5

UN PROBLEMA DE MEMORIA

La luz de la tarde despertó a Clary cuando un haz de pálida claridad se posó directamente sobre su cara, iluminándole la parte interior de los párpados hasta alcanzar un rosa intenso. Se removió nerviosamente y abrió los ojos con cautela.

La fiebre había desaparecido, y también la sensación de que los huesos se le estaban derritiendo y rompiendo dentro del cuerpo. Se incorporó en la cama y miró alrededor con ojos curiosos. Estaba en lo que debía de ser la habitación de invitados de Amatis; era pequeña, pintada de blanco, y la cama estaba cubierta con una manta de retazos de brillantes colores. Había cortinas de encaje corridas sobre ventanas redondas que dejaban entrar círculos de luz. Se sentó en la cama despacio, esperando verse invadida por una sensación de mareo, pero no sucedió nada, Se sentía perfectamente saludable, incluso muy descansada. Abandonó la cama y se contempló. Alguien le había puesto un almidonado pijama blanco, aunque ahora estaba arrugado y era demasiado grande para ella; las mangas colgaban cómicamente por encima de los dedos.

Se acercó a una de las ventanas circulares y atisbó fuera. Casas apelotonadas de piedra de color oro viejo se elevaban por la ladera de una colina, y los tejados daban la impresión de haber sido cubiertos con guijarros de bronce. Aquél lado de la casa estaba de espaldas al canal, daba a un estrecho jardín lateral que el otoño estaba volviendo marrón y dorado. Un enrejado trepaba por el costado de la casa; una última rosa colgaba de él, dejando caer pétalos marchitos.

El pomo de la puerta vibró, y Clary volvió rápidamente a la cama justo antes de que Amatis entrara sosteniendo una bandeja en las manos. Enarcó las cejas al ver que Clary estaba despierta, pero no dijo nada.

—¿Dónde está Luke? —inquirió Clary, arrebujándose bien en la manta para estar más abrigada.

Amatis depositó la bandeja sobre la mesa junto a la cama. Había un tazón de algo caliente en ella, y algunas rebanadas de pan untado con mantequilla.

—Deberías comer algo —dijo—. Te sentirás mejor.

—Me siento muy bien —respondió Clary—. ¿Dónde está Luke?

Había una silla de respaldo alto junto a la mesa; Amatis se sentó en ella, cruzó las manos sobre el regazo, y contempló a Clary con calma. A la luz del día, la muchacha pudo ver con más claridad las arrugas de su rostro; parecía mayor que la madre de Clary con una diferencia de muchos años, aunque no podían llevarse tanto. Los cabellos castaños estaban salpicados de canas, los ojos bordeados de un rosa oscuro, como si hubiese estado llorando.

—No está aquí.

—¿Acaba de bajar a la bodega de al lado en busca de un paquete de seis latas de cola light y una caja de cereales, o…?

—Se fue esta mañana, sobre el amanecer, tras velarte toda la noche. No ha dicho adónde ha ido. —El tono de Amatis era seco, y si Clary no se hubiese sentido tan desdichada, podría haberle divertido advertir que ello la hacía sonar aún más parecida a Luke—. Cuando vivía aquí antes de abandonar Idris, después de que lo… cambiaran… lideraba una manada de lobos que tenía su hogar en el bosque de Brocelind. Dijo que iba a regresar con ellos, pero no quiso decir por qué o durante cuánto tiempo… únicamente que regresaría en unos cuantos días.

—¿Me ha dejado aquí? ¿Se supone que debo quedarme aquí sentada y esperarle?

—Bueno, desde luego no podía llevarte con él, ¿verdad? —preguntó Amatis—. Y no te será fácil ir a casa. Infringiste la Ley al venir aquí como lo hiciste, y la Clave no pasará eso por alto, ni será generosa respecto a dejarte marchar.

—No quiero ir a casa. —Clary intentó serenarse—. Vine aquí a… a reunirme con alguien. Tengo algo que hacer.

—Luke me lo contó —dijo Amatis—. Deja que te informe de algo: únicamente encontrarás a Ragnor Fell si él quiere que le encuentres.

—Pero…

—Clarissa. —Amatis la contempló especulativamente—. Estamos esperando un ataque de Valentine en cualquier momento. Casi todos los cazadores de sombras de Idris están aquí en la ciudad, dentro de las salvaguardas. Permanecer en Alacante es lo más seguro para ti.

Clary se quedó sentada totalmente inmóvil. Pensando de un modo racional, las palabras de Amatis tenían sentido, pero no hacían gran cosa para acallar la voz de su interior que chillaba que no podía esperar. Tenía que encontrar a Ragnor Fell ya. Reprimió el pánico que sentía e intentó hablar con tranquilidad.

—Luke nunca me contó que tuviese una hermana.

—No —dijo Amatis—; claro. No estamos… unidos.

—Luke dijo que tu apellido era Herondale —siguió Clary—. Pero ése era el apellido de la Inquisidora, ¿verdad?

—Lo era —dijo Amatis, y su rostro se tensó como si las palabras la apenaran—. Era mi suegra.

¿Qué era lo que Luke había contado a Clary sobre la Inquisidora? Que había tenido un hijo que se había casado con una mujer con «conexiones familiares indeseables».

—¿Estuviste casada con Stephen Herondale?

Amatis pareció sorprendida.

—¿Sabes quién era?

—Sí… Luke me lo dijo…, pero yo pensaba que su esposa había muerto. Pensaba que ése era el motivo de que la Inquisidora fuera una persona tan… —«Horrible», quiso decir, pero le pareció cruel hacerlo—. Amargada —dijo por fin.

Amatis alargó el brazo hacia el tazón que había llevado; la mano tembló un poco mientras lo alzaba.

—Sí, murió. Se mató. Ésa fue Céline, la segunda esposa de Stephen. Yo fui la primera.

—¿Os divorciasteis?

—Algo parecido. —Amatis tendió bruscamente el tazón a Clary—. Oye, bebe esto. Tienes que ponerte algo en el estómago.

Trastornada, Clary tomó el tazón y engulló un trago caliente. El líquido del interior era suculento y salado; no era té, como había pensado, sino sopa.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué sucedió, pues?

Amatis miraba a lo lejos.

—Estábamos en el Círculo, Stephen y yo, junto con todos los demás. Cuando Luke fue… Cuando le sucedió lo que le sucedió, Valentine necesitó un nuevo lugarteniente. Eligió a Stephen. Y cuando eligió a Stephen, decidió que tal vez no sería apropiado que la esposa de su amigo más íntimo y consejero fuese alguien cuyo hermano era…

—Un hombre lobo.

—Él usó otra palabra. —Amatis sonó resentida—. Convenció a Stephen para que anulara nuestro matrimonio y se buscara otra esposa, una que Valentine había elegido para él. Céline era tan joven…, tan absolutamente obediente.

—Eso es horrible.

Amatis sacudió la cabeza con una carcajada crispada.

—Fue hace mucho tiempo. Stephen era buena persona, supongo…, me dio esta casa y volvió a instalarse en la casa solariega de los Herondale con sus padres y Céline. Jamás volví a verle después de eso. Abandoné el Círculo, desde luego. Ya no me habrían querido. La única de ellos que seguía visitándome era Jocelyn. Incluso me contó que fue a ver a luke… —Se apartó los canosos cabellos tras las orejas—. Me enteré de la muerte de Stephen días después de que sucediese. Y Céline… La había odiado, pero sentí lástima por ella entonces. Se cortó las muñecas, dicen… Había sangre por todas partes… —Inspiró profundamente—. Vi a Imogen más tarde en el funeral de Stephen, cuando pusieron su cuerpo en el mausoleo de los Herondale. Ni siquiera pareció reconocerme. La hicieron Inquisidora no mucho después de eso. La Clave consideró que nadie habría perseguido a los antiguos miembros del Círculo más despiadadamente de cómo ella lo hizo…, y tenía razón. De haber podido quitarse el recuerdo de Stephen lavándolo con la sangre de aquellas personas, lo habría hecho.

Clary pensó en los ojos fríos de la Inquisidora, la fija mirada dura e intolerante, e intentó sentir lástima por ella.

—Creo que la volvió loca —dijo—. Realmente loca. Fue horrible conmigo, pero principalmente con Jace. Era como si quisiera verle muerto.

—Eso tiene sentido —repuso Amatis—. Tú te pareces a tu madre, y tu madre te crio, pero tu hermano… —Ladeó la cabeza—. ¿Se parece tanto a Valentine como te pareces tú a tu madre?

—No —dijo Clary—; Jace sólo se parece a sí mismo. —Un escalofrío la recorrió al pensar en Jace—. Está aquí en Alacante —dijo pensando en voz alta—. Si pudiera verle…

—No. —Amatis habló con aspereza—. No puedes abandonar la casa. Ni ver a nadie. Y menos a tu hermano.

—¿No puedo abandonar la casa? —Clary estaba horrorizada—. ¿Quieres decir que estoy confinada aquí? ¿Cómo una prisionera?

—Es sólo durante un día o dos —le reprendió Amatis—, y además, no estás bien. Necesitas recuperarte. El agua del lago casi te mató.

—Pero Jace…

—Es uno de los Lightwood. No puedes ir allí. En cuanto te vean contarán a la Clave que estás aquí. Y entonces no serás la única que tenga problemas con la Ley. Luke también los tendrá.

«Pero los Lightwood no me traicionarían a la Clave. Ellos no harían eso…».

Las palabras se ahogaron en sus labios. No había modo de convencer a Amatis de que los Lightwood que ella había conocido hacía quince años ya no existían, que Robert y Maryse ya no eran fanáticos ciegamente leales. Aquélla mujer podía ser la hermana de Luke, pero seguía siendo una desconocida para Clary. Era casi una desconocida para Luke. Él no la había visto en dieciséis años; jamás había mencionado siquiera su existencia. Clary se recostó en los almohadones, fingiendo cansancio.

—Tienes razón —dijo—, no me siento bien. Creo que será mejor que duerma.

—Buena idea. —Amatis se inclinó sobre ella y le quitó el tazón vacío de la mano—. Si quieres darte una ducha, el baño está al otro lado del pasillo. Y hay un baúl con mis viejas ropas a los pies de la cama. Parece que tienes aproximadamente la misma talla que yo tenía a tu edad, de modo que podrían irte bien. A diferencia de ese pijama —añadió, y sonrió con una sonrisa débil que Clary no le devolvió, pues estaba demasiado ocupada conteniendo el impulso de golpear el colchón con los puños, llena de contrariedad.

En cuanto la puerta se cerró detrás de Amatis, Clary abandonó precipitadamente la cama y se dirigió al cuarto de baño, esperando que al agua caliente la ayudase a que se le despejara la cabeza. Con gran alivio por su parte, no obstante lo anticuados que eran, los cazadores de sombras parecían creer en las instalaciones de agua modernas y en el agua corriente caliente y fría. Incluso había jabón con un fuerte aroma cítrico que le permitió eliminar el persistente olor del lago Lyn de sus cabellos. Cuando emergió, envuelta en dos toallas, se sentía mucho mejor.

En el dormitorio hurgó en el baúl de Amatis. La ropa estaba guardada pulcramente entre capas de crujiente papel. Encontró lo que parecía ropa escolar; jerséis de lana merina con una insignia que simulaba cuatro «C» espalda contra espalda cosidas sobre el bolsillo superior, faldas plisadas y camisas abotonadas de arriba abajo con puños estrechos. Había un vestido blanco envuelto en capas de papel de seda: un vestido de novia, pensó Clary, y lo depositó a un lado con cuidado. Debajo había otro vestido, éste confeccionado en seda plateada, con finos tirantes adornados con joyas que sostenían el sutil peso. Clary no consiguió imaginarse a Amatis con aquello, pero… «Ésta es la clase de ropa que mi madre podría haber llevado cuando iba a bailar con Valentine», pensó sin poder evitarlo, y dejó que el vestido volviera a resbalar al interior del baúl, acariciando sus dedos con su textura suave y fría.

Por último, encontró el equipo de cazador de sombras, empaquetado justo al fondo.

Clary extrajo aquellas prendas y las extendió llena de curiosidad sobre el regazo. La primera vez que había visto a Jace y a los Lightwood, llevaban puesto su equipo de combate: ajustados cuerpos y pantalones de material resistente y oscuro. Al verlo de cerca advirtió que el material no era elástico sino firme, un cuero fino aplanado al máximo hasta convertirlo en flexible. La parte superior, tipo chaqueta, se cerraba con una cremallera, y los pantalones tenían complicadas presillas de cinturón. Los cinturones de los cazadores de sombras eran grandes y resistentes, pensados para colgar armas en ellos.

Por supuesto, ella debería ponerse uno de los jerséis y tal vez una falda. Eso era lo que Amatis probablemente habría querido que hiciese. Pero algo en el equipo de combate la atrajo; siempre había sentido curiosidad, siempre se había preguntado cómo sería…

Unos minutos más tarde, las toallas colgaban sobre la barra del pie de la cama y Clary se contemplaba en el espejo con sorpresa y no poca diversión. El equipo le quedaba bien; era ajustado pero no demasiado, y se le pegaba a las curvas de las piernas y el pecho. De hecho, parecía como si de verdad tuviese curvas, lo que representaba una especie de novedad. No podía darle un aspecto formidable —dudaba que nada pudiese conseguirlo—, pero al menos parecía más alta, y su pelo, en contraste con el material negro, resultaba extraordinariamente brillante. De hecho… «Me parezco a mi madre», pensó con un sobresalto.

Y así era. Jocelyn siempre había tenido un acerado núcleo de agresividad bajo su aspecto de muñeca. Clary se había preguntado a menudo qué había sucedido en el pasado de su madre para hacer que fuese como era: fuerte e inflexible, obstinada y valerosa. «¿Se parece tu hermano tanto a Valentine como tú te pareces a Jocelyn?», había preguntado Amatis, y Clary había querido responder que ella no se parecía en nada a su madre, que su madre era hermosa y ella no lo era. Pero la Jocelyn que Amatis había conocido era la muchacha que había conspirado para derribar a Valentine, que había forjado en secreto una alianza de nefilim y subterráneos que había hecho pedazos al Círculo y salvado los Acuerdos. Aquélla Jocelyn jamás había estado de acuerdo en quedarse tranquilamente en aquella casa y aguardar mientras todo en su mundo se hacía añicos.

Sin detenerse a pensar, Clary cruzó la habitación y corrió el cerrojo de la puerta, cerrándola. Luego se acercó a la ventana y la abrió. El enrejado estaba allí, aferrado a la pared de piedra como… «Como una escala de mano —se dijo Clary—. Exactamente como una escalera…, y las escaleras son totalmente seguras».

Inspiró profundamente y trepó fuera al alféizar.

Los guardas regresaron en busca de Simon a la mañana siguiente, zarandeándolo para sacarlo de un dormitar intermitente plagado de sueños extraños. En esta ocasión no le pusieron una venda en los ojos mientras lo conducían escaleras arriba, y él echó a hurtadillas una rápida mirada a través de la puerta de barrotes de la celda contigua a la suya. Si había esperado poder echarle un vistazo al propietario de la voz ronca que le había hablado la noche anterior, se vio desilusionado. La única cosa visible a través de los barrotes fue lo que parecía un montón de harapos desechados.

Los guardas condujeron a Simon a toda prisa por una serie de pasillos grises, zarandeándolo sin vacilar si miraba demasiado rato en cualquier dirección. Finalmente se detuvieron en una habitación suntuosamente empapelada. En las pareces colgaban retratos de distintos hombres y mujeres vestidos como cazadores de sombras, con los marcos decorados con dibujos de runas. Debajo de uno de los retratos más grandes había un sofá rojo en el que estaba sentado el Inquisidor, sosteniendo en la mano lo que parecía una copa de plata. Se la tendió a Simon.

—¿Sangre? —preguntó—. Debes de tener hambre a estas alturas.

Inclinó la copa en dirección al muchacho, y la visión del rojo líquido que contenía golpeó a éste justo a la vez que lo hacía el olor. Las venas se tensaron en dirección a la sangre, como hilos bajo el control de un titiritero experimentado. La sensación fue desagradable, casi dolorosa.

—¿Es… humana?

Aldertree lanzó una risita.

—¡Muchacho! No seas ridículo. Es sangre de ciervo. Totalmente fresca.

Simon no dijo nada. Sintió una punzada en el labio inferior allí donde los colmillos se habían deslizado fuera de las fundas, y paladeó la propia sangre en su boca. Le produjo náuseas.

El rostro de Aldertree se arrugó como una ciruela pasa.

—Vamos, querido. —Volvió la cabeza hacia los guardas—. Dejadnos ahora, caballeros —dijo, y éstos se dieron la vuelta para irse.

Únicamente el Cónsul se detuvo brevemente en la puerta para echarle una ojeada a Simon con una expresión de inequívoca repugnancia.

—No, gracias —dijo Simon a través de la pastosidad de la boca—. No quiero sangre.

—Tus colmillos dicen lo contrario, joven Simon —respondió Aldertree en tono jovial—. Toma. Cógela.

Alargó la copa, y el olor a sangre pareció flotar a través de la habitación como el aroma a rosas de un jardín.

Los incisivos de Simon descendieron como cuchillos, totalmente extendidos ya, hundiéndosele en los labios. El dolor fue como una bofetada; avanzó, casi sin voluntad propia, y le arrebató la copa de la mano al Inquisidor. La vació en tres largos tragos; luego, advirtiendo lo que había hecho, la depositó sobre el brazo del sofá. La mano le temblaba. «Inquisidor uno —pensó—. Yo cero».

—Confío en que la noche pasada en las celdas no fuera demasiado desagradable. No están pensadas para ser cámaras de tortura, muchacho, son más bien lugares para la reflexión forzosa. Considero que la reflexión centra por completo la mente, ¿no te parece? Es esencial para pensar con claridad. Realmente espero que dedicaras algún tiempo a pensar. Pareces un muchacho reflexivo. —El Inquisidor ladeó la cabeza—. Bajé aquella manta para ti con mis propias manos, ya sabes. No me habría gustado que sintiese frío.

—Soy un vampiro —dijo Simon—. No sentimos frío.

—Ah. —El Inquisidor pareció decepcionado.

—Aprecié lo de las Estrellas de David y el Sello de Salomón. —Añadió Simon en tono seco—. Siempre es agradable ver que alguien muestra interés por mi religión.

—¡Ah sí, desde luego, desde luego! —Aldertree se animó—. Fabuloso, ¿no es cierto, los grabados? Absolutamente preciosos y por supuesto infalibles. ¡Yo diría que cualquier intento de tocar la puerta de la celda te derretiría directamente la piel de la mano! —Lanzó una risita, claramente divertido por la idea—. En cualquier caso, ¿podrías retroceder un paso, amigo mío? Como un favor, un sencillo favor, ya sabes.

Simon dio un paso atrás.

No pasó nada, pero los ojos del Inquisidor se abrieron como platos; la hinchada piel de su alrededor se tornaba tersa y brillante.

—Ya veo —musitó.

—¿El qué?

—Mira dónde estás, joven Simon. Mira a tu alrededor.

Simon echó una ojeada a su alrededor; nada había cambiado en la habitación, y le llevó un momento comprender a qué se refería Aldertree. Estaba de pie en una zona brillante iluminada por el sol que entraba oblicuamente por una ventana situada muy arriba.

Aldertree casi se retorcía de emoción.

—Estás de pie bajo la luz directa del sol y no te afecta en absoluto. Casi no lo habría creído…, quiero decir, me lo contaron, por supuesto, pero nunca antes había visto nada así.

Simon no contestó. No parecía que hubiese nada que decir.

—La cuestión, desde luego —siguió Aldertree—, es si sabes por qué eres así.

—A lo mejor sencillamente soy más bajo que los otros vampiros.

Simon lamentó inmediatamente haber hablado. Los ojos de Aldertree se entrecerraron, y una vena sobresalió en su sien como un gusano gordo. Estaba claro que no le gustaban los chistes a menos que provinieran de él.

—Muy divertido muy divertido —dijo—. Deja que te pregunte algo: ¿has sido un vampiro diurno desde el momento en que te alzaste de la tumba?

—No. —Simon habló con cuidado—. Al principio el sol me quemaba. Incluso un simple trocito de luz solar me quemaba la piel.

—No me digas. —Aldertree asintió con energía, confirmando que ése era el modo en que las cosas tenían que ser—. Así pues, ¿cuándo advertiste por primera vez que podías andar a la luz del día sin sentir dolor?

—Fue la mañana siguiente a la gran batalla en el barco de Valentine…

—Durante la cual Valentine te capturó, ¿no es correcto? Te había capturado y te tenía prisionero en su barco, con la intención de usar tu sangre para contemplar el Ritual de Conversión Infernal.

—Imagino que ya lo sabe todo —repuso Simon—. No me necesita.

—¡Ah no, nada de eso! —exclamó Aldertree, alzando las manos.

Tenía unas manos muy pequeñas, advirtió Simon, tan pequeñas que parecían fuera de lugar en los extremos de sus rollizos brazos.

—¡Tienes tanto con lo que contribuir, mi querido muchacho! Por ejemplo, no puedo evitar preguntarme si hubo algo que sucediera en el barco, algo que te cambió. ¿Se te ocurre alguna cosa?

«Bebí la sangre de Jace», pensó Simon, ciertamente tentado de repetirle aquello al Inquisidor sólo para ser desagradable… y entonces, con una sacudida, lo comprendió: «Bebí la sangre de Jace». ¿Podría haber sido eso lo que le cambió? ¿Era posible? Y tanto si era posible como si no, ¿podría contar al Inquisidor lo que Jace había hecho? Proteger a Clary era una cosa; proteger a Jace, otra. No le debía nada a Jace.

Salvo que eso era estrictamente cierto. Jace le había ofrecido su sangre para que la bebiera, le había salvado la vida con ella. ¿Habría hecho eso otro cazador de sombras por un vampiro? Aunque sólo lo hubiese hecho por Clary, ¿qué importaba? Pensó en sí mismo diciendo: «Podría haberte matado». Y Jace: «Yo te lo habría permitido». A saber la clase de problemas en que se metería Jace si la Clave se enterara de que había salvado la vida a Simon, y cómo.

—No recuero nada de lo sucedido en el barco —dijo Simon—. Creo que Valentine debió drogarme o algo así.

Aldertree puso cara larga.

—Ésa es una noticia terrible. Terrible. Me apena tanto oírla.

—Yo también lo siento —dijo Simon, aunque no era verdad.

—¿Así que no hay ni una sola cosa que recuerdes? ¿Ningún detalle pintoresco?

—Simplemente recuerdo haberme desmayado cuando Valentine me atacó, y luego desperté más tarde… en la furgoneta de Luke, dirigiéndome a casa. No recuerdo nada más.

—Cielo, cielos. —Aldertree se arrebujó en la capa—. Veo que los Lightwood parecen haberte cogido un cierto cariño, pero los otros miembros de la Clave no son tan… comprensivos. Fuiste capturado por Valentine, emergiste de esta confrontación con un peculiar poder nuevo que no habías poseído antes, y ahora has encontrado el modo de llegar al corazón de Idris. ¿Te das cuenta de lo que parece?

Si el corazón de Simon hubiese sido capaz de latir todavía, se habría acelerado.

—Piensa que soy un espía de Valentine.

Aldertree pareció horrorizado.

—Muchacho, muchacho…, confío en ti, desde luego. ¡Confío en ti ciegamente! Pero la Clave, ah, la Clave… Me temo que ellos pueden ser muy suspicaces. Habíamos tenido tantas esperanzas de que pudieses ayudarnos. Verás… No debería estar contándote esto, pero siento que puedo confiar en ti, querido muchacho: la Clave se encuentra en un apuro espantoso.

—¿La Clave? —Simon se sintió aturdido—. Pero ¿qué tiene eso que ver con…?

—Mira —prosiguió Aldertree—, la Clave está dividida, enfrentada consigo misma, podrías decir. Es tiempo de guerra. Se cometieron errores por parte de la anterior Inquisidora y de otros; tal vez sea mejor no extenderse en ello. Pero, verás, la autoridad misma de la Clave, del Cónsul y del Inquisidor está bajo cuestión. Valentine siempre parece ir un paso por delante de nosotros, como si supiese nuestros planes por adelantado. El Consejo no escuchará mi sugerencia ni la de Malachi, no después de lo sucedido en Nueva York.

—Pensaba que fue la Inquisidora…

—Y Malachi fue quién la nombró. Claro que, por supuesto, él no tenía ni idea de que enloquecería de ese modo…

—Pero —dijo Simon, con cierta acritud— está la cuestión de la apariencia.

La vena volvió a sobresalir en la frente de Aldertree.

—Inteligente —dijo—. Y acertado. Las apariencias son importantes, sobre todo en la política. Siempre puedes influir a la multitud, a condición de que tengas una historia realmente buena. —Se inclinó al frente, con los ojos fijos en Simon—. Ahora deja que te cuente una historia. Los Lightwood pertenecieron en una ocasión al Círculo. En algún momento se retractaron de ello y se les concedió clemencia con la condición de que permaneciesen fuera de Idris, se marcharan a Nueva York y dirigieran el Instituto que hay allí. Su historial sin tacha empezó a granjearles de nuevo la confianza de la Clave. Pero en aquel entonces ellos ya sabían que Valentine seguía vivo. Durante todo ese tiempo fueron sus leales servidores. Se hicieron cargo de su hijo…

—Pero ellos no sabían…

—Cállate —le gruñó el Inquisidor, y Simon cerró la boca—. Lo ayudaron a encontrar los Instrumentos Mortales y lo auxiliaron con el Ritual de Conversión Infernal. Cuando la Inquisidora descubrió lo que tramaban en secreto, ellos lo arreglaron para que muriera durante la batalla en el barco. Y ahora han venido aquí, al corazón de la Clave, para espiar nuestros planes y revelárselos a Valentine a medida que surjan, de modo que pueda derrotarnos y en última instancia doblegar a todos los nefilim a su voluntad. Y te han traído a ti con ellos…, a ti, un vampiro que puede soportar la luz del sol…, para distraernos de sus auténticos planes para devolver al Círculo a su antigua gloria y destruir la Ley. —El Inquisidor se inclinó al frente; sus ojillos de cerdo relucían—. ¿Qué te parece esa historia, vampiro?

—Creo que es descabellada —dijo Simon—. Y tiene más agujeros gigantes que la avenida Kent en Brooklyn… la cual, por cierto, no se ha vuelto a pavimentar en años. No entiendo qué es lo que espera conseguir de esto.

—¿Esperar? —repitió el Inquisidor—. Los grandes políticos tejen relatos para inspirar a la gente.

—No hay nada de inspirador en culpar a los Lightwood de todo…

—Algunos deben ser sacrificados —repuso Aldertree, y su rostro brilló con una luz sudorosa—. Una vez que el Consejo tenga un enemigo común, y una razón para volver a confiar en la Clave, se unirán. ¿Qué vale una familia comparada con todo esto? De hecho, dudo que vaya a sucederles gran cosa a los hijos de los Lightwood. No se los culpará. Bueno, quizá al chico mayor. Pero los otros…

—No puede hacer esto —dijo Simon—. Nadie creerá esa historia.

—La gente cree lo que quiere creer —replicó él—, y la Clave quiere a alguien a quien culpar. Puedo ofrecerles eso. Sólo te necesito a ti.

—¿A mí? ¿Qué tiene esto que ver conmigo?

—Confiesa. —El rostro del Inquisidor estaba colorado por la excitación—. Confiesa que eres un sirviente de los Lightwood, que estáis todos confabulados con Valentine. Confiesa y me mostraré indulgente. Lo juro. Pero necesito tu confesión para conseguir que la Clave me crea.

—Quiere que confiese una mentira —dijo Simon.

Sabía que sencillamente repetía lo que el Inquisidor había dicho, pero la mente le daba vueltas; no parecía capaz de pensar. Las caras de los Lightwood pasaron vertiginosamente por su cabeza: Alec jadeando en el sendero que subía al Gard; los ojos oscuros de Isabelle mirándole; Max inclinado sobre un libro.

Y Jace. Jace era uno de ellos tanto como si compartiese su misma sangre Lightwood. El Inquisidor no había pronunciado su nombre, pero Simon sabía que Jace pagaría junto con el resto de ellos. Y fuera lo que fuera que le aconteciera, Clary sufriría. ¿Cómo había llegado a suceder, se dijo Simon, que estuviese ligado a aquellas personas…, a gente que no lo consideraba más que un subterráneo, medio humano en el mejor de los casos?

Levantó la vista hacia el Inquisidor. Los ojos de Aldertree eran de un curioso negro carbón; mirar en su interior era como contemplar la oscuridad.

—No —dijo Simon—. No, no lo haré.

—Ésa sangre que te di —repuso Aldertree— es toda la sangre que verás hasta que cambies de opinión. —No había amabilidad en su voz, ni siquiera una amabilidad fingida—. Te sorprendería hasta qué punto puedes llegar a tener sed.

Simon no dijo nada.

—Otra noche en las celdas, entonces —dijo el Inquisidor, poniéndose en pie y alargando la mano hacia una campanilla para llamar a los guardas—. Se está muy tranquilo ahí abajo, ¿verdad? Realmente considero que una atmósfera tranquila puede ayudar con un pequeño problema de memoria… ¿no crees?

Aunque Clary se había dicho que recordaba el camino por el que había llegado con Luke la noche anterior, eso resultó no ser tan totalmente cierto. Dirigirse hacia el centro de la ciudad parecía lo más acertado para conseguir indicaciones, pero una vez que encontró el patio de piedra con el pozo en desuso no consiguió recordar si debía girar a la izquierda o a la derecha desde él. Giró a la izquierda, lo que la sumió en un laberinto de calles serpenteantes, cada una muy parecida a la siguiente, donde cada giro la desorientaba más.

Finalmente fue a salir a una calle más amplia bordeada de tiendas. La gente transitaba apresuradamente, sin que ninguno de ellos le dedicara ni una mirada. Algunos vestían también prendas de combate, aunque la mayoría no: hacía frío en la calle, y los abrigos largos y anticuados estaban a la orden del día. El viento era fresco, y, con una punzada, Clary pensó en su abrigo de terciopelo verde, colgado en la habitación de invitados de Amatis.

Luke no mentía cuando le había dicho que habían acudido cazadores de sombras de todo el mundo para la cumbre. Clary pasó junto a una india que llevaba un magnífico sari dorado, con un par de cuchillos curvos colgados de una cadena que le rodeaba la cintura. Un hombre alto de piel morena con anguloso rostro azteca contemplaba un escaparate repleto de armamento; sus brazos lucían brazaletes fabricados con el mismo material reluciente y duro que las torres de los demonios. Calle abajo, un hombre con una túnica nómada blanca consultaba lo que parecía un mapa de la ciudad. Su visión le proporcionó a Clary el valor para acercarse a una mujer que pasaba ataviada con un grueso abrigo de brocado y preguntarle el camino hasta la calle Princewater. Si había un momento en que los habitantes de la ciudad no fueran necesariamente a recelar de alguien que no pareciera saber adónde iba, sería aquél.

Su instinto no la engañó; sin el menor indicio de vacilación, la mujer le dio una serie de apresuradas indicaciones.

—Y entonces sigue recto hasta el final del canal Oldcastle, al otro lado del puente de piedra, y allí es donde encontrarás Princewater. —Le dedicó una sonrisa a Clary—. ¿Vas a visitar a alguien en concreto?

—A los Penhallow.

—Ah, viven en la casa azul; tiene un reborde dorado, la parte trasera da al canal. Es un edificio grande…, no puedes equivocarte.

La mujer tenía razón a medias. Era un edificio grande, pero Clary pasó justo por delante de él antes de advertir su error y dar la vuelta bruscamente para volverse a mirarlo. Era en realidad más índigo que azul, se dijo, aunque de todas maneras no todo el mundo veía los colores del mismo modo. La mayoría de personas eran incapaces de distinguir la diferencia entre el amarillo limón y el color azafrán. ¡Cómo si se parecieran! Y el reborde de la casa no era dorado, sino de color bronce, un lindo bronce oscuro, como si la casa hubiese estado allí durante muchos años, lo que probablemente era cierto. Todo en aquel lugar era tan antiguo…

«Es suficiente», se dijo Clary. Siempre hacía lo mismo cuando estaba nerviosa: dejar que la mente vagara en todas direcciones al azar. Se frotó las manos a lo largo de los costados de los pantalones; sus palmas estaban sudorosas. El tejido tenía un tacto áspero y seco contra la piel, igual que escamas de serpiente.

Subió los peldaños y agarró la pesada aldaba, que tenía la forma de un par de alas de ángel. Cuando la dejó caer, resonó el tañido de una campana enorme. Al cabo de un instante la puerta se abrió de golpe, e Isabelle Lightwood apareció en el umbral con ojos como platos por la sorpresa.

—¿Clary?

Clary sonrió débilmente.

—Hola, Isabelle.

Isabelle se recostó en el marco de la puerta con expresión desconsolada.

—Ah, mierda.

De vuelta en la celda, Simon se desplomó sobre la cama, escuchando cómo las pisadas de los guardas se alejaban de la puerta. Otra noche. Otra noche allí abajo en prisión, mientras el Inquisidor aguardaba a que él «recordase». «Las apariencias». Ni en sus peores pesadillas se le habría ocurrido a Simon que alguien pudiese pensar que estaba confabulado con Valentine. Valentine era famoso por odiar a los subterráneos. Valentine le había apuñalado, le había extraído toda la sangre y le había abandonado para que muriese. Aunque, había que reconocerlo, el Inquisidor no lo sabía.

Se oyó un crujido al otro lado de la pared de la celda.

—Debo admitir que me preguntaba si regresarías —dijo la voz ronca que Simon recordaba de la noche anterior—. ¿Debo entender pues que no diste al Inquisidor lo que quiere?

—Eso creo —replicó Simon, acercándose a la pared.

Pasó los dedos por la piedra buscando una grieta en ella, algo a través de lo que pudiera mirar, pero no había nada.

—¿Quién eres?

—Aldertree es un hombre obstinado —dijo la voz, como si Simon no hubiese hablado—. Lo seguirá intentando.

Simon se apoyó en la húmeda pared.

—Entonces imagino que seguiré aquí abajo durante algún tiempo.

—Supongo que no estarás dispuesto a contarme qué es lo que quiere de ti.

—¿Por qué quieres saberlo?

La risita que respondió a Simon pareció un metal que rascase la piedra.

—He estado en esta celda más tiempo del que llevas tú, vampiro diurno, y como puedes ver, no hay gran cosa en la que ocupar la mente. Cualquier distracción ayuda.

Simon entrelazó las manos sobre el estómago. La sangre de ciervo había calmado un poco el hambre, pero había sido insuficiente. Su cuerpo seguía dolorosamente sediento.

—No haces más que llamarme así —dijo—, vampiro diurno.

—Escuché a los guardas hablar sobre ti. Un vampiro que puede deambular bajo la luz del sol. Nadie ha visto nada parecido antes.

—Y sin embargo tenéis un modo de nombrarme. Conveniente.

—Proviene de los subterráneos, no de la Clave. Ellos tienen leyendas sobre criaturas como tú. Me sorprende que no lo sepas.

—No puede decirse que lleve mucho tiempo siendo subterráneo —repuso Simon—. Y tú pareces saber mucho sobre mí.

—A los guardas les gusta chismorrear —dijo la voz—. Y la aparición de los Lightwood a través del Portal con un vampiro agonizante que se desangraba… ése es un chismorreo muy interesante. Aunque la verdad es que no esperaba que fuese a aparecer por aquí… al menos hasta que empezaron a arreglar la celda para ti. Me sorprende que los Lightwood lo consintieran.

—¿Por qué iban a oponerse? —inquirió Simon con amargura—. No soy nada. Sólo un subterráneo.

—Tal vez para el Cónsul —dijo la voz—. Pero los Lightwood…

—¿Qué pasa con ellos?

Hubo una corta pausa.

—Los cazadores de sombras que viven fuera de Idris… en especial los que dirigen Institutos… tienden a ser más tolerantes. La Clave, por su parte, es mucho más… retrógrada.

—¿Y qué hay de ti? —quiso saber Simon—. ¿Eres un subterráneo?

—¿Un subterráneo? —Simon no podía estar seguro, pero percibió cierta ira en la voz del desconocido, como si le ofendiera la pregunta—. Mi nombre es Samuel. Samuel Blackburn. Soy nefilim. Hace años estuve en el Círculo, con Valentine. Masacré subterráneos durante el Levantamiento. No soy uno de ellos, desde luego.

—Vaya.

Simon tragó saliva. Notó un sabor salado en la boca. La Clave había capturado y castigado a los miembros del Círculo de Valentine, recordó; a excepción de aquellos que, como los Lightwood, habían conseguido llegar a acuerdos o aceptar el exilio a cambio de perdón.

—¿Has estado aquí abajo desde entonces?

—No. Tras el Levantamiento escapé de Idris antes de que me cogieran. He permanecido lejos durante años… hasta que, como un idiota, pensando que se habrían olvidado de mí, volví. Por supuesto, me atraparon cuando regresé. La Clave tiene sistemas para seguir la pista a sus enemigos. Me arrastraron ante el Inquisidor y me interrogaron durante días. Cuando acabaron, me arrojaron aquí. —Samuel suspiró—. En francés esta clase de prisión recibe el nombre de oubliette. «Un lugar para olvidar». Es donde arrojas la basura que no quieres recordar, para que se descomponga sin molestarte con su hedor.

—Fantástico. Soy un subterráneo, así que soy basura. Pero tú no lo eres. Tú eres nefilim.

—Soy un nefilim que estaba aliado con Valentine. Eso hace que no sea mejor que tú. Peor, incluso. Soy un renegado.

—Pero muchos otros cazadores de sombras fueron miembros del Círculo… los Lightwood y los Penhallow…

—Todos se retractaron. Le dieron la espalda a Valentine. Yo no.

—¿No lo hiciste? ¿Por qué?

—Porque siento más miedo de Valentine que de la Clave —dijo Samuel—, y si tú fueses sensato, vampiro diurno, sentirías lo mismo.

—¡Pero se supone que estás en Nueva York! —exclamó Isabelle—. Jace dijo que habías cambiado de idea sobre lo de venir. ¡Dijo que querías quedarte con tu madre!

—Jace mintió —dijo Clary tajante—. No me quería aquí, así que me mintió sobre el momento de la partida, y luego os mintió a vosotros diciendo que yo había cambiado de idea. ¿Recuerdas cuando me dijiste que él nunca miente? Pues no es verdad.

—Normalmente nunca lo hace —repuso Isabelle, que había palidecido—. Oye, viniste aquí…, quiero decir, ¿tiene esto algo que ver con Simon?

—¿Con Simon? No. Simon está a salvo en Nueva York, gracias a Dios. Aunque va a enfadarse una barbaridad por no haber tenido oportunidad de despedirse de mí. —La expresión desconcertada de Isabelle empezaba a molestar a Clary—. Vamos, Isabelle. Déjame entrar. Necesito ver a Jace.

—O sea que… ¿viniste por tu cuenta, así sin más? ¿Tenías permiso de la Clave? Por favor, dime que tenías permiso de la Clave.

—No exactamente…

—¿Has violado la Ley? —La voz de Isabelle se elevó, y en seguida descendió; siguió hablando, casi en un susurro—. Si Jace lo descubre, le va a dar algo. Clary, tienes que regresar a casa.

—No; debo estar aquí —dijo Clary, aunque desconocía el origen de su testarudez—. Y necesito hablar con Jace.

—Ahora no es un buen momento. —Isabelle miró a su alrededor ansiosamente, como si esperase que hubiera alguien a quien pudiese apelar para que la ayudara a sacar a Clary de allí—. Por favor, regresa a Nueva York. ¿Lo harás?

—Pensaba que te caía bien, Izzy. —Clary recurrió al sentimiento de culpabilidad.

Isabelle se mordió el labio. Llevaba un vestido blanco y tenía los cabellos recogidos en lo alto con horquillas. Parecía mucho más joven de lo habitual. Detrás de ella Clary alcanzó a ver la entrada, de techo muy alto, en la que colgaban óleos de aspecto antiguo.

—Y me caes bien. Es sólo que Jace…, Dios mío, ¿qué llevas puesto? ¿Dónde conseguiste el equipo de combate?

Clary inclinó la cabeza para contemplarse.

—Es una larga historia.

—No puedes entrar aquí de ese modo. Si Jace te ve…

—¿Y qué si me ve? Isabelle, vine aquí por mi madre… Por mi madre. Puede que Jace no me quiera aquí, pero no puede obligarme a que me quede en casa. Se supone que debo estar aquí. Mi madre esperaba que hiciese esto por ella. Tú lo harías por la tuya, ¿verdad?

—Desde luego que lo haría —respondió ella—. Pero Clary, Jace tiene sus razones…

—Entonces me encantaría escucharlas. —Clary se agachó, pasó por debajo del brazo de Isabelle y se introdujo en la casa.

—¡Clary! —aulló Isabelle, y salió disparada tras ella, aunque Clary había recorrido ya la mitad del pasillo.

Ésta observó, con la parte de su mente que no estaba concentrada en esquivar a Isabelle, que la casa estaba construida como la de Amatis, alta y estrecha, aunque era considerablemente mayor y estaba decorada con más lujo. El pasillo finalizaba en una habitación con ventanas altas que daban a un canal amplio. Unos botes blancos surcaban las aguas, sus velas se desplegaban sin rumbo igual que flores de diente de león zarandeadas por el viento. Un muchacho de cabellos oscuros estaba sentado en un sofá junto a una de las ventanas, al parecer leyendo un libro.

—¡Sebastian! —llamó Isabelle—. ¡No la dejes ir arriba!

El muchacho alzó los ojos, sobresaltado, y al cabo de un instante estaba frente a Clary, cerrándole el acceso a la escalera. Clary se detuvo con un brusco patinazo; jamás había visto a nadie moverse a tal velocidad; salvo a Jace. El muchacho ni siquiera estaba sin aliento; de hecho, le sonreía.

—Así que ésta es la famosa Clary.

La sonrisa le iluminó el rostro, y Clary sintió que se quedaba sin respiración por el asombro. Durante años había dibujado su propio relato gráfico progresivo: el relato del hijo de un rey que estaba bajo una maldición según la cual todas las personas a las que amase morirían. Ella había puesto todo su afán en idear a un sombrío, romántico y enigmático príncipe, y allí estaba él, de pie frente a ella; la misma tez pálida, los mismos cabellos despeinados, y ojos tan oscuros que las pupilas parecían fundirse con el iris. Los mismos pómulos prominentes y ojos hundidos y lóbregos bordeados de largas pestañas. Sabía que nunca antes había puesto los ojos sobre aquel chico, y sin embargo…

El muchacho parecía desconcertado.

—No creo que… ¿nos hemos visto antes?

Estupefacta, Clary negó con la cabeza.

—¡Sebastian! —Los cabellos de Isabelle se habían soltado de las horquillas y colgaban sobre los hombros, y la joven mostraba una expresión iracunda—. No seas amable con ella. No debe estar aquí. Clary, vete a casa.

Con dificultad, Clary apartó la mirada de Sebastian y miró furiosa a Isabelle.

—¿Qué? ¿De vuelta a Nueva York? ¿Y cómo se supone que regreso allí?

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —inquirió Sebastian—. Penetrar en Alacante es toda una hazaña.

—Vine a través de un Portal —respondió Clary.

—¿Un Portal? —Isabelle se mostró atónita—. No queda ningún Portal en Nueva York. Valentine los destruyó…

—No te debo ninguna explicación —replicó Clary—. Al menos hasta que tú me des algunas. Para empezar, ¿dónde está Jace?

—No está aquí —respondió Isabelle, justo al mismo tiempo que Sebastian decía:

—Está arriba.

Isabelle se revolvió contra él.

—¡Sebastian! Cállate.

Sebastian se mostró perplejo.

—Pero es su hermana. ¿No querrá verla?

Isabelle abrió la boca y luego la volvió a cerrar. Clary pudo ver que la muchacha sopesaba la conveniencia de explicar su complicada relación con Jace a Sebastian, que era totalmente ajeno a ella, sin darle una desagradable sorpresa a Jace. Finalmente alzó las manos al techo en un gesto de desesperación.

—Fantástico, Clary —dijo con una ira insólita para tratarse de Isabelle—. Sigue adelante y haz lo que quieras, sin que importe a quién lastimas. Siempre lo haces de todos modos, ¿no es cierto?

«¡Ay!». Clary lanzó a Isabelle una mirada de reproche antes de volverse de nuevo hacia Sebastian, que se apartó en silencio. Pasó como una exhalación junto a él y ascendió la escalera, vagamente consciente de los gritos de Isabelle al desventurado Sebastian. Pero ésa era Isabelle; si había un chico por allí y una culpa que adjudicar a alguien, Isabelle se la cargaría a él.

La escalera se ensanchó hasta convertirse en un rellano con un hueco en forma de ventana mirador que daba a la ciudad. Un chico estaba sentado en el hueco, leyendo. Alzó los ojos cuando Clary llegó a lo alto de la escalera, y pestañeó sorprendido.

—Yo te conozco.

—Hola, Max. Soy Clary…, la hermana de Jace, ¿recuerdas?

Max se animó.

—Me enseñaste a leer Naruto —dijo, tendiéndole el libro—. Mira, conseguí otro. Éste se llama…

—Max, no puedo hablar ahora. Prometo que miraré tu libro más tarde… ¿Sabes dónde está Jace?

Max se mostró alicaído.

—En su habitación —dijo, y señaló la última puerta del pasillo—. Quise entrar, pero me dijo que tenía que hacer cosas de adultos. Todo el mundo se pasa la vida diciéndome lo mismo.

—Lo siento —repuso Clary, pero su mente ya no estaba puesta en la conversación.

Las ideas se agolpaban en su cabeza; ¿qué le diría a Jace cuando le viera, qué le diría él? Mientras avanzaba por el pasillo hasta la puerta, pensó: «Sería mejor mostrarse simpática, no enojada, chillarle no hará más que ponerlo a la defensiva. Tiene que comprender que pertenezco a este lugar, igual que él. No necesito que me protejan como una pieza de delicada porcelana. Soy fuerte también…».

Abrió la puerta de par en par. La habitación parecía ser una especie de biblioteca, con las paredes cubiertas de libros. Estaba brillantemente iluminada, la luz penetraba a raudales por un alto ventanal. En medio de la habitación estaba Jace de pie. No estaba solo, sin embargo… Ni por asomo. Había una chica de cabellos oscuros con él, una chica a la que Clary no había visto nunca, y los dos estaban fundidos en un abrazo apasionado.