LAS TORRES DE LOS DEMONIOS DE ALACANTE
No existía magia suficiente, se dijo Clary mientras ella y Luke daban vueltas a la manzana por tercera vez, que pudiese crear nuevos espacios de aparcamientos en una calle de Nueva York. No había ningún sitio donde detener la furgoneta y la mitad de la calle estaba ocupada por coches en doble fila. Finalmente, Luke se detuvo junto a una toma de agua y puso la camioneta en punto muerto con un suspiro.
—Ve —dijo—. Que sepan que ya estás aquí. Te traeré la maleta.
Clary asintió, pero vaciló antes de acercar la mano a la manecilla de la puerta. La ansiedad le producía un nudo en el estómago, y deseó, no por primera vez, que Luke fuese con ella.
—Siempre pensé que la primera vez que fuese al extranjero llevaría al menos un pasaporte.
Luke sonrió.
—Sé que estás nerviosa —dijo—. Pero todo irá bien. Los Lightwood cuidarán de ti.
«Sólo te lo he dicho un millón de veces», pensó Clary. Dio una ligera palmada a Luke en el hombro antes de saltar fuera de la furgoneta.
—Te veo dentro de un momento.
Avanzó por el agrietado sendero de piedra, mientras el sonido del tráfico se desvanecía a medida que se acercaba a las puertas de la iglesia. Necesitó unos instantes para desprender el halo de glamour del Instituto en esta ocasión. Parecía como si se hubiese añadido otra capa de disfraz a la vieja catedral, como si tuviese una nueva capa de pintura. Desprenderla mentalmente resultó difícil, incluso doloroso. Finalmente desapareció y pudo ver la iglesia tal y como era. Las altas puertas de madera resplandecían como si las acabaran de dar lustre.
Había un olor extraño en el aire, como a quemado y ozono. Arrugando la nariz, posó la mano en el pomo. «Soy Clary Morgenstern, una de los nefilim, y solicito acceso al Instituto…».
La puerta se abrió de par en par. Clary entró. Miró a su alrededor pestañeando, intentando identificar qué era lo que daba la impresión de ser diferente en el interior de la catedral.
Comprendió qué era cuando la puerta se cerró tras ella, atrapándola en una oscuridad mitigada únicamente por el tenue resplandor del rosetón situado muy arriba por encima de su cabeza. Jamás había estado al otro lado de la entrada del Instituto sin que hubiese habido docenas de llamas encendidas en los ornamentados candelabros que bordeaban el pasillo entre los bancos.
Sacó su luz mágica del bolsillo y la sostuvo en alto. La luz brilló, enviando relucientes rayos luminosos por entre sus dedos, que alumbraron los polvorientos rincones del interior de la catedral mientras se encaminaba hacia el ascensor situado cerca del desnudo altar y oprimía con impaciencia en botón de llamada.
No sucedió nada. Al cabo de medio minuto volvió a apretar el botón… y tampoco. Apoyó la oreja contra la puerta del ascensor y escuchó. Ni un sonido. El Instituto se había vuelto oscuro y silencioso como una muñeca mecánica a la que se le hubiese acabado la cuerda.
Con el corazón desbocado, Clary regresó corriendo por el pasillo y abrió las gruesas puertas de un empujón. Se quedó parada en los peldaños de la entrada a la iglesia, mirando a un lado y a otro frenéticamente. El cielo se oscurecía adoptando un tono cobalto en lo alto y el aire olía a quemado con más fuerza si cabe. ¿Había habido fuego? ¿Se habían marchado los cazadores de sombras? Pero el lugar parecía intacto…
—No ha sido el fuego.
La voz era queda, aterciopelada y familiar. Una figura alta se materializó surgiendo de las sombras, los cabellos sobresaliendo en una corona de desmañadas púas. Llevaba un traje de seda negro sobre una brillante camisa verde esmeralda, y resplandecientes anillos en sus finos dedos. Unas botas extravagantes formaban parte del atuendo, así como una gran cantidad de purpurina.
—¿Magnus? —musitó Clary.
—Sé lo que estabas pensando —dijo Magnus—. Pero no ha habido ningún incendio. El olor es a neblina infernal; es una especie de humo demoníaco encantado. Amortigua los efectos de ciertas clases de magia.
—¿Neblina demoníaca? Entonces hubo…
—Un ataque al Instituto. Sí. A primera hora de esta tarde. Repudiados… probablemente unas cuantas docenas de ellos.
—Jace —musitó Clary—. Los Lightwood.
—El humo infernal amortiguó mi capacidad para combatir eficazmente a los repudiados. También la de ellos. Tuve que enviarlos a través del Portal a Idris.
—Pero ¿ninguno de ellos resultó herido?
—Madeleine —respondió Magnus—. Mataron a Madeleine. Lo siento, Clary.
Clary se dejó caer sobre los peldaños. No la había conocido bien, pero Madeleine había sido una conexión tenue con su madre…, su madre real, la dura y combativa cazadora de sombras a la que Clary jamás había conocido.
—¿Clary? —Luke ascendía por el sendero en la creciente oscuridad, llevando la maleta de la joven en una mano—. ¿Qué sucede?
Clary permaneció sentada abrazándose las rodillas mientras Magnus lo explicaba. Por debajo del dolor por Madeleine se sentía llena de un alivio culpable. Jace estaba bien. Los Lightwood estaban bien. Se lo decía a sí misma una y otra vez, en silencio. Jace estaba bien.
—Los repudiados —dijo Luke—. ¿Acabasteis con todos?
—No. —Magnus negó con la cabeza—. Después de que enviaran a los Lightwood a través del Portal, los repudiados se dispersaron; no parecieron interesados en mí. Para cuando cerré el Portal, todos se habían ido.
Clary alzó la cabeza.
—¿El Portal está cerrado? Pero… todavía puedes enviarme a Idris, ¿verdad? —preguntó—. Quiero decir, puedo ir a través del Portal y reunirme con los Lightwood, ¿no es cierto?
Luke y Magnus intercambiaban una mirada. Luke depositó la maleta a sus pies.
—¿Magnus? —La voz de Clary se elevó, aguda en sus propios oídos—. Tengo que ir.
—El Portal está cerrado, Clary…
—¡Entonces abre otro!
—No es tan fácil —respondió el brujo—. La Clave vigila cualquier entrada mágica a Alacante con sumo cuidado. Su capital es un lugar sagrado para ellos; es como su Vaticano, su Ciudad Prohibida. Ningún subterráneo puede ir allí sin permiso, y no se permite el acceso a mundanos.
—Pero ¡yo soy una cazadora de sombras!
—Sólo apenas —replicó Magnus—. Además, las torres impiden la apertura de portales que lleven directamente a la ciudad. Para abrir un Portal que fuera directo a Alacante tendría que tenerlos a ellos montando guardia al otro lado aguardando tu llegada. Si intentase enviarte por mi cuenta, sería contravenir directamente la Ley, y no estoy dispuesto a arriesgarme a eso por ti, bizcochito, no importa lo bien que me caigas.
Clary pasó la mirada del rostro apenado de Magnus al rostro cauteloso de Luke.
—Pero necesito ir a Idris —dijo—. Tengo que ayudar a mi madre. Tiene que existir algún otro modo de llegar allí, algún modo que no requiera un Portal.
—El aeropuerto más cercano está a un país de distancia —indicó Luke—. Si pudiésemos cruzar la frontera…, y eso supone una gran dificultad…, seguiría un largo y peligroso viaje por tierra, a través de toda clase de territorios de subterráneos. Tardaríamos días en llegar.
A Clary le ardían los ojos. «No lloraré —se dijo—. No lo haré».
—Clary —la voz de Luke era dulce—. Nos pondremos en contacto con los Lightwood. Nos aseguraremos de que tienen toda la información que necesiten para conseguir el antídoto para Jocelyn. Pueden ponerse en contacto con Fell…
Pero Clary estaba ya de pie, sacudiendo la cabeza.
—Es necesario que sea yo —dijo—. Madeleine me aseguró que Fell no hablaría con nadie más.
—¿Fell? ¿Ragnor Fell? —repitió Magnus—. Puedo intentar hacerle llegar un mensaje. Hacerle saber que Jace irá a verle.
Parte de la preocupación desapareció del rostro de Luke.
—Clary, ¿me has oído? Con la ayuda de Magnus…
Pero Clary no quería oír nada más sobre la ayuda de Magnus. No quería oír nada. Había pensado que iba a salvar a su madre, y ahora no podía hacer otra cosa que sentarse junto a su cama, sostenerle la mano flácida, y esperar que otra persona, en algún otro lugar, pudiera ser capaz de hacer lo que ella no podía llevar a cabo.
Descendió apresuradamente los peldaños, apartando de un empujón a Luke cuando intentó agarrarla.
—Simplemente necesito estar sola un segundo.
—Clary…
Oyó que Luke la llamaba, pero se alejó de él, doblando a toda prisa la esquina de la catedral. Se encontró siguiendo el sendero de piedra en el punto en que se bifurcaba, encaminándose hacia el pequeño jardín del lado este del Instituto, en dirección al olor a brasas y cenizas… y un espeso olor intenso por debajo de aquél, el olor a magia demoníaca. Todavía flotaba neblina en el jardín, pedazos desperdigados de ella, igual que regueros de nubes atrapadas aquí y allá en el borde de un rosal u ocultos bajo una piedra. Pudo ver el lugar donde la tierra había quedado removida horas antes debido a la pelea… Había una oscura mancha roja allí, junto a uno de los bancos de piedra, que no quiso contemplar durante mucho rato.
Desvió la cabeza. Y se detuvo. Allí, sobre la pared de la catedral, estaban las marcas inconfundibles de la magia de las runas, resplandeciendo con un ardiente azul que se desvanecía en la piedra gris. Formaban un contorno de aspecto cuadrado, como el de luz alrededor de una puerta medio abierta…
El Portal.
Algo en su interior pareció retorcerse. Recordó otros símbolos, brillando peligrosamente contra el liso casco de metal de un barco. Recordó la sacudida que había experimentado la nave al desgarrarse, el agua negra del East River entrando a raudales. «Son simplemente runas —pensó—. Símbolos. Puedo dibujarlos. SI mi madre puede atrapar la esencia de la Copa Mortal dentro de un pedazo de papel, entonces yo puedo crear un Portal».
Sus pies la llevaron hasta la pared de la catedral, y su mano se introdujo en el bolsillo en busca de la estela. Poniendo toda su voluntad en impedir que la mano le temblara colocó la punta de la estela sobre la piedra.
Cerró los ojos con fuerza y, en la oscuridad que había tras ellos, empezó a dibujar con la mente líneas curvas de luz. Líneas que le hablaban de entradas, de ser transportada en aire arremolinado, de viajes y de lugares lejanos. No sabía si era una runa que había existido antes o una que ella acababa de inventar, pero existía ahora como si siempre lo hubiese hecho.
«Portal».
Empezó a dibujar, las marcas saltando de la punta de la estela en negras líneas de carboncillo. La piedra chisporroteó, inundándole la nariz con el olor ácido de algo que se quema. Una ardiente luz azul fue apareciendo sobre los párpados cerrados. Sintió calor en el rostro, como si estuviese parada ante una hoguera. Con un jadeo bajó la mano y abrió los ojos.
La runa que había dibujado era una flor oscura floreciendo sobre la pared de piedra. Mientras la contemplaba, sus líneas parecieron fundirse y cambiar, discurriendo hacia abajo con suavidad, desplegándose, tomando una forma nueva. En unos momentos la forma de la runa había cambiado. Ahora era el contorno de una entrada refulgente, varios centímetros más alta que la misma Clary.
No podía apartar los ojos de la entrada. Brillaba como la misma luz sombría que el Portal situado tras la cortina de la casa de madame Dorothea. Alargó la mano hacia ella…
Y retrocedió. Para usar un Portal, recordó con desaliento, uno tenía que imaginar a dónde quería ir, adónde quería que el Portal lo llevase. Pero ella no había estado nunca en Idris. Se lo habían descrito, desde luego. Un lugar de valles verdes, de bosques oscuros y aguas brillantes, de lagos y montañas, y Alacante, la ciudad de las torres de cristal. Podía imaginar el aspecto que podría tener, pero la imaginación no era suficiente, no con aquella magia. Si al menos…
Inspiró bruscamente. Pero sí había visto Idris. Lo había visto en un sueño, y sabía, sin saber cómo, que había sido un sueño verídico. Después de todo, ¿qué le había dicho Jace en el sueño sobre Simon? ¿Que él no podía quedarse porque «este lugar es para los vivos»? Y no mucho después de eso, Simon había muerto…
Hizo retroceder la memoria al sueño. Había estado bailando en el salón de baile de Alacante. Las paredes eran doradas y blancas, con un techo transparente y brillante como un diamante en lo alto. Había una fuente —una bandeja de plata con la estatua de una sirena en el centro— y luces colgadas de los árboles fuera de las ventanas, y ella vestía de terciopelo verde, tal y como iba en aquel momento.
Como si estuviera aún en el sueño, alargó la mano hacia el Portal. Una luz brillante se desperdigó al contacto con los dedos, una puerta se abrió a un lugar iluminado situado al otro lado. Se encontró contemplando con fijeza una arremolinada vorágine dorada que poco a poco empezó a fusionarse en formas discernibles: le pareció que podía ver el contorno de montañas, un trozo de cielo…
—¡Clary!
Era Luke, corriendo por el sendero, con una máscara de enojo y consternación en el rostro. Detrás de él, Magnus avanzaba a grandes zancadas, los ojos de felino brillando como metal a la ardiente luz del Portal que bañaba el jardín.
—¡Clary, detente! ¡Las salvaguardas son poderosas! ¡Conseguirás que te maten!
Pero ya no había forma de detenerse. Más allá del Portal, la luz dorada crecía. Pensó en las paredes doradas del salón de su sueño, la luz dorada refractándose en el cristal tallado por todas partes. Luke se equivocaba; no comprendía el don de Clary, el modo en que funcionaba… ¿qué importaban las salvaguardas cuando uno podía crear su propia realidad simplemente dibujándola?
—Tengo que ir —chilló, avanzando, las yemas de los dedos estiradas—. Luke, lo siento…
Dio un paso adelante… Gracias a un ágil salto, se situó a su lado, sujetándola de la muñeca, justo mientras el Portal parecía estallar alrededor de ellos. Igual que un tornado arrancando un árbol de raíz, la fuerza los arrancó del suelo. Clary captó una última visión fugaz de los vehículos de Manhattan alejándose de ella a veloces círculos, para desaparecer cuando una ráfaga de viento fuerte como un trallazo la atrapó, haciéndola volar por los aires, la muñeca todavía atrapada en la férrea mano de Luke, en un remolino de dorado caos.
Simon despertó con el sonido del rítmico chapoteo del agua. Se incorporó, con un repentino terror helándole el pecho; la última vez que había despertado con el sonido de olas, era prisionero en el barco de Valentine, y el suave sonido líquido le trajo a la memoria aquella terrible ocasión con una inmediatez que fue como una rociada de agua helada en la cara.
Pero no…, un vistazo a su alrededor le indicó que estaba en otro lugar totalmente distinto. Para empezar, yacía bajo mantas suaves sobre una cómoda cama en una pequeña habitación limpia que tenía las paredes pintadas de azul pálido. Había cortinas oscuras corridas en la ventana, pero la tenue luz alrededor de los bordes era suficiente para que sus ojos de vampiro vieran con claridad. Había una alfombra pequeña de colores vivos en el suelo y un armario con puerta de espejo en una pared.
También había un sillón junto a la cama. Simon se sentó muy tieso desprendiéndose de las mantas y reparó en dos cosas: una, que todavía llevaba puestos los mismo vaqueros y la camiseta que había llevado al ir hacia el Instituto para reunirse con Jace; y dos, que la persona del sillón dormitaba, la cabeza apoyada en la mano, la larga melena negra derramándose hacia abajo como un chal de flecos.
—¿Isabelle? —dijo Simon.
La cabeza de la muchacha se alzó de golpe como un sobresaltado muñeco de resorte, y sus ojos se abrieron al instante.
—¡Aaah! ¡Estás despierto! —Se sentó muy recta, echándose atrás los cabellos—. ¡Jace se sentirá tan aliviado! Estábamos casi seguros de que ibas a morir.
—¿Morir? —repitió Simon, sintiéndose mareado y con náuseas—. ¿De qué? —Paseó la mirada por la habitación, parpadeando—. ¿Estoy en el Instituto? —preguntó, aunque comprendió en cuanto las palabras salieron de su boca que, por supuesto, eso era imposible—. Quiero decir… ¿dónde estamos?
Una leve inquietud recorrió el rostro de Isabelle.
—Vaya… ¿quieres decir que no recuerdas lo que sucedió en el jardín? —Tiró nerviosamente del ribete de ganchillo que bordeaba el tapizado del sillón—. Los repudiados nos atacaron. Eran muchísimos, y la neblina infernal hacia que fuese difícil luchar contra ellos. Magnus abrió el Portal, y todos corríamos a su interior cuando te vi viniendo hacia nosotros. Tropezaste… con Madeleine. Y había un repudiado justo detrás de ti; tú seguramente no le viste, pero Jace sí. Intentó llegar hasta ti, pero era demasiado tarde. El repudiado te clavó el cuchillo. Sangraste… una barbaridad. Y Jace mató al repudiado, te levantó y te arrastró a través del Portal con él —finalizó, hablando a tal velocidad que las palabras perdieron claridad al mezclarse, por lo que Simon tuvo que esforzarse para captarlas—. Nosotros estábamos ya al otro lado, y déjame decirte que todo el mundo se sorprendió de lo lindo cuando Jace cruzó contigo desangrándote sobre él. El Cónsul no se mostró nada complacido.
Simon tenía la boca seca.
—¿El repudiado me clavó el cuchillo?
Parecía imposible. Pero lo cierto era que ya había sanado así antes, después de que Valentine le degollara. Con todo, al menos debería recordarlo. Sacudiendo la cabeza, bajó la mirada para contemplarse.
—¿Dónde?
—Te lo mostraré.
Con gran sorpresa por su parte, al cabo de un instante Isabelle estaba sentada en la cama a su lado, con las frías manos puestas sobre su estómago. Le subió la camiseta, dejando al descubierto una franja de pálido estómago recorrida por una fina línea roja. Apenas era una cicatriz.
—Aquí —dijo, deslizando los dedos encima—. ¿Sientes algún dolor?
—No… no.
La primera vez que Simon había visto a Isabelle la había encontrado tan atractiva, tan llena de vida, vitalidad y energía, que había pensado que por fin había encontrado a una chica que brillaba con fuerza suficiente como para tapar la imagen de Clary que siempre parecía estar grabada en el interior de sus párpados. Fue justo por la época en que ella había conseguido que acabara convertido en una rata en la fiesta en el loft de Magnus cuando había advertido que tal vez Isabelle brillaba con excesiva intensidad para un chico corriente como él.
—No duele.
—Pero mis ojos sí —dijo una voz con descarada diversión procedente de la puerta.
Jace. Había entrando tan silenciosamente que ni siquiera Simon le había oído; cerró la puerta tras él y sonrió burlón mientras Isabelle le bajaba la camiseta a Simon.
—¿Abusando de un vampiro mientas está demasiado débil para defenderse, Iz? —preguntó—. Estoy segurísimo de que eso viola al menos uno de los Acuerdos.
—Simplemente le estoy mostrando dónde le apuñalaron —protestó ella, pero regresó pitando al sillón con cierta precipitación—. ¿Qué sucede abajo? ¿Siguen todos alucinando?
La sonrisa abandonó el rostro de Jace.
—Maryse ha subido al Gard con Patrick —dijo—. La Clave está reunida y Malachi pensó que sería mejor si ella… lo explicaba… personalmente.
Malachi. Patrick. Gard. Los desconocidos nombres dieron vueltas por la cabeza de Simon.
—¿Explicar qué?
Isabelle y Jace intercambiaron miradas.
—Explicarte a ti —respondió finalmente Jace—. Explicar por qué trajimos a un vampiro con nosotros a Alacante, algo que, por cierto, va explícitamente en contra de la Ley.
—¿A Alacante? ¿Estamos en Alacante?
Una oleada de confuso pánico recorrió a Simon, aunque fue rápidamente reemplazada por un dolor que le recorrió el estómago. Se dobló hacia delante, jadeando.
—¡Simon! —Isabelle alargó la mano, con un destello de alarma brillando en sus ojos oscuros—. ¿Te encuentras bien?
—Vete, Isabelle. —Simon, con las manos cerradas contra el estómago, alzó los ojos hacia Jace, con un tono de súplica en la voz—. Haz que se vaya.
Isabelle se echó hacia atrás, con expresión dolida.
—Muy bien. Me iré. No tendrás que decírmelo dos veces.
Se puso en pie con aire indignado y salió de la habitación, cerrando de un portazo tras ella.
Jace volvió la cabeza hacia Simon, los ojos color ámbar inexpresivos.
—¿Qué sucede? Pensaba que te estabas curando.
Simon alzó una mano para mantener apartado al joven. Un sabor metálico le ardía en la parte posterior de la garganta.
—No es Isabelle —chirrió—. Ni estoy herido; estoy simplemente… hambriento. —Sintió que las mejillas le ardían—. Perdí sangre, así que… necesito reemplazarla.
—Desde luego —repuso Jace, en el tono de alguien a quien acaban de explicar un dato científico interesante, aunque no especialmente necesario.
La leve preocupación abandonó su expresión, para ser reemplazada por algo que a Simon le pareció un divertido desdén. Despertó una sensación de furia en su interior; de no haber estado tan debilitado por el dolor, habría saltado de la cama y se hubiera lanzado sobre el otro joven hecho una furia. Tal y como estaban las cosas, todo lo que pudo hacer fue jadear.
—Vete a la mierda, Wayland.
—Wayland, ¿eh?
La expresión divertida no abandonó el rostro de Jace, pero éste se llevó las manos a la garganta y empezó a bajar la cremallera de la cazadora.
—¡No! —Simon se echó hacia atrás sobre la cama—. No me importa lo hambriento que esté. No voy a… beber tu sangre… otra vez.
Jace hizo una mueca.
—Tampoco pensaba dejarte hacerlo.
Introdujo la mano en el bolsillo interior de la cazadora y extrajo un frasco de cristal. Contenía un líquido de un tenue rojo amarronado.
—Pensé que podrías necesitar esto —indicó—. Escurrí el jugo de unas cuantas libras de carne cruda que había en la cocina. Es lo único que pude hacer.
Simon le cogió el frasco a Jace, aunque sus manos temblaban tanto que el otro muchacho tuvo que desenroscar el tapón por él. El líquido del interior era repugnante… demasiado aguado y salado para ser auténtica sangre, y tenía aquel tenue sabor desagradable que indicaba que la carne tenía algunos días.
—¡Puaj! —dijo tras unos cuantos tragos—. Sangre muerta.
—¿No está muerta toda la sangre? —inquirió Jace, enarcando las cejas.
—Cuanto más tiempo lleve muerto el animal cuya sangre estoy bebiendo, peor sabe la sangre —explicó Simon—. Fresca es mejor.
—Pero tú nunca has bebido sangre fresca. ¿No es cierto?
Simon enarcó las cejas como única respuesta.
—Bueno, aparte de la mía, claro —dijo Jace—. Y estoy seguro de que mi sangre es fantástica.
Simon depositó el frasco vacío sobre el brazo del sillón situado junto a la cama y replicó:
—Hay algo que no chuta contigo. Mentalmente, quiero decir.
Todavía tenía el sabor de la sangre pasada en la boca, pero el dolor había desaparecido. Se sentía mejor, más fuerte, como si la sangre fuese una medicina que funcionaba al instante, una droga que necesitaba tomar para vivir. Se preguntó si aquello era lo que les sucedía a los adictos.
—Así que estoy en Idris.
—En Alacante, para ser precisos —respondió Jace—. La capital. La única ciudad, en realidad. —Fue a la ventana y descorrió las cortinas—. Los Penhallow no nos creyeron —dijo—. Sobre que el sol no te afectaría. Colgaron estas cortinas opacas. Pero deberías mirar.
Simon se levantó de la cama y se reunió con Jace junto a la ventana. Y abrió los ojos de par en par.
Hacía unos cuantos años, su madre los había llevado a él y a su hermana de viaje a la Toscana: una semana de pesados y desconocidos platos de pasta, pan sin sal, un paisaje agreste y marrón… y su madre descendiendo a toda velocidad por carreteras estrechas y sinuosas, evitando por poco estrellar el Fiat en los hermosos edificios antiguos que pretendidamente habían ido a ver. Recordaba que se habían detenido en la ladera de una colina justo frente a una ciudad llamada San Gimignano, una colección de edificios de color óxido salpicados aquí y allá por altas torres cuyos pisos superiores se elevaban vertiginosamente como si quisieran alcanzar el cielo. Si lo que contemplaba ahora le recordaba algo, era eso; aunque le parecía también extraño que resultaba genuinamente distinto de cualquier cosa que hubiera visto antes.
Miraba desde la ventana superior de lo que debía de ser una casa bastante alta. Si echaba un vistazo hacia arriba podía ver aleros de piedra y, más allá, el cielo. Enfrente había otra casa, no tan alta como ésta, y entre ellas discurría un canal estrecho y oscuro, cruzando aquí y allí por puentes; el origen del agua que había oído antes. La casa estaba construida en mitad de la ladera de una colina, a la falda de la cual se apelotonaban casas de piedra de color miel en estrechas calles que caían en declive hasta el borde de un círculo verde: bosques, rodeados por colinas lejanas; desde donde estaba, parecían largas franjas verdes y marrones salpicadas con estallidos de colores otoñales. Tras las colinas se alzaban montañas escarpadas cubiertas con una capa de nieve.
Pero nada de eso era lo que resultaba extraño; lo extraño era que aquí y allí se alzaban en la ciudad, dispuestas al parecer al azar, torres altísimas coronadas por agujas de un material reflectante de un blanquecino tono plateado. Parecían perforar el cielo como dagas relucientes, y Simon se dio cuenta de que había visto aquel material antes: en las duras armas de aspecto cristalino que llevaban los cazadores de sombras, las que ellos llamaban cuchillos serafín.
—Ésas son las torres de los demonios —le explicó Jace en respuesta a la pregunta no formulada de Simon—. Controlan las salvaguardas que protegen la ciudad. Debido a ellas, ningún demonio puede penetrar en Alacante.
El aire que entraba por la ventana era frío y puro, la clase de aire que uno jamás respiraba en Nueva York: no sabía a nada, ni a mugre, ni a humo, ni a metal, ni tampoco a otra gente. Era simplemente aire. Simon tomó una bocanada profunda e innecesaria antes de volverse para mirar a Jace; algunos hábitos humanos eran muy persistentes.
—Dime que traerme aquí ha sido un accidente —dijo—. Dime que esto no ha sido de algún modo parte de tu intención de impedir a Clary que viniese con vosotros.
Jace no le miró, pero su pecho ascendió y descendió una vez, rápidamente, en una especie de jadeo reprimido.
—Es cierto —respondió—; creé un puñado de guerreros repudiados, hice que atacaran el Instituto y mataran a Madeleine y casi acabaran con el resto de nosotros simplemente para poder mantener a Clary en casa. ¡Y quién lo iba a decir, mi diabólico plan funcionó!
—Bueno, sí ha funcionado —dijo Simon con suavidad—. ¿No es cierto?
—Oye vampiro —replicó Jace—. El plan era mantener a Clary lejos de Idris. Traerte a ti aquí, no. Te traje a través del Portal porque de haberte dejado atrás, sangrando e inconsciente, los repudiados te habrían matado.
—Podrías haberte quedado allí conmigo…
—Nos habrían matado a los dos. Ni siquiera podía saber cuántos de ellos había, no con la neblina infernal. Ni siquiera yo puedo hacer frente a un centenar de repudiados.
—Y sin embargo —observó Simon—, apuesto a que te duele admitirlo.
—Eres un idiota —replicó Jace, sin inflexión—, incluso para ser un subterráneo. Te salvé la vida e infringí la Ley para hacerlo. Y no es la primera vez, debería añadir. Podrías mostrar un poco de gratitud.
—¿Gratitud? —Simon sintió cómo los dedos se le curvaban contra las palmas—. Si no me hubieses arrastrado al Instituto, no estaría aquí. Jamás estuve de acuerdo con esto.
—Lo hiciste —dijo Jace—, cuando afirmaste que harías cualquier cosa por Clary. Esto es cualquier cosa.
Antes de que Simon pudiera replicarle enojado, sonó un golpe en la puerta.
—¿Hola? —llamó Isabelle desde el otro lado—. Simon, ¿ha finalizado tu ataque de divismo? Necesito hablar con Jace.
—Entra, Izzy.
Jace no apartó los ojos de Simon; había una cólera eléctrica en su mirada y una especie de desafío que hizo que Simon ansiase golpearle con algo pesado. Como una camioneta.
Isabelle entró en la habitación en un remolino de cabellos negros y faldas de volantes plateados. El top en forma de corsé color marfil que llevaba le dejaba los brazos y hombros, cubiertos de negras runas, al descubierto. Simon supuso que para ella era un agradable cambio en su rutina poder exhibir sus Marcas en un lugar donde nadie las consideraría fuera de lo normal.
—Alec se va al Gard —dijo Isabelle sin preámbulos—. Quiere hablar contigo sobre Simon antes de irse. ¿Puedes bajar?
—Claro. —Jace fue hacia la puerta; a mitad de camino, reparó en que Simon le seguía y giró la cabeza para mirarle de manera fulminante—. Tú te quedas aquí.
—No —dijo Simon—. Si vais a hablar de mí, quiero estar ahí.
Por un momento pareció como si la gélida calma de Jace estuviera a punto de quebrarse; se sonrojó y abrió la boca; sus ojos centelleaban. La cólera desapareció igual de rápido, aplastada por un evidente acto de voluntad. Apretó los dientes y sonrió.
—Estupendo —respondió—. Ven abajo, vampiro. Podrás conocer a la feliz familia.
La primera vez que Clary cruzó un Portal había existido una sensación de volar, de caer de un modo ingrávido. En esta ocasión fue como verse arrojada al corazón de un tornado. Vientos aullantes la azotaron, le arrancaron la mano de la de Luke y también el alarido que surgió de su boca. Cayó girando sobre sí misma en el centro de una vorágine negra y dorada.
Algo plano, duro y plateado como la superficie de un espejo se alzó frente a ella. Descendió en picado hacia ello, chillando, alzando las manos para cubrirse el rostro. Golpeó la superficie y la atravesó, penetrando en un mundo de frío brutal y jadeante asfixia. Se hundía en una espesa oscuridad azul. Por más que intentaba respirar, no podría llevar aire a los pulmones, nada salvo aquella glacial frialdad…
De improviso la agarraron por la parte posterior del abrigo y tiraron de ella hacia arriba. Pataleó ligeramente pero estaba demasiado débil para librarse de lo que la sujetaba. La izaron, y la oscuridad índigo de su alrededor se convirtió en azul pálido y luego en dorado nada de aire. O intentó hacerlo, pues en su lugar se atragantó y dio boqueadas, mientras puntos negros salpicaban su visión. La arrastraban a través del agua, a toda prisa, con hierbajos enredándose y tirándole de piernas y brazos; se retorció para girar en las garras de lo que la sujetaba y vislumbró una horrible visión de algo, ni del todo lobo ni del todo humano, orejas puntiagudas como dagas y labios tensados hacia atrás para mostrar afilados dientes blancos. Intentó chillar, pero sólo surgió agua.
Al cabo de un momento estaba fuera del agua y la arrojaban sobre tierra dura y húmeda. Había unas manos en sus hombros, empujándola violentamente bocabajo contra el suelo. Aquéllas manos le golpearon la espalda, una y otra vez, hasta que el pecho se contrajo espasmódicamente y ella tosió un amargo chorro de agua.
Seguía dando boqueadas aun cuando las manos la hicieron rodar hasta quedar sobre la espalda, mirando arriba, y se encontró a Luke, una sombra negra recortada contra un alto cielo azul con pinceladas de nubes blancas. La dulzura que estaba acostumbrada a ver en su expresión había desaparecido; ya no tenía aspecto de lobo, pero parecía furioso. Tiró de ella para incorporarla, zarandeándola con violencia, una y otra vez, hasta que Clary gimió y le golpeó débilmente.
—¡Luke! ¡Para! Me haces daño…
Las manos de Luke abandonaron sus hombros. Le agarró la barbilla con una mano, obligándola a alzar la cabeza, escudriñándole el rostro con los ojos.
—El agua —dijo—. ¿Expulsaste toda el agua?
—Eso creo —musitó ella, y la voz surgió débil de su inflamada garganta.
—¿Dónde está tu estela? —exigió él, y cuando ella vaciló, su voz se tornó más imperiosa—. Clary. Tu estela. Encuéntrala.
Ella se desasió de sus manos y rebuscó desesperadamente en los húmedos bolsillos, sin encontrar otra cosa que la tela empapada. Abatida, alzó su rostro hacia Luke.
—Se me debe haber caído en el lago. —Sorbió las lágrimas—. La… estela de mi madre…
—Jesús, Clary.
Luke se puso en pie, entrelazando las manos, angustiado, tras la cabeza. Estaba empapado también; de sus vaqueros y del grueso abrigo de franela manaba el agua a borbotones. Las gafas que acostumbraba a llevar medio caídas sobre la nariz habían desaparecido. Bajó la mirada hacia ella con expresión sombría.
—Estás bien —dijo, y no era en realidad una pregunta—. Quiero decir, justo ahora. ¿Te sientes bien?
Ella asintió.
—Luke, ¿qué sucede? ¿Por qué necesitas mi estela?
Luke no dijo nada. Miraba a su alrededor como si esperara obtener alguna ayuda de lo que le rodeaba. Clary siguió su mirada. Estaban sobre la amplia orilla de tierra de un lago de buen tamaño. El agua era de un azul pálido, moteada aquí y allí por el reflejo de la luz del sol. Se preguntó si era el origen de la luz dorada que había visto a través del entreabierto Portal. No había nada de siniestro en el lago ahora que estaba junto a él en lugar de en su interior. Estaba rodeado de colinas verdes salpicadas de árboles que empezaban a adquirir un tono rojizo y dorado. Más allá de las colinas se alzaban elevadas montañas cuyos picos estaban coronados de nieve.
Clary se estremeció.
—Luke, cuando estábamos en el agua… ¿te convertiste en lobo a medias? Me pareció ver…
—Mi yo lobo nada mejor que mi yo humano —respondió él en tono brusco—. Y es más fuerte. Tenía que arrastrarte por el agua, y tú no ofrecías demasiada ayuda.
—Lo sé —dijo ella—. Lo siento. No se… no se suponía que tú fueses a venir conmigo.
—Si no lo hubiese hecho, estarías muerta —señaló él—. Magnus te lo dijo, Clary. No puedes usar un Portal para entrar en la Ciudad de Cristal a menos que tengas a alguien esperándote al otro lado.
—Dijo que iba contra la Ley. No dijo que si intentaba llegar aquí rebotaría.
—Te contó que había salvaguardas instaladas alrededor de la ciudad que impedían abrir Portales que condujeran a ella. No es culpa suya que decidieras ponerte a jugar con magia que apenas comprendes. Que poseas el poder no significa que sepas cómo usarlo. —Puso cara de pocos amigos.
—Lo siento —replicó Clary con un hilo de voz—. Es sólo… ¿dónde estamos ahora?
—En el lago Lyn —respondió él—. Creo que el Portal nos llevó tan cerca de la ciudad como pudo y luego nos soltó. Estamos en las afueras de Alacante. —Miró a su alrededor, meneando la cabeza medio asombrado y medio fastidiado—. Lo hiciste, Clary. Estamos en Idris.
—¿Idris? —dijo ella, y se levantó mirando tontamente al otro lado del lago, que le devolvió un centelleo, azul y quieto—. Pero… dijiste que estábamos en las afueras de Alacante. No veo la ciudad por ninguna parte.
—Estamos a kilómetros de distancia. —Luke señaló con un dedo—. ¿Ves esas colinas a lo lejos? Tenemos que cruzarlas; la ciudad queda al otro lado. Si tuviéramos un coche, podríamos llegar allí en una hora, pero vamos a tener que andar lo que probablemente nos llevará toda la tarde. —Miró al cielo entornando los ojos—. Será mejor que nos pongamos en marcha.
Clary se miró con consternación. La perspectiva de una caminata de todo un día con las ropas empapadas no resultaba atrayente.
—¿No hay alguna otra cosa…?
—¿Alguna otra cosa que podamos hacer? —dijo Luke, y había un repentino y cortante tono airado en su voz—. ¿Tienes alguna sugerencia, Clary, puesto que fuiste tú quién nos trajo aquí? —Señaló lejos del lago—. En esa dirección hay montañas. Transitables a pie únicamente en pleno verano. Moriríamos congelados en las cumbres. —Se volvió y movió el dedo en otra dirección—. Ahí hay kilómetros de bosques. Hasta la frontera. Están deshabitados, al menos por seres humanos. Más allá de Alacante hay tierras de labranza y casas de campo. Quizás podríamos salir de Idris, pero de todos modos tendríamos que atravesar la ciudad. Una ciudad, puedo añadir, donde los subterráneos como yo no son precisamente bien recibidos.
Clary le miró con la boca abierta.
—Luke, yo no sabía…
—Desde luego que no sabías. Tú no sabes nada sobre Idris. A ti ni siquiera te importa Idris. Simplemente estabas ofendida porque te habían dejado atrás, igual que una criatura, y tuviste una pataleta. Y ahora estamos aquí. Perdidos y helados y… —Se interrumpió; tenía el rostro tenso—. Vamos. Empecemos a andar.
Clary siguió a Luke a lo largo de la orilla del lago Lyn en abatido silencio. Mientras andaban, el sol le secó el cabello y la piel, pero el abrigo de terciopelo retenía agua como una esponja. Colgaba sobre ella como una cortina de plomo mientras andaba a toda prisa, dando traspiés, sobre rocas y barro, tratando de mantenerse a la altura de la larga zancada de Luke. Efectuó unos cuantos intentos más de entablar conversación, pero Luke se mantuvo obstinadamente callado. Ella jamás había hecho nada tan grave como para que una disculpa no hubiese ablandado el enojo de Luke. En esta ocasión, al parecer, era diferente.
Los precipicios se alzaron más altos alrededor del lago a medida que avanzaban, perforados de zonas oscuras, igual que brochazos de pintura negra. Cuando Clary miró con mayor atención, advirtió que se trataba de cuevas en la roca. Algunas daban la impresión de ser muy profundas y hundirse serpenteantes en la oscuridad. Imaginó murciélagos y desagradables criaturas reptantes ocultándose en las tinieblas, y se estremeció.
Por fin una senda estrecha que se abría paso a través de los precipicios los condujo a una calzada amplia revestida de piedras trituradas. El lago describió una curva alejándose de ellos, índigo bajo la luz de las últimas horas de la tarde. La calzada discurría por una llanura cubierta de pastos que se iba elevando hasta convertirse a lo lejos en ondulantes colinas. A Clary se le cayó el alma a los pies, la ciudad no se divisaba por ninguna parte.
Luke miraba fijamente en dirección a las colinas con una expresión de intenso desaliento.
—Estamos más lejos de lo que pensaba. Ha transcurrido tanto tiempo…
—A lo mejor si encontramos una carretera más grande —sugirió Clary—, podríamos hacer autostop, o conseguir que alguien nos llevase a la ciudad, o…
—Clary, no hay coches en Idris. —Al ver su expresión atónita Luke rio sin demasiada alegría—. Las salvaguardas impiden que las máquinas funcionen bien. La mayor parte de la tecnología no sirve aquí: teléfonos móviles, ordenadores, cosas así. La misma Alacante está iluminada… y funciona… en su mayor parte mediante luz mágica.
—Vaya —dijo Clary con un hilo de voz—. Bien… ¿más o menos a qué distancia de la ciudad estamos?
—Bastante lejos. —Sin mirarla, Luke se pasó ambas manos hacia atrás por los cortos cabellos—. Hay algo que será mejor que te diga.
Clary se puso tensa. Todo lo que había querido antes era que Luke le hablara; en aquellos momentos ya no lo deseaba.
—No pasa nada…
—¿Observaste —dijo Luke— que no había ninguna embarcación en el lago Lyn…, ni embarcaderos…, nada que pudiera sugerir que el lago lo utilizan de algún modo las gentes de Idris?
—Simplemente pensé que era porque estaba muy alejado.
—No está tan alejado. A unas pocas horas de Alacante a pie. El hecho es que el lago… —Luke se interrumpió y suspiró—. ¿Reparaste alguna vez en el dibujo del suelo de la biblioteca en el Instituto en Nueva York?
Clary parpadeó.
—Lo hice, pero no conseguí adivinar qué era.
—Era un ángel alzándose del interior de un lago, sosteniendo una copa y una espada. Es un motivo que se repite en las decoraciones de las nefilim. La leyenda cuenta que el ángel Raziel surgió del lago Lyn cuando se apareció por primera vez a Jonathan Cazador de Sombras, el primero de los nefilim, y le entregó los instrumentos Mortales. Desde entonces el lago se ha considerado…
—¿Sagrado? —sugirió Clary.
—Maldito —dijo Luke—. El agua del lago es de algún modo venenosa para los cazadores de sombras. No hace ningún daño a los subterráneos; los seres mágicos lo llaman el Espejo de los Sueños, y beben su agua porque afirman que les proporciona visiones auténticas. Pero para un cazador de sombras beber su agua es muy peligroso. Provoca alucinaciones, fiebre… puede llevar a una persona a la locura.
Clary sintió frío en todo el cuerpo.
—Es por eso que intentaste hacerme escupir toda el agua.
Luke asintió.
—Y el motivo de que quisiera encontrar tu estela. Con una runa de curación podríamos conjurar los efectos del agua. Sin ella, necesitamos que llegues a Alacante lo más rápidamente posible. Hay medicinas, eso ayudará, y conozco a alguien que casi con seguridad las tendrá.
—¿Los Lightwood?
—No, los Lightwood no. —La voz de Luke era firme—. Otra persona. Alguien que conozco.
—¿Quién?
Él negó con la cabeza.
—Sólo recemos para que no se haya ido en los últimos quince años.
—Pero pensaba que dijiste que la Ley prohibía que los subterráneos entraran en Alacante sin permiso.
La sonrisa que le dedicó como respuesta le recordó al Luke que la había atrapado cuando cayó de la estructura de barras para juegos infantiles de pequeña, el Luke que siempre la había protegido.
—Algunas leyes están hechas para ser infringidas.
La casa de los Penhallow le recordó a Simon el Instituto; poseía el mismo aire de pertenecer en cierto modo a otra era. Los vestíbulos y escaleras eran angostos, construidos de piedra y madera oscura, y las ventanas eran altas y estrechas y ofrecían buenas vistas de la ciudad. Había un claro toque asiático en la decoración: un biombo shoji estaba colocado en el descansillo del primer piso, y había altos jarrones chinos esmaltados con flores en los alféizares. También había varias serigrafías en las paredes, mostrando lo que debían de ser escenas de la mitología de los cazadores de sombras, pero en un aire oriental en ellas; aparecían de modo prominente caudillos blandiendo refulgentes cuchillos serafín, junto con criaturas de vivos colores parecidas a dragones y demonios reptantes de ojos saltones.
—La señora Penhallow, Jia, estaba a cargo del Instituto de Beijing. Divide su tiempo entre aquí y la Ciudad Prohibida —dijo Isabelle cuando Simon se detuvo a examinar un grabado—. Y los Penhallow son una familia antigua. Adinerada.
—Me doy cuenta —murmuró Simon, alzando la vista hacia las arañas de luces que goteaban lágrimas de cristal tallado.
Jace, en el peldaño situado detrás de ellos, refunfuñó:
—Moveos. No estamos haciendo una visita de interés turístico.
Simon sopesó efectuar una réplica grosera y decidió que no valía la pena molestarse. Descendió el resto de la escalera a paso rápido; una vez abajo, ésta se abría a una gran habitación que era una curiosa mezcla de lo viejo y lo nuevo: un ventanal de vidrio daba al canal, y surgía música de un equipo de música que Simon no pudo ver. Pero no había televisión, ni columna de DVD o CD, la clase de detritus que Simon asociaba con las salas de estar modernas. En su lugar había una serie de sofás rehenchidos agrupados alrededor de una chimenea enorme, en la que crepitaban llamas.
Alec estaba de pie junto a la chimenea, vestido con el oscuro equipo de cazador de sombras, colocándose un par de guantes. Alzó los ojos cuando Simon entró en la habitación y mostró su habitual expresión de desagrado, pero no dijo nada.
Sentados en los sofás había dos adolescentes que Simon no había visto nunca, un chico y una chica. La chica tenía rasgos asiáticos, con delicados ojos almendrados, brillante cabello oscuro echado hacia atrás y una expresión traviesa. La fina barbilla se estrechaba hasta acabar en punta como la de un gato. No era exactamente bonita, pero resultaba exótica.
El muchacho de cabello negro que tenía al lado era aún más atractivo. Probablemente era de la altura de Jace, pero parecía más alto, incluso sentado; era esbelto y fornido, con un rostro pálido, elegante e inquieto, todo pómulos y ojos oscuros. Había algo extrañamente familiar en él, como si Simon le hubiese conocido antes.
La chica fue la primera en hablar.
—¿Éste es el vampiro? —Miró a Simon de pies a cabeza como si le estuviera tomando las medidas—. En realidad jamás he estado tan cerca de un vampiro; no de uno al que no estuviese planeando matar, al menos. —Ladeó la cabeza—. Es mono, para ser un subterráneo.
—Tendrás que perdonarla; tiene el rostro de un ángel y los modales de un demonio Moloch —dijo el muchacho con una sonrisa, poniéndose en pie. Le tendió la mano a Simon—. Soy Sebastian. Sebastian Verlac. Y esta es mi prima, Aline Penhallow. Aline…
—Yo no les estrecho la mano a los subterráneos —repuso Aline, echándose hacia atrás sobre los cojines del sofá—. No tienen alma, ya sabes. Vampiros.
La sonrisa de Sebastian desapareció.
—Aline…
—Es cierto. Es por eso que no pueden verse en los espejos, o ponerse al sol.
Con toda deliberación, Simon retrocedió para exponerse a la zona iluminada por el sol, frente a la ventana. Sintió el sol caliente en la espalda y los cabellos. Su sombra se proyectó, larga y oscura sobre el suelo, alzando casi los pies de Jace.
Aline respiró con violencia pero no dijo nada. Fue Sebastian quien habló, mirando a Simon con sus curiosos ojos negros.
—Así que es cierto. Los Lightwood nos lo dijeron, pero no pensé…
—¿Qué dijésemos la verdad? —preguntó Jace, hablando por primera vez desde que habían bajado—. No mentiríamos sobre algo así. Simon es… único.
—Yo le besé en una ocasión —dijo Isabelle, sin dirigirse a nadie en particular.
Las cejas de Aline se enarcaron veloces.
—Realmente te dejan hacer lo que deseas en Nueva York, ¿no es cierto? —comentó, entre horrorizada y envidiosa—. La última vez que te vi, Izzy, ni siquiera te habrías planteado…
—La última vez que nos vimos, Izzy tenía ocho años —dijo Alec—. Las cosas cambian. Bien, mamá tuvo que irse a toda prisa, así que alguien tiene que subirle sus notas e informes al Gard. Soy el único que tiene dieciocho años, así que soy el único que puede ir allí mientras la Clave está en sesión.
—Lo sabemos —replicó Isabelle, dejándose caer sobre un sofá—. Ya nos has dicho eso unas cinco veces.
Alec, dándose aires de importancia, hizo caso omiso.
—Jace, tú trajiste al vampiro aquí, así que tú eres responsable de él. No dejes que salga.
«El vampiro», pensó Simon. Como si Alec no supiese su nombre. Le había salvado la vida a Alec en una ocasión. Ahora era «el vampiro». Incluso tratándose de Alec, que era propenso a algún que otro ataque de malhumor, aquello resultaba odioso. Tal vez tenía algo que ver con estar en Idris. Tal vez Alec sentía una necesidad mayor de reafirmar su condición de cazador de sombras allí.
—¿Me has hecho bajar para decirme eso, que no deje que el vampiro salga al exterior? No lo habría hecho de todos modos. —Jace se instaló en el sofá junto a Aline, que pareció complacida—. Será mejor que te des prisa en ir al Gard y regresar. Dios sabe a qué depravación podríamos dedicarnos aquí sin tu guía.
Alec contempló a Jace con tranquila superioridad.
—Intenta comportarte. Regresaré en media hora. —Desapareció a través de una arcada que conducía a un pasillo largo; en algún lugar lejano se escuchó el chasquido de una puerta al cerrarse.
—No deberías provocarle —dijo Isabelle, lanzando a Jace una mirada severa—. En realidad le dejaron a él al cargo.
Aline, Simon no pudo evitar advertirlo, estaba sentada muy pegada a Jace, los hombros de ambos tocándose, incluso a pesar de que había mucho espacio alrededor de ellos en el sofá.
—¿No has pensando alguna vez que en una vida anterior Alec era una anciana con noventa gatos que no hacía más que chillar a los niños del vecindario para que salieran de su césped? Porque yo si lo pienso —dijo él, y Aline lanzó una risita tonta—. Sólo porque él sea el único que pueda ir a Gard…
—¿Qué es Gard? —preguntó Simon, cansado de no entender nada.
Jace le miró. Su expresión era fría, poco amistosa; tenía la mano sobre la de Aline, que descansaba sobre el muslo de la joven.
—Siéntate —dijo, moviendo bruscamente la cabeza en dirección a un sillón—. ¿O planeabas ir a revolotear al rincón como un murciélago?
«Fabuloso. Chistes de murciélagos». Simon se acomodó, molesto en el sillón.
—Gard es el lugar de reunión de la Clave —explicó Sebastian, al parecer apiadándose de Simon—. Es donde se decreta la Ley, y donde residen el Cónsul y el Inquisidor. Sólo los cazadores de sombras adultos se les permite la entrada en la zona cuando la Clave está reunida.
—¿Reunida? —preguntó Simon, recordando lo que Jace había dicho un poco antes, arriba—. ¿No querrás decir… debido a mí?
—No. —Sebastian lanzó una carcajada—. Debido a Valentine y los Instrumentos Mortales. Es por eso que todo el mundo está allí. Para tratar de averiguar lo que Valentine va a hacer a continuación.
Jace no dijo nada, pero al oír el nombre de Valentine se le tensó el rostro.
—Bueno, irá tras el Espejo —repuso Simon—. El tercero de los Instrumentos Mortales, ¿verdad? ¿Está aquí en Idris? ¿Es por eso que todo el mundo está aquí?
Hubo un corto silencio antes de que Isabelle respondiera:
—Nadie sabe dónde está el espejo. De hecho, nadie sabe qué es.
—Es un espejo —respondió Simon—. Ya sabes… reflectante, cristal. Supongo.
—A lo que Isabelle se refiere —dijo Sebastian en tono amable— es que nadie sabe nada sobre el Espejo. Existen múltiples menciones a él en las historias de los cazadores de sombras, pero ningún detalle específico sobre dónde está qué aspecto tiene, o, lo que es más importante, qué poder posee.
—Suponemos que Valentine lo quiere —indicó Isabelle—, pero eso no ayuda mucho, ya que nadie tiene ni la más remota idea de dónde está. Los Hermano Silenciosos podrían haber sabido algo pero Valentine los mató a todos. No habrá más durante al menos cierto tiempo.
—¿A todos ellos? —inquirió Simon con sorpresa—. Creía que sólo había matado a los de Nueva York.
—La Ciudad de Hueso no está realmente en Nueva York —dijo Isabelle—. Es como…, ¿recuerdas la entrada a la corte seelie, en Central Park? Que la entrada estuviese allí no significa que la corte misma esté bajo el parque. Sucede lo mismo con la Ciudad de Hueso. Existen varias entradas, pero la Ciudad en sí… —Isabelle se interrumpió cuando Aline la hizo callar con un veloz ademán.
Simon paseó la mirada de su rostro al de Jace y luego al de Sebastian. Todos mostraban la misma expresión cauta, como si acabaran de advertir lo que habían estado haciendo: contar secretos nefilim a un subterráneo. A un vampiro. No al enemigo, precisamente, pero desde luego alguien en quien no se podía confiar.
Aline fue la primera en romper el silencio. Clavando la hermosa y negra mirada en Simon, dijo:
—Así pues… ¿cómo es ser un vampiro?
—¡Aline! —Isabelle parecía horrorizada—. No puedes ir por ahí preguntando a la gente cómo es ser un vampiro.
—No veo el motivo —replicó ella—. No ha sido un vampiro tanto tiempo, ¿verdad? Así que debe de recordar lo que era ser una persona. —Giró la cabeza de nuevo hacia Simon—. ¿La sangre todavía te sabe a sangre? ¿O sabe a otra cosa ahora, como zumo de naranja o algo así? Porque imagino que el sabor de la sangre sería…
—Sabe a pollo —respondió Simon, simplemente para acallarla.
—¿De veras? —Aline pareció atónita.
—Se está burlando de ti, Aline —dijo Sebastian—, como tiene todo el derecho a hacer. Me disculpo por mi prima otra vez, Simon. Aquéllos de nosotros que nos criamos fuera de Idris solemos estar un poco más familiarizados con lo subterráneos.
—Pero ¿tú no te criaste en Idris? —inquirió Isabelle—. Pensaba que tus padres…
—Isabelle —interrumpió Jace, pero ya era demasiado tarde. La expresión de Sebastian se ensombreció.
—Mis padres están muertos —dijo—. Un nido de demonios cerca de Calais…, no pasa nada, fue hace mucho tiempo —frenó las muestras de condolencia de Isabelle—. Mi tía… la hermana de mi padre… me crio en el Instituto de Paris.
—¿De modo que hablas francés? —Isabelle suspiró—. Ojalá yo hablara otro idioma. Pero Hodge jamás pensó que necesitaríamos aprender nada que no fuese griego y latín clásicos, y nadie habla esas lenguas ya.
—También hablo ruso e italiano. Y un poco de rumano —indicó Sebastian con una sonrisa humilde—. Podría enseñarte algunas frases…
—¿Rumano? Eso es impresionante —dijo Jace—. No muchas personas lo hablan.
—¿Lo hablas tú? —preguntó Sebastian con interés.
—En realidad, no —repuso Jace con una sonrisa tan encantadora que Simon supo que mentía—. Mi rumano se limita a frases útiles como: «¿Son estas serpientes venenosas?» y «Pero usted parece muy joven para ser un oficial de policía».
Sebastian no sonrió. Había algo en su expresión, se dijo Simon. Era afable —todo en él era sosegado—, pero Simon tuvo la sensación de que la afabilidad ocultaba algo debajo que desmentía la tranquilidad externa.
—Me encanta viajar —dijo él, con los ojos puestos en Jace—. Pero es agradable estar de vuelta, ¿verdad?
Jace dejó de jugar con los dedos de Aline.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente que no hay ningún otro sitio como Idris, por mucho que nosotros los nefilim nos creemos hogares en otras partes. ¿No estás de acuerdo?
—¿Por qué me preguntas? —La expresión de Jace era gélida.
Sebastian se encogió de hombros.
—Bueno, tu viviste aquí de niño, ¿no es cierto? Y no has regresado en años. ¿O lo entendí mal?
—No lo entendiste mal —intervino Isabelle con tono impaciente—. A Jace le gusta fingir que nadie habla sobre él, incluso cuando sabe que sí lo hacen.
—Desde luego que lo hacen.
Aunque Jace le miraba con expresión iracunda, Sebastian parecía no inmutarse. Simon sintió una especie de medio renuente simpatía por el joven cazador de sombras de cabellos oscuros. Era raro encontrar a alguien que no reaccionase a las pullas de Jace.
—Éstos días es de lo que habla todo el mundo en Idris. De ti, de los Instrumentos Mortales, de tu padre, de tu hermana…
—Se suponía que Clarissa vendría con vosotros, ¿no es cierto? —dijo Aline—. Tenía ganas de conocerla. ¿Qué sucedió?
Si bien la expresión de Jace no cambió, retiro la mano de la de Aline, crispándola en un puño.
—No quiso abandonar Nueva York. Su madre está enferma en el hospital.
«Jamás dice “nuestra madre” —pensó Simon—. Siempre es su madre».
—Es extraño —comentó Isabelle—; pensaba que realmente quería venir.
—Quería —dijo Simon—. De hecho…
Jace se había puesto en pie a tal velocidad que Simon ni siquiera le había visto moverse.
—Ahora que lo pienso, necesito discutir con Simon en privado. —Movió violentamente la cabeza en dirección a las puertas dobles del otro extremo de la habitación, con una mirada desafiante—. Vamos, vampiro —dijo, en un tono que dejó a Simon con la clara sensación de que una negativa probablemente acabaría en alguna clase de violencia—. Vamos a hablar.