iglesia de Talto. Clary dejó la estela con expresión preocupada. Fuera lo que fuese, sonaba a malas noticias. Arrastró la silla hasta el viejo ordenador de sobremesa de Luke y entró en Internet. La verdad fue que no le sorprendió que la búsqueda de «Iglesia de Talto» no produjera resultados entendibles. Lo que había aparecido escrito en una esquina de la tela debía de estar en purgático, o cthoniano, o en cualquier otro idioma demoníaco.
De una cosa estaba segura: fuera lo que fuese la iglesia de Talto, era secreta, y probablemente mala. Si estaba involucrada en convertir a bebés humanos en cosas con garras en lugar de manos, no podía ser una religión de verdad. Clary se preguntó si la madre que había tirado al bebé en el contenedor de basura próximo al hospital sería miembro de esa iglesia y si antes de que naciera su hijo sabría en qué se había metido.
Cuando cogió el teléfono, sentía frío en todo el cuerpo. Se detuvo con el aparato en la mano. Había estado a punto de llamar a su madre, pero no podía llamar a Jocelyn y contarle aquello. Jocelyn había dejado de llorar y había accedido por fin a salir, con Luke, a mirar anillos. Y a pesar de que Clary consideraba a su madre lo bastante fuerte como para afrontar la verdad que resultara de todo aquello, sabía sin la menor duda que tendría problemas con la Clave por haber llevado tan lejos su investigación sin informarlos.
Luke. Pero Luke estaba con su madre. No podía llamarlo.
Maryse, quizá. Pero la simple idea de llamarla le resultaba extraña e intimidatoria. Además, Clary sabía —sin querer casi reconocer que era un factor a tener en cuenta— que si dejaba que la Clave se hiciera cargo del asunto, ella quedaría completamente apartada del juego. Quedaría al margen de un misterio que parecía tremendamente personal. Eso sin mencionar que sería como traicionar a su madre frente a la Clave.
Pero ir por su propia cuenta, sin saber qué podía encontrarse… Se había entrenado, pero tampoco tanto. Y sabía que tenía tendencia a actuar primero y a pensar después. A regañadientes, se acercó el teléfono, dudó un instante… y envió un rápido mensaje de texto: «232 RIVERSIDE DRIVE. TENEMOS QUE ENCONTRARNOS ALLÍ EN SEGUIDA. ES IMPORTANTE». Pulsó la tecla de envío y se sentó un segundo a esperar que la pantalla se iluminara con la respuesta: «OK».
Con un suspiro, Clary dejó el teléfono y fue a buscar sus armas.
—Quería a Maia —dijo Jordan. Se había sentado en el sofá después de haber conseguido por fin preparar café, aunque no había bebido ni un sorbo. Sujetaba el tazón con ambas manos, dándole vueltas y más vueltas mientras seguía hablando—. Tienes que saberlo, antes de que te cuente cualquier cosa más. Ambos veníamos de esa ciudad deprimente e infernal de Nueva Jersey, donde ella tenía que soportar todo tipo de gilipolleces porque su padre era negro y su madre blanca. Tenía además un hermano, un psicópata redomado. No sé si te había hablado de él, Daniel.
—No mucho —dijo Simon.
—Con todo eso, su vida era complicada, pero nunca se desanimaba. La conocí en una tienda de música, comprando discos viejos. Vinilos, sí. Empezamos a hablar y me di cuenta en seguida de que era la chica más estupenda en muchos kilómetros a la redonda. Guapa, además. Y cariñosa. —Los ojos de Jordan reflejaban lejanía—. Salimos, y fue fantástico. Estábamos locamente enamorados. Como sólo puedes estarlo con dieciséis años. Entonces fue cuando me mordieron. Fue una noche en una discoteca, en el transcurso de una pelea. Solía meterme en muchas peleas. Estaba acostumbrado a que me dieran patadas y puñetazos, pero ¿mordiscos? Pensé que el tipo que me lo hizo estaba loco, pero no. Fui al hospital, me pusieron puntos y me olvidé del tema.
»Unas tres semanas después, empezó todo. Oleadas de rabia y enfados incontrolables. Me quedaba sin ver nada y no sabía qué pasaba. Destrocé el cristal de la ventana de la cocina de un puñetazo sólo porque no conseguía abrir un cajón. Estaba loco de celos con Maia, convencido de que se veía con otros chicos, convencido… ni siquiera sé qué pensaba. Sólo sé que exploté. La pegué. Me gustaría decir que no recuerdo haberlo hecho, pero lo recuerdo. Y ella cortó conmigo… —Su voz se interrumpió. Le dio un trago al café; parecía enfermo, pensó Simon. Se imaginó que no habría contado muchas veces esa historia. O nunca—. Un par de noches después, fui a una fiesta y ella estaba allí. Bailando con otro chico. Besándolo como si con ello quisiera demostrarme que todo había acabado. Eligió una mala noche, aunque no tenía modo de saberlo. Era la primera noche de luna llena después de mi mordisco. —Tenía los nudillos blancos de sujetar la taza con fuerza—. La primera vez que me transformaba. La transformación destrozó mi cuerpo y me partió la carne y los huesos. Fue una agonía, y no sólo por eso. La deseaba, quería que volviese conmigo, quería explicárselo, pero lo único que podía hacer era aullar. Eché a correr por las calles, y entonces fue cuando la vi, cruzando el parque al lado de su casa. Estaba a punto de entrar…
—Y la atacaste —dijo Simon—. Y la mordiste.
—Sí. —Jordan estaba mirando ciegamente el pasado—. Cuando a la mañana siguiente me desperté, era consciente de lo que había hecho. Intenté ir a su casa, explicarme. Estaba ya a medio camino de allí cuando un tío enorme se interpuso en mi camino y se me quedó mirando. Sabía quién era yo, lo sabía todo de mí. Me explicó que era miembro de los Praetor Lupus y que yo le había sido asignado. No le gustaba en absoluto saber que había llegado demasiado tarde, que yo ya había mordido a alguien. No me permitió acercarme a ella. Dijo que sólo serviría para empeorar las cosas. Me prometió que la Guardia de los Lobos cuidaría de ella. Me dijo que como ya había mordido a un humano, algo que está estrictamente prohibido, la única manera que tenía de eludir el castigo era unirme a la Guardia y entrenarme para aprender a controlarme.
»No lo habría hecho. Le habría escupido y aceptado el castigo que les viniera en gana aplicarme. Hasta ese punto me odiaba. Pero cuando me explicó que podría ayudar a otra gente como yo, tal vez impedir que lo que me había pasado a mí con Maia volviera a repetirse, fue como ver una luz en la oscuridad, en un futuro lejano. Como si quizá hubiera una oportunidad de reparar lo que había hecho.
—Entendido —dijo Simon despacio—. Pero ¿no te parece una extraña coincidencia que acabaran asignándote a mí? ¿Al tipo que salía con la chica a la que en su día mordiste y convertiste en mujer lobo?
—No fue ninguna coincidencia —dijo Jordan—. Tu ficha estaba entre las varias que me entregaron. Te elegí porque Maia aparecía mencionada en las notas. Una chica lobo y un vampiro que salen juntos. ¡Vaya historia! Era la primera vez que comprendía que se había convertido en mujer lobo después… después de lo que yo le hice.
—¿Nunca te preocupaste por comprobarlo? Me parece un poco…
—Lo intenté. El Praetor no quería, pero hice todo lo posible para averiguar qué había sido de ella. Me enteré de que se había marchado de casa, aunque como ya tenía una vida familiar tan desastrosa, aquel hecho no me dio ninguna pista. Y la verdad es que no existe nada parecido a un registro nacional de seres lobo al que poder acudir. Yo sólo… confiaba en que no se hubiese transformado.
—¿De manera que aceptaste esta misión por Maia?
Jordan se sonrojó.
—Pensé que a lo mejor, si te conocía, podría averiguar qué había sido de ella. Si estaba bien.
—Por eso me pegaste la bronca por ponerle los cuernos —dijo Simon, pensando en retrospectiva—. Querías protegerla.
Jordan lo miró por encima del borde de la taza de café.
—Sí, bueno, fue una estupidez.
—Y tú fuiste quien le pasó por debajo de la puerta el folleto con la actuación del grupo, ¿verdad? —Simon movió la cabeza—. Eso de meterte en mi vida amorosa, ¿formaba parte de la misión o era simplemente tu toque adicional personal?
—La dejé hecha polvo —dijo Jordan—. Y no quería verla otra vez hecha polvo por culpa de otro.
—¿Y no se te pasó por la cabeza que si se presentaba en la actuación intentaría arrancarte la cara? De no haber llegado tarde, es muy posible que incluso lo hubiera hecho estando tú en escena. Habría sido un detalle de lo más emocionante para el público.
—No lo sabía —dijo Jordan—. No era consciente de que me odiara tanto. Yo no odio al tipo que me convirtió a mí; puedo comprender que no se controlaba.
—Sí —dijo Simon—, pero tú nunca amaste a ese tipo. Nunca tuviste una relación con él. Maia te quería. Cree que la mordiste y que luego la abandonaste y jamás volviste a pensar en ella. Te odia tanto como en su día llegó a quererte.
Pero antes de que a Jordan le diese tiempo a responder, sonó el timbre de la puerta… No el timbre de abajo, sino el que sólo podía tocarse desde el vestíbulo interior. Los chicos intercambiaron una mirada de sorpresa.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Simon.
Jordan negó con la cabeza y dejó la taza de café. Fueron juntos hasta el recibidor. Jordan le indicó a Simon con un gesto que se quedara detrás de él antes de que abriese la puerta.
No había nadie. Pero encontraron un papel en la alfombrilla de la entrada, sujeta por un pedrusco de sólido aspecto. Jordan cogió el papel y lo alisó, con mala cara.
—Es para ti —dijo, entregándoselo a Simon.
Perplejo, Simon desplegó el papel. En letras mayúsculas de aspecto infantil, estaba escrito el siguiente mensaje:
«SIMON LEWIS. TENEMOS A TU NOVIA. TIENES QUE PRESENTARTE HOY MISMO EN EL 232 DE RIVERSIDE DRIVE VEN ANTES DE QUE ANOCHEZCA O LE CORTAREMOS EL CUELLO».
—Es una broma —dijo Simon, mirando pasmado el papel—. Tiene que serlo.
Sin decir palabra, Jordan agarró a Simon del brazo y tiró de él en dirección al salón. Cuando consiguió soltarse, buscó el teléfono inalámbrico hasta que dio con él.
—Llámala —dijo, lanzándole el teléfono a Simon—. Llama a Maia y asegúrate de que está bien.
—Pero quizá no se trata de ella. —Simon se quedó mirando el teléfono mientras el horror de la situación empezaba a zumbar en su cerebro como un espíritu necrófago ululando en las puertas de una casa, suplicando entrar. «Concéntrate», se dijo, «que no cunda el pánico»—. Podría ser Isabelle.
—Dios. —Jordan lo miró encolerizado—. ¿Tienes más novias? ¿Hacemos primero una lista de nombres para ir llamándolas a todas?
Simon le arrancó el teléfono y se volvió, marcando el número.
Maia respondió al segundo ring.
—¿Diga?
—Maia, soy Simon.
La simpatía de la voz de Maia desapareció al instante.
—Ah. ¿Y qué quieres?
—Sólo quería comprobar que estabas bien —dijo.
—Estoy bien —confirmó con sequedad—. Tampoco es que lo nuestro fuera muy serio. No me siento feliz, pero sobreviviré. Pero tú sigues siendo un cabrón.
—No —dijo Simon—. Me refiero a que quería comprobar si estabas bien.
—¿Tiene que ver Jordan con esto? —Simon percibió una tensa rabia en su voz al pronunciar aquel nombre—. De acuerdo. Os largasteis juntos, ¿no? Sois amigos, o algo por el estilo, ¿no es verdad? Pues ya puedes decirle de mi parte que se mantenga bien lejos de mí. De hecho, eso va para los dos.
Colgó. El tono de marcación empezó a zumbar en el teléfono como una abeja enfadada.
Simon miró a Jordan.
—Está bien. Nos odia a los dos, pero aparte de eso, no me ha parecido que hubiese nada anormal.
—De acuerdo —dijo Jordan, muy tenso—. Ahora llama a Isabelle.
Necesitó dos intentos antes de que Isabelle cogiera el teléfono; Simon había caído casi presa del pánico cuando su voz sonó al otro lado de la línea, distraída y molesta.
—Quienquiera que seas, mejor que sea para algo bueno.
Simon se sintió aliviado.
—Isabelle. Soy Simon.
—Oh, por el amor de Dios. ¿Qué quieres?
—Sólo quería asegurarme de que estabas bien…
—Oh, qué… ¿Se supone que tengo que estar destrozada porque eres un tramposo, un mentiroso, un cabrón hijo de…?
—No. —Aquello empezaba a hacer mella en los nervios de Simon—. Me refiero a si estás bien. ¿No te han secuestrado ni nada por el estilo?
Hubo un largo silencio.
—Simon —dijo Isabelle por fin—. Me parece, de verdad, en serio te lo digo, la excusa más estúpida que he oído en mi vida para realizar una llamada quejumbrosa como ésta. ¿Qué te pasa a ti?
—No estoy seguro —dijo Simon, y colgó antes de que ella pudiera colgarle. Le entregó el teléfono a Jordan—. Isabelle también está bien.
—No lo entiendo. —Jordan estaba perplejo—. ¿A quién se le ocurrirá realizar una amenaza de este tipo que no se apoya sobre ninguna base? Es muy fácil verificarlo y descubrir que se trata de una mentira.
—Deben de pensar que soy estúpido —empezó a decir Simon, pero hizo entonces una pausa, pues acababa de ocurrírsele una idea terrible. Le arrancó el teléfono a Jordan y empezó a marcar con los dedos entumecidos.
—¿Quién es? —dijo Jordan—. ¿A quién llamas?
El teléfono de Clary empezó a sonar justo cuando llegaba a la esquina de la calle Noventa y Seis con Riverside Drive. Era como si la lluvia hubiese limpiado la suciedad habitual de la ciudad; el sol brillaba desde un cielo resplandeciente sobre la luminosa franja verde del parque que se extendía a orillas del río, cuya agua parecía ahora casi azul.
Hurgó en la mochila para localizar el teléfono, lo encontró y lo abrió.
—¿Diga?
Sonó la voz de Simon.
—Oh, gracias a… —Se interrumpió—. ¿Estás bien? ¿No te han secuestrado ni nada?
—¿Secuestrado? —Clary iba mirando los números de los edificios mientras avanzaba por la calle. 220, 224. No estaba del todo segura de qué andaba buscando. ¿Tendría el aspecto de una iglesia? ¿De otra cosa, con un glamour que lo hiciese parecer un solar abandonado?—. ¿Estás borracho o qué?
—Es un poco temprano para eso. —El alivio de su voz era evidente—. No, sólo que… he recibido una nota extraña. Alguien amenazando a mi novia.
—¿Cuál de ellas?
—Muy graciosa. —Pero a Simon no le había hecho ninguna gracia—. Ya he llamado a Maia y a Isabelle, y las dos están bien. Entonces he pensado en ti… Quiero decir, como pasamos tanto tiempo juntos. Tal vez quien sea esté confundido. Pero no sé qué pensar.
—Yo tampoco. —232 Riverside Drive apareció de repente delante de Clary, un gran edificio cuadrado de piedra con tejado puntiagudo. Podría haber sido una iglesia en su día, pensó, aunque ahora no lo parecía.
—Maia e Isabelle coincidieron anoche, por cierto. No fue divertido —añadió Simon—. Tenías razón en eso de que estaba jugando con fuego.
Clary examinó la fachada del número 232. La mayoría de los edificios de la zona eran apartamentos caros, con porteros vestidos con librea en su interior. Pero aquél, sin embargo, sólo tenía un par de grandes puertas de madera con formas curvilíneas en la parte superior y anticuados tiradores de metal en lugar de pomos.
—Oooh, lo siento, Simon. ¿Sigue hablándote alguna de ellas?
—La verdad es que no.
Posó la mano en un tirador y empujó. La puerta se abrió con un suave siseo. Clary bajó la voz.
—A lo mejor ha sido una de ellas la que te ha dejado la nota.
—No me parece muy de su estilo —dijo Simon, sinceramente perplejo—. ¿Piensas que podría haberlo hecho Jace?
Oír su nombre fue como un puñetazo en el estómago. Clary cogió aire y dijo:
—La verdad es que creo que no, ni aunque estuviese muy enfadado. —Se alejó el teléfono de la oreja. Fisgó por la puerta entreabierta y vio lo que parecía el interior de una iglesia normal y corriente: un pasillo largo y luces parpadeantes, como si fueran velas. No le haría ningún daño curiosear un poco más—. Tengo que irme, Simon —dijo—. Te llamo luego.
Cerró el teléfono y entró.
—¿De verdad piensas que era una broma? —Jordan andaba de un lado a otro del apartamento como si fuera un tigre en la jaula del zoológico—. No sé. Me parece una broma de muy mal gusto.
—No he dicho que no fuera de mal gusto. —Simon le echó un nuevo vistazo a la nota; seguía en la mesita de centro, las letras mayúsculas eran claramente visibles incluso de lejos. El estómago le dio un vuelco sólo de mirarla, aun sabiendo que no tenía sentido—. Sólo intento pensar en quién puede habérmela enviado. Y por qué.
—Tal vez debería tomarme el día libre y vigilarla —dijo Jordan—. Por si acaso, ya sabes.
—Me imagino que te refieres a Maia —dijo Simon—. Sé que tienes buenas intenciones, pero no creo que quiera verte revoloteando a su alrededor. En calidad de nada.
Jordan tensó la mandíbula.
—Lo haría de tal modo que ella no me viera.
—Caray. Sigues yendo de culo por ella, ¿verdad?
—Es una cuestión de responsabilidad personal. —Jordan habló muy serio—. Lo que yo pueda sentir carece de importancia.
—Haz lo que te apetezca —dijo Simon—. Pero creo que…
Sonó de nuevo el timbre de la puerta. Los dos chicos intercambiaron una única mirada antes de echar a correr por el estrecho pasillo en dirección a la entrada. Jordan llegó primero. Cogió el perchero que había en el recibidor, retiró todas las chaquetas y abrió la puerta de golpe, sujetando el perchero por encima de su cabeza como si fuese una jabalina.
Era Jace. Pestañeó sorprendido.
—¿Es eso un perchero?
Jordan dejó caer el perchero en el suelo y suspiró.
—Si hubieras sido un vampiro, esto habría resultado mucho más útil.
—Sí —replicó Jace—. O si hubiera sido alguien que estuviera cargado de abrigos.
Simon asomó la cabeza por detrás de Jordan y dijo:
—Disculpa. Hemos tenido una mañana estresante.
—Bueno, sí —dijo Jace—. Y mucho más estresante que va a ser. Vengo para llevarte conmigo al Instituto, Simon. El Cónclave quiere verte y no les gusta tener que esperar.
En el instante en que la puerta de la iglesia Talto se cerró a sus espaldas, Clary tuvo la sensación de estar en otro mundo; el ruido y el alboroto de Nueva York se habían apagado por completo. El espacio interior del edificio era grande y encumbrado, con techos muy elevados. Había un pasillo estrecho flanqueado por hileras de bancos, gruesas velas marrones ardiendo en candelabros sujetos a las paredes. El interior le pareció a Clary escasamente iluminado, pero tal vez fuera porque estaba acostumbrada a la claridad de la luz mágica.
Avanzó por el pasillo, las leves pisadas de sus zapatillas deportivas sobre el polvoriento suelo de piedra apenas hacían ruido. Resultaba curioso, pensó, ver una iglesia sin ninguna ventana. Llegó al ábside, situado al final del pasillo, donde un conjunto de peldaños de piedra daba acceso al estrado que albergaba el altar. Lo miró pestañeando, percatándose de una rareza más: en aquella iglesia no había cruces. Pero sobre el altar había una lápida de piedra coronada por una estatua que representaba una lechuza. En la lápida podía leerse lo siguiente:
PORQUE SU CASA SE INCLINA HACIA LA MUERTE
Y SUS SENDEROS HACIA LOS MUERTOS
LOS QUE ENTREN EN ELLA NO PODRÁN REGRESAR JAMÁS
NI ARRAIGARSE A LOS SENDEROS DE LA VIDA.
Clary pestañeó. No estaba muy familiarizada con la Biblia —la verdad era que sus conocimientos nada tenían que ver con aquellos extensos pasajes de la misma que Jace se sabía casi de memoria—, pero a pesar de que aquello sonaba a religioso, era un fragmento extraño para figurar en una iglesia. Se estremeció y se acercó un poco más al altar, sobre el que habían dejado un libro de gran tamaño. Estaba cerrado, pero asomaba un marcador en una de las páginas; cuando Clary alargó el brazo para abrir el libro, se dio cuenta de que lo que había tomado por un punto de libro era en realidad una daga curva con empuñadura negra y símbolos ocultos grabados en ella. En algunos libros de texto, había visto imágenes de armas similares. Era un athame, utilizado a menudo en rituales de invocación demoníaca.
Notó una sensación de frío en el estómago, pero se inclinó de todos modos para examinar el contenido de la página señalada, decidida a enterarse de lo que fuera, pero descubrió que el texto estaba escrito con un trazo apretado y estilizado que habría resultado difícil de descifrar aunque hubiera estado escrito en inglés. Y no era el caso; se trataba de un alfabeto de caracteres afilados y puntiagudos que estaba segura de no haber visto en su vida. Las palabras aparecían escritas debajo de una ilustración que Clary identificó con un círculo de invocación, similar al que los brujos trazaban en el suelo antes de pronunciar sus hechizos. El objetivo de aquellos círculos era atraer y concentrar el poder mágico. La ilustración, dibujada con tinta verde, estaba integrada por dos círculos concéntricos con un cuadrado en el centro. En el espacio comprendido entre ambos círculos, había runas dibujadas. Clary no las reconoció, pero percibió en sus huesos el lenguaje de las runas y se estremeció. Muerte y sangre.
Pasó rápidamente la página y se encontró con un conjunto de ilustraciones que le cortaron la respiración.
Se trataba de un grupo de imágenes que se iniciaba con la de una mujer con una ave posada en su hombro izquierdo. El ave, seguramente un cuervo, tenía un aspecto siniestro y una mirada sagaz. En la segunda imagen, el ave había desaparecido y la mujer estaba a todas luces embarazada. En la tercera imagen, la mujer aparecía tendida sobre un altar muy similar al que Clary tenía enfrente en aquel momento. Delante de ella, una figura vestida con túnica portando en la mano una jeringa de aspecto chirriantemente moderno. La jeringa contenía un líquido de color rojo oscuro. Era evidente que la mujer sabía que era la destinataria de aquella inyección, pues estaba gritando.
En la última imagen, la mujer aparecía sentada con un bebé en su regazo. El bebé tenía un aspecto casi normal, a excepción de sus ojos, que eran completamente negros, sin blanco. La mujer miraba a su hijo con expresión aterrorizada.
Clary notó que el vello de la nuca se le erizaba. Su madre tenía razón. Alguien estaba intentando crear más bebés como Jonathan. De hecho, ya lo habían hecho.
Se apartó del altar. Hasta el último nervio de su cuerpo gritaba diciéndole que en aquel lugar había algo tremendamente malévolo. No se veía capaz de pasar ni un segundo más allí; mejor salir y esperar la llegada de la caballería. Por mucho que ella hubiera descubierto aquella pista por su cuenta, el resultado iba mucho más allá de lo que podía resolver por sí sola.
Y fue entonces cuando escuchó el sonido.
Un suave susurro, como el de la marea retirándose lentamente, que parecía venir de algún lugar por encima de su cabeza. Levantó la vista, con el athame sujeto con fuerza en su mano. Y abrió los ojos de par en par. Las galerías superiores estaban repletas de silenciosas figuras. Iban vestidas con lo que parecían pantalones de chándal de color gris, zapatillas deportivas, sudadera gris abrochada con cremallera y capucha cubriéndoles la cabeza. Supuso que estaban mirándola. Las caras quedaban ocultas por completo por las sombras; ni siquiera podía afirmar si eran hombres o mujeres.
—Lo… lo siento —dijo. Su voz resonó en la sala de piedra—. No pretendía entrometerme, ni…
No hubo respuesta, sino silencio. Un pesado silencio. El corazón de Clary empezó a acelerarse.
—Ya me marcho —dijo, tragando saliva. Dio un paso al frente, dejó el athame en el altar y se volvió dispuesta a irse. Captó entonces el olor en el ambiente, una décima de segundo antes de volverse… el conocido hedor a basura podrida. Entre ella y la puerta, alzándose como un muro, acababa de aparecer un espantoso revoltijo de piel escamosa, dientes como cuchillas y garras extendidas.
Durante las últimas siete semanas, Clary había estado entrenándose para enfrentarse en batalla a un demonio, incluso a un demonio gigantesco. Pero ahora que aquello iba en serio, lo único que pudo hacer fue ponerse a gritar.