AL INFIERNO
La hermana de Luke alzó la mirada. Sus ojos azules, tan parecidos a los de Luke, se clavaron en Clary. Parecía mareada y aturdida, y su expresión estaba un poco descentrada, como si la hubieran drogado. Trató de ponerse en pie, pero Cartwright la sujetó de nuevo. Sebastian los miró, con la copa en la mano.
Clary intentó avanzar, pero Jace la cogió por el brazo y tiró de ella hacia atrás. Ella le dio una patada, pero él ya la había cogido en brazos y le tapaba la boca con la mano. Sebastian estaba hablando a Amatis con un tono de voz grave e hipnótico. Ésta sacudía la cabeza violentamente, pero Cartwright la cogió por el largo cabello y le tiró la cabeza hacia atrás. Clary la oyó gritar; fue un sonido agudo sobre el viento.
Clary pensó en la noche que se había quedado despierta viendo a Jace dormir tranquilamente, pensando en cómo podría acabar con todo aquello con una simple cuchillada. Pero «todo aquello» no había tenido ninguna cara, ninguna voz, ningún plan. Sin embargo, en ese momento en que tenía la cara de la hermana de Luke, en ese momento en que Clary sabía el plan, ya era demasiado tarde.
Sebastian agarraba a Amatis por el pelo y le metía la Copa contra la boca. Mientras la obligaba a beber, ella sufría arcadas y tosía, y un líquido negro le caía por la barbilla.
Sebastian apartó la Copa de golpe, pero ya había hecho su trabajo. Amatis hizo un horrible sonido áspero y seco, y su cuerpo se irguió de golpe. Los ojos le sobresalían, tan negros como los de Sebastian. Se golpeó el rostro con las manos, mientras un agudo gemido se le escapaba, y Clary vio atónita que la runa de visión le iba palideciendo en la mano y luego desaparecía.
Amatis bajó las manos. Su expresión se había suavizado, y sus ojos volvían a ser azules. Los clavó en Sebastian.
—Suéltala —le dijo el hermano de Clary a Cartwright, mirando a Amatis—. Déjala que venga conmigo.
Cartwright abrió la cadena que lo unía a Amatis y dio un paso atrás, con una curiosa mezcla de aprensión y fascinación en el rostro.
Amatis permaneció inmóvil durante un momento, balanceando las manos a los costados. Luego se puso en pie y fue hacia Sebastian. Se postró ante él, con el cabello rozando el suelo.
—Señor —dijo—. ¿Cómo puedo serviros?
—Levántate —contestó Sebastian, y Amatis se levantó ágilmente del suelo. De repente, parecía moverse de una manera diferente. Todos los cazadores de sombras eran ágiles, pero ella se movía con una gracilidad silenciosa que Clary encontró extrañamente escalofriante. Amatis se quedó de pie ante Sebastian. Por primera vez, Clary vio que lo que había tomado por un largo vestido blanco era un camisón, como si la hubieran despertado y se la hubieran llevado de la cama. Qué pesadilla, despertarse allí, entre aquellas siluetas encapuchadas, en aquel lugar amargo y abandonado.
—Ven aquí conmigo —la llamó Sebastian, y Amatis avanzó hacia él. Era, al menos, una cabeza más baja que él, y tuvo que echar la cabeza hacia atrás mientras él le susurraba algo. Una fría sonrisa se dibujó en el rostro de Amatis.
Sebastian alzó la mano.
—¿Te gustaría luchar contra Cartwright?
Cartwright tiró la cadena que había estado sujetando y se llevó la mano al cinturón de las armas a través de una abertura en la capa. Era un hombre joven, con el cabello claro y un rostro ancho y cuadrado.
—Pero yo…
—Sin duda sería adecuada una demostración de su poder —repuso Sebastian—. Vamos, Cartwright, es una mujer, y mayor que tú. ¿Tienes miedo?
Cartwright parecía perplejo, pero sacó una larga daga de su cinturón.
—Jonathan…
Los ojos de Sebastian destellaron.
—Lucha contra él, Amatis.
Ella curvó los labios.
—Estaré encantada —repuso, y se lanzó. Su velocidad era increíble. Dio un salto en el aire, lanzó el pie hacia delante y le sacó la daga de las manos a Cartwright. Clary la observó atónita mientras Amatis le subía por el cuerpo y le clavaba una rodilla en el estómago. Él se tambaleó hacia atrás, y ella le golpeó en la cabeza con la suya; luego se le puso a la espalda y lo agarró con fuerza por la parte de atrás de la túnica, tirándolo al suelo. Él cayó a sus pies con un desagradable crujido, y gimió de dolor.
—Y esto es por sacarme de la cama en medio de la noche —dijo Amatis, y le dio un tortazo de revés en la boca, que ya le sangraba ligeramente.
Un leve murmullo de risas contenidas recorrió la muchedumbre.
—Y ya lo veis —dijo Sebastian—. Incluso un cazador de sombras sin grandes habilidades ni fuerza, con perdón, Amatis, se puede volver más fuerte y más rápido que su homólogo con adscripción seráfica. —Se dio con el puño en la palma de la otra mano—. Poder. Auténtico poder. ¿Quién está preparado para tenerlo?
Hubo un momento de vacilación, y luego Cartwright se puso trabajosamente en pie.
—Yo —contestó, mientras le lanzaba una venenosa mirada a Amatis, que tan sólo sonrió.
Sebastian alzó la Copa Infernal.
—Entonces, acércate.
Cartwright fue hacia Sebastian y, mientras lo hacía, los otros cazadores de sombras rompieron la formación, fueron hacia donde se hallaba Sebastian y formaron una cola irregular. Amatis se quedó tranquilamente a un lado, con las manos cogidas. Era la hermana de Luke. Si las cosas hubieran ido según lo planeado, en ese momento habría sido la tía de Clary.
Amatis. Clary pensó en su casita del canal en Idris, en lo amable que había sido con ella, lo mucho que había amado al padre de Jace.
«Por favor, mírame —pensó—. Por favor, muéstrame que sigues siendo tú».
Como si Amatis hubiera oído su silencioso ruego, alzó la cabeza y miró directamente a Clary.
Y sonrió. No era una sonrisa tranquilizadora, sino oscura, fría y ligeramente burlona. Era la sonrisa de alguien que mira cómo te ahogas, pensó Clary, y no levanta un dedo para ayudarte. No era la sonrisa de Amatis. No era Amatis en absoluto. Amatis ya no estaba.
Jace le había sacado la mano de la boca, pero Clary no sintió ningún deseo de gritar. Nadie allí la ayudaría, y la persona que la rodeaba con los brazos, aprisionándola con su cuerpo, no era Jace. Del mismo modo que las ropas retenían la forma de su dueño aunque éste no las hubiera llevado durante años, o que una almohada conservaba el contorno de la cabeza de quien había dormido sobre ella incluso si hacía tiempo que había muerto, Jace conservaba su exterior. Pero eso era todo lo que había, una cáscara vacía que ella había llenado con sus deseos, su amor y sus sueños.
Y al hacerlo, le había causado un gran daño al auténtico Jace. En su intento de salvarlo, casi había olvidado a quién estaba salvando. Y recordó lo que él había dicho durante aquellos breves momentos en que había sido él mismo: «Odio la idea de que él esté contigo». Él. «Ése otro Jace». Jace había sabido que eran dos personas diferentes, y que él, con su alma borrada, no era él en absoluto.
Había tratado de entregarse a la Clave, y ella no le había dejado. No había prestado atención a lo que él quería. Había decidido por él, sin darse cuenta de que su Jace preferiría morir que estar así, y que en realidad no le había salvado la vida sino que lo había condenado a una existencia que él despreciaría.
Ella se dejó caer sobre él, y Jace, que tomó ese repentino cambio como una señal de que ella había dejado de luchar, aflojó la fuerza con que la sujetaba. El último de los cazadores de sombras estaba ante Sebastian, esperando ansioso la Copa Infernal que éste le tendía.
—Clary… —comenzó Jace.
Ella nunca supo lo que él le habría dicho. Se oyó un grito, y el cazador de sombras que esperaba la Copa se tambaleó hacia atrás, con una flecha en el cuello. Sin poder creérselo, Clary volvió la cabeza y vio, en lo alto del dolmen, a Alec, uniformado, sujetando su arco. Éste sonrió satisfecho y se llevó la mano a la espalda para coger otra flecha.
Y entonces, detrás de él, el resto de ellos fueron apareciendo sobre la llanura. Una manada de lobos, corriendo cerca del suelo, con el moteado pelaje brillando bajo la luz cambiante. Clary supuso que Maia y Jordan estarían entre ellos. Detrás caminaban varios cazadores de sombras en una línea continua, todos conocidos suyos: Isabelle y Maryse Lightwood, Helen Blackthorn y Aline Penhallow, y Jocelyn, con su cabello rojo visible incluso a esa distancia. Con ellos se hallaba Simon, con la empuñadura de una espada plateada sobresaliéndole del hombro, y Magnus, con un fuego azul crepitándole en las manos.
El corazón le saltó en el pecho.
—¡Estoy aquí! —gritó hacia ellos—. ¡Estoy aquí!
—¿La ves? —preguntó Jocelyn—. ¿Está ahí?
Simon trató de centrar la vista en la moviente oscuridad que tenía delante; sus sentidos vampíricos se aguzaron al notar el claro olor de la sangre, diferentes tipos de sangre mezclada: sangre de cazador de sombras, sangre de demonio y el amargor de la sangre de Sebastian.
—La veo —exclamó—. Jace la está sujetando. La está arrastrando detrás de esa fila de cazadores de sombras de allí.
—Si son leales a Jonathan como el Círculo lo era a Valentine, harán un muro de cuerpos para protegerlos, y a Clary y a Jace junto con él. —Jocelyn era toda una fría furia maternal; sus ojos verdes ardían—. Tendremos que atravesarlo para llegar a ellos.
—Lo que necesitamos es llegar a Sebastian —dijo Isabelle—. Simon, nosotros te abriremos paso. Tú ve hasta Sebastian y atraviésalo con Gloriosa. Cuando él caiga…
—Es posible que los otros se dispersen —concluyó Magnus—. O, dependiendo de lo unidos que estén a Sebastian, puede que mueran o caigan con él. Al menos, podemos albergar esa esperanza. —Echó la cabeza atrás—. Y hablando de esperanza, ¿habéis visto el disparo de Alec con su arco? ¡Ése es mi novio! —Sonrió de oreja a oreja y agitó los dedos; chispas azules le salieron de ellos. Todo él brillaba. Sólo Magnus, pensó Simon con resignación, podría tener acceso a una armadura de combate de lentejuelas.
Isabelle se desenrolló el látigo de la cintura. Lo hizo restallar ante ella en una lengua de fuego dorado.
—Muy bien, Simon. —Preguntó—: ¿Estás preparado?
A Simon se le tensaron los hombros. Aún los separaba cierta distancia de la línea del ejército contrario (no sabía de qué otra manera pensar en ellos), que mantenía su posición con túnicas rojas y uniformes, con las manos erizadas de armas. Algunos de ellos se exclamaban en voz alta, confusos. Simon no pudo contener una sonrisa.
—En el nombre del Ángel, Simon —exclamó Izzy—. ¿Por qué estás sonriendo?
—Sus cuchillos serafines ya no les funcionan —contestó Simon—. Están tratando de averiguar por qué. Sebastian acaba de gritarles que usen otras armas.
Se oyó un grito en la línea cuando otra flecha descendió desde la tumba y se hundió en la espalda de un corpulento cazador de sombras, que se desplomó hacia delante. La línea se movió y se abrió ligeramente, como una grieta en una pared. Simon, viendo una oportunidad, corrió hacia delante, y los otros le siguieron.
Era como lanzarse a un océano negro en la noche, un océano lleno de tiburones y criaturas de grandes dientes chocando unos contra otros. No era la primera batalla en la que Simon participaba, pero durante la Guerra Mortal acababa de recibir la Marca de Caín. Aún no había comenzado a funcionar, pero muchos demonios se habían echado atrás con sólo verla. Simon nunca había pensado que llegaría a echarla de menos, pero en ese momento, mientras trataba de avanzar entre los apiñados cazadores de sombras, que lo atacaban con sus cuchillos, lo hacía. Tenía a Isabelle a un lado y a Magnus al otro, protegiéndolo, protegiendo a Gloriosa. El látigo de Isabelle estallaba certero y fuerte, y las manos de Magnus escupían fuego rojo, verde y azul. Látigos de fuego coloreado golpeaban a los nefilim oscuros, abrasándolos allí mismo. Otros cazadores de sombras gritaron cuando los lobos de Luke se metieron entre ellos, mordiendo y arañando, saltándoles al cuello.
Una daga cortó el aire con una velocidad increíble, y rasgó a Simon en el costado. Éste gritó pero continuó avanzando, sabiendo que la herida se le cerraría en segundos. Siguió adelante…
Y se quedó helado. Un rostro conocido estaba ante él. La hermana de Luke. Amatis. Cuando ella lo vio, Simon notó que lo reconocía. ¿Qué estaba haciendo ella allí? ¿Había ido a luchar con ellos? Pero…
Ella se lanzó contra él, con una daga destellando oscura en la mano. Era rápida, pero no tanto como para que sus reflejos de vampiro no lo salvaran, si no hubiera estado demasiado atónito para moverse. Amatis era la hermana de Luke, la conocía, y ese momento de incredulidad bien podría haber sido su perdición si Magnus no hubiera saltado frente a él y lo hubiera empujado hacia atrás. De la mano de Magnus salió fuego azul, pero Amatis fue más rápida que el brujo. Esquivó la llama y pasó bajo el brazo de Magnus, y Simon captó el destello de luna de la hoja de su cuchillo. Magnus abrió los ojos de sorpresa cuando la hoja negra bajó sobre él, traspasándole la armadura. Ella la arrancó de golpe, con la hoja pegajosa de sangre reflectante, e Isabelle gritó mientras Magnus caía de rodillas. Simon trató de ir hacia él, pero el impulso y la presión de los guerreros lo estaban alejando. Gritó el nombre de Magnus mientras Amatis se inclinaba sobre el brujo caído y alzaba la daga por segunda vez, buscándole el corazón.
—¡Suéltame! —gritó Clary, forcejeando y lanzando patadas para tratar de liberarse del abrazo de Jace. Casi no podía ver nada por encima de la marea de cazadores de sombras vestidos de rojo que se hallaban ante ella, Jace y Sebastian, bloqueando el paso a su familia y amigos. Los tres se encontraban a unos cuantos pasos de la línea de batalla. Jace la agarraba con fuerza mientras ella se debatía, y Sebastian, junto a ellos, observaba cómo se desarrollaban los acontecimientos con una expresión de sombría furia en el rostro. Movía los labios. Clary no podía decir si estaba maldiciendo, rezando o salmodiando las palabras de algún hechizo—. Suéltame, cab…
Sebastian se volvió, con una expresión pavorosa en el rostro, algo entre una sonrisa y una mueca de furia.
—Hazla callar, Jace.
—¿Nos vamos a quedar aquí —preguntó Jace, aún sujetando a Clary— dejando que nos protejan? —indicó con la barbilla la línea de cazadores de sombras.
—Sí —contestó Sebastian—. Tú y yo somos demasiado importantes como para arriesgarnos a que nos hieran.
Jace negó con la cabeza.
—No me gusta. Hay muchos del otro lado. —Estiró el cuello para mirar por encima del gentío—. ¿Y qué hay de Lilith? ¿No la puedes volver a llamar, hacer que nos ayude?
—¿Dónde?, ¿aquí? —Había desprecio en la voz de Sebastian—. No. Además, está demasiado débil para ser de gran ayuda. Hubo un tiempo en que podría haber aplastado a un ejército, pero esa mierda de subterráneo con su Marca de Caín esparció su esencia por los vacíos entre los mundos. Ya ha hecho mucho consiguiendo aparecer y dándonos su sangre.
—Cobarde —le escupió Clary—. Has convertido a esa gente en esclavos, y ni siquiera piensas luchar para protegerlos…
Sebastian alzó la mano como si fuera a abofetearla. Clary deseó que lo hiciera, deseó que Jace pudiera verlo si lo hacía, pero una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de su hermano. Bajó la mano.
—Y si Jace te soltara, ¿debo suponer que lucharías?
—Claro que sí…
—¿De qué lado? —Sebastian dio un rápido paso hacia ella y alzó la Copa Infernal. Clary pudo ver lo que había dentro. Aunque muchos habían bebido de ella, la sangre permanecía al mismo nivel—. Levántale la cabeza, Jace.
—¡No! —Clary redobló sus esfuerzos por soltarse. Jace le puso la mano bajo la barbilla, aunque ella creyó notar cierta vacilación en su acción.
—Sebastian —dijo Jace—. No…
—Ahora —ordenó Sebastian—. No tenemos por qué seguir aquí. Nosotros somos los importantes, no esa carne de cañón. Ya hemos comprobado que la Copa Infernal funciona. Eso es lo que importa. —Agarró a Clary por el vestido—. Será mucho más fácil escapar —continuó— sin ésta pataleando, gritando y pegándote a cada paso que demos.
—Podemos hacer que beba después…
—No —rugió Sebastian—. Sujétala. —Alzó la copa y se la metió a Clary en los labios, tratando de abrirle la boca. Ella se resistió, apretando los dientes—. Bebe —le ordenó Sebastian en un susurro maligno, tan bajo que ella dudó de que Jace lo hubiera oído—. Ya te dije que al final de esta noche harías lo que yo quisiera. —Los ojos se le oscurecieron, y le apretó más la Copa, cortándole el labio inferior.
Clary notó sabor a sangre mientras echaba las manos hacia atrás, agarraba a Jace por los hombros y se apoyaba en él para lanzar una patada con ambas piernas. Notó que se le rompía la costura del vestido por el lado, y sus pies se estrellaron con fuerza contra las costillas de Sebastian. Él se tambaleó hacia atrás sin aliento, justo cuando ella echaba la cabeza hacia atrás y golpeaba a Jace en el rostro con el cráneo. Él gritó y aflojó su abrazo lo suficiente para que ella consiguiera soltarse. Se apartó de él y se lanzó a la batalla sin mirar atrás.
Maia corrió por el suelo rocoso, con la luz de las estrellas arañándole con sus fríos dedos el pelaje, y los intensos olores de la batalla asaltando su sensible nariz: sangre, sudor y el hedor a goma quemada de la magia negra.
La manada se había desplegado por el campo, saltando y matando con dientes y garras letales. Maia se mantenía al lado de Jordan, no porque necesitara su protección, sino porque acababa de descubrir que juntos luchaban mejor y con más eficacia. Sólo había estado en una batalla antes, en la llanura de Brocelind, y aquello había sido un caótico remolino de demonios y subterráneos. Había muchos menos combatientes ahí, en el Burren, pero los cazadores de sombras oscuros eran formidables, y blandían sus espadas y dagas con una fuerza veloz y terrible. Maia había visto a un hombre delgado usar una daga corta para segar la cabeza a un lobo a medio salto; lo que había caído al suelo había sido un cuerpo humano sin cabeza, ensangrentado e irreconocible.
Mientras pensaba en eso, un nefilim en túnica roja se alzó ante ellos, con una espada de doble filo agarrada con ambas manos. La hoja estaba manchada de rojo oscuro. Junto a Maia, Jordan rugió, pero fue ella la que se lanzó contra el hombre. Éste la esquivó y blandió la espada. Maia notó un agudo pinchazo en el hombro y cayó al suelo sobre las cuatro patas, mientras el dolor se le clavaba por todo el cuerpo. Se oyó un repiqueteo metálico y supo que le había sacado al hombre la espada de la mano. Gruñó de satisfacción y se dio la vuelta, pero Jordan ya estaba saltando hacia el cuello del hombre…
Y el hombre lo agarró en pleno salto, como si sujetara a un cachorro rebelde.
—Escoria subterránea —espetó, y aunque no era la primera vez que Maia había oído esos insultos, algo en el gélido odio del tono la hizo estremecerse—. Deberías ser un abrigo. Debería estar llevándote.
Maia le clavó los dientes en la pierna. Su sangre cobriza le estalló en la boca mientras el hombre gritaba de dolor y se tambaleaba hacia atrás, lanzándole una patada y soltando a Jordan. Maia siguió apretando los dientes con fuerza mientras Jordan saltaba de nuevo, y esa vez el grito de rabia del cazador de sombras se cortó de golpe cuando las garras del licántropo le destrozaron el cuello.
Amatis bajaba el cuchillo hacia el corazón de Magnus justo cuando una flecha silbó cortando el aire y se le clavó en el hombro, haciéndola caer de lado con tal fuerza que le hizo dar media vuelta y acabar boca abajo sobre el suelo rocoso. Ella gritó, pero el sonido pronto quedó apagado por el entrechocar de armas a su alrededor. Isabelle se arrodilló junto a Magnus; Simon alzó los ojos y vio a Alec sobre la tumba de piedra, inmóvil con el arco en la mano. Seguramente estaba demasiado lejos como para ver a Magnus con claridad; Isabel tenía las manos sobre el pecho del brujo, pero Magnus, Magnus, siempre en movimiento, siempre cargado de energía, estaba totalmente inmóvil. Isabelle alzó los ojos y vio a Simon mirándolos; ella tenía las manos rojas de sangre, pero agitó la cabeza violentamente en su dirección.
—¡Sigue! —le gritó—. ¡Encuentra a Sebastian!
Simon se volvió y se lanzó de nuevo a la lucha. La apretada línea de cazadores de sombras vestidos de rojo había comenzado a deshacerse. Los lobos atacaban aquí y allí, separando a los cazadores de sombras. Jocelyn estaba espada contra espada con un hombre que rugía y por cuyo brazo libre manaba la sangre, y Simon se dio cuenta de algo muy extraño mientras avanzaba, colándose por los estrechos espacios entre los duelos: ninguno de los nefilim vestidos de rojo estaba Marcado. Su piel estaba libre de toda decoración.
Y mientras con el rabillo del ojo veía a un cazador de sombras enemigo ir a por Aline con una maza, y a Helen destriparlo, también se dio cuenta de que eran mucho más rápidos que cualquier nefilim que hubiera visto antes, excepto Jace y Sebastian. Se movían con la rapidez de los vampiros, pensó, mientras uno de ellos lanzaba un tajo a un lobo que saltaba hacia él y le abría la barriga de arriba abajo. El licántropo muerto se estrelló contra el suelo, transformado en el cadáver de un hombre corpulento con cabello claro rizado.
«Ni Maia ni Jordan», pensó aliviado, y luego se sintió culpable; avanzó dando traspiés, con el olor a sangre cubriéndolo todo, y de nuevo echó en falta la Marca de Caín. Si aún la portara, podría haber hecho arder a todos esos nefilim enemigos ahí mismo…
Uno de los nefilim oscuros se plantó frente a él blandiendo una espada ancha de un solo filo. Simon la esquivó, pero no le habría hecho falta. Cuando el hombre estaba a punto de atacarlo, una flecha se le clavó en el cuello y cayó, borbotando sangre. Simon alzó la cabeza y vio a Alec, aún sobre la tumba; su rostro era una máscara pétrea, y estaba disparando flechas con la precisión de una máquina; echaba atrás la mano para coger una, la ponía en el arco y la dejaba volar. Cada una daba en el blanco, pero Alec casi no parecía notarlo. Mientras una flecha volaba, ya estaba cogiendo otra. Simon oyó otro silbido pasar ante él y otra flecha atravesar un cuerpo. Se lanzó hacia delante, hacia una parte abierta del campo de batalla…
Se quedó helado. Ahí estaba Clary, una pequeña figura que se abría paso entre los luchadores con las manos desnudas, pegando patadas y empujando. Llevaba un vestido roto, y el cabello era una masa revuelta. Cuando lo vio, una mirada de incrédula sorpresa le cruzó el rostro. Formó el nombre de Simon con los labios.
Justo detrás estaba Jace. Tenía el rostro ensangrentado. La gente se apartaba mientras él avanzaba, dejándolo pasar. Tras de sí, en el espacio que dejaba al pasar, Simon vio un destello de rojo y plata; una silueta conocida, coronada por cabello blanco dorado como el de Valentine.
Sebastian. Aún escondido detrás de la última línea de defensa de los cazadores de sombras oscuros. Al verlo, Simon se llevó la mano al hombro y sacó a Gloriosa de su vaina. Un momento después, el oleaje de la multitud empujó a Clary hacia él. Ésta tenía los ojos casi negros de adrenalina, pero era evidente su alegría al verlo. Simon sintió que el alivio le recorría el cuerpo, y se dio cuenta de que se había estado preguntando si ella seguiría siendo ella o habría Cambiado, como Amatis.
—¡Dame la espada! —gritó ella, y su voz casi apagó el estruendo del metal contra metal. Ella alargó el brazo para cogerla, y en ese momento ya no era Clary, su amiga de la infancia, sino una cazadora de sombras, un ángel vengador al que correspondía blandir esa espada.
Él se la tendió por el mango.
La batalla era como un remolino, pensó Jocelyn, mientras se abría paso a tajos a través de los enemigos, blandiendo el kindjal de Luke hacia cada punto rojo que veía. Todo se acercaba y luego se alejaba con tal velocidad que sólo se podía ser consciente de una sensación de peligro incontrolable, de la lucha por mantenerse a flote y no ahogarse.
Sus ojos iban de un lado a otro entre la masa de luchadores, buscando a su hija, buscando un destello de cabello rojo, o incluso a Jace, porque donde estuviera él, también estaría Clary. Había grandes rocas que salpicaban la planicie, como icebergs en un mar inmóvil. Se subió a una, tratando de tener una visión mejor del campo de batalla, pero sólo pudo distinguir cuerpos apiñados, el destello de las armas y las oscuras siluetas de los lobos que corrían entre los guerreros.
Se volvió para bajar de la roca…
Y se encontró con alguien esperándola abajo. Jocelyn se quedó parada, mirándolo.
Llevaba una túnica escarlata y tenía una pálida cicatriz en una de las mejillas, un recuerdo de alguna batalla que ella desconocía. Tenía el rostro chupado y ya no era joven, pero resultaba inconfundible.
—Jeremy —dijo ella lentamente, con la voz casi inaudible entre el clamor de la batalla—. Jeremy Pontmercy.
El hombre que fuera el miembro más joven del Círculo la miró con ojos inyectados en sangre.
—Jocelyn Morgenstern. ¿Has venido a unirte a nosotros?
—¿Unirme a vosotros? Jeremy, no…
—Una vez formaste parte del Círculo —dijo él y se acercó más a ella. Un larga daga con un filo tan afilado como una navaja de afeitar le colgaba de la mano derecha—. Fuiste una de los nuestros. Y ahora seguimos a tu hijo.
—Rompí con vosotros cuando seguisteis a mi esposo —replicó Jocelyn—. ¿Por qué crees que os seguiré ahora que os manda mi hijo?
—O estás con nosotros o contra nosotros, Jocelyn. —Su rostro se endureció—. No puedes luchar contra tu propio hijo.
—Jonathan —repuso ella lentamente— es el mayor mal que jamás cometió Valentine. Nunca podría estar con él. Al final, dejé a Valentine. Por lo tanto, ¿qué esperanza tienes de convencerme ahora?
Él negó con la cabeza.
—Me malinterpretas —afirmó—. Me refiero que no puedes luchar contra él. Contra nosotros. La Clave no puede. No están preparados. No para lo que podemos hacer. Lo que estamos dispuestos a hacer. La sangre correrá en las calles de todas las ciudades. El mundo arderá. Todo lo que conoces será destruido. Y nosotros nos alzaremos de las cenizas de vuestra derrota, como un fénix triunfal. Ésta es tu única oportunidad. Dudo que tu hijo te dé otra.
—Jeremy —dijo Jocelyn—, eras muy joven cuando Valentine te reclutó. Podrías volver, incluso regresar a la Clave. Serían clementes…
—Nunca podré volver a la Clave —dijo con satisfacción—. ¿No lo entiendes? Aquéllos de nosotros que estamos con tu hijo ya no somos nefilim.
«Ya no somos nefilim». Jocelyn iba a responderle, pero antes de que pudiera decir nada, él comenzó a sacar sangre por la boca. Se desplomó y, mientras lo hacía, Jocelyn vio, tras él y armada con una espada ancha, a Maryse.
Las dos mujeres se miraron durante un momento sobre el cadáver de Jeremy. Luego Maryse se dio la vuelta y regresó a la batalla.
En cuanto Clary aferró la empuñadura, la espada estalló con una luz dorada. El fuego ardió por la hoja desde la punta, iluminó las palabras que estaban grabadas en la hoja: «Quis ut Deus?», e hizo brillar la empuñadura como si contuviera la luz del sol. Clary casi la dejó caer, pensando que se le había prendido fuego, pero la llama parecía contenida dentro de la espada, y el metal estaba frío bajo sus manos.
Después de eso, todo pareció ocurrir muy despacio. Se volvió, con la espada ardiendo en su mano. Buscó desesperadamente a Sebastian entre la gente. No pudo verlo, pero sabía que estaba detrás del estrecho nudo de cazadores de sombras que ella había tenido que apartar para llegar allí. Agarró la espada con fuerza y fue hacia ellos, pero se encontró el camino bloqueado.
Por Jace.
—Clary —dijo éste. Parecía imposible que pudiera oírlo; el ruido alrededor era ensordecedor: gritos y rugidos, y el estruendo del metal contra metal. Pero la marea de luchadores parecía haberse abierto a ambos lados, como el mar Rojo, y dejaba un espacio vacío alrededor de Jace y de ella.
La espada ardía, resbaladiza en su mano.
—Jace. Apártate de mi camino.
Clary oyó a Simon gritar algo a su espalda; Jace estaba negando con la cabeza. Sus ojos dorados eran neutros, inescrutables. Tenía la cara ensangrentada por el cabezazo que ella le había dado en el pómulo, y la piel se le estaba hinchando y amoratando.
—Dame esa espada, Clary.
—No. —Ella negó con la cabeza y retrocedió un paso. Gloriosa iluminaba el espacio en el que se hallaban, iluminaba la hierba pisoteada y manchada de sangre que la rodeaba e iluminaba el rostro de Jace mientras se acercaba a ella—. Jace. Puedo separarte de Sebastian. Puedo matarlo sin matarte a ti.
Él hizo una mueca. Sus ojos eran del mismo color que el fuego de la espada, o lo estaban reflejando, Clary no estaba segura de qué, pero cuando lo miró se dio cuenta de que no importaba. Estaba viendo a Jace y no a Jace; sus recuerdos de él, el guapo muchacho que había conocido, temerario consigo mismo y con los demás, aprendiendo a ser cuidadoso y a pensar en la gente. Recordó la noche que habían pasado juntos en Idris, con las manos cogidas en la estrecha cama, y el chico cubierto de sangre que la había mirado con ojos angustiados y le había confesado que era un asesino en París.
—¿Matarlo? —preguntó Jace que no era Jace—. ¿Estás loca?
Y también recordó la noche en el lago Lyn, Valentine atravesándolo con la espada, y el modo en que la propia vida de Clary pareció desangrarse junto con la sangre de él.
Y lo había visto morir, allí en la orilla del lago en Idris. Y después, cuando lo había vuelto a la vida, él se había arrastrado hasta ella y la había mirado con aquellos ojos que ardían como la Espada, como la sangre incandescente de un ángel.
«Estaba perdido en la oscuridad —había dicho él—. No había nada excepto sombras, y yo era una sombra. Y entonces oí tu voz».
Pero esa voz se mezcló con otra, más reciente: Jace frente a Sebastian en el salón del apartamento de Valentine, diciéndole que preferiría morir que vivir de aquella manera. Lo oía perfectamente en ese momento, hablando, diciéndole a ella que le diera la espada y que, si no, se la arrebataría. Su voz era dura, impaciente, la voz de alguien hablándole a un niño. Y supo que, en ese momento, igual que él no era Jace, la Clary que él amaba no era ella. Era sólo un recuerdo de ella, desvaído y distorsionado: la imagen de alguien dócil y obediente, alguien que no entendía que el amor dado sin libre albedrío o sinceridad no era amor en absoluto.
—Dame la espada. —Él tenía la mano extendida, la barbilla alzada y el tono imperioso—. Dámela, Clary.
—¿La quieres?
Alzó Gloriosa, de la forma en que él le había enseñado a hacerlo, equilibrando su peso, aunque la notaba pesada en la mano. La llama se hizo más brillante, hasta que pareció llegar a lo alto y tocar las estrellas. Jace estaba sólo a la distancia de la espada, con los ojos dorados mirándola incrédulos. Incluso en ese momento, él no creía que ella fuera a hacerle daño, daño de verdad. Incluso en ese momento.
Ella inspiró hondo.
—Tómala.
Clary vio que los ojos de Jace se encendían de la misma manera que lo habían hecho el día del lago, y entonces lo atravesó con la espada, de la misma forma que lo había hecho Valentine. En ese momento entendió que así era como debía ser. Él había muerto así, y ella se lo había arrancado a la muerte. Pero ésta había vuelto de nuevo.
«No puedes engañar a la muerte. Al final, tendrá lo que es suyo».
Gloriosa se le hundió en el pecho, y Clary notó que la mano ensangrentada le resbalaba en la empuñadura cuando la hoja chocó contra las costillas y se fue hundiendo hasta que el puño de Clary chocó con el cuerpo de él y se quedó inmóvil. Él no se había movido, y ella estaba pegada a él, aferrando Gloriosa mientras la sangre comenzaba a manar de la herida del pecho.
Se oyó un grito, un alarido de furia, dolor y terror: el sonido de alguien a quien estaban despedazando brutalmente.
«Sebastian», pensó Clary. Sebastian gritando al cortarse el lazo que lo unía a Jace.
Pero Jace no. Jace no hizo ningún ruido. A pesar de todo, su rostro estaba calmado y tranquilo, como el rostro de una estatua. Miró a Clary, y los ojos le brillaron, como si estuvieran llenos de luz.
Y entonces, Jace comenzó a arder.
Alec no recordaba haber bajado de lo alto de la piedra de la tumba, o abrirse paso por la planicie rocosa entre los cuerpos caídos: cazadores de sombras oscuros, licántropos muertos y heridos. Sus ojos buscaban sólo a una persona. Tropezó y casi cayó; cuando alzó la mirada y barrió el campo que tenía delante, vio a Isabelle, arrodillada junto a Magnus sobre el suelo pedregoso.
Alec se sintió como si no tuviera aire en los pulmones. Nunca había visto a Magnus tan pálido, tan quieto. Había sangre en el cuero de su armadura, y también en el suelo bajo él. Pero era imposible, Magnus hacía tanto tiempo que vivía… Era permanente. Un hito. Magnus no moría antes que él en ningún mundo que la imaginación de Alec pudiera concebir.
—Alec. —Era la voz de Izzy, que nadaba hacia él como si estuviera en el agua—. Alec, Magnus respira.
Alec dejó escapar el aliento en una especie de suspiro tembloroso. Le tendió la mano a su hermana.
—Daga.
Ella se la pasó en silencio. Nunca había prestado tanta atención como él a las clases de primeros auxilios; siempre había dicho que las runas ya harían el trabajo. Alec abrió por delante la armadura de cuero de Magnus, y luego la camisa que llevaba debajo, apretando los dientes. Podría ser que la armadura fuera lo que lo estaba manteniendo vivo.
Luego apartó los lados con sumo cuidado, sorprendido ante la firmeza de sus propias manos. Había mucha sangre, y una amplia herida de cuchillo bajo el lado derecho de las costillas de Magnus. Pero por el ritmo con que respiraba, era evidente que no le había perforado el pulmón. Alec se sacó la chaqueta, la enrolló y la presionó sobre la herida, que aún sangraba.
Magnus abrió los ojos con dificultad.
—Au —dijo con voz débil—. Deja de apoyarte en mí.
—¡Por Raziel! —exclamó Alec, agradecido—. Estás bien. —Pasó la mano libre bajo la cabeza de Magnus, acariciándole la mejilla con el pulgar—. Pensab…
Miró a su hermana antes de decir algo demasiado embarazoso, pero ella se había alejado en silencio.
—Te vi caer —dijo Alec en voz baja. Se inclinó y le dio un ligero beso en la boca, no queriendo hacerle daño—. Pensaba que habías muerto.
Magnus sonrió de medio lado.
—¿Qué?, ¿de un arañazo? —Miró a la chaqueta de Alec, que se iba enrojeciendo bajo la mano—. Vale, un arañazo profundo. Como de un gato muy, muy grande.
—¿Estás delirando? —preguntó Alec.
—No. —Magnus juntó las cejas—. Amatis buscaba el corazón, pero no me ha alcanzado en ningún punto vital. El problema es que la pérdida de sangre me está quitando la energía y mi capacidad para curarme a mí mismo. —Respiró hondo y acabó tosiendo—. Ven, dame la mano. —Alzó la mano y Alec entrelazó sus dedos con los de él, la palma de Magnus dura contra la suya—. ¿Recuerdas la noche de la batalla en el barco de Valentine, cuando necesité parte de tu fuerza?
—¿La necesitas de nuevo? —preguntó Alec—. Porque puedes tenerla.
—Siempre necesito tu fuerza, Alec —repuso Magnus, y cerró los ojos mientras sus dedos unidos comenzaban a brillar, como si entre ambos sujetaran una estrella.
El fuego estalló a través de la empuñadura y por la hoja de la espada del Ángel. La llama lanzó a Clary una especie de descarga eléctrica que la tiró al suelo. El calor del rayo le ardió corriéndole por la venas, y ella se retorció de dolor, agarrándose como si así pudiera evitar que el cuerpo le estallara en pedazos.
Jace cayó de rodillas. Aún tenía clavada la espada, pero ésta ardía con una llama blanco dorada, y el fuego le llenaba el cuerpo como agua coloreada llenando una jarra de cristal. Llamas doradas lo recorrían y le volvían la piel traslúcida. Su cabello era de bronce; sus huesos eran yesca dura y brillante, visibles bajo la piel. La propia Gloriosa estaba quemándose, se disolvía en gotas líquidas como el oro fundiéndose en un crisol. Jace tenía la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo tirante formando un arco, mientras el incendio seguía en su interior. Clary trató de acercase a él por el suelo pedregoso, pero el calor que salía del cuerpo de Jace era excesivo. Él se apretaba las manos contra el pecho, y un río de sangre dorada se le derramaba entre los dedos. La piedra en la que se arrodillaba se estaba ennegreciendo, quebrándose, convirtiéndose en cenizas. Y luego Gloriosa se consumió como el final de una hoguera, soltando una lluvia de chispas, y Jace se desplomó hacia delante sobre la piedra.
Clary trató de ponerse en pie, pero las piernas no le aguantaron. Aún sentía las venas como si el fuego las estuviera atravesando, y el dolor se le disparaba por la superficie de la piel como si fueran atizadores ardientes. Se arrastró hacia delante, ensangrentándose los dedos y oyendo como se le rajaba el vestido de ceremonias, hasta que llegó adonde estaba Jace.
Éste yacía de lado con la cabeza apoyada en un brazo, y el otro extendido. Ella se desplomó junto a él. El calor manaba del cuerpo de Jace como si fuera un lecho de ascuas, pero a ella no le importó. Podía verle la raja en la espalda del uniforme, donde Gloriosa lo había atravesado. Había cenizas de las rocas quemadas mezcladas con su cabello dorado, y sangre.
Despacio, con cada movimiento doliéndole como si fuera muy anciana, como si hubiera envejecido un año por cada segundo que Jace había estado ardiendo, Clary tiró de él, y acabó poniéndolo de espaldas sobre la piedra manchada de sangre y ennegrecida. Le miró el rostro, ya no de oro, pero aún hermoso.
Clary le puso la mano en la mejilla, donde el rojo de la sangre de él contrastaba con el rojo más oscuro de su vestimenta. Ella había notado los filos de la espada rasgarle los huesos de las costillas. Había visto la sangre derramársele entre los dedos, tanta sangre que había manchado las rocas bajo él de negro y le había endurecido las puntas del cabello.
Y sin embargo…
«No, si en él hay más Cielo que Infierno».
—Jace —susurró ella. Por todas partes a su alrededor había pies que corrían. Los destrozados restos del pequeño ejército de Sebastian estaban huyendo por el Burren, dejando caer las armas mientras escapaban. Clary no les prestó atención—. Jace.
Él no se movió. Su rostro estaba inmóvil, en paz bajo la luz de la luna. Las pestañas parecían finas sombras de telaraña sobre lo alto de los pómulos.
—Por favor —rogó ella, y le pareció que la voz le rasgaba el cuello al salir. Cuando respiró, los pulmones le ardieron—. Mírame.
Clary cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, su madre estaba arrodillada junto a ella, tocándole el hombro. Las lágrimas caían por el rostro de Jocelyn. Pero eso no podía ser… ¿Por qué iba a estar llorando su madre?
—Clary —susurró Jocelyn—. Suéltalo. Está muerto.
En la distancia, Clary vio a Alec junto a Magnus.
—No —contestó—. La espada… quema la maldad. Aún podría estar vivo…
Su madre le pasó una mano por la espalda, y los dedos se le engancharon en los sucios rizos de Clary.
—Clary, no…
«Jace —pensó ésta con fiereza, apretándole los brazos con las manos—. Eres más fuerte que todo esto. Si eres tú, realmente tú, abrirás los ojos y me mirarás».
De repente, Simon estaba allí, arrodillado al otro lado de Jace, con el rostro manchado de sangre y suciedad. Fue a coger a Clary. Ella movió la cabeza secamente para mirarlo, a él y a su madre, y vio a Isabelle acercándose tras ellos, con los ojos muy abiertos, caminando despacio. La parte delantera de su traje estaba manchada de sangre. Incapaz de enfrentarse a Izzy, Clary torció la cabeza y clavó los ojos en el cabello dorado de Jace.
—Sebastian —exclamó Clary, o trató de exclamar. La voz le salió como un graznido—. Alguien debería buscarlo.
«Y dejarme en paz».
«… y».
—Ya lo están buscando. —Su madre se inclinó hacia ella, con ojos abiertos y ansiosos—. Clary, suéltalo. Clary, cariño…
—Déjala —oyó Clary que decía, cortante, Isabelle. Oyó también la protesta de su madre, pero todo lo que hacían parecía suceder a una gran distancia, como si Clary estuviera contemplando una obra de teatro desde la última fila. Nada importaba excepto Jace. Jace ardiendo. Las lágrimas le abrasaron los ojos.
—Jace, maldita sea —exclamó con una voz que le salía a trompicones—. No estás muerto.
—Clary —repuso Simon con suavidad—. Si hubiera una oportunidad…
«Apártate de él». Eso era lo que le estaba pidiendo Simon, pero ella no podía. No pensaba hacerlo.
—Jace —susurró. Era como un mantra, de la misma forma que una vez él la había abrazado en Renwick y había repetido su nombre una y otra vez—. Jace Lightwood…
Se quedó helada. Allí. Un movimiento tan minúsculo que casi no era movimiento. La agitación de una pestaña. Se inclinó sobre él, casi perdiendo el equilibrio, y le apretó con la mano la rajada tela escarlata que le cubría el pecho, como si pudiera sanarle la herida que ella le había abierto. En vez de eso, notó bajo los dedos, y tan maravilloso que por un momento no pareció tener sentido, que era imposible que fuera, el ritmo del corazón de Jace.