CAMBIO ANTE EL MAR
Clary ya iba por su tercera taza de café en Taki’s cuando por fin apareció Simon. Llevaba vaqueros, una sudadera roja con la cremallera subida (¿para qué molestarse con abrigos de lana cuando no se siente el frío?) y botas de hebillas. La gente se volvía para mirarlo mientras él serpenteaba entre las mesas hacia ella. Simon había mejorado mucho desde que Isabelle se había comenzado a meter con la ropa que usaba, pensó Clary mientras él iba hacia ella. Tenía copos de nieve en el negro cabello, pero mientras que las mejillas de Alec habían estado escarlata del frío, las de Simon seguían pálidas y sin color. Se sentó ante ella y la miró con ojos inquisitivos y brillantes.
—Técnicamente, te he enviado un mensaje de texto. —Le pasó la carta por la mesa y la abrió en la página para vampiros. Ella le echó una mirada, pero la idea de pudin de sangre y batidos de sangre la hizo estremecerse—. Espero no haberte despertado.
—Oh, no —contestó él—. No te creerías dónde he estado… —Su voz se fue apagando al fijarse en la expresión de Clary—. Eh. —Y ya le había puesto los dedos bajo la barbilla, para alzarle el rostro. La diversión había desaparecido de sus ojos, reemplazada por la preocupación—. ¿Qué ha pasado? ¿Más noticias de Jace?
—¿Ya sabéis qué queréis? —Era Kaelie, el hada de ojos azules que le había dado a Clary la campanilla de la reina Seelie. Miró a la pelirroja y sonrió, una sonrisa de superioridad que hizo que ésta apretara los dientes.
Clary pidió un trozo de tarta de manzana; Simon, una mezcla de chocolate caliente y sangre. Kaelie se llevó las cartas, y Simon miró preocupado a su amiga. Ésta respiró hondo y le explicó lo que había pasado esa noche, con todo detalle: la aparición de Jace, lo que le había pedido, el enfrentamiento en el salón y lo que le había ocurrido a Luke. Le explicó lo que Magnus había dicho sobre los huecos dimensionales y los otros mundos, y que no había manera de rastrear a alguien oculto en un hueco dimensional o de enviarle un mensaje. Los ojos de Simon se fueron ensombreciendo al oírla y, al final de la historia, tenía la cabeza entre las manos.
—¿Simon? —Clary le tocó el hombro. Kaelie ya había vuelto y se había marchado, dejando la comida, que no tocaban—. ¿Qué pasa? ¿Es por Luke…?
—Es culpa mía. —La miró, con los ojos secos. Los vampiros lloraban lágrimas mezcladas con sangre, pensó ella; lo había leído en alguna parte—. Si no hubiera mordido a Sebastian…
—Lo hiciste por mí. Para que siguiera viviendo —repuso Clary con voz tranquila—. Me salvaste la vida.
—Y tú me la has salvado a mí seis o siete veces. Parecía lo justo. —Se le quebró la voz; ella lo recordó vomitando la sangre negra de Sebastian, de rodillas en el jardín de la azotea.
—Repartirnos las culpas no nos lleva a ninguna parte —afirmó ella—. Y no es por eso por lo que te he hecho venir hasta aquí; no era para contarte lo que ha pasado. Quiero decir, te lo habría dicho de todas formas, pero habría esperado a mañana si no fuera porque…
Él la miró inquieto y dio un trago a su batido.
—¿Si no fuera porque qué?
—Tengo un plan.
—Me lo temía —repuso él con un gruñido.
—Mis planes no son terribles.
—Los planes de Isabelle son terribles. —La apuntó con el dedo—. Los tuyos son suicidas. En el mejor de los casos.
Ella se recostó en el asiento con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Quieres oírlo o no? Tendrás que guardarme el secreto.
—Antes me arrancaría los ojos con un tenedor que contar tus secretos —dijo Simon, y luego la miró con ansiedad—. Espera un momento. ¿Crees que hará falta llegar a eso?
—No lo sé. —Clary se cubrió el rostro con las manos.
—Cuéntamelo y ya está. —Simon parecía resignado.
Con un suspiro, Clary se sacó una bolsita de terciopelo del bolsillo y le dio la vuelta sobre la mesa. Cayeron dos anillos de oro, que repicaron suavemente.
Simon los miró, confuso.
—¿Quieres casarte?
—No seas idiota. —Se inclinó hacia él y bajó la voz—. Simon, éstos son los anillos que quiere la reina Seelie.
—Pensaba que habías dicho que no habías llegado a cogerlos… —Se cortó y la miró a los ojos.
—Mentí. Los cogí. Pero después de ver a Jace en la biblioteca, no quería dárselos a la reina. Tenía la sensación de que podríamos acabar necesitándolos. Y me di cuenta de que ella nunca nos dará ninguna información realmente útil. Los anillos parecían de más ayuda que un segundo asalto con la reina.
Simon los cogió y los ocultó cuando Kaelie pasó cerca.
—Clary, no puedes coger cosas que quiere la reina Seelie y quedártelas. Como enemiga, puede ser muy peligrosa.
Ella le lanzó una mirada suplicante.
—¿No podríamos al menos ver si funcionan?
Él suspiró y le pasó uno de los anillos; lo notaba ligero, pero era tan suave como el oro auténtico. Por un momento, Clary pensó preocupada si le cabría, pero en cuanto se lo metió en el índice, pareció amoldársele a la forma del dedo hasta que se le acopló perfectamente al espacio de la falange. Vio que Simon se miraba la mano derecha y se dio cuenta de que a él le había pasado lo mismo.
—Y supongo que ahora nos hablamos —dijo él—. Dime algo. Ya sabes, con la mente.
Clary miró a Simon, y absurdamente se sintió como si le hubiera pedido que actuara en una obra de la que no se supiera el guión.
«¿Simon?».
Simon parpadeó sorprendido.
—Creo que… ¿Puedes volver a hacerlo?
Ésa vez, Clary se concentró y trató de centrar la mente en Simon, en cómo era Simon, en su manera de pensar, en la sensación de oír su voz, en su proximidad. Sus susurros, sus secretos, y la forma en que la hacía reír.
«Bien —pensó como charlando—, ahora que estoy en tu cabeza, ¿quieres ver algunas imágenes mentales de Jace desnudo?».
Simon pegó un bote.
—¡Lo he oído! Y no.
A Clary le bulló la excitación en las venas; funcionaba.
—Piensa tú algo.
Le costó menos de un segundo. Oyó a Simon, de la misma manera que había oído al hermano Zachariah, una voz sin sonido dentro de la cabeza.
«¿Lo has visto desnudo?».
«Bueno, no del todo. Pero…».
—Ya basta —dijo él en voz alta, y aunque su tono estaba entre la diversión y la ansiedad, los ojos le brillaban—. Funcionan. Funcionan de verdad.
Clary se inclinó hacia él.
—Entonces, ¿puedo contarte mi idea?
Él tocó el anillo, palpando con los dedos sus delicados trazos, los nervios de las hojas talladas.
—No. En absoluto.
—Simon —insistió ella—. Es un plan perfectamente bueno.
—¿El plan en el que sigues a Jace y a Sebastian a un hueco dimensional desconocido y empleamos los anillos para comunicarnos para que los que estamos aquí, en la dimensión normal de la Tierra, podamos localizarte? ¿Ése plan?
—Sí.
—No —replicó él—. No lo es.
Clary se apoyó en el respaldo del asiento.
—No puedes decir que no.
—¡Ése plan tiene que ver conmigo! ¡Puedo decir que no! ¡No!
—Simon…
El vampiro dio unas palmaditas en el asiento junto a él, como si hubiera alguien sentado.
—Déjame que te presente a mi buen amigo No.
—Quizá podríamos llegar a un compromiso —sugirió ella, mientras le daba un bocado a la tarta.
—No.
—SIMON.
—«No» es una palabra mágica —dijo él—. Funciona así. Tú dices: «Simon, tengo un plan suicida y desquiciado. ¿Te gustaría ayudarme a ponerlo en práctica?», y yo digo: «Oh, no».
—Lo haré de todas formas.
Él la miró fijamente desde el otro lado de la mesa.
—¿Qué?
—Lo haré tanto si me ayudas como si no lo haces —afirmó ella—. Aunque no pueda usar los anillos, seguiré a Jace a donde esté y trataré de enviaros algo escapándome, buscando un teléfono o lo que sea. Si es posible, lo haré, Simon. Pero tendré más oportunidades de sobrevivir si me ayudas. Y tú no corres ningún riesgo.
—No me importa correr riesgos —siseó él—. ¡Me importa lo que te pase a ti! Maldita sea, soy prácticamente indestructible. Déjame ir a mí. Tú te quedas aquí.
—Sí —replicó Clary—, y a Jace eso no le parecerá nada raro. Puedes decirle que siempre le has amado en secreto y que no puedes soportar estar lejos de él.
—Le podría decir que lo he pensado y que estoy totalmente de acuerdo con la filosofía de Sebastian y suya, y que he decidido unirme a ellos.
—Ni siquiera sabes cuál es su filosofía.
—Eso es cierto. Tendría más suerte diciéndole que estoy enamorado de él. De todas formas, Jace cree que todo el mundo está enamorado de él.
—Pero yo —insistió Clary— lo estoy de verdad.
Simon la miró durante mucho rato, en silencio.
—Hablas en serio —admitió finalmente—. Lo vas a hacer. Sin mí…, sin ninguna red de seguridad.
—No hay nada que no hiciera por Jace.
Simon echó la cabeza hacia atrás sobre el asiento de plástico. La Marca de Caín le brillaba de un plateado pálido contra la piel.
—No digas eso.
—¿No harías cualquier cosa por la gente que amas?
—Haría casi cualquier cosa por ti —contestó Simon en voz baja—. Moriría por ti. Lo sabes. Pero ¿sería capaz de matar a alguien, a alguien inocente? ¿Y qué pasa con un montón de vidas inocentes? ¿Y todo el mundo? ¿Es realmente amor decirle a alguien que si hay que elegir entre él y todas las otras vidas sobre el planeta, le escogerías? ¿Es ése… no sé… un amor con algún tipo de moral?
—El amor no es moral o inmoral —contestó Clary—. Sólo es.
—Lo sé —repuso Simon—. Pero los actos que cometemos en nombre del amor sí que son morales o inmorales. Y por lo general no suele importar. Por lo general, por mucho que yo piense que Jace es un pesado, él nunca te pediría que hicieras nada que fuera en contra de tu forma de ser. Ni por él, ni por nadie. Pero él ya no es exactamente Jace, ¿no? Y no sé, Clary. No sé lo que te podría pedir que hicieras.
La chica se acodó en la mesa; de repente se sentía muy cansada.
—Quizá no sea Jace, pero es lo más parecido a Jace que tengo. No se puede recuperar a Jace sin él. —Miró directamente a Simon—. ¿O me estás diciendo que no hay esperanzas?
Se hizo un largo silencio. Clary podía ver la sinceridad innata de Simon luchando contra su deseo de proteger a su mejor amiga.
—No he dicho eso —contestó él finalmente—. Sigo siendo judío, ya sabes, incluso siendo vampiro. En mi corazón, recuerdo y creo, incluso en las palabras que no puedo pronunciar. D… —Se atragantó y tragó saliva—. Él hizo un pacto con nosotros, igual que los cazadores de sombras creen que Raziel hizo un pacto con ellos. Y creemos en sus promesas. Por lo tanto, nunca perdemos la esperanza, hatikva, porque si mantienes viva la esperanza, ella te mantiene vivo a ti. —Parecía ligeramente avergonzado—. Mi rabino solía decir eso.
Clary le puso la mano sobre la suya. Muy rara vez hablaba de religión con ella o con nadie, aunque ella sabía que era creyente.
—¿Quiere decir eso que aceptas?
Él gruñó.
—Creo que quiere decir que me has aplastado el espíritu y me has ganado.
—Fantástico.
—Claro que te darás cuenta de que me deja en la posición de ser yo quien se lo diga a los demás: a tu madre, Luke, Alec, Izzy, Magnus…
—Supongo que no debería haber dicho que no correrás ningún riesgo —repuso Clary irónica.
—Es cierto —afirmó Simon—. Cuando tu madre me esté royendo el tobillo como una mamá osa furiosa separada de su cachorro, recuerda que lo hago por ti.
Jordan acababa de dormirse cuando empezaron de nuevo a llamar a la puerta. Se dio la vuelta gruñendo. El reloj marcaba las cuatro de la madrugada, en parpadeantes números amarillos.
Más golpes. El chico se levantó a regañadientes, se puso los vaqueros y salió tambaleante al pasillo. Medio dormido, abrió la puerta.
—Mira…
Las palabras murieron en sus labios. En el pasillo estaba Maia. Iba vestida con vaqueros y una chaqueta de cuero de color caramelo, y se recogía el cabello en la nuca con unos palillos chinos de bronce. Un solitario rizo le caía por la sien. Jordan sintió que los dedos le cosquilleaban con el deseo de metérselo tras la oreja. En vez de eso, prefirió meter las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Bonita camisa —soltó ella, lanzándole una seca mirada al pecho desnudo. Llevaba una mochila al hombro. Por un momento, a él le dio un vuelco el corazón. ¿Se marchaba de la ciudad? ¿Se marchaba para alejarse de él?—. Mira, Jordan…
—¿Quién es? —La voz detrás del chico era ronca, tan revuelta como la cama de la que seguramente acababa de levantarse. Jordan vio a Maia quedarse con la boca abierta, y miró hacia atrás. Vio a Isabelle, sólo con una de las camisetas de Simon, detrás de él, frotándose los ojos.
Maia cerró la boca de golpe.
—Soy yo —respondió en un tono no especialmente amistoso—. ¿Estás… con Simon?
—¿Qué? No. Simon no está —respondió. Jordan quiso matarla: «Cierra el pico, Isabelle»—. Está… —Hizo un gesto vago—. Por ahí.
Maia enrojeció.
—Huele a bar ahí dentro.
—El tequila barato de Jordan —explicó Isabelle gesticulando con la mano—. Ya sabes…
—¿Y ésa es también su camisa? —preguntó Maia.
Isabelle se miró a sí misma, y luego de nuevo a la licántropa. Tarde, pareció darse cuenta de lo que estaba pensando la otra chica.
—Oh, no, Maia…
—Así que primero Simon me engaña contigo, y ahora Jordan y tú…
—Simon —le cortó Isabelle— también me engañó a mí contigo. Además, no pasa nada entre Jordan y yo. He venido a ver a Simon, pero no estaba aquí, así que he decidido quedarme en su cuarto. Y voy a volver ahí ahora.
—No —repuso Maia secamente—. No lo hagas. Olvídate de Simon y de Jordan. Lo que tengo que decir también tienes que oírlo tú.
Isabelle se quedó parada, con una mano en la puerta de la habitación de Simon, mientras su rostro arrebolado de sueño iba palideciendo.
—Jace —dijo—. ¿Por eso estás aquí?
Maia asintió.
Isabelle se desplomó contra la puerta.
—¿Está…? —Se le quebró la voz. Comenzó de nuevo—. ¿Lo han encontrado…?
—Ha vuelto —contestó Maia—. A buscar a Clary. —Calló un momento—. Iba con Sebastian. Hubo una pelea, y Luke resultó herido. Se está muriendo.
Isabelle hizo un ruidito seco con la garganta.
—¿Jace? ¿Jace hirió a Luke?
Maia evitó mirarla a los ojos.
—No sé qué pasó exactamente. Sólo que Jace y Sebastian aparecieron para buscar a Clary y que lucharon. Luke está herido.
—Clary…
—Está bien. Está en casa de Magnus con su madre. —Maia se volvió hacia Jordan—. Magnus me ha llamado y me ha pedido que viniera a verte. Ha tratado de localizarte, pero no ha podido. Quiere que le pongas en contacto con el Praetor Lupus.
—Ponerle en contacto con… —Jordan negó con la cabeza—. No puedes llamar a los Praetor. No es como marcar un número de teléfono.
Maia se cruzó de brazos.
—Bueno, entonces, ¿cómo te pones en contacto con ellos?
—Tengo un supervisor. Él contacta conmigo cuando quiere, o lo puedo llamar si hay alguna emergencia…
—Esto es una emergencia. —Maia colgó los pulgares en las trabillas de los pantalones—. Luke podría morir, y Magnus dice que los Praetor quizá tengan información que pueda ayudarle. —Miró a Jordan con los ojos grandes y oscuros. Él pensó que debería decírselo. Decirle que a los Praetor no les gustaba involucrarse en asuntos de la Clave; que se mantenían al margen y se ocupaban de su misión: ayudar a los subterráneos. No había ninguna garantía de que quisieran ayudar, y lo más seguro era que les molestara que se lo pidieran.
Pero Maia se lo estaba pidiendo a él. Eso era algo que podía hacer por ella y que tal vez fuera un paso en el largo camino de resarcirla por lo que le había hecho.
—De acuerdo —contestó—. Entonces iremos a la central y nos presentaremos en persona. Están en el North Fork de Long Island. Bastante lejos de aquí. Podemos coger mi camioneta.
—Bien. —Maia alzó más su mochila—. He pensado que quizá tuviéramos que ir a alguna parte; por eso me he traído mis cosas.
—Maia. —Era Isabelle. Llevaba tanto rato sin decir nada que Jordan casi había olvidado que estaba allí; se volvió y la vio apoyada contra la pared, junto a la puerta del cuarto de Simon. Se rodeaba con los brazos como si tuviera frío—. ¿Está bien?
Maia hizo una mueca de dolor.
—¿Luke? No, no…
—Jace. —La voz de Isabelle era ahogada—. ¿Está bien Jace? ¿Lo han herido, o cogido, o…?
—Está bien —respondió la otra secamente—. Y se ha ido. Ha desaparecido con Sebastian.
—¿Y Simon? —Isabelle miró a Jordan—. Has dicho que estaba con Clary…
Maia negó con la cabeza.
—No estaba. No estuvo allí. —Apretaba la tira de la mochila—. Pero hay algo que sí sabemos, y no os va a gustar. Jace y Sebastian están conectados de algún modo. Si hieres a Jace, hieres a Sebastian. Mata a Jace y Sebastian morirá. Y viceversa. Información directa de Magnus.
—¿Lo sabe la Clave? —preguntó Isabelle al instante—. No se lo han dicho a la Clave, ¿verdad?
—Aún no —contestó Maia.
—Lo descubrirán —repuso Izzy—. Toda la manada lo sabe. Alguien se lo dirá. Y luego habrá una persecución a muerte. Lo matarán sólo para matar a Sebastian. De cualquier forma lo matarán. —Se pasó las manos por el cabello negro—. Quiero ver a Alec.
—Bien, me alegro —dijo Maia—. Porque después de que Magnus me llamara, me ha enviado un mensaje de texto. Decía que le daba la sensación de que estarías aquí, y que tenía un mensaje para ti. Quiere que vayas inmediatamente a su apartamento de Brooklyn.
Estaba helando; hacía tanto frío que hasta la runa thermis que se había dibujado y la fina parka que había cogido del armario de Simon no hacían mucho para evitar que Isabelle estuviera temblando cuando abrió la puerta del edificio donde se encontraba el apartamento de Magnus y entró.
Después de que le abrieran la otra puerta, se dirigió hacia arriba, rozando con la mano la astillada barandilla. En parte quería correr escaleras arriba, sabiendo que Alec estaba allí y que entendería cómo se sentía. Por otro lado, la parte que había ocultado el secreto de sus padres a sus hermanos durante toda la vida, quería acurrucarse en el descansillo y quedarse sola con su desgracia. Ésa era la parte de ella que odiaba confiar en nadie (porque ¿acaso no iban a acabar decepcionándola?), y se sentía orgullosa de decir que Isabelle Lightwood no necesitaba a nadie, y era también la parte que le recordó que estaba allí porque ellos le habían pedido que fuera. Ellos la necesitaban.
A Isabelle no le importaba que la necesitaran. Lo cierto era que le gustaba. Por eso le había costado encariñarse con Jace cuando éste había atravesado por primera vez el Portal desde Idris, un chico delgaducho de diez años con angustiados ojos de un pálido color dorado. Alec se había mostrado encantado con él al instante, pero a Isabelle le había molestado su serenidad. Cuando su madre le había dicho que el padre de Jace había sido asesinado delante de él, ella se lo había imaginado acercándosele lloroso, en busca de consuelo e incluso consejo. Pero él no había parecido necesitar a nadie. Incluso a los diez años ya tenía un ingenio agudo y a la defensiva, y un genio ácido. La verdad era que Isabelle había pensado, decepcionada, que los dos eran iguales.
Al final, su actividad de cazadores de sombras era lo que los había unido; un amor compartido por las armas afiladas, los brillantes cuchillos serafines, el doloroso placer de las Marcas ardientes o la rapidez sin pensamiento de la batalla. Cuando Alec había querido ir a cazar únicamente con Jace, dejando atrás a Izzy, Jace había hablado a su favor: «La necesitamos a nuestro lado; es lo mejor que hay. Aparte de mí, claro».
Lo había querido por eso.
Ya había llegado a la puerta del apartamento de Magnus. La luz manaba por la rendija de abajo, y oyó el murmullo de voces. Empujó la puerta, y una ola de calor la envolvió. Entró agradecida.
El calor procedía de un fuego que bailoteaba en la chimenea, aunque no había tiros de chimenea en el edificio y el fuego tenía el tono azul verdoso de las llamas mágicas. Magnus y Alec se hallaban sentados en uno de los sofás delante del hogar. Cuando ella entró, su hermano alzó la mirada y la vio, entonces se puso de pie a toda prisa y cruzó descalzo la sala para abrazarla. Vestía sólo con unos pantalones de chándal negros y una camiseta blanca con el cuello roto.
Por un momento, ella permaneció entre sus brazos, oyendo sus latidos, mientras él le palmeaba con algo de torpeza la espalda.
—Izzy —dijo Alec—. Todo irá bien, Izzy.
Ella se apartó de él, enjugándose los ojos. Dios, cómo odiaba llorar.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó—. ¿Cómo puede ir algo bien después de esto?
—Izzy. —Alec le echó el cabello tras un hombro y se lo estiró suavemente. A ella le recordó los años en que solía llevar el cabello recogido en dos trenzas y Alec le tiraba de ellas, con bastante menos suavidad que en ese momento—. No te hundas. Te necesitamos. —Bajó la voz—. Además, ¿sabes que hueles a tequila?
Isabelle miró a Magnus, que los observaba desde el sofá con sus inescrutables ojos de gato.
—¿Dónde está Clary? —preguntó ella—. ¿Y su madre? Creía que estaban aquí.
—Durmiendo —contestó Alec—. Nos ha parecido que necesitaban descansar.
—¿Y yo no?
—¿Has visto a tu prometido o a tu padrastro a punto de morir delante de ti? —preguntó Magnus con sequedad. Llevaba puesto un pijama de rayas y un batín de seda negra por encima—. Isabelle Lightwood —dijo mientras se inclinaba hacia delante y entrecruzaba las manos—, como Alec ha dicho, te necesitamos.
Isabelle se cuadró de hombros.
—¿Me necesitáis para qué?
—Para ir a ver a las Hermanas de Hierro —respondió Alec—. Necesitamos una arma que pueda separar a Jace de Sebastian y nos permita herirlos por separado… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Para que se pueda matar a Sebastian sin matar a Jace. Y sólo es cuestión de tiempo antes de que la Clave se entere de que Jace no es prisionero de Sebastian, sino que trabaja con él…
—No es Jace —protestó Isabelle.
—Puede que no sea él —replicó Magnus—, pero si muere, tu Jace muere con él.
—Como sabes, las Hermanas de Hierro sólo hablan con mujeres —dijo Alec—. Y Jocelyn no puede ir sola porque ya no es una cazadora de sombras.
—¿Y Clary?
—Aún está entrenándose. No sabrá qué preguntas concretas formularles, ni la forma adecuada de dirigirse a ellas. Pero Jocelyn y tú sí. Y Jocelyn dice que ya ha estado allí antes; puede guiarte cuando crucéis por el Portal hasta donde se hallan las salvaguardas de la Ciudadela Infracta. Ambas partiréis por la mañana.
Isabelle se lo pensó. La idea de tener, por fin, algo que hacer, algo definido, activo e importante, era un alivio. Habría preferido que su tarea tuviera que ver con matar demonios o cortarle las piernas a Sebastian, pero eso era mejor que nada. Las leyendas que rodeaban la Ciudadela Infracta la hacían parecer un lugar distante y sobrecogedor, y a las Hermanas de Hierro aún se las veía menos que a los Hermanos Silenciosos. Isabelle no había visto nunca a ninguna.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.
Alec sonrió por primera vez desde que ella había llegado, y le alborotó el cabello.
—Ésta es mi Isabelle.
—Para. —Ella se apartó de su alcance y vio a Magnus sonriendo divertido desde el sofá, mientras se incorporaba pasándose la mano por el negro cabello de punta, ya de por sí explosivo.
—Tengo tres habitaciones de más —dijo—. Clary está en una, y su madre en la otra. Te enseñaré la tercera.
Todas las habitaciones daban a un pasillo estrecho y sin ventanas que partía del salón. Dos de las puertas estaban cerradas; Magnus llevó a Isabelle a la tercera, que daba al interior de un dormitorio con las paredes pintadas de rojo intenso. Unas cortinas negras colgaban de barras de plata sobre las ventanas, sujetas con esposas. La colcha tenía un dibujo de corazones rojo oscuro.
Isabelle echó un vistazo alrededor. Se sentía inquieta y nerviosa, y sin ningunas ganas de dormir.
—Bonitas esposas. Ya veo por qué no metiste aquí a Jocelyn.
—Necesitaba algo para sujetar las cortinas. —Magnus se encogió de hombros—. ¿Tienes algo que ponerte para dormir?
Isabelle asintió, sin querer admitir que llevaba con ella la camiseta de Simon que había cogido en su apartamento. Los vampiros no olían a nada, pero la camiseta aún conservaba un leve y consolador aroma a su jabón de ropa.
—Se me hace raro —comentó—. Tú pidiéndome que venga aquí de inmediato, sólo para meterme en la cama y decirme que empezamos mañana.
Magnus se apoyó en la pared junto a la puerta, con los brazos cruzados, y la miró con sus ojos de gato. A Isabelle le recordó, por un momento, a Iglesia, pero menos propenso a morder.
—Amo a tu hermano —repuso él—. Lo sabes, ¿no?
—Si quieres mi permiso para casarte con él, adelante —dijo ella—. Y el otoño es un buen momento. Podrías ponerte un esmoquin naranja.
—Alec no es feliz —continuó Magnus, como si ella no hubiera hablado.
—Claro que no —replicó Isabelle—. Jace…
—Jace —repitió el brujo, y apretó los puños a los costados. Isabelle lo miró. Siempre había pensado que a Magnus no le importaba Jace; que incluso le caía bien, una vez que el asunto del afecto de Alec se había arreglado.
—Pensaba que Jace y tú erais amigos —dijo.
—No es eso —repuso Magnus—. Hay algunas personas a las que el universo parece haber escogido para un destino especial. Favores especiales y tormentos especiales. Dios sabe que a todos nos atrae lo que es hermoso y está roto; a mí me ha pasado. Pero hay gente que no se puede arreglar. O si se puede, sólo es por medio de un amor y un sacrificio tan grandes que destruyen al que se lo da.
Isabelle negó con la cabeza lentamente.
—Me he perdido. Jace es nuestro hermano, pero para Alec… Él también es el parabatai de Jace.
—Conozco a los parabatai —dijo el mago—. He conocido a parabatai tan unidos que eran casi la misma persona. ¿Sabes qué le ocurre, cuando uno de ellos muere, al que le sobrevive…?
—¡Para! —Isabelle se llevó las manos a las orejas, y luego las bajó lentamente—. ¿Cómo te atreves, Magnus Bane? ¿Cómo te atreves a empeorar esto aún más?
—Isabelle. —Magnus relajó las manos; parecía un poco sorprendido, como si sus propias palabras le hubieran asombrado—. Lo siento. Me olvido, a veces… que a pesar de todo tu autocontrol y fuerza, tienes la misma vulnerabilidad que Alec.
—No hay nada débil en mi hermano.
—No —reconoció Magnus—. Amar como elijas, eso requiere fuerza. Pero quería que estuvieras aquí por él. Hay cosas que yo no puedo hacer por Alec, que no le puedo dar. —Por un momento, él pareció extrañamente vulnerable—. Conoces a Jace desde hace tanto tiempo como él. Tú puedes ofrecerle una comprensión que yo no puedo darle. Y él te quiere.
—Claro que me quiere. Soy su hermana.
—La sangre no proporciona amor —sentenció Magnus, con tono amargo—. Si no pregúntaselo a Clary.
Clary se lanzó al Portal como disparada por un rifle y voló hasta el otro lado. Dio una voltereta hacia el suelo y cayó con ambos pies, clavándolos al principio. La pose sólo le duró un instante, antes de que, demasiado mareada por el Portal para concentrarse, perdiera el equilibrio y cayera el suelo con la mochila amortiguando el golpe. Suspiró —algún día tanto entrenamiento tendría que dar sus frutos—, se puso en pie y se sacudió el polvo de los vaqueros.
Se hallaba ante la casa de Luke. El río relucía a su espalda y la ciudad se alzaba detrás de él como un bosque de luces. La casa de Luke estaba igual que la habían dejado horas antes, cerrada y oscura. Clary, en el camino de tierra y gravilla que llevaba a la puerta, tragó saliva con fuerza.
Lentamente, tocó el anillo que llevaba en la mano derecha con los dedos de la izquierda.
«¿Simon?».
La respuesta le llegó al instante.
«¿Sí?».
«¿Dónde estás?».
«Voy hacia el metro. ¿El Portal te ha llevado a casa?».
«A la de Luke. Si Jace viene, como creo que hará, aquí es adonde vendrá».
Un silencio. Luego…
«Bien, supongo que sabes cómo encontrarme si me necesitas».
«Supongo que sí. —Clary respiró hondo—. ¿Simon?».
«¿Sí?».
«Te quiero».
Una pausa.
«Yo también te quiero».
Y eso fue todo. No hubo ningún clic, como cuando se cuelga un teléfono; Clary sólo notó como un corte en la conexión, como si se hubiera seccionado un cable en su cabeza. Se preguntó si eso era a lo que Alec se refería cuando hablaba de romper el lazo de parabatai.
Fue hacia casa de Luke y subió lentamente la escalera. Ésa era su casa. Si Jace iba a volver a por ella, como le había mascullado que haría, ahí sería adonde iría. Se sentó en el último escalón, se puso la mochila sobre las rodillas y esperó.
Simon se hallaba ante la nevera de su apartamento y bebía el último trago de sangre fría mientras el recuerdo de la silenciosa voz de Clary se desvanecía de su mente. Acababa de llegar a su casa, y el apartamento estaba oscuro, se oía mucho el zumbido de la nevera y curiosamente olía a… ¿tequila? Tal vez Jordan hubiera estado bebiendo. De todas maneras, la puerta de su cuarto estaba cerrada, y tampoco le podía parecer raro: eran más de las cuatro de la mañana.
Metió de nuevo la botella en la nevera y fue hacia su habitación. Sería la primera noche que dormiría en su casa en una semana. Se había acostumbrado a tener a alguien con quien compartir la cama, un cuerpo contra el que acurrucarse en mitad de la noche. Le gustaba cómo el de Clary encajaba con el suyo, dormida con la cabeza sobre la mano; y sí, tenía que admitírselo a sí mismo, le gustaba que ella no pudiera dormir si él no estaba. Le hacía sentirse indispensable y necesario; aunque que a Jocelyn no pareciera importarle si dormía o no en la cama de su hija indicaba que la madre de Clary lo consideraba tan sexualmente amenazador como un pececillo dorado.
Claro que Clary y él habían compartido cama a menudo, desde los cinco hasta los doce años. Eso podría tener algo que ver, supuso, mientras abría la puerta de su habitación. La mayoría de aquellas noches las habían pasado ocupados en intensas actividades, como ver quién podía tardar más en comerse un magdalena rellena. O el día que se habían llevado disimuladamente el reproductor portátil de DVD y…
Se quedó parado. Su habitación era la de siempre: paredes desnudas, estantes de plástico apilados donde tenía la ropa, su guitarra colgando de la pared y el colchón en el suelo. Pero sobre la cama había una hoja de papel: un cuadrado blanco contra la gastada manta negra. Conocía la letra. Era de Isabelle.
Cogió la nota y la leyó:
Simon, he tratado de llamarte, pero parece que tienes el móvil apagado. No sé dónde estás en este momento. No sé si Clary ya te ha dicho lo que ha pasado esta noche. Pero yo tengo que ir a casa de Magnus y me gustaría mucho verte allí.
Nunca me asusto, pero tengo miedo por Jace. Tengo miedo por mi hermano. Nunca te he pedido nada, Simon, pero te lo pido ahora. Ven, por favor.
Isabelle
Simon dejó caer la nota. Antes de que ésta llegara al suelo él ya estaba bajando la escalera.
Cuando Simon llegó al apartamento de Magnus, reinaba el silencio. Había un fuego parpadeando en la chimenea, y el brujo estaba sentado ante él en un sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Alec dormía, con la cabeza sobre el regazo de su novio, y éste jugueteaba con lo mechones de su cabello. La mirada del brujo, dirigida a las llamas, estaba perdida y distante, como si estuviera mirando hacia el pasado. Simon no pudo evitar recordar lo que Magnus le había dicho una vez sobre vivir para siempre.
«Algún día quedaremos sólo nosotros dos».
Simon se estremeció, y Magnus alzó la mirada.
—Isabelle te ha llamado, ya lo sé —dijo éste en un tono muy bajo para no despertar a Alec—. Está por el pasillo de allí, la primera puerta a la izquierda.
Simon asintió con la cabeza, saludó a Magnus y fue hacia el pasillo. Se sentía extrañamente nervioso, como si estuviera dirigiéndose a una primera cita. Que recordara, Isabelle nunca le había pedido ni ayuda ni su presencia antes; nunca había reconocido que lo necesitara de ninguna manera.
Abrió la puerta del primer dormitorio a la izquierda y entró. Estaba oscuro, con las luces apagadas: si Simon no hubiera tenido vista de vampiro, seguramente sólo habría visto negrura. Pero sí que podía ver el contorno del armario, las sillas con ropa encima y la cama, con las sábanas apartadas. Isabelle dormía de lado, con el oscuro cabello desparramado sobre la almohada.
Simon la contempló. Nunca había visto dormir a Isabelle. Parecía más joven que despierta, con el rostro relajado y las largas pestañas rozándole el borde de los pómulos. Tenía la boca un poco entreabierta y las piernas encogidas. Sólo llevaba una camiseta, su camiseta, una prenda gastada donde ponía: EL MONSTRUO DEL LAGO NESS. CLUB DE AVENTURA: BUSCANDO RESPUESTAS SIN IMPORTAR LOS HECHOS.
Simon cerró la puerta a su espalda con una sensación de decepción mayor de la que se esperaba. No se le había ocurrido pensar que estaría dormida. Había esperado hablar con ella, oír su voz. Se sacó los zapatos y se tumbó a su lado. Sin duda ocupaba más parte de la cama que Clary. Isabelle era alta, casi de su altura, aunque cuando le puso la mano en el hombro, notó los huesos delicados. Le pasó la mano por el brazo.
—¿Izzy? —llamó—. ¿Isabelle?
Ella murmuró algo y hundió el rostro en la almohada. Él se acercó más; olía a alcohol y a perfume de rosas. Bueno, eso explicaba el olor de su casa. Había estado pensando en rodearla con los brazos y besarla suavemente, pero «Simon Lewis, Acosador de Mujeres Inconscientes» no era un epitafio que deseara en su tumba.
Se tumbó de espaldas y miró el techo. Yeso resquebrajado con manchas de humedad. Magnus tendría que hacer que alguien le reparara aquello. Como si notara su presencia, Isabelle se volvió hacia él y apoyó su tierna mejilla sobre el hombro del chico.
—¿Simon? —preguntó medio dormida.
—Sí. —Él le rozó el rostro.
—Has venido. —Le pasó el brazo por el pecho y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su hombro—. No creía que lo hicieras.
Él le acarició el brazo.
—Claro que he venido.
Las siguientes palabras de Isabelle sonaron amortiguadas contra el cuello de Simon.
—Perdona que esté dormida.
Él sonrió para sí, un poco, en la oscuridad.
—No pasa nada. Incluso si lo único que querías era que viniera y te abrazara mientras duermes, lo habría hecho igual.
Notó que ella se tensaba un momento, y luego volvía a relajarse.
—¿Simon?
—¿Sí?
—¿Puedes contarme un cuento?
Él parpadeó sorprendido.
—¿Qué clase de cuento?
—Uno donde los buenos ganan y los malos pierden y además se mueren.
—Ah, ¿un cuento de hadas? —repuso él. Le dio vueltas a la cabeza. Sólo sabía las versiones Disney de los cuentos de hadas, y la primera imagen que se le ocurrió fue la de Ariel con su sujetador de conchas marinas. A los ocho años se había prendado de ella. Aunque no parecía ser el momento de mencionar eso.
—No. —Isabelle exhaló la palabra con el aliento—. Estudiamos los cuentos de hadas en la escuela. Un montón de esa magia es real, pero bueno. No, quiero algo que no haya oído nunca.
—Muy bien. Tengo uno bueno. —Simon le acarició el cabello; notó las pestañas de ella en el hombro cuando Isabelle cerró los ojos—. Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana…
Clary no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en los escalones de entrada de la casa de Luke cuando el sol comenzó a alzarse. Se levantaba por detrás de la casa; el cielo se volvía de un rosa oscuro, y el río era como una plancha de azul acerado. Estaba temblando, llevaba temblando tanto rato que el cuerpo parecía habérsele contraído en un único temblor seco. Había usado dos runas de calor, pero no le habían servido de nada; tenía la sensación de que el temblor era psicológico más que nada.
¿Aparecería Jace? Si por dentro todavía le quedaba tanto de Jace como ella creía, lo haría; cuando él había dicho sin voz que volvería a por ella, Clary había sabido que lo haría lo antes posible. Jace no era paciente. Y no le gustaban los juegos.
Pero ella no podía esperar indefinidamente. Al final, el sol se alzaría. El día comenzaría, y su madre volvería a vigilarla. Tendría que renunciar a Jace, al menos durante otro día, como mínimo.
Cerró los ojos para protegérselos del resplandor del amanecer, y apoyó los codos en el escalón que tenía detrás. Por un momento, se dejó llevar por la fantasía de que todo era como había sido, que nada había cambiado, que se encontraría esa tarde con Jace para practicar, o esa noche para cenar, y él la abrazaría y la haría reír igual que siempre.
Cálidos rayos de sol le acariciaron el rostro. Abrió los ojos a regañadientes.
Y ahí estaba él, subiendo los escalones, tan silencioso como un gato, igual que siempre. Llevaba un jersey azul oscuro que hacía que su cabello pareciera el propio sol. Clary se irguió, con el corazón golpeándole dentro del pecho. Jace parecía recortado por el brillante sol. Clary pensó en aquella noche en Idris, en la forma en que los fuegos artificiales habían cortado el cielo y ella había pensado en ángeles, cayendo envueltos en llamas.
Él llegó hasta ella y le tendió las manos; ella las cogió y se puso en pie. Él le escrutó el rostro con sus pálidos ojos dorados.
—No estaba seguro de que fueras a venir.
—¿Desde cuándo no has estado seguro de mí?
—Antes estabas muy enfadada. —Le cubrió la mejilla con la mano. Jace tenía una áspera cicatriz en la palma; Clary la notaba contra la piel.
—Y si no hubiera estado aquí, ¿qué habrías hecho?
Él la acercó hacia sí. También estaba temblando, y el viento le alborotaba el cabello, brillante y revuelto.
—¿Cómo está Luke?
Al oír el nombre, Clary se estremeció de nuevo. Jace, pensando que era de frío, la abrazó con más fuerza.
—Se pondrá bien —contestó ella, cautelosa.
«Es tu culpa, tu culpa, tu culpa», pensaba.
—No quería que resultara herido. —Jace la rodeaba con los brazos; los dedos en su espalda le recorrían un lento camino de arriba abajo—. ¿Me crees?
—Jace… —preguntó Clary—. ¿Por qué estás aquí?
—Para pedírtelo de nuevo. Que vengas conmigo.
Ella cerró los ojos.
—¿Y no me dirás adónde?
—Fe —respondió él a media voz—. Debes tener fe. Pero también debes saber algo: si vienes conmigo, no hay vuelta atrás. No durante mucho tiempo.
Ella pensó en el momento en que había entrado en el Java Jones y lo había visto esperándola allí. Su vida había cambiado en ese instante de una manera que jamás podría borrarse.
—Nunca ha habido vuelta atrás —repuso ella—. Contigo no. —Abrió los ojos—. Debemos irnos.
Él sonrió con una sonrisa tan brillante como el sol que se alzaba tras las nubes, y ella notó que se relajaba.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
Jace la besó. Mientras ella lo rodeaba con los brazos, notó algo amargo en sus labios; luego la oscuridad cayó como una cortina al final de un acto durante una obra de teatro.