PENIEL
Maia permaneció callada la mayor parte del camino hasta el bosque, manteniendo la cabeza gacha y echando ojeadas a un lado y a otro de vez en cuando con la nariz arrugada por la concentración. Simon se preguntó si olfateaba el camino que debía seguir, y decidió que aunque eso podría parecer un poco raro, desde luego resultaba un talento útil. También descubrió que no tenía que apresurar el paso para mantenerse a su altura, sin importar lo deprisa que ella se moviera. Incluso cuando alcanzaron el especialmente frecuentado sendero que conducía al interior del bosque y Maia empezó a correr —veloz, en silencio y manteniéndose muy agachada sobre el suelo—, él no tuvo problemas para igualarla su paso. Era una consecuencia de ser vampiro que podía admitir honestamente que le gustaba.
El sendero finalizó demasiado pronto; el bosque se espesó y se hallaron corriendo entre los árboles, sobre el terreno removido y repleto de raíces cubierto por una espesa capa de hojas muertas. Las ramas de lo alto creaban dibujos que recordaban encajes al recortarse en el firmamento iluminado por las estrellas. Salieron de los árboles a un claro salpicado de enormes peñascos que relucían como blancos dientes cuadrados. Había montones de hojas apiladas aquí y allí, como si alguien hubiese pasado por el lugar con un rastrillo gigante.
—¡Raphael! —Maia hizo bocina con las manos y gritó con una voz lo bastante potente para espantar a las aves de las copas de los árboles sobre sus cabezas—. ¡Raphael, muéstrate!
Silencio. Entonces las sombras susurraron; sonó un suave tamborileo, igual que lluvia golpeando un tejado de zinc. Las hojas amontonadas en el suelo salieron volando por los aires como ciclones diminutos. Simon oyó toser a Maia; ésta tenía las manos alzadas, como para apartar las hojas de su rostro y de sus ojos.
Tan repentinamente como se había alzado, el viento amainó. Raphael estaba allí de pie, apenas a unos pocos metros de Simon. A su alrededor había un grupo de vampiros, pálidos e inmóviles como árboles a la luz de la luna. Sus expresiones eran frías, desprovistas de todo lo que no fuera una total hostilidad. Reconoció a alguno de ellos del hotel Dumort: la menuda Lily y el rubio Jacob, con la mirada tan afilada como cuchillos. Pero a otros muchos de ellos no los había visto nunca antes.
Raphael se adelantó. Tenía la piel cetrina y los ojos rodeados por una negra sombra, pero sonrió al ver a Simon.
—Vampiro diurno —musitó—. Has venido.
—He venido —dijo Simon—. Estoy aquí, así que… se acabó.
—Nada ha acabado, vampiro diurno. —Raphael miró en dirección a Maia—. Licántropa —dijo—, regresa junto al líder de tu manada y dale las gracias por cambiar de idea. Dile que los Hijos de la Noche pelearán junto a su gente en la llanura Brocelind.
El rostro de Maia estaba tenso.
—Luke no cambió…
Simon la interrumpió a toda prisa.
—Todo va bien, Maia. Vete.
Los ojos de la muchacha se veían luminosos y entristecidos.
—Simon, piensa —dijo—. No tienes que hacerlo.
—Sí, tengo que hacerlo. —Su tono era firme—. Maia, muchísimas gracias por traerme aquí. Ahora vete.
—Simon…
Él bajó la voz.
—Si no te vas, nos matarán a ambos, y todo esto habrá sido por nada. Vete. Por favor.
Ella asintió y dio media vuelta, cambiando mientras se volvía, de modo que un momento antes era una menuda joven humana, con las trenzas sujetas con cuentas rebotando sobre los hombros, y al siguiente ya golpeaba el suelo corriendo a cuatro patas como una loba veloz y silenciosa. Abandonó como una exhalación el claro y desapareció en las sombras.
Simon se volvió de nuevo hacia los vampiros… y casi suelta un grito; Raphael estaba de pie justo frente a él, a centímetros de distancia. Vista de cerca, su piel mostraba los reveladores trazos del hambre. Simon recordó aquella noche en el hotel Dumort —rostros surgiendo de las sombras, carcajadas fugaces, el olor de la sangre— y se estremeció.
Raphael alargó los brazos hacia Simon y lo agarró por los hombros; sus manos engañosamente menudas lo sujetaban como tenazas de hierro.
—Gira la cabeza —dijo— y mira las estrellas; será más fácil así.
—Así que vas a matarme —dijo Simon.
Ante su sorpresa, no se sentía asustado, ni siquiera particularmente nervioso; todo parecía haberse ralentizado hasta adquirir una claridad perfecta. Era consciente de cada hoja en las ramas sobre su cabeza, de cada guijarro diminuto del suelo, de cada par de ojos puestos en él.
—¿Qué creías? —dijo Raphael; con cierta tristeza, pensó Simon—. No es nada personal, te lo aseguro. Como dije antes…, eres demasiado peligroso para que se te permita seguir tal y como eres. De haber sabido en lo que te convertirías…
—Jamás me habrías dejado arrastrarme fuera de aquella sepultura, lo sé —repuso Simon.
Raphael cruzó la mirada con él.
—Todo el mundo hace lo que debe para sobrevivir. Es ese aspecto incluso nosotros somos iguales a los humano. —Los dientes afilados como agujas resbalaron fuera de sus fundas como delicadas cuchillas—. Quédate quieto —dijo—. Esto será rápido. —Se inclinó hacia el muchacho.
—Espera —dijo Simon, y cuando Raphael se echó atrás con una mueca de desagrado, volvió a decirlo, con más energía—: Espera. Hay algo que tengo que mostrarte.
Raphael emitió un quedo siseo.
—Será mejor que pretendas algo más que intentar demorarme, vampiro diurno.
—Lo hago. Hay algo que pensé que deberías ver.
Simon alzó la mano y se apartó los cabellos de la frente. Pareció un gesto estúpido, teatral incluso, pero al hacerlo, vio el blanco rostro desesperado de Clary mientras alzaba la vista hacia él, con la estela en la mano, y pensó: «Bueno, por ella, al menos lo he intentado».
El efecto sobre Raphael fue a la vez sorprendente e instantáneo. Retrocedió violentamente como si Simon hubiese blandido un crucifijo ante él, abriendo los ojos de hito en hito.
—Vampiro diurno —escupió—. ¿Quién te hizo eso?
Simon se limitó a mirarle con asombro. No estaba seguro de qué reacción había esperado, pero no era aquélla.
—Clary —dijo Raphael, respondiendo a su propia pregunta—, por supuesto. Únicamente un poder como el suyo permitiría esto… Un vampiro con una Marca, y una Marca como ésta…
—¿Una Marca como qué? —quiso saber Jacob, el delgado muchacho rubio situado justo detrás de Raphael.
El resto de vampiros también miraba atentamente, con expresiones que mezclaban confusión y un temor creciente. Cualquier cosa que asustaste a Raphael, se dijo Simon, era seguro que los asustaría también a ellos.
—Ésta Marca —dijo Raphael, todavía mirando únicamente a Simon— no pertenece al Libro Gris. Es una Marca aún más vieja que eso. Es una de las antiguas, dibujada por la propia mano del Creador. —Hizo intención de tocar la frente de Simon pero no pareció capaz de obligarse a hacerlo; su mano flotó en el aire un momento, pero luego cayó sobre su costado—. Tales Marcas se mencionan, pero yo jamás había visto una. Y ésta…
Simon recitó:
—«Ciertamente cualquiera que matare a Caín siete veces será castigado. Entonces Jehová puso una Marca en Caín, para que no lo matase cualquiera que le hallara». Puedes intentar matarme, Raphael. Pero yo no te lo aconsejaría.
—¿La Marca de Caín? —inquirió Jacob con incredulidad—. ¿Ésa Marca que llevas es la Marca de Caín?
—Mátalo —dijo una vampira pelirroja que estaba muy cerca de Jacob y que hablaba con un fuerte acento: ruso, se dijo Simon, aunque no estaba seguro—. Mátalo de todos modos.
La expresión de Raphael era una mezcla de furia y recelo.
—No lo haré —replicó—. Cualquier daño que se le cause repercutirá sobre el que lo haga siete veces. Ésa es la naturaleza de la Marca. Desde luego, si alguno de vosotros quiere ser quien corra tal riesgo, yo no tengo ningún inconveniente.
Nadie habló ni se movió.
—Ya sabía yo que no —repuso Raphael, y sus ojos escudriñaron a Simon—. Como la reina malvada del cuento, Lucian Graymark me ha enviado una manzana envenenada. Supongo que esperaba que te hiciera daño, y cosecharía el consiguiente castigo.
—No —se apresuró a decir Simon—. No…, Luke no sabía esto. Su gesto fue de buena fe. Tienes que cumplir la palabra dada.
—¿Y, así pues, lo elegiste tú? —Por primera vez había algo distinto al desprecio, se dijo Simon, en el modo en que Raphael le miraba—. Esto no es un simple hechizo de protección, vampiro diurno. ¿Sabes cuál fue el castigo de Caín? —Habló en voz baja, como si compartiera un secreto con Simon—: «Y ahora maldito seas tú de la tierra. Y errante y extranjero serás en la Tierra».
—Entonces —dijo Simon—, andaré errante, si es necesario. Haré lo que tenga que hacer.
—Todo esto —repuso Raphael—, todo esto por los nefelim.
—No tan sólo por los nefilim —respondió Simon—. Hago esto también por ti. Incluso aunque no lo desees. —Alzó la voz de modo que los silenciosos vampiros que lo rodeaban pudiesen oírle—. Os preocupa que si otros vampiros se enteraban de lo que me había sucedido, fueran a pensar que la sangre de los cazadores de sombras podía permitirles también pasear a la luz del día. Pero no debo este poder a eso. Fue algo que Valentine hizo. Un experimento. Él lo causó, no Jace. Y no se puede reproducir. No volverá a suceder jamás.
—Imagino que dice la verdad —dijo Jacob, ante la sorpresa de Simon—. Ciertamente he conocido a uno o dos Hijos de la Noche que han probado la sangre de un cazador de sombras en el pasado. Ninguno de ellos ha tolerado nunca la luz del sol.
—Una cosa era no ayudar a los cazadores de sombras antes —siguió Simon, volviendo la cabeza de nuevo hacia Raphael—, pero ahora, ahora que me han enviado a vosotros… —Dejó que el resto de la frase flotara en el aire, sin terminar.
—No intentes hacerme chantaje, vampiro diurno —dijo Raphael—. Cuando los Hijos de la Noche hacen un trato, lo mantienen, sin importar lo mal que se les haya tratado. —Sonrió levemente; sus afilados dientes brillaron en la oscuridad—. Sólo hay una cosa —continuó—. Un último acto que requiero de ti para que demuestres que realmente has actuado de buena fe. —El énfasis que puso en las últimas dos palabras llevaba un gélido lastre.
—¿Qué es? —preguntó Simon.
—Nosotros no seremos los únicos vampiros que luchen en la batalla de Lucian Graymark —respondió él—. Tú también lo harás.
Jace abrió los ojos en medio de un remolino plateado. Tenía la boca llena de un líquido amargo. Tosió, preguntándose por un momento si se estaba ahogando; pero, si era así, lo hacía en tierra firme. Estaba sentado con la espalda muy recta apoyada en una estalagmita y tenía las manos atadas. Volvió a toser y la boca se le llenó de un sabor salado. No se estaba ahogando, comprendió, simplemente se atragantaba con sangre.
—¿Despierto, hermanito? —Sebastian estaba arrodillado frente a él, con un trozo de soga en las manos y la sonrisa similar a un cuchillo desenvainado—. Bien. Temí por un momento haberte matado demasiado pronto.
Jace giró la cara a un lado y escupió una bocanada de sangre al suelo. Sentía la cabeza como si le estuviesen hinchando un globo dentro de ella y éste presionase con fuerza contra el interior del cráneo. El plateado remolino sobre su cabeza aminoró y se detuvo, convirtiéndose en un brillante dibujo de estrellas visibles a través del agujero del techo de la cueva.
—¿Aguardando una ocasión especial para matarme? Se acerca la Navidad.
Sebastian dedicó a Jace una mirada pensativa.
—Eres muy insolente. Eso no lo aprendiste de Valentine. ¿Qué aprendiste realmente de él? Tampoco me parece que te adiestrase demasiado en la lucha. —Se inclinó más cerca—. ¿Sabes lo que me dio el día de mi noveno aniversario? Una lección. Me enseñó que hay un lugar en la espalda de un hombre donde, si hundes un cuchillo, puedes perforarle el corazón y seccionarle la espina dorsal, todo a la vez. ¿Qué recibiste tú en día de tu noveno aniversario, angelito? ¿Una galletita?
«¿Noveno aniversario?». Jace tragó saliva con fuerza antes de soltar:
—Dime entonces, ¿en qué agujero te tenía escondido mientras yo crecía? Porque no recuerdo haberte visto por la casa de campo.
—Crecí en este valle. —Sebastian indicó con la barbilla la salida de la cueva—. No recuerdo haberte visto tampoco a ti por aquí, ahora que lo pienso. Aunque yo conocía de tu existencia. Apuesto a que tú no sabías nada de la mía.
Jace negó con la cabeza.
—Valentine no era muy dado a alardear de ti. No puedo imaginar el motivo.
Los ojos de Sebastian centellearon. Era fácil contrastar, ahora, el parecido de Valentine: la misma insólita combinación de cabello de un blanco plateado y los ojos negros, los mismos huesos finos que en otro rostro moldeado con menos energía habrían parecido delicados.
—Yo lo sabía todo sobre ti —dijo—. Pero tú no sabes nada ¿verdad? —Sebastian se puso en pie—. Te quería vivo para que contemplases esto, hermanito —siguió—. Así que observa, y observa con atención.
Con un movimiento tan veloz que fue casi invisible, sacó la espada de la vaina que llevaba a la cintura. Tenía una empuñadura de plata, y como la Espada Mortal, brillaba con una mortecina luz oscura. Había un dibujo de estrellas grabado en la superficie de la negra hoja; la espada atrapó la auténtica luz estelar cuando Sebastian hizo girar la hoja, y ardió como el fuego.
Jace contuvo el aliento. Se preguntó si Sebastian simplemente tenía intención de matarlo, pero no, lo habría matado ya, mientras estaba inconsciente, si ésa hubiera sido su intención. Jace observó mientras el otro muchacho se alejaba hacia el centro de la estancia, con la espada sujeta levemente en la mano, a pesar de que parecía bastante pesada. Su mente trabajaba frenéticamente. ¿Cómo podía Valentine tener otro hijo? ¿Quién era su madre? ¿Alguna otra persona del Círculo? ¿Era él mayor o más joven que Jace?
Sebastian había llegado hasta la enorme estalagmita de tinte rojizo del centro de la habitación. Ésta pareció latir a medida que él se aproximaba, y el humo de su interior empezó a girar más de prisa. Sebastian entrecerró los ojos y alzó la hoja. Dijo algo —una palabra en un discordante idioma demoníaco— y descargó la espada transversalmente, con violencia y a toda velocidad, en un arco cortante.
La parte superior de la estalagmita se rompió. Dentro estaba hueca como un tubo de ensayo, llena de una masa de humo negro y rojo, que ascendió en un torbellino como gas escapando de un globo pinchado. Hubo un rugido, una especie de presión explosiva. Jace sintió un estallido en los oídos. De improviso resultó difícil respirar. Quiso tirar del cuello de su camiseta, pero no podía mover las manos. Estaban atadas con demasiada fuerza tras él.
Sebastian estaba medio oculto tras la columna de la que manaba aquella sustancia roja y negra que se enroscaba sobre sí misma, ascendiendo en espiral… «¡Observa!», gritó con el rostro resplandeciente. Tenía los ojos iluminados; los cabellos blancos le azotaban el rostro por el creciente viento, y Jace se preguntó si su padre había tenido aquel aspecto cuando era joven: terrible y a la vez en cierto modo fascinante.
—¡Contempla el ejército de Valentine!
Su voz quedó ahogada entonces por el sonido. Era un sonido como la marea estrellándose contra la orilla, el romper de una ola enorme que arrastrara detritos inmensos con ella, los huesos hechos pedazos de ciudades enteras, el embate de un poder inmenso y diabólico. Una columna enorme de oscuridad que se retorcía, corría y aleteaba manó de la estalagmita hecha pedazos, ascendiendo a través del aire, fluyendo en dirección —y a través— de la abertura horada en el techo de la caverna. Demonios. Se elevaron entre alaridos, aullidos y gruñidos, una masa hirviente de garras, zarpas, dientes y ojos llameantes. Jace recordó estar caído sobre la cubierta del barco de Valentine mientras el cielo, la tierra y el mar se convertían en una pesadilla a su alrededor; lo que estaba viendo era aún peor. Era como si la tierra se hubiese desgarrado y el infierno se hubiese vertido al exterior de la abertura. Los demonios transportaban con ellos un hedor parecido a miles de cadáveres putrefactos. Las manos de Jace se retorcieron entre sí, hasta que la cuerda le segó las muñecas y le hizo sangrar. Un sabor amargo ascendió hasta su boca, y se atragantó impotente con sangre y bilis mientras el último de los demonios se alzaba y desaparecía en lo alto, en una oscura riada de horror, ocultando las estrellas.
Jace pensó que tal vez podría haberse desmayado durante un minuto o dos. Ciertamente hubo un período de negrura durante el cual los alaridos y aullidos en lo alto se apagaron y él pareció flotar en el espacio, inmovilizado entre la tierra y el cielo, sintiendo una especie de despreocupación que fue de algún modo… apacible.
Finalizó demasiado pronto. De repente se vio lanzado violentamente de vuelta al interior de su cuerpo, con las muñecas terriblemente doloridas, los hombros tensados hacia atrás y el hedor a demonio tan fuerte en el aire que giró la cabeza a un lado y vomitó sin remedio sobre el suelo. Oyó una risita seca y alzó los ojos, tragando con fuerza para eliminar el gusto ácido de la garganta. Sebastian se arrodilló sobre él, con las piernas a horcajadas sobre las de Jace y los ojos brillantes.
—Ya está, hermanito —dijo—. Se han ido.
A Jace le lloraban los ojos y tenía la garganta irritada. Su voz salió ronca.
—Ha dicho medianoche. Valentine ha dicho que abrieras la puerta a medianoche. No puede ser medianoche todavía.
—Siempre imagino que es mejor pedir perdón que permiso en esta clase de situaciones. —Sebastian echó una ojeada hacia el cielo, ahora vacío—. Deberían necesitar cinco minutos para llegar a la llanura Brocelind desde aquí, un poco menos de tiempo del que necesitará mi padre para llegar al lago. Quiero ver derramada un poco de sangre nefilim. Quiero que se retuerzan y mueran en el suelo. Merecen la deshonra antes de conseguir el olvido.
—¿Realmente crees que los nefilim tienen tan pocas posibilidades contra los demonios? ¿Crees que no están suficientemente preparados…?
Sebastian desechó lo que Jace decía con un violento gesto de muñeca.
—Pensaba que nos estabas escuchando. ¿No comprendiste el plan? ¿No sabes lo que va a hacer mi padre?
Jace no dijo nada.
—Fue una gran cosa por tu parte —comentó Sebastian— conducirme hasta Hodge esa noche. Si no hubiese revelado que el Espejo que buscábamos era el lago Lyn, no estoy seguro de que esta noche hubiese sido posible. Porque cualquiera que lleve con él los primeros dos Instrumentos Mortales y se coloque ante el Cristal Mortal puede invocar al Ángel Raziel para que salga de él, tal y como Jonathan Cazador de Sombras hizo hace mil años. Y una vez que has hecho aparecer al Ángel, puedes pedirle una cosa. Una tarea. Un… favor.
—¿Un favor? —Jace se quedó helado—. ¿Y Valentine va a exigir la derrota de los cazadores de sombras en Brocelind?
Sebastian se puso en pie.
—Eso sería un desperdicio —repuso—. No. Va a exigir que todos los cazadores de sombras que no hayan bebido de la Copa Mortal… todos aquellos que no son sus seguidores… queden despojados de sus poderes. Ya no serán nefilim. Y, como tales, luciendo las Marcas que llevan… —Sonrió—. Se convertirán en repudiados, una presa fácil para los demonios, y aquellos subterráneos que no hayan huido serán erradicados rápidamente.
A Jace los oídos le zumbaban con un discordante sonido apenas audible. Se sintió mareado.
—Ni siquiera Valentine —dijo—, ni siquiera Valentine lo haría jamás…
—Por favor —replicó Sebastian—. ¿Realmente crees que mi padre no seguirá adelante con lo que ha planeado?
—Nuestro padre —dijo Jace.
Sebastian bajó los ojos hacia él. Su cabello era una aureola blanca; parecía la clase de ángel malvado que podría haber seguido a Lucifer fuera del cielo.
—Disculpa —dijo, con cierto dejo divertido—. ¿Estás rezando?
—No; dije nuestro padre. Me refería a Valentine. No es sólo tu padre. Es el nuestro.
Por un momento Sebastian permaneció impasible; luego la boca se curvó en las comisuras y sonrió burlón.
—Angelito —dijo—. Eres estúpido, ¿verdad?… Tal y como mi padre siempre dijo.
—¿Por qué no haces más que llamarme así? —exigió Jace—. ¿Por qué no haces más que parlotear sobre ángeles…?
—Dios —dijo el otro—, no sabes nada, ¿verdad? ¿Te dijo alguna vez mi padre algo que no fuese una mentira?
Jace sacudió la cabeza. Había estado tirando de las cuerdas que le ataban las muñecas, pero cada vez que les daba un tirón, parecían apretarse más. Sentía el latir de su pulso en cada uno de los dedos.
—¿Cómo sabes que no te mentía a ti?
—Porque soy de su sangre. Soy exactamente como él. Cuando él no esté, yo gobernaré a la Clave.
—Yo no me jactaría de ser exactamente como él si fuese tú.
—Es verdad. —La voz de Sebastian carecía de emoción—. Tampoco pretendo ser otra cosa que lo que soy. No me comporto como si me horrorizara que mi padre haga lo que necesita hacer para salvar a su gente, incluso aunque ellos no quieran… o, si me lo preguntas, merezcan… ser salvados. ¿A quién prefiere tener por hijo, a un muchacho que está orgulloso de que seas su padre o a uno que se encoge ante ti avergonzado y temeroso?
—Valentine no me da miedo —dijo Jace.
—No debería dártelo —respondió Sebastian—. Deberías temerme a mí.
Hubo algo en su voz que hizo que Jace abandonara el forcejeo con las ligaduras y alzara los ojos. Sebastian seguía empuñando aquella espada que resplandecía con un fulgor negruzco. Era un objeto siniestro y hermoso, pensó Jace, incluso cuando Sebastian bajó su punta hasta hacerla descansar por encima de la clavícula de Jace, efectuando justo una muesca en su nuez.
Jace se esforzó por mantener la voz firme.
—¿Ahora qué? ¿Vas a matarme mientras estoy atado? ¿Tanto te asusta la idea de pelear conmigo?
Nada, ni un atisbo de emoción, cruzó por el pálido rostro de Sebastian.
—Tú no supones una amenaza para mí —respondió—. Eres una plaga. Una molestia.
—Entonces, ¿por qué no me desatas las manos?
Sebastian, totalmente inmóvil, le miró fijamente. Parecía una estatua, se dijo Jace, como la estatua de algún príncipe muerto joven y malcriado. Y ésa era la diferencia entre Sebastian y Valentine; aunque compartían el mismo aspecto de frío mármol, Sebastian tenía un aire a su alrededor de algo en ruinas… algo carcomido desde dentro.
—No soy idiota —respondió Sebastian—, y no me harás picar. Te dejé con vida sólo el tiempo suficiente para que pudieses ver los demonios. Cuando mueras y regreses a tus antepasados ángeles, puedas decirles que ya no hay lugar para ellos en este mundo. Le fallaron a la Clave, y a la Clave ya no los necesita. Ahora tenemos a Valentine.
—¿Me matas porque quieres que le de un mensaje a Dios de tu parte? —Jace sacudió la cabeza mientras la punta de la espada le arañaba la garganta—. Estás más loco de lo que pensaba.
Sebastian se limitó a sonreír y empujó la hoja un poco más; cuando Jace tragó saliva, pudo sentir la punta del arma haciendo una muesca en su tráquea.
—Si tienes que rezar, hermanito, hazlo ya.
—No voy a rezar —respondió Jace—. Tengo un mensaje, no obstante. Para nuestro padre. ¿Se lo darás?
—Por supuesto —dijo Sebastian con soltura, pero hubo algo en el modo en que lo dijo, una chispa de vacilación antes de hablar, que confirmó lo que Jace ya pensaba.
—Mientes —dijo—. No le darás el mensaje, porque no vas a contarle lo que has hecho. Jamás te pidió que me mataras, y no le gustará cuando lo descubra.
—Tonterías. No significas nada para él.
—Piensas que jamás sabrá lo que sucedió si me matas ahora, aquí. Puedes decirle que morí en la batalla, o él simplemente supondrá que eso es lo que sucedió. Pero te equivocas si crees que no se enterará. Valentine siempre lo descubre todo.
—No sabes de lo que estás hablando —dijo Sebastian, pero su rostro se había crispado.
Jace siguió hablando, aprovechando su ventaja.
—No puedes ocultar lo que estás haciendo. Hay un testigo.
—¿Un testigo? —Sebastian casi se sorprendió, lo que para Jace representó algo parecido a una victoria—. ¿De qué hablas?
—El cuervo —respondió Jace—. Ha estado observando desde las sombras. Él se lo contará todo a Valentine.
—¿Hugo?
La mirada de Sebastian se alzó violentamente, y aunque al cuervo no se le veía por ninguna parte, el rostro del muchacho cuando volvió a bajar la vista hacia Jace estaba lleno de dudas.
—Si Valentine se entera de que me asesinaste mientras estaba atado e indefenso, se disgustará contigo —siguió Jace, y escuchó como su propia voz asumía las cadencias de la de su padre, el modo en que Valentine hablaba cuando quería algo: con voz queda y persuasiva—. Te llamará cobarde. Jamás te perdonará.
Sebastian no dijo nada. Tenía la vista clavada en Jace; los labios le temblaban, y el odio hervía tras sus ojos igual que veneno.
—Desátame —le dijo Jace con una voz calmada—. Desátame y pelea conmigo. Es el único modo.
El labio de Sebastian volvió a crisparse, con fuerza, y en esta ocasión Jace pensó que había ido demasiado lejos. Sebastian retiró la espada y la alzó, y la luz de la luna estalló sobre ella en una milla de fragmentos plateados, plateados como las estrellas, plateados como el color de sus cabellos. Sonrió mostrando los dientes… y el aliento sibilante de la espada hendió la noche con un chillido mientras la hacía bajar dibujando un arco.
Clary estaba sentada en los peldaños del estrado del Salón de los Acuerdos, sujetando la estela en las manos. Jamás se había sentido tan sola. El Salón estaba totalmente vacío. Clary había buscado a Isabelle por todas partes una vez que los luchadores habían cruzado el Portal, pero no la había podido encontrar. Aline le había dicho que Isabelle probablemente había regresado a la casa de los Penhallow, donde Aline y unos pocos adolescentes más tenían que cuidar de al menos una docena de niños que no alcanzaban la edad de pelear. La joven había intentado conseguir que Clary fuese allí con ella, pero Clary había declinado el ofrecimiento. Si no podía encontrar a Isabelle, prefería estar sola. O eso había pensado. Pero, sentada allí, descubrió que el silencio y el vacío, se volvían cada vez más opresivos. Con todo, no se había movido. Ponía todo su empeño en no pensar en Jace, ni en Simon, en no pensar en su madre ni en Luke ni el Alec… y el único modo de no pensar, había descubierto, era permanecer inmóvil y clavar la vista en un único recuadro de mármol del suelo, contando las grietas que tenía, una y otra vez. Eran seis. «Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Terminó la cuenta y empezó otra vez, desde el principio. «Una…».
El cielo estalló sobre su cabeza.
O al menos así fue como sonó. Clary echó la cabeza atrás y miró con atención hacia arriba, a través del techo transparente del Salón. El cielo había estado negro un momento antes; ahora era una masa arremolinada de llamas y oscuridad, recorrida por una desagradable luz naranja. Se movían cosas en aquella luz: cosas repugnantes que ella no quería ver, cosas que le hacían estar agradecida a las tinieblas por oscurecerle la imagen. La aislada visión fugaz ya fue bastante desagradable.
La claraboya transparente de lo alto se onduló y se dobló al paso de la hueste de demonios, como si la pandeara un calor tremendo. Por fin se oyó un sonido como de un disparo, y una grieta enorme apareció en el cristal, que se convirtió en una telaraña de incontables fisuras. Clary corrió a esconderse, cubriéndose la cabeza con las manos, mientras una lluvia de cristales caía a su alrededor igual que lágrimas.
Casi había llegado al campo de batalla cuando los alcanzó el sonido que desgarró la noche por la mitad. En un momento el bosque estaba tan silencioso como oscuro y al siguiente el cielo se iluminó con un infernal resplandor naranja. Simon dio un traspié y estuvo a punto de caer; se agarró al tronco de un árbol para no perder el equilibrio y alzó los ojos, apenas capaz de creer lo que veía. A su alrededor los otros vampiros tenían la mirada fija en el cielo, los rostros blancos igual que flores nocturnas, alzándose para captar la luz de la luna mientras una pesadilla tras otra cruzaba el cielo como una exhalación.
—No haces más que desmayarte —dijo Sebastian—. Resulta sumamente fastidioso.
Jace abrió los ojos. Sintió una punzada de dolor en la cabeza. Alzó la mano para tocarse el costado de la cara… y advirtió que ya no tenía las manos atadas a la espalda. Un pedazo de soga colgaba de la muñeca. La mano se apartó de la cara negra: sangre, oscura a la luz de la luna.
Miró a su alrededor. Ya no estaban en la cueva. Yacía sobre blanda tierra y hierba en el suelo del valle, no lejos de la casa de piedra. Podía oír el sonido del agua en el arroyo, a todas luces muy cerca. Nudosas ramas de árboles sobre su cabeza impedían el paso a parte de la luz de la luna, pero de todos modos había bastante iluminación.
—Levanta —dijo Sebastian—. Tienes cinco segundos antes de que te mate donde estás.
Jace se levantó tan despacio como consideró que podía sin que pareciera deliberado. Todavía estaba un poco aturdido. Intentando recuperar el equilibrio, clavó los tacones de las botas en la blanda tierra, procurando darse un poco de estabilidad.
—¿Por qué me has traído aquí fuera?
—Por dos motivos —respondió el otro—. Uno, porque me ha divertido dejarte sin sentido. Dos, porque no sería bueno para ninguno de nosotros que cayera sangre en el suelo de esa caverna. Confía en mí. Y tengo intención de derramar gran cantidad de tu sangre.
Jace se palpó el cinturón, y se le cayó el alma a los pies. O bien se había caído gran parte de las armas mientras Sebastian lo arrastraba por los túneles, o, lo que era más probable, Sebastian las había tirado. Todo lo que le quedaba era una daga. Era un cuchillo corto…, demasiado corto, que no era rival para la espada.
—Eso no es gran cosa como arma. —Sebastian sonrió burlón, blanco bajo la oscuridad iluminada por la luna.
—No puedo pelear con esto —dijo Jace, intentando sonar tan trémulo y nervioso como pudo.
—Qué lástima. —Sebastian se acercó más a él, sonriendo.
Sostenía la espada sin apretar, con teatral indiferencia, mientras las puntas de los dedos tamborileaban un suave ritmo en la empuñadura. Si alguna vez iba a existir una oportunidad para él, se dijo Jace, probablemente era ésa. Echó el brazo atrás y golpeó a Sebastian con todas sus fuerzas en la cara.
Crujió un hueso bajo sus nudillos. El golpe derribó a Sebastian al suelo cuán largo era. Resbaló hacia atrás sobre la tierra y la espada escapó de su mano. Jace la atrapó a la vez que corría al frente, y al cabo de un segundo estaba de pie junto a Sebastian, contemplándolo, espada en mano.
La nariz de Sebastian sangraba; la sangre dibujaba un trazo escarlata sobre su rostro. Alzó la mano y apartó a un lado el cuello de la chaqueta para dejar al descubierto la garganta.
—Adelante —dijo—. Mátame ya.
Jace vaciló. No quería vacilar, pero ahí estaba: esa molesta renuncia a matar a nadie que yaciera indefenso en el suelo frente a él. Jace recordó a Valentine provocándolo, allá en Renwick, retando a su hijo a matarlo, y Jace no había podido hacerlo. Pero Sebastian era un asesino. Había matado a Max y a Hodge.
Alzó la espada.
Y Sebastian se levantó disparado del suelo más rápido que la vista. Pareció volar en el aire, efectuando un elegante salto mortal hacia atrás y aterrizando con gracia sobre la hierba apenas a treinta centímetros de distancia. Al hacerlo, lanzó una patada y golpeó la mano de Jace. La patada lanzó la espada por los aires, Sebastian la atrapó al vuelo, riendo, y lanzó un mandoble con ella, blandiéndola en dirección al corazón de Jace. Éste saltó atrás y la hoja hendió el aire justo en frente de él, haciendo un corte en la parte delantera de la camiseta. Jace sintió un dolor punzante y percibió como la sangre manaba de un tajo poco profundo sobre el pecho.
Sebastian rio por lo bajo mientras avanzaba hacia Jace, quien retrocedió, sacando a tientas la insuficiente daga del cinturón mientras lo hacía. Miró a su alrededor, confiando desesperadamente en que hubiese algo que pudiera usar como arma: un palo largo, cualquier cosa. No había nada a su alrededor salvo la hierba, el río que discurría a poca distancia, y los árboles en lo alto, extendiendo las gruesas ramas por encima de su cabeza como una red verde. De improviso recordó la Configuración Malachi en la que la Inquisidora lo había encerrado. Sebastian no era el único capaz de saltar.
Sebastian volvió a lanzar un mandoble hacia él, pero Jace ya había saltado… Se encontraba en el aire. La rama más baja estaba a unos seis metros de altura; la agarró, columpiándose hacia arriba y sobre ella. Arrodillándose sobre la rama, vio a Sebastian girar en redondo en el suelo y mirar hacia arriba. Jace arrojó la daga y oyó gritar a Sebastian. Jadeante, se irguió…
Y Sebastian estaba de improviso sobre la rama junto a él. Su pálido rostro estaba enrojecido por la ira; el brazo que usaba para empuñar la espada chorreaba sangre. Se le había caído la espada, evidentemente, sobre la hierba, aunque eso simplemente los ponía en igualdad de condiciones, se dijo Jace, ya que su daga también había desaparecido. Vio con cierta satisfacción que por ver primera Sebastian parecía enojado…, enojado y sorprendido, como si una mascota a la que había considerado mansa le hubiera mordido.
—Ha sido divertido —dijo Sebastian—. Pero ahora se ha acabado.
Se abalanzó sobre Jace, agarrándolo por la cintura y derribándolo fuera de la rama. Cayendo seis metros por los aires cogidos el uno al otro, arañándose… y se golpearon violentamente contra el suelo, con tal fuerza que Jace vio estrellas tras los ojos. Se lanzó a por el brazo herido de Sebastian y le clavó los dedos; Sebastian chilló y golpeó a Jace en la cara con el dorso de la mano. La boca del muchacho se llenó de sangre salada; se atragantó con ella mientras rodaban juntos por la tierra, asestándose puñetazos el uno al otro. Sintió el repentino shock de un frío gélido; había rodado por la suave pendiente al interior del río y yacían medio dentro, medio fuera del agua. Sebastian lanzó un grito ahogado y Jace aprovechó la oportunidad para agarrar la garganta de su adversario y cerrar las manos a su alrededor, apretando. Sebastian dio boqueadas, agarrando la muñeca derecha de Jace con su mano y tirando de ella hacia atrás, con fuerza suficiente para partirle los huesos. Jace se oyó chillar como si estuviera lejos, y Sebastian sacó partido de la ventaja, retorciendo la muñeca rota sin piedad hasta que Jace lo soltó y cayó hacia atrás en el frío y aguado lodo, con el brazo aullando de dolor.
Medio arrodillado sobre el pecho de Jace, con una rodilla clavándose con fuerza en sus costillas, Sebastian le sonrió burlón. Sus ojos centelleaban blancos y negros desde una máscara de tierra y sangre. Algo brillaba en su mano derecha. La daga de Jace. Debía de haberla recogido del suelo. La punta descansaba directamente sobre el corazón de Jace.
—Y nos encontramos exactamente donde estábamos hace cinco minutos —comentó Sebastian—. Has tenido tu oportunidad, Wayland. ¿Tus últimas palabras?
Jace le miró fijamente; le manaba sangre de la boca y el sudor le escocía en los ojos, y tuvo una sensación de agotamiento total y vacío. ¿Era realmente así como iba a morir?
—¿Wayland? —dijo—. Sabes que ése no es mi nombre.
—Tienes tanto derecho a él como lo tienes al nombre de Morgenstern —replicó Sebastian, que se inclinó hacia su enemigo apoyando su peso sobre la daga.
La punta perforó la piel de Jace, enviando una ardiente punzada de dolor a través de su cuerpo. El rostro de Sebastian estaba a centímetros de distancia; su voz era un susurro sibilante.
—¿Realmente creías que eras hijo de Valentine? ¿Realmente creías que una cosa lloriqueante y patética como tú era digna de ser un Morgenstern, de ser mi hermano? —Echó los blancos cabellos atrás: estaban lacios por el sudor y el agua del arroyo—. Eres un niño sustituto —dijo—. Mi padre abrió en canal un cadáver para sacarte y convertirte en uno de sus experimentos. Intentó criarte como a su propio hijo, pero eras demasiado débil para serle de utilidad. No podías ser un guerrero. No eres nada. Inútil. Así que se te quitó de encima entregándote a los Lightwood y esperó que pudieras serle de utilidad más tarde, como señuelo. O como cebo. Él jamás te quiso.
Los ardientes ojos de Jace pestañearon.
—Entonces tú…
—Yo soy el hijo de Valentine. Jonathan Christopher Morgenstern. Tú jamás tuviste ningún derecho a ese nombre. Eres un fantasma. Un aspirante.
Sus ojos eran negros y relucían, como dos caparazones de insectos muertos; de improviso Jace oyó la voz de su madre, como en un sueño —aunque ella no era su madre— diciendo: «Jonathan ya no es un bebé. No es ni siquiera humano; es un monstruo».
—Se trata de ti —dijo Jace con voz asfixiada—. Eres tu quien tiene la sangre de demonio. No yo.
—Exacto.
La daga resbaló otro milímetro al interior de la carne de Jace. Sebastian todavía sonreía, pero era un rictus, como el de una calavera.
—Tú eres el chico ángel. Tuve que oírlo todo respecto a ti. Tú con tu hermosa cara de ángel y tus bonitos modales y tus delicados, tus tan delicados sentimientos. Ni siquiera podías contemplar morir un pájaro sin llorar. No es de extrañar que Valentine se sintiera avergonzado de ti.
—No —Jace olvidó la sangre de su boca, olvidó el dolor—. Es de ti de quien se avergüenza. ¿Crees que no quería llevarte con él al lago porque necesitaba que estuvieses aquí y abrieses la puerta a medianoche? Él sabía que serías incapaz de esperar. No te llevó con él porque le avergüenza presentarse ante el Ángel y mostrarle lo que ha hecho. Enseñarle la criatura que creó. Mostrarte a él. —Alzó la mirada hacia Sebastian; podía sentir una terrible y triunfal piedad llameando en sus propios ojos—. Sabe que no hay nada de humano en ti. Quizás te ama, pero te odia también…
—¡Cállate!
Sebastian presionó sobre la daga, retorciendo la empuñadura. Jace se arqueó hacia atrás con un grito, y un dolor insoportable le estalló como un relámpago tras los ojos. «Voy a morir —pensó—. Me estoy muriendo. Se acabó». Se preguntó si ya le habría perforado el corazón. No podía moverse, ni podía respirar. Supo entonces lo que debía de sentir una mariposa clavada sobre una cartulina. Intentó hablar, intentó decir su nombre, pero nada salió de su boca salvo más sangre.
Y sin embargo Sebastian pareció leer sus ojos.
—Clary. Casi lo había olvidado. Estás enamorado de ella, ¿verdad? La vergüenza de vuestros asquerosos impulsos incestuosos casi debe de haberte matado. Qué mala suerte que no supieses que no es realmente tu hermana. Podrías haber pasado el resto de tu vida con ella, si no fueses tan estúpido. —Se inclinó, empujando el cuchillo con más fuerza, arañando hueso con su filo, y le habló a Jace al oído, en una voz tan queda como un susurro—. Ella te amaba también —dijo—. Ten eso presente mientras mueres.
La oscuridad entró a raudales desde los bordes de la visión de Jace, igual que tinta derramándose sobre una fotografía y tapando la imagen. De pronto no hubo ningún dolor. No sintió nada, ni siquiera el peso de Sebastian sobre él, como si estuviese flotando. El rostro de Sebastian se diluyó sobre él, blanco contra la oscuridad, con la daga en la mano. Algo de un dorado brillante relució en la muñeca de Sebastian, como si llevara un brazalete. Pero no era un brazalete, porque se movía. Sebastian miró en dirección a la mano, sorprendido, a la vez que la daga caía en ella al aflojarse la presión y golpeaba contra el lodo con un sonido audible.
Luego la mano misma, separada de la muñeca, chocó contra el suelo junto al arma.
Jace contempló con asombro cómo la mano seccionada de Sebastian rebotaba e iba a detenerse contra un par de botas negras altas. Las botas iban unidas a un par de delicadas piernas, que se alzaban hasta un torso esbelto y un rostro familiar coronado por una cascada de cabellos negros. Jace alzó los ojos y vio a Isabelle, que tenía el látigo empapado en sangre y los ojos clavados en Sebastian, quien contemplaba fijamente el ensangrentado muñón de su muñeca con terrible sorpresa.
Isabelle le dedicó una sonrisa lúgubre.
—Eso ha sido por Max, bastardo.
—Zorra —siseó Sebastian… y se incorporó de un salto al mismo tiempo que el látigo de Isabelle descendía hacia él a una velocidad increíble.
El muchacho se arrojó a un lado y desapareció. Se escuchó un susurro de hojas; sin duda se había esfumado al interior de los árboles, pensó Jace, aunque sentía demasiado dolor para girar la cabeza y mirar.
—¡Jace!
Isabelle se arrodilló junto a él; su estela brillaba en la mano izquierda. Tenía los ojos llenos de lágrimas; debía de tener bastante mal aspecto, comprendió Jace, para que Isabelle mostrara aquella expresión.
«Isabelle», intentó decir. Quería decirle que se marchara, que huyera, que no importaba lo espectacular, valiente y llena de talento que fuera —y era todas esas cosas—, que no era rival para Sebastian. Y no había modo de que Sebastian fuese a dejar que algo sin importancia como que le hubiesen rebanado la mano fuera a detenerlo. Pero todo lo que surgió de la boca del muchacho fue una especie de borboteo.
—No hables. —Notó la punta de la estela arder sobre la piel del pecho—. Te pondrás bien. —Isabelle le sonrió temblorosamente—. Seguro que te preguntas qué diablos hago yo aquí —dijo—. No sé cuanto sabes… No sé lo que Sebastian te contó… pero tú no eres el hijo de Valentine.
El iratze estaba casi terminado; Jace podía sentir ya cómo el dolor se desvanecía. Asintió levemente, intentando decirle: «Lo sé».
—De todos modos, yo no iba a venir a buscarte después de que salieras pitando, porque decías en tu nota que no lo hiciésemos, y eso lo entendí. Pero por nada del mundo te iba a dejar morir creyendo que tenías sangre de demonio, o sin decirte que no hay nada malo en ti, aunque francamente, para empezar, cómo pudiste pensar una estupidez así… —La mano de Isabelle dio una sacudida, y ella se quedó inmóvil, sin querer estropear la runa—. Y era necesario que supieses que Clary no es tu hermana —siguió, con más dulzura—. Porque… porque tenías que saberlo. Así que conseguí que Magnus me ayudara a localizarte. Usé aquel pequeño soldado de madera que le diste a Max. No creo que Magnus me hubiera echado una mano en una situación normal, pero digamos simplemente que estaba en un «inusual» buen humor, y que le dije que Alec quería ir en tu busca… aunque eso no era «estrictamente» cierto, pero para cuando él lo descubra ya será demasiado tarde, puesto que una vez que supe dónde estabas, porque él ya había instalado aquel Portal, me escabullí…
Isabelle lanzó un grito. Jace intentó agarrarla, pero estaba fuera de su alcance; fue alzada y arrojada a un lado. El látigo se le escapó de la mano. Se puso de rodillas a toda prisa, pero Sebastian estaba ya delante de ella. Los ojos le llameaban furiosos y había una tela ensangrentada alrededor del muñón. Isabelle se lanzó a por el látigo, pero Sebastian se movió más de prisa. Giró en redondo y le asestó una patada, con fuerza. La bota que cubría su pie la alcanzó en la caja torácica. A Jace casi le pareció oír cómo las costillas de Isabelle se quebraban mientras ésta volaba hacia atrás y aterrizaba desmañadamente de costado. La oyó lanzar un grito —a Isabelle, que jamás gritaba de dolor— cuando Sebastian volvió a patearla y luego levantó su látigo del suelo, blandiéndolo en la mano.
Jace rodó sobre el costado. El iratze casi terminado había ayudado, pero el dolor del pecho todavía era fuerte y sabía, de algún extraño modo, que el hecho de escupir sangre probablemente significaba que tenía un pulmón perforado. No estaba seguro de cuánto tiempo le daba eso. Minutos, probablemente. Escarbó en el suelo para recoger la daga de donde Sebastian la había dejado caer, junto a los espantosos restos de su mano, y se puso en pie tambaleante. Olía a sangre por todas partes. Pensó en la visión de Magnus, el mundo convertido en sangre, y su resbaladiza mano se cerró con fuerza en el mango de la daga.
Dio un paso al frente. Luego otro. Cada paso era como si arrastrara los pies por cemento. Isabelle insultaba a gritos a Sebastian, que reía mientras la asestaba latigazos sobre el cuerpo. Los chillidos de la muchacha arrastraban a Jace como un pez en un anzuelo, pero se tornaron más débiles a medida que él avanzaba. El mundo gritaba a su alrededor como una atracción de feria.
«Un paso más», se dijo. Uno más. Sebastian le daba la espalda; estaba concentrado en Isabelle. Probablemente pensaba que Jace ya estaba muerto. Y casi lo estaba. «Un paso», se dijo, pero no podía hacerlo, no podía moverse, no podía obligarse a arrastrar los pies un paso más. Las tinieblas penetraban a raudales por los bordes de su visión…, una negrura más profunda que la oscuridad del sueño. Una negrura que borraría todo lo que había visto jamás y le proporcionaría un descanso que sería absoluto. Pacífico. Pensó, de improviso, en Clary; Clary tal y como la había visto la última vez, dormida, con el cabello extendido sobre la almohada y la mejilla sobre la mano. Había pensando entonces que no había visto nunca nada tan apacible en su vida, pero desde luego ella sólo había estado dormida, igual que cualquier otra persona dormiría. No había sido su paz lo que le había sorprendido, sino la suya propia. La paz que sentía al estar con ella no se parecía a nada que hubiese conocido antes.
El dolor le estremeció la columna vertebral, y advirtió con sorpresa que de algún modo, sin una volición propia, las piernas habían dado el último paso crucial. Sebastian tenía el brazo atrás, el látigo brillaba en su mano; Isabelle yacía sobre la hierba, hecha un guiñapo, y ya no gritaba… ya no se movía en absoluto.
—Pequeña zorra Lightwood —decía en aquellos momentos Sebastian—. Debería haberte aplastado la cara con aquel martillo cuando tuve la oportunidad…
Y Jace alzó la mano, con la daga en ella, y hundió la hoja en la espalda de Sebastian.
Sebastian se tambaleó y el látigo escapó de su mano. Se volvió despacio y miró a Jace, y éste pensó, con distante horror, que quizás Sebastian realmente no era humano, que no se lo podía matar después de todo. El rostro de Sebastian carecía de expresión, la hostilidad había desaparecido de él, y el oscuro fuego también se había marchado de sus ojos. Ya no se parecía a Valentine, en definitiva. Parecía… asustado.
Abrió la boca, como si tuviese intención de decirle algo a Jace, pero las rodillas se le doblaban ya. Se estrelló contra el suelo; la fuerza de la caída hizo que resbalara por la pendiente y cayera dentro del río. Acabó tumbado sobre la espalda, con sus ojos sin vida clavados en el cielo; el agua fluyó a su alrededor, arrastrando oscuros hilillos de sangre corriente abajo.
«Me enseñó que hay un lugar en la espalda de un hombre donde si hundes un cuchillo, puedes perforarle el corazón y seccionarle la espina dorsal, todo a la vez», había dicho Sebastian. «Imagino que tuvimos el mismo regalo de cumpleaños ese año —pensó Jace—, ¿verdad?».
—¡Jace! —Era Isabelle, con el rostro ensangrentado, que luchaba por sentarse en el suelo—. ¡Jace!
Intentó volverse hacia ella, intentó decir algo, pero las palabras habían desaparecido. Resbaló hasta quedar de rodillas. Un gran peso le presionaba los hombros, y la tierra lo llamaba: abajo, abajo, abajo. Apenas era consciente de que Isabelle chillaba su nombre mientras la oscuridad lo engullía.
Simon era un veterano de incontables batallas. Es decir, si uno contaba las batallas en que había tomado parte mientras jugaba a Dragones y mazmorras, claro. Su amigo Eric era un entusiasta de la historia militar y era quien por lo general organizaba lo relacionado con las guerras en las partidas, que involucraban a docenas de diminutas figuras moviéndose en rectas filas por un paisaje plano dibujado sobre papel de estraza.
Así era como él había imaginado siempre las batallas… O del modo en que aparecen en las películas, con dos grupos de personas avanzando unos hacia los otros a través de una llana expansión de tierra. Filas rectas y una progresión ordenada.
Aquello no se le parecía en nada.
Era el caos, un tumulto de gritos y movimiento, y el paisaje no era llano sino una masa de barro y sangre revuelta hasta quedar convertida en una pasta inestable. Simon había imaginado que los Hijos de la Noche llegarían al campo de batalla y los recibiría alguien que estuviese al mando; imaginaba que vería la batalla desde lejos primero y podría observar mientras los dos bandos se enfrentaban. Pero no hubo recibimiento, y no había bandos. La batalla surgió de la oscuridad como si él hubiese salido por casualidad a una callejuela desierta y hubiese ido a parar en medio de un disturbio en pleno Times Square; de repente había muchedumbre moviéndose en tropel a su alrededor, manos que lo agarraban, empujándolo fuera del paso, y los vampiros se desperdigaron, lanzándose al combate sin siquiera volver la vista hacia él.
Y había demonios…, demonios por todas partes, y jamás había imaginado los sonidos que podían emitir, los alaridos, ululaciones y gruñidos, y lo que era peor, los sonidos de carne desgarrada y triturada y de ávida satisfacción. Simon deseó poder desconectar su capacidad auditiva de vampiro, pero no podía, y los sonidos eran como cuchillos perforándole los tímpanos.
Dio un traspié con un cuerpo que yacía medio sepultado en el lodo, se volvió para ver si podía ser de ayuda, y vio que al cazador de sombras que estaba a sus pies le faltaba la parte que iba de los hombros hacia arriba. El hueso blanco brillaba sobre la tierra oscura, y a pesar de la naturaleza vampírica del muchacho, sintió náuseas. «Debo de ser el único vampiro del mundo al que le enferma la visión de la sangre», pensó, y entonces algo lo golpeó con violencia por detrás y se vio lanzado al frente, resbalando por una pendiente de lodo al interior de un hoyo.
El de Simon no era el único cuerpo que había allí abajo. Rodó sobre la espalda justo al mismo tiempo que un demonio se alzaba ante él. Se parecía a la imagen de la Muerte en un grabado medieval: un esqueleto animado, con una hacha ensangrentada aferrada en una mano huesuda. Se arrojó a un lado mientras la hoja caída ruidosamente, a centímetros de su rostro. El esqueleto emitió un desilusionado siseo y volvió a alzar el hacha…
Y recibió un golpe en el costado de un garrote de madera cubierto de nudos. El esqueleto estalló en pedazos como una piñata repleta de huesos, que tintinearon haciéndose añicos antes de desaparecer en la oscuridad con un sonido parecido al de castañuelas.
Un cazador de sombras observaba a Simon desde arriba. No era nadie a quien hubiese visto jamás. Un hombre alto, barbudo y salpicado de sangre, que se pasó una mano mugrienta por la frente mientras bajaba la vista hacia Simon, dejando una oscura raya tras ella.
—¿Estás bien?
Anonadado, Simon asintió y empezó a ponerse en pie a toda prisa.
—Gracias.
El desconocido se inclinó hacia abajo y le ofreció una mano para ayudarlo a subir. Simon aceptó… y salió disparado hacia arriba fuera del hoyo. Aterrizó de pie en el borde, con los pies patinando sobre el lodo húmedo. El desconocido le dedicó una sonrisa avergonzada.
—Lo siento. Fuerza de subterráneo; mi compañero es un hombre lobo. No estoy acostumbrado a ella. —Miró con atención el rostro de Simon—. Eres un vampiro, ¿verdad?
—¿Cómo lo has sabido?
El otro sonrió. Era una especie de sonrisa cansada, pero no había nada poco amistoso en ella.
—Tus colmillos. Salen cuando peleáis. Lo sé porque…
Se interrumpió. Simon podía haber añadido lo que faltaba por él: «Lo sé porque he matado a una buena cantidad de vampiros».
—No importa. Gracias. Por pelear con nosotros.
—No…
Simon estaba a punto de decir que no había peleado exactamente aún. Que aún no había contribuido con nada, en realidad. Volvió la cabeza para decirlo, y consiguió hacer salir exactamente una palabra de la boca antes de que algo increíblemente enorme, con zarpas y con alas raídas, descendiera en picado del cielo y clavara las garras en la espalda del cazador de sombras.
El hombre ni siquiera lanzó un grito. Su cabeza se inclinó hacia atrás, como si mirara arriba sorprendido, preguntándose qué lo había agarrado… y luego desapareció y salió despedido al interior del vacío cielo negro en un remolino de dientes y alas. El garrote cayó ruidosamente al suelo a los pies de Simon.
Simon no se movió. Todo, desde el momento en que había caído al hoyo, había ocupado menos de un minuto. Se volvió como atontado y contempló fijamente a su alrededor las espaldas que se movían a toda velocidad en la oscuridad, las garras de los demonios que acuchillaban el aire, los puntos de luz que corrían aquí y allá a través de la oscuridad como libélulas moviéndose raudas entre el follaje… y entonces comprendió que eran estos. Eran las refulgentes luces de cuchillos serafín.
No veía ni a los Lightwood, ni a los Penhallow, ni a Luke, ni a nadie a quien pudiese reconocer. Él no era un cazador de sombras. Y sin embargo el hombre le había dado las gracias, le había dado las gracias por pelear. Lo que había dicho Clary era cierto…, también era su batalla y lo necesitaban allí. No al Simon humano, que era amable y pazguato y odiaba la visión de la sangre, sino al Simon vampiro, una criatura a la que apenas conocía siquiera.
«Los auténticos vampiros saben que están muertos», había dicho Raphael. Pero Simon no se sentía muerto. Jamás se había sentido más vivo. Se volvió mientras otro demonio se alzaba frente a él; era una criatura parecida a un lagarto, con escamas y dientes de roedor. Se abalanzó sobre Simon con las negras zarpas extendidas.
Simon saltó. Golpeó el inmenso costado de la criatura y se aferró allí mientras las uñas se hundían y las escamas cedían bajo su mano. La Marca que llevaba en la frente latió con fuerza mientras hundía los colmillos en el cuello del demonio.
Sabía fatal.
Cuando el cristal dejó de caer, quedó un agujero en el techo de varios metros de anchura, como si hubiese caído un meteorito por él. Penetró aire frío por la abertura. Tiritando, Clary se puso en pie y se sacudió el polvo de cristal de las ropas.
La luz mágica que había iluminado el Salón había quedado apagada: en aquellos momentos el interior resultaba lóbrego, lleno de sombras y polvo. La tenue iluminación del Portal que se desvanecía en la plaza era apenas visible, brillando a través de las puertas abiertas de la entrada.
Probablemente ya no era seguro para ella permanecer allí dentro, se dijo. Lo mejor sería ir a casa de los Penhallow y unirse a Aline. Había cruzado casi la mitad del Salón cuando sonaron pisadas en el suelo de mármol. Su corazón latía violentamente; volvió la cabeza y vio a Malachi, una sombra larga y delgada en la penumbra, que avanzaba a grandes zancadas hacia el estrado. Pero ¿qué hacía él todavía allí? ¿No debería de estar con el resto de los cazadores de sombras en el campo de batalla?
A medida que el hombre se acercaba más al estrado, ella advirtió algo que hizo que se llevara una mano a la boca, sofocando un grito de sorpresa. Había una oscura figura encorvada posada en el hombro de Malachi. Un pájaro. Un cuervo, para ser exactos.
Hugo.
Clary corrió a acurrucarse tras un pilar mientras Malachi subía los peldaños del estrado. Había algo inconfundiblemente furtivo en el modo en que éste echaba miradas fugaces a un lado y a otro. Aparentemente satisfecho de que no le observaran, extrajo algo pequeño y reluciente del bolsillo y se lo colocó en el dedo. ¿Un anillo? Alargó la otra mano para darle vueltas, y Clary recordó a Hodge en la biblioteca del Instituto, tomando el anillo de la mano de Jace…
El aire frente a Malachi rieló tenuemente, como con calor. Una voz habló desde él, una voz familiar, fría y culta, teñida ahora con apenas un levísimo tono de fastidio.
—¿Qué sucede, Malachi? No estoy de humor para charlas justo ahora.
—Mi señor Valentine —dijo Malachi; su acostumbrada hostilidad había sido reemplazada por un obsequioso servilismo—. Hugo me ha visitado hace un instante, trayendo noticias. He supuesto que ya habíais llegado hasta el Espejo, y que por lo tanto me ha buscado a mí en lugar de acudir a vos. He pensado que podríais querer conocerlas.
—Muy bien. —El tono de Valentine era seco—. ¿Qué noticias?
—Es vuestro hijo, señor. Vuestro otro hijo. Hugo le ha seguido la pista hasta el valle de la cueva. Incluso podría haberos seguido a través de los túneles que llevan al lago.
Clary se aferró al pilar con los dedos blancos por la tensión. Hablaban de Jace.
Valentine lanzó un gruñido.
—¿Se ha encontrado con Jonathan?
—Hugo dice que los ha dejado a ambos peleando.
Clary sintió que el estómago le daba un vuelco. ¿Jace peleando con Sebastian? Pensó en el modo en que Sebastian había alzado a Jace en el Gard y lo había lanzado por los aires, como si no pesara nada. Una oleada de pánico la inundó, tan intensa que por un momento los oídos le zumbaron. Para cuando volvió a tener enfocada la habitación, ya se había perdido lo que fuese que Valentine le había dicho a Malachi en respuesta.
—Los que me preocupan son aquellos que son lo bastante mayores como para recibir las Marcas pero no lo suficiente como para pelear —decía Malachi en aquellos instantes—. Ellos no han votado en la decisión del Consejo. Parece injusto castigarles del mismo modo en que deben ser castigados aquellos que están peleando.
—Ya lo he considerado. —La voz de Valentine era un retumbo grave—. Debido a que a los adolescentes se les ponen Marcas más tenues, éstos tardan más en convertirse en repudiados. Varios días, al menos. Creo que podría ser perfectamente reversible.
—Mientras que aquellos de nosotros que hemos bebido de las Copa Mortal no nos veremos afectados en ningún modo, ¿verdad?
—Estoy ocupado, Malachi —dijo Valentine—. Te he dicho que estarás a salvo. Me va la vida en esto. Ten un poco de fe.
Malachi inclinó la cabeza.
—Tengo gran fe, mi señor. La he mantenido durante muchos años, en silencio, sirviéndoos siempre.
—Y serás recompensado —repuso Valentine.
Malachi alzó los ojos.
—Mi señor…
Pero el aire había dejado de rielar. Valentine se había ido. Malachi frunció el ceño, luego descendió, decidido, los peldaños del estrado y se marchó en dirección a las puertas principales. Clary se encogió tras el pilar, confiando desesperadamente en que no la viese. El corazón le latía con violencia. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Qué significaban sus palabras sobre repudiados? La respuesta brilló trémula en un rincón de su mente, pero parecía demasiado horrible para considerarla. Ni siquiera Valentine haría…
Algo voló hacia su rostro, algo oscuro que giraba veloz. Apenas tuvo tiempo de alzar los brazos para cubrirse los ojos cuando algo le acuchilló el dorso de la mano. Oyó un feroz graznido, y el batir de alas sobre las muñecas alzadas.
—¡Hugo! ¡Es suficiente! —Era la aguda voz de Malachi—. ¡Hugo!
Hubo otro graznido y un golpe sordo, y luego silencio. Clary bajó los brazos y vio al cuervo que yacía inmóvil a los pies del Cónsul… aturdido o muerto, no lo sabía. Con un graznido furioso, Malachi pateó salvajemente al cuerpo para apartarlo de su camino y avanzó majestuoso hacia Clary, con mirada iracunda. La sujetó por una muñeca ensangrentada y la incorporó violentamente.
—Chica estúpida —dijo—. ¿Cuánto tiempo has estado ahí escuchando?
—El tiempo suficiente para saber que perteneces al Círculo —escupió ella, retorciendo la muñeca que él sujetaba con firmeza—. Estás del lado de Valentine.
—Sólo existe un lado. —La voz del hombre fue un siseo—. La Clave es estúpida, está mal aconsejada, les hace el juego a semihombres y monstruos. Todo lo que quiero es hacerla pura, devolverla a su antigua gloria. Un objetivo que uno podría pensar que contaría con la aprobación de todo cazador de sombras, pero no… escuchan a idiotas y a gente que ama a demonios, como tú y Lucian Graymark. Y ahora habéis enviado a la flor de los nefilim a morir en esta batalla ridícula… Un gesto vacío que no conseguirá nada. Valentine ha iniciado ya el ritual; pronto el Ángel se alzará, y los nefilim se convertirán en repudiados. Todos salvo los pocos que están bajo la protección de Valentine…
—¡Eso es asesinato! ¡Está asesinando a cazadores de sombras!
—No es asesinato —dijo el Cónsul, y su voz sonó llena de fanática pasión—. Es depuración. Valentine creará un mundo nuevo de cazadores de sombras, un mundo al que se habrá librado de la debilidad y la corrupción.
—La debilidad y la corrupción no forman parte del mundo —le replicó Clary con brusquedad—. Están en la gente. Y siempre lo estarán. El mundo necesita gente buena para mantener el equilibrio. Y estáis planeando matarlos.
Él la miró por un momento con franca sorpresa, como si le dejara estupefacto la fuerza de su tono.
—Hermosas palabras para una chica capaz de traicionar a su propio padre. —Malachi la atrajo violentamente hacia él, tirando con brutalidad de la sangrante muñeca—. Quizás deberíamos comprobar cuánto le importaría a Valentine si te enseñara…
Pero Clary jamás descubrió qué quería enseñarle. Una forma oscura se colocó como una exhalación entre ellos… con las alas desplegadas y las zarpas extendidas.
El cuervo alcanzó a Malachi con la punta de una garra, abriéndole un sangriento surco en la cara. Con un alarido, el Cónsul soltó a Clary, y alzó los brazos, pero Hugo había vuelto a girar y lo acuchillaba brutalmente con pico y garras. Malachi se tambaleó hacia atrás, agitando los brazos en el aire, hasta que se golpeó contra el borde de un banco con fuerza. Éste se volcó con un gran estrépito; perdió el equilibrio, el hombre cayó cuán largo era tras él con un grito estrangulado… que se interrumpió rápidamente.
Clary corrió hasta donde Malachi yacía hecho un ovillo sobre el suelo de mármol, con un círculo de sangre a su alrededor. Había aterrizado sobre un montón de cristales del techo roto, y uno de los irregulares pedazos le había atravesado la garganta. Hugo seguía revoloteando en el aire, describiendo círculos alrededor del cuerpo de Malachi. Emitió un graznido triunfal mientras Clary lo miraba fijamente; al parecer el ave no le habían gustado las patadas y golpes del Cónsul. Malachi debería haber sabido que no debía atacar a una de las criaturas de Valentine, pensó Clary con amargura. El ave era tan poco indulgente como su amo.
Pero no había tiempo para pensar en Malachi ahora. Alec había dicho que había salvaguardas alrededor del lago, y que si alguien se transportaba allí con un Portal, saltarían las alarmas. Valentine probablemente se encontraba ya en el espejo; no había tiempo que perder. Clary se apartó despacio del cuervo, se dio la vuelta y salió disparada hacia las puertas de entradas del Salón y el tenue resplandor del Portal que había al otro lado.