ARTÍCULOS DE FE
Desde la noche en que llegó a casa y vio que su madre había desaparecido, Clary había imaginado volverla a ver, bien y en perfecto estado de salud. Lo imaginaba tan a menudo que había adquirido la cualidad de una fotografía que había ido perdiendo color de tanto sacarla y contemplarla. Aquéllas imágenes se alzaron ante ella ahora, a la vez que abría enormemente los ojos con incredulidad: imágenes en las que su madre, con aspecto saludable y feliz, la abrazaba, le contaba lo mucho que la había echado de menos, y le aseguraba que todo iba a ir bien a partir de entonces.
La mujer de su imaginación se parecía muy poco a la mujer que tenía ante ella en aquel momento. Había recordado a Jocelyn en su faceta dulce y artística, un poco bohemia, con su mono salpicado de pintura, los cabellos rojos recogidos en coletas o sujetos en alto con un lápiz en un moño desmadejado. La Jocelyn que tenía delante aparecía tan radiante y aguda como un cuchillo, los cabellos recogidos atrás con severidad, ni un mechón fuera de lugar; el negro intenso de la vestimenta hacía que el rostro luciera pálido y duro. Tampoco mostraba la expresión que Clary había imaginado: en lugar de placer, había algo muy parecido al horror en el modo en que miró a Clary con aquellos ojos verdes tan abiertos.
—Clary —musitó—. Tu ropa.
Clary bajó los ojos para mirarse. Llevaba puesto el equipo de cazadora de sombras de Amatis, exactamente lo que su madre se había pasado toda la vida intentando evitar. Clary tragó saliva con fuerza y se levantó, aferrando el borde de la mesa con las manos. Podía ver lo blancos que estaban los nudillos, pero sus manos parecían desconectadas del cuerpo de algún modo, como si perteneciesen a otra persona.
Jocelyn avanzó hacia ella, alargando los brazos.
—Clary…
Y Clary se encontró retrocediendo tan precipitadamente que golpeó la encimera con la parte baja de la espalda. El dolor llameó a través de ella, pero apenas lo advirtió; miraba fijamente a su madre. Lo mismo hacía Simon, con la boca levemente abierta; también Amatis parecía acongojada.
Isabelle se puso en pie, colocándose entre Clary y su madre. Deslizó la mano bajo el delantal, y Clary tuvo la impresión de que cuando la sacara empuñaría el delgado látigo de electro.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió Isabelle—. ¿Quién es usted?
Su voz recia titubeó ligeramente a medida que parecía advertir la expresión del rostro del Jocelyn; ésta la miraba fijamente, con la mano sobre el corazón.
—Maryse. —La voz de Jocelyn fue apenas un susurro.
Isabelle pareció sobresaltada.
—¿Cómo sabe el nombre de mi madre?
El rostro de Jocelyn se ruborizó de golpe.
—Desde luego. Eres la hija de Maryse. Es sólo… que te pareces tanto a ella. —Bajó la mano despacio—. Soy Jocelyn Fr… Fairchild. Soy la madre de Clary.
Isabelle sacó la mano de debajo del delantal y miró a Clary, confusa.
—Pero usted estaba en el hospital… en Nueva York…
—Sí —dijo Jocelyn con voz firme—. Pero, gracias a mi hija, estoy perfectamente ahora. Y me gustaría estar un momento a solas con ella.
—No estoy segura —dijo Amatis— de que ella quiera estar un momento a solas contigo. —Alargó el brazo para posar la mano sobre el hombro de Jocelyn—. Se ha llevado una buena impresión…
Jocelyn se desasió de Amatis y avanzó hacia Clary, alargando las manos.
—Clary…
Por fin Clary recuperó la voz. Era una voz fría, gélida, tan enojada que la sorprendió:
—¿Cómo has llegado aquí, Jocelyn?
Su madre se detuvo en seco y una expresión de incertidumbre asomó a su rostro.
—Viajé a través de un Portal hasta las afueras de la ciudad en compañía de Magnus Bane. Ayer vino a verme al hospital…, trajo el antídoto. Me contó todo lo que hiciste por mí. Lo único que deseaba desde que desperté era verte… —Su voz se apagó—. Clary, ¿sucede algo?
—¿Por qué no me contaste nunca que tenía un hermano? —dijo ella.
No era lo que había esperado decir, no era siquiera lo que había planeado que saliera de su boca. Pero ahí estaba.
Jocelyn bajó las manos.
—Pensaba que estaba muerto. Pensaba que saberlo sólo te haría daño.
—Deja que te diga algo, mamá —repuso Clary—. Saber es mejor que no saber. Siempre.
—Lo siento… —empezó Jocelyn.
—¿Qué lo sientes? —Fue como si algo dentro de Clary se hubiese desgarrado y todo se vertiera al exterior, toda su amargura, su cólera contenida—. ¿Quieres explicarme por qué jamás me contaste que era una cazadora de sombras? ¿O que mi padre seguía vivo? Ah, ¿y qué hay de la parte en la que pagaste a Magnus para que me robara los recuerdos?
—Intentaba protegerte…
—Bien, ¡pues lo hiciste fatal! —La voz de Clary se elevó—. ¿Qué esperabas que iba a pasar después de que desaparecieras? De no haber sido por Jace y los demás, estaría muerta. Jamás me mostraste cómo protegerme. Jamás me contaste los peligros que existían realmente. ¿Qué pensabas? ¿Qué si yo no podía ver los peligros, desaparecerían? —Los ojos le ardían—. Sabías que Valentine no estaba muerto. Le dijiste a Luke que creías que seguía vivo.
—Por eso tenía que ocultarte —dijo Jocelyn—. No podía arriesgarme a dejar que Valentine supiese dónde estabas. No podía permitir que te tocara…
—Porque convirtió a tu primer hijo en un monstruo —replicó Clary—, y no querías que me hiciese lo mismo a mí.
Muda del asombro, Jocelyn no podía hacer otra cosa que mirarla atónita.
—Sí —dijo por fin—. Sí, pero eso no es todo, Clary…
—Me robaste los recuerdos —dijo Clary—. Me los quitaste. Me arrebataste quién era yo.
—¡Tú no eres eso! —exclamó Jocelyn—. Jamás quise que lo fueras…
—¡No importa lo que tú querías! —chilló Clary—. ¡Importa quién soy! ¡Me lo quitaste todo y no tenías derecho!
Jocelyn estaba lívida. A los ojos de Clary afloraron lágrimas —no podía soportar ver a su madre así, verla tan dolida, y sin embargo era ella quién la hería— y sabía que si volvía a abrir la boca, pronunciaría más palabras terribles, más frases odiosas y furibundas. Se tapó la boca con una mano y salió disparada hacia el pasillo, apartando a su madre, rechazando la mano extendida de Simon. Sólo quería huir. Empujó ciegamente la puerta principal y casi cayó a la calle. Detrás de ella, alguien gritó su nombre, pero no se volvió. Corría ya.
A Jace le sorprendió un tanto descubrir que Sebastian había dejado el caballo de los Verlac en los establos en lugar de partir al galope en él la noche que huyó. A lo mejor había temido que Caminante pudiese ser localizado de algún modo.
Le proporcionó una cierta satisfacción ensillar al semental y cabalgar en él fuera de la ciudad. Sin duda alguna, si Sebastian hubiese querido realmente a Caminante, no lo habría dejado atrás… Además, para empezar, el caballo no había pertenecido realmente a Sebastian. Pero el hecho era que a Jace le gustaban los caballos. Tenía diez años la última vez que había montando uno, pero los recuerdos, le complació advertir, regresaron rápidamente.
Clary y él habían necesitado seis horas para regresar andando desde la casa Wayland a Alacante. Cabalgando a todo galope, sólo necesitó unas dos horas. Para cuando frenó sobre la cresta de la que se divisaba la casa y los jardines, tanto él como el caballo estaban cubiertos de una leve pátina de sudor.
Las salvaguardas que impedían hallar el camino hasta allí y que habían ocultado la casa antes habían quedado destruidas junto con los cimientos de la construcción. Lo que quedaba del elegante edificio era un montón de piedra humeante. Los jardines, chamuscados en los bordes ahora, todavía le devolvieron recuerdos de la época en que había vivido allí de niño. Recordó los rosales, despojados de sus flores y entretejidos de verdes hierbajos; los bancos de piedra colocados junto a estanques vacíos; y la hondonada donde había yacido con Clary la noche en que la casa se había derrumbado. Podía ver el destello azul del lago entre los árboles.
Una oleada de amargura le embargó. Introdujo violentamente la mano en el bolsillo y extrajo primero una estela —la había «tomado prestada» de la habitación de Alec antes de partir, para reemplazar la que Clary había perdido; Alec siempre podía conseguir otra— y luego el hilo que había recogido de la manga del abrigo de Clary. Descansaba en su palma, manchando de un rojo amarronado en un extremo. Cerró el puño a su alrededor, con fuerza suficiente para hacer que los huesos sobresaliese bajo la piel, y con la estela trazó una runa sobre el dorso de la mano. El leve escozor fue más familiar que doloroso. Contempló cómo la runa se hundía en la piel como una piedra hundiéndose a través del agua, y cerró los ojos.
En lugar de la parte posterior de los párpados vio un valle. Se encontró de pie en una cresta contemplándolo a sus pies, y como si estuviese mirando un mapa que indicaba su ubicación, supo exactamente donde estaba. Recordó el modo en que la Inquisidora había sabido dónde estaba exactamente el barco de Valentine en mitad del East River y comprendió: «Así es como lo hizo». Cada detalle era nítido —cada brizna de hierba, el puñado de hojas cada vez más secas a sus pies—, pero no había ningún sonido. La escena estaba fantasmagóricamente silenciosa.
El valle tenía forma de herradura con un extremo más estrecho que el otro. Una cinta de brillante agua plateada —un riachuelo o un arroyo— discurría por el centro y desaparecía entre rocas en el extremo estrecho. Junto al arroyo se alzaba una casa de piedra gris, con humo blanco surgiendo de la chimenea cuadrada. Era una curiosa escena bucólica, tranquila bajo la mirada azul del cielo. Mientras observaba, una figura esbelta hizo su aparición: Sebastian. Ahora que no se molestaba en fingir, su arrogancia era patente en el modo de andar, en la proyección de los hombros, en la leve sonrisita burlona del rostro. Sebastian se arrodilló junto al arroyo y hundió las manos en él, echándose agua sobre el rostro y los cabellos.
Jace abrió los ojos. Detrás de él, Caminante pacía muy satisfecho. Jace volvió a introducir estela e hilo en el bolsillo, y tras una última mirada a las ruinas de la casa en la que había crecido, recogió las riendas y hundió los tacones en los ijares del caballo.
Clary yacía en la hierba cerca del borde de la Colina del Gard y contemplaba fijamente, con aire taciturno, Alacante. La vista desde allí era de lo más espectacular, tuvo que admitirlo. Podía contemplar los tejados de la ciudad, con sus elegantes esculturas y veletas con runas dibujadas, ver más allá de las agujas del Salón de los Acuerdos y dirigir la mirada hacia algo que relucía muy a lo lejos como el borde de una moneda de plata… ¿el lago Lyn? Las ruinas negras del Gard se alzaban voluminosas tras la ciudad, y las torres de los demonios brillaban como el cristal. A Clary casi le pareció que podía ver las salvaguardas, rielando igual que una red invisible tejida alrededor de los bordes de la ciudad.
Se miró las manos. Había arrancado varios puñados de hierba en los últimos espasmos de su cólera, y los dedos estaban pegajosos de tierra y sangre donde se había partido una uña. Una vez que hubo pasado la furia, una sensación de total vacío la había reemplazado. No se había dado cuenta de lo enfadada que había estado con su madre, no hasta que ésta había cruzado la puerta y Clary había dejado a un lado su pánico por la vida de Jocelyn y había reparado en lo que había por debajo. Ahora que se encontraba mucho más tranquila, se preguntó si una parte de ella había querido castigar a su madre por lo que le había sucedido a Jace. Si a él no le hubiese mentido —si a los dos no les hubiesen mentido— entonces tal vez el impacto de descubrir lo que Valentine le había hecho cuando no era más que un bebé no le habría empujado a un gesto tan próximo al suicidio.
—¿Te importa si te hago compañía?
Dio un brinco de sorpresa y rodó sobre el costado para mirar arriba. Simon estaba de pie observándola, con las manos en los bolsillos. Alguien —Isabelle, probablemente— le había dado una cazadora oscura del resistente material negro que los cazadores de sombras usaban para su equipo. Un vampiro equipado, se dijo Clary, pensando si sería la primera vez que sucedía.
—Te has acercado sin que me diera cuenta —dijo—. Imagino que no soy gran cosa como cazadora de sombras, ¿eh?
Simon se encogió de hombros.
—Bueno, en tu defensa diré que lo cierto es que me muevo con una silenciosa elegancia de pantera.
Muy a su pesar, Clary sonrió. Se sentó en el suelo, sacudiéndose la tierra de las manos.
—Adelante, únete a mí. Ésta fiesta deprimente está abierta a todo el mundo.
Sentándose junto a ella, Simon contempló la ciudad y silbó.
—Bonitas vistas.
—Sí —Clary le miró de soslayo—. ¿Cómo me has encontrado?
—Bueno, necesité unas cuantas horas. —Sonrió, un poco picarón—. Luego recordé que cuando discutíamos, en primero, tú subías a enfurruñarte a mi tejado y mi madre tenía que hacerte bajar.
—¿Y?
—Te conozco —dijo—. Cuando te disgustas, huyes a zonas elevadas.
Le tendió algo: su abrigo verde, pulcramente doblado. Ella lo tomó y se lo puso; la pobre prenda mostraba ya claras señales de uso. Incluso había un pequeño agujero en el codo lo bastante grande como para meter un dedo por él.
—Gracias, Simon.
Entrelazó las manos alrededor de las rodillas y contempló con fijeza la ciudad. El sol estaba bajo, y las torres habían empezado a resplandecer con un tenue rosa rojizo.
—¿Te ha enviado mi madre aquí arriba a buscarme?
Simon meneó la cabeza.
—Luke, en realidad. Y simplemente me ha pedido que te dijera que tal vez querías regresar antes del crepúsculo. Algo bastante importante va a ocurrir.
—¿El qué?
—Luke dio de plazo a la Clave hasta el crepúsculo para decidir si estaban de acuerdo en ceder escaños a los subterráneos en el Consejo. Todos los subterráneos van a venir a la Puerta Norte cuando se ponga el sol. Si la Clave acepta, entrarán en Alacante. Si no…
—Se los echará —finalizó Clary—. Y la Clave se rendirá a Valentine.
—Sí.
—Todos estarán de acuerdo —repuso ella—. Tienen que hacerlo. —Se abrazó las rodillas—. Jamás elegirían a Valentine. Nadie lo haría.
—Me alegro de ver que tu idealismo no ha sufrido daños —dijo Simon, y aunque su voz sonó frívola, Clary oyó otra voz a través de ella: la de Jace diciéndole que él no era un idealista; se estremeció a pesar del abrigo.
—Simon —dijo—, tengo una pregunta estúpida.
—¿Cuál?
—¿Has dormido con Isabelle?
Simon emitió un sonido estrangulado. Clary se volvió lentamente para mirarle.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Eso creo —dijo él, recuperando el aplomo con aparente esfuerzo—. ¿Hablas en serio?
—Bueno, has estado fuera toda la noche.
Simon permaneció en silencio un largo rato. Por fin dijo:
—No estoy seguro de que sea asunto tuyo, pero no.
—Bueno —repuso ella, tras una juiciosa pausa—. Imagino que no te habrías aprovechado de ella cuando está tan desconsolada y todo eso.
Simon lanzó un bufido.
—Si alguna vez conoces a un hombre que haya podido aprovecharse de Isabelle, dímelo. Me gustaría estrecharle la mano. O salir huyendo de él a toda velocidad, no estoy seguro.
—De modo que no estás saliendo con Isabelle.
—Clary —dijo Simon—, ¿por qué me preguntas sobre Isabelle? ¿No prefieres hablar de tu madre? ¿O de Jace? Izzy me ha contado que se ha marchado. Sé cómo te debes de sentir.
—No —dijo Clary—. No, no creo que lo sepas.
—No eres la única persona que se ha sentido abandonada alguna vez. —Había un tinte de impaciencia en la voz de Simon—. Imagino que simplemente pensaba… Quiero decir, jamás te había visto tan enojada. Y contra tu madre. Pensaba que la echabas de menos.
—¡Desde luego que la echaba de menos! —respondió ella, comprendiendo mientras lo decía lo que debía de haber parecido la escena de la cocina, y en especial a su madre; apartó la idea de su mente—. Es sólo que había estado tan concentrada en rescatarla… salvándola de Valentine, buscando un modo de curarla… que jamás me detuve siquiera a pensar en lo enfadada que estaba porque me había mentido todos estos años, porque me haya ocultado la verdad. Nunca me ha dejado saber quién era yo en realidad.
—Pero eso no es lo que dijiste cuando entró en la habitación —explicó Simon en voz queda—. Dijiste: «¿Por qué no me contaste nunca que tenía un hermano?».
—Lo sé. —Clary arrancó una brizna de hierba en la tierra, retorciéndola entre sus dedos—. Supongo que no puedo evitar pensar que si hubiese sabido la verdad, no habría conocido a Jace del modo en que lo hice. No me habría enamorado de él.
Simon permaneció en silencio un momento.
—No creo haberte oído decir eso antes.
—¿Qué le amo? —Clary rio, pero sonó deprimente incluso a sus oídos—. Parece inútil fingir que no a estas alturas. A lo mejor no importa. Probablemente no volveré a verle jamás, de todos modos.
—Regresará.
—Quizá.
—Regresará —repitió Simon—. Por ti.
—No lo sé.
Clary negó con la cabeza. La temperatura descendía a medida que el sol se hundía para tocar la línea del horizonte. Entornó los ojos, inclinándose al frente y mirándolo con fijeza.
—Simon. Mira.
Él siguió su mirada. Más allá de las salvaguardas, en la Puerta Norte de la ciudad, cientos de figuras oscuras se congregaban, algunas apelotonadas, otras manteniéndose aparte: los subterráneos a los que Luke había convocado en auxilio de la ciudad aguardaban pacientemente la noticia de que la Clave los dejaba entrar. Un escalofrío chisporroteó por la columna vertebral de Clary. No se hallaba tan sólo en la cresta de aquella colina, contemplando en una inclinada pendiente la ciudad a sus pies, sino en el filo de una crisis, un acontecimiento que cambiaría el funcionamiento de todo el mundo de los cazadores de sombras.
—Están aquí —dijo Simon, medio para sí—. Me pregunto si eso significa que la Clave se ha decidido.
—Eso espero. —La brizna de hierba con la que Clary había estado jugueteando era una destrozada masa verde; la arrojó a un lado y arrancó otra—. No sé qué haré si deciden rendirse a Valentine. A lo mejor puedo crear un Portal que nos lleve a todos lejos a algún lugar donde él no nos encuentre nunca. Una isla desierta o algo así.
—Vale, ahora soy yo quien tiene una pregunta estúpida —dijo Simon—. Puedes crear runas nuevas, ¿verdad? ¿Por qué no puedes crear una que destruya a todos los demonios del mundo? ¿O que mate a Valentine?
—No funciona así —respondió ella—. Sólo puedo crear runas que soy capaz de visualizar. La imagen tiene que aparecer en mi cabeza, como un cuadro. Cuando intento visualizar «mata a Valentine» o «gobierna el mundo» o algo así, no obtengo ninguna imagen. Sólo veo blanco.
—Pero ¿de dónde crees que provienen las imágenes de las runas?
—No lo sé —dijo Clary—. Todas las runas de los cazadores de sombras proceden del Libro Gris. Es por eso que sólo se pueden colocar sobre nefilim; es su finalidad. Pero existen otras runas más antiguas. Magnus me lo contó. Como la Marca de Caín. Era una marca de protección, pero no procede del Libro Gris. Así que cuando pienso en estas runas, como la runa para no tener miedo, no sé si es algo que estoy viendo, o algo que recuerdo; runas más antiguas que los cazadores de sombras. Runas tan antiguas como los ángeles mismos.
Pensó en la runa que Ithuriel le había mostrado, la que era tan sencilla como un nudo. ¿Había surgido de su mente o de la del ángel? ¿O era algo que siempre había existido, como el mar o el cielo? Ése pensamiento la hizo tiritar.
—¿Tienes frío? —preguntó Simon.
—Sí… ¿tú no?
—Yo ya no siento frío.
La rodeó con los brazos, frotándole la espalda con la mano en lentos círculos. Lanzó una risita pesarosa.
—Imagino que esto probablemente no sirve de mucho; como no poseo calor corporal ni todo eso…
—No —dijo Clary—. Quiero decir… sí, claro que sirve. Quédate así.
Le dirigió una ojeada. Tenía la vista fija en la Puerta Norte, alrededor de la cual las figuras de los subterráneos todavía se amontonaban, casi inmóviles. La luz roja de las torres de los demonios se reflejaba en sus ojos; parecía alguien en una fotografía tomada con un flash. Pudo ver las tenues venas azules extendiéndose como una telaraña justo por debajo de la superficie de la piel allí donde era más fina: en las sienes, en la base de la clavícula. Ella conocía lo suficiente sobre los vampiros para saber que significaba que había transcurrido un cierto tiempo desde la última vez que se había alimentado.
—¿Tienes hambre?
Ahora fue él quien la miró.
—¿Temes que vaya a morderte?
—Ya sabes que puedes tomar mi sangre siempre que lo desees.
Un escalofrío, que no era de frío, le recorrió, y la apretó más contra su costado.
—Jamás haría eso —dijo, y luego, en tono más ligero—: Además, ya he bebido la sangre de Jace… Ya me he cansado de vivir a costa de mis amigos.
Clary pensó en la cicatriz plateada que tenía Jace en un lado de la garganta. Lentamente, con la mente todavía ocupada por la imagen de Jace, dijo:
—¿Crees que es por eso que…?
—¿Por eso qué?
—Que el sol no te daña. Quiero decir, antes de aquello sí te dañaba, ¿verdad? ¿Antes de aquella noche en el barco?
Él asintió de mala gana.
—¿Cambió alguna otra cosa? ¿O es simplemente porque bebiste su sangre?
—¿Te refieres a que es debido a que él es un nefilim? No. Hay algo más. Tú y Jace… vosotros no sois del todo normales, ¿verdad? Me refiero a que no sois cazadores de sombras normales. Hay algo especial en vosotros dos. Como la reina seelie dijo, sois experimentos. —Sonrió ante su expresión sobresaltada—. No soy estúpido. Puedo sumar dos más dos. Tú con poderes para crear runas, y Jace, bueno… nadie podría ser tan irritante sin alguna clase de ayuda sobrenatural.
—¿Realmente te desagrada tanto?
—Jace no me desagrada —protestó Simon—. Quiero decir, le odiaba al principio, claro. Parecía tan arrogante y seguro de sí mismo, y tú actuabas como si él fuese la cosa más maravillosa del mundo…
—No es verdad.
—Déjame terminar, Clary.
Había un trasfondo entrecortado en la voz de Simon. Daba la impresión de correr hacia algo.
—Me daba cuenta de lo mucho que te gustaba, y pensaba que te estaba utilizando, que no eras más que una estúpida chica mundana a la que podía impresionar con sus trucos de cazador de sombras. Primero me dije que nunca te lo tragarías, y luego que, incluso aunque lo hicieses, él se acabaría cansando de ti y tu regresarías a mi lado. No estoy orgulloso de eso, pero cuando estás desesperado creerías cualquier cosa, supongo. Y luego, cuando resultó que era tu hermano, me pareció como un indulto de última hora… y me alegré. Incluso me alegré al ver lo mucho que parecía sufrir, hasta esa noche en la corte seelie cuando le besaste. Pude ver…
—¿Ver qué? —preguntó Clary, incapaz de soportar la pausa.
—El modo en que te miraba. Lo comprendí entonces. Nunca te estuvo utilizando. Te amaba, y eso le estaba matando.
—¿Por eso fuiste al Dumort? —susurró ella.
Era algo que siempre había querido saber pero que nunca había sido capaz de preguntar.
—¿Por vosotros? No, en realidad no. Desde aquella noche en el hotel, había deseado regresar. Soñaba con ello. Y me despertaba fuera de la cama, vistiéndome, o ya en la calle, y sabía que quería regresar al hotel. De noche, era siempre peor, y mucho peor cuanto más cerca me encontraba del hotel. No se me ocurrió siquiera que fuese algo sobrenatural; pensaba que era estrés postraumático o algo así. Ésa noche estaba tan agotado y furioso, y estábamos tan cerca del hotel, y era de noche… Apenas recuerdo siquiera lo sucedido. Sólo recuerdo que me marché del parque, y luego… nada.
—Pero si no hubieras estado enojado conmigo… si no te hubiésemos disgustado…
—No podías evitar lo que sentías —dijo Simon—. Y yo, de hecho, lo sabía. Sólo puedes reprimir la verdad durante un tiempo limitado, y luego vuelve a borbotear a la superficie. El error que cometí fue no decirte lo que me estaba pasando, no hablarte de mis sueños. Pero no lamento haber salido contigo. Me alegro de que lo intentásemos. Y te quiero por probarlo, incluso aunque no fuese a funcionar jamás.
—Yo deseaba mucho que saliera bien —repuso ella con voz queda—. Jamás quise herirte.
—Yo no lo cambiaría por nada —dijo Simon—. No renunciaría a amarte. Por nada. ¿Sabes lo que me dijo Raphael? Que no sabía cómo ser un vampiro, que los vampiros aceptan que están muertos. Mientras recuerde lo que sentí al amarte, siempre me sentiré como si estuviera vivo.
—Simon…
—Mira. —La interrumpió con un ademán, abriendo más sus ojos oscuros—. Ahí abajo.
El sol era una esquirla roja en el horizonte; mientras ella miraba, titiló y se desvaneció, desapareciendo tras el oscuro borde del mundo. Las torres de los demonios de Alacante llamearon adquiriendo una repentina vida incandescente. A su luz Clary pudo ver que la oscura multitud se arremolinaba inquieta alrededor de la Puerta Norte.
—¿Qué sucede? —susurró—. El sol se ha puesto; ¿por qué no se abren las puertas?
Simon estaba totalmente inmóvil.
—La Clave —dijo—. Deben de haber rechazado el tratado de Luke.
—¡Pero no pueden hacerlo! —La voz de Clary se alzó aguda—. Eso significaría…
—Van a rendirse a Valentine.
—¡No pueden! —volvió a gritar Clary, pero vio cómo los grupos de oscuras figuras que rodeaban las salvaguardas se daban la vuelta y se alejaban de la ciudad, marchando en tropel igual que las hormigas de un hormiguero destruido.
El rostro de Simon aparecía amarillento bajo la luz que se desvanecía.
—Supongo —dijo— que realmente nos odian hasta ese punto. Prefieren elegir a Valentine.
—No es odio —replicó Clary—. Sienten miedo. Incluso Valentine sentía miedo. —Lo dijo sin pensar, y comprendió mientras lo decía que era cierto—. Siente miedo y celos.
Simon la miró sorprendido.
—¿Celos?
Pero Clary había regresado al suelo que Ithuriel le había mostrado, y la voz de Valentine resonaba en sus oído. «Quería preguntarle por qué. Por qué nos creó a su raza de cazadores de sombras, pero sin embargo no nos dio los poderes que tienen los subterráneos; la velocidad de los lobos, la inmortalidad de los seres mágicos, la magia de los brujos, ni siquiera la resistencia física de los vampiros. Nos dejó desnudos ante las huestes de infierno salvo por estas líneas pintadas en nuestra piel. ¿Por qué deberían ser sus poderes mayores que los nuestros? ¿Por qué no podemos participar de lo que ellos tienen?».
Sus labios se entreabrieron y contempló fijamente, sin verla, la ciudad a sus pies. Era vagamente consciente de que Simon estaba pronunciando su nombre, pero las ideas se agolpaban en su cabeza. El ángel podría haberle mostrado cualquier cosa, se dijo, pero había elegido mostrarle aquellas escenas, aquellos recuerdos, por un motivo. Pensó en Valentine chillando: «¡Qué nos veamos ligados a los subterráneos, atados a esas criaturas!».
Y la runa. La runa que había soñado. La runa que era tan sencilla como un nudo.
«¿Por qué no podemos participar de lo que ellos tienen?».
—Ligazón —dijo en voz alta—. Es una runa de conexión. Une lo parecido y lo distinto.
—¿Qué? —Simon alzó los ojos para mirarla perplejo.
Ella se puso en pie precipitadamente, sacudiéndose la tierra.
—Tengo que bajar ahí. ¿Dónde están?
—¿Dónde están quiénes? Clary…
—La Clave. ¿Dónde se reúnen? ¿Dónde está Luke?
Simon se levantó.
—En el Salón de los Acuerdos. Clary…
Pero ella corría ya en dirección al sinuoso sendero que conducía a la ciudad. Maldiciendo por lo bajo, Simon la siguió.
«Dicen que todas las calzadas conducen al Salón». Las palabras de Sebastian martilleaban una y otra vez en la cabeza de Clary mientras corría a toda velocidad por las angostas calles de Alacante. Esperaba que fuese verdad, porque de lo contrario iba a perderse con toda seguridad. Las calles serpenteaban en extraños ángulos, no como las encantadoras calles en cuadrícula de Manhattan. En Manhattan uno siempre sabía dónde estaba. Todo estaba claramente numerado y dispuesto. Esto era un laberinto.
Cruzó como una exhalación un patio diminuto y siguió por uno de los estrechos senderos de los canales, sabiendo que si seguía el agua, acabaría por salir a la plaza del Ángel. Con cierta sorpresa por su parte, el sendero la condujo frente a la casa de Amatis, y a continuación ya pudo correr, jadeante, por una calle más amplia y familiar que describía una curva. Por ella, fue a dar a la plaza; el Salón de los Acuerdos se alzaba amplio y blanco ante ella y la estatua del ángel brillaba en el centro de la plaza. De pie junto a la estatua estaba Simon, con los brazos cruzados, contemplándola sombrío.
—Podrías haberme esperado —dijo.
Ella se dobló hacia delante con las manos sobre las rodillas, para recuperar el aliento.
—No… no puedes decirlo en serio… si de todos modos has llegado aquí antes que yo.
—Velocidad de vampiro —repuso él con cierta satisfacción—. Cuando volvamos a casa, debería dedicarme al atletismo.
—Eso sería… hacer trampas. —Con una última profunda bocanada, Clary se irguió y se apartó los sudados cabellos de los ojos—. Ven. Entremos.
El Salón estaba lleno de cazadores de sombras, más de los que Clary había visto nunca juntos, incluso la noche del ataque de Valentine. Sus voces formaban un rugido que recordaba un violento alud; la mayoría de ellos se habían reunido en grupos que discutían a gritos… El estrado estaba desierto, y el mapa de Idris colgaba solitario detrás de él.
Clary miró a su alrededor buscando a Luke. Tardó un momento en localizarlo, apoyado contra un pilar con los ojos entrecerrados. Tenía un aspecto espantoso… hecho polvo, con los hombros hundidos. Amatis estaba de pie detrás de él, dándole palmadas en el hombro con aire de preocupación. Clary paseó la mirada por la estancia, pero no vio a Jocelyn por ninguna parte.
Vaciló tan sólo un momento. Luego pensó en Jace yendo tras Valentine, solo, sabiendo perfectamente que podía morir. Él sabía que formaba parte de todo aquello, igual que ella; desde siempre. La adrenalina todavía corría por ella, agudizando su percepción, consiguiendo que todo pareciera claro. Demasiado claro. Oprimió la mano de Simon.
—Deséame suerte —dijo, y entonces los pies empezaron a conducirla hacia los peldaños del estrado, casi sin pretenderlo, y a continuación se encontró sobre éste y encarando a todos.
No estaba segura de lo que esperaba. ¿Exclamaciones de sorpresa? ¿Una multitud de rostros callados y expectantes? Ellos apenas se percataron de su presencia; únicamente Luke alzó los ojos, como si la percibiera allí, y se quedó paralizado con una expresión estupefacta en el rostro. Además, alguien se dirigía hacia ella por entre el gentío: un hombre alto con huesos tan prominentes como la proa de un velero. El Cónsul Malachi. Le hacía gestos para que bajara del estrado, sacudiendo la cabeza a la vez que gritaba algo que ella no oía. Otros cazadores de sombras empezaron a volverse hacia ella mientras tanto.
Clary tenía ya lo que quería: que todos le prestaran atención. Oyó los susurros que corrían entre la gente: «Es ella. La hija de Valentine».
—Tenéis razón —dijo, proyectando la voz tan lejos y con tanta potencia como pudo—. Soy la hija de Valentine. Ni siquiera sabía que era mi padre hasta hace unas pocas semanas. Sé que muchos de vosotros no vais a creerme, pero no pasa nada. Creed lo que queráis. Siempre y cuando creáis también que sé cosas sobre Valentine que vosotros desconocéis, cosas que podrían ayudarnos a ganar esta batalla contra él… si me dejáis que os cuente cuáles son.
—Ridículo —Malachi estaba parado al pie de los escalones que conducían al estrado—. Esto es ridículo. Tan sólo eres una niñita…
—Es la hija de Jocelyn Fairchild.
Era Patrick Penhallow. Se había abierto paso entre la multitud y alzó una mano.
—Deja que la chica diga lo que tenga que decir, Malachi.
La gente no dejaba de cuchichear.
—Tú —le dijo Clary al Cónsul—. Tú y el Inquisidor encerrasteis a mi amigo Simon.
—¿Tu amigo el vampiro? —inquirió Malachi con una mueca despectiva.
—Me contó que le preguntasteis qué le pasó al barco de Valentine aquella noche en el East River. Creéis que Valentine debió de hacer algo, alguna especie de magia negra. Bien, no lo hizo. Si queréis saber qué destruyó ese barco, la respuesta soy yo. Yo lo hice.
Las carcajadas incrédulas de Malachi encontraron eco entre la multitud. Luke la miraba, sacudiendo la cabeza, pero Clary prosiguió:
—Lo hice gracias a una runa —dijo—. Era una runa tan potente que hizo que el barco se hiciera pedazos. Puedo crear runas nuevas. No tan sólo las que hay en el Libro Gris. Runas que nadie ha visto más… Runas poderosas…
—Es suficiente —rugió Malachi—. Esto es ridículo. Nadie puede crear runas nuevas. Es totalmente imposible. —Se volvió hacia el gentío—. Ésta niña no es más que una mentirosa, como su padre.
—No está mintiendo.
La voz surgió de la parte de atrás de la multitud. Era clara, fuerte y resuelta. La gente se volvió y Clary pudo ver quién había hablado; era Alec. Estaba de pie con Isabelle a un lado y Magnus al otro. Simon estaba con ellos, y también Maryse Lightwood. Formaban un grupo pequeño y de aspecto decidido junto a las puertas de la calle.
—Yo la he visto crear una runa. Incluso la usó en mí. Funcionó.
—Mientes —dijo el Cónsul, pero la duda se había deslizado ya hasta sus ojos—. Para proteger a tu amiga…
—Dice la verdad, Malachi —intervino Maryse en tono resuelto—. ¿Por qué tendría mi hijo que mentir sobre algo tan importante, cuando la verdad se puede descubrir tan fácilmente? Proporciónale una estela a la chica y deja que cree una runa.
Un murmullo de asentimiento recorrió el Salón. Patrick Penhallow se adelantó y alzó una estela en dirección a Clary. Ésta la tomó agradecida y se volvió de nuevo hacia todos.
La boca se le secó. La adrenalina seguía allí, pero no era suficiente para sofocar por completo su miedo escénico. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Qué clase de runa podía crear para convencer a aquella muchedumbre de que decía la verdad? ¿Qué les mostraría la verdad?
Miró entonces más allá, por entre la gente, y vio a Simon con los Lightwood, mirándola a través del espacio vacío que los separaba. Era el mismo modo en que Jace le había mirado en la casa solariega. Era el hilo que vinculaba a los dos muchachos que tanto quería, se dijo, lo único que tenían en común: ambos creían en ella incluso cuando ella misma no lo hacía.
Mirando a Simon y pensando en Jace, bajó la estela y dirigió la afilada punta al interior del su propia muñeca, donde latía el pulso. No miró abajo mientras lo hacía sino que dibujó ciegamente, confiando en sí misma y en la estela para crear la runa que necesitaba. La dibujó tenuemente, sin apretar —la necesitaría sólo un momento— pero sin ninguna vacilación. Cuando terminó, alzó la cabeza y abrió los ojos.
Lo primero que vio fue a Malachi. Su rostro había palidecido, retrocedía ante ella con una expresión de horror. Dijo algo —una palabra en un idioma que ella no reconoció—. Detrás de él vio a Luke, mirándola fijamente, con la boca levemente abierta.
—¿Jocelyn? —dijo Luke.
Clary sacudió la cabeza hacia él, muy levemente, y contempló a la multitud. Era una masa borrosa de rostros, que aparecían y desaparecían mientras los miraba fijamente. Algunos sonreían, otros paseaban la mirada por los ahí reunidos con expresión sorprendida, algunos se volvían hacia la persona que tenía al lado. Unos pocos mostraban expresiones de horror o asombro, con las manos apretadas sobre sus bocas. Vio que Alec le echaba un vistazo a Magnus, y luego a ella, con incredulidad, y vio a Simon contemplándola con perplejidad. Luego Amatis se adelantó, apartando de un empujón el corpachón de Patrick Penhallow, y corrió hasta el borde del estrado.
—¡Stephen! —dijo, alzando los ojos hacia Clary con una especie de aturdido asombro—. ¡Stephen!
—¡Ah! —dijo Clary—. ¡Ah, Amatis, no!
Y entonces sintió como la magia de la runa se deslizaba fuera de ella, como si se hubiese despojado de una fina prenda invisible. El rostro ansioso de Amatis se quedó boquiabierto, y la mujer se apartó del estrado, con una expresión entre alicaída y atónita.
Clary contempló a todos. Estaban en absoluto silencio, mirándola.
—Sé lo que acabáis de ver —dijo—. Y sé que sabéis que esa clase de magia está más allá de cualquier glamour o ilusión. Y lo he hecho con una runa, una única runa, una runa que he creado. Existen razones que explican por qué tengo esta habilidad, y sé que podrían no gustaros o que incluso podríais no creerlas, pero no importa. Lo que importa es que puedo ayudaros a ganar esta batalla contra Valentine, si me dejáis.
—No habrá batalla contra Valentine —dijo Malachi, sin mirarla a los ojos al hablar—. La Clave ha decidido. Aceptaremos los términos de Valentine y depondremos las armas mañana por la mañana.
—No podéis hacerlo —replicó ella, con un dejo de desesperación en la voz—. ¿Pensáis que todo irá bien por el mero hecho de ceder? ¿Creéis que Valentine os permitirá seguir viviendo como lo habéis estado haciendo hasta ahora? ¿Creéis que limitará sus matanzas a demonios y subterráneos? —Barrió la habitación con la mirada—. La mayoría de vosotros no ha visto a Valentine en quince años. Tal vez habéis olvidado cómo es en realidad. Pero yo lo sé. Le he oído hablar sobre sus planes. Pensáis que podréis seguir viviendo vuestras vidas bajo el gobierno de Valentine, pero no podréis. Os controlará completamente, porque siempre podrá amenazaros con destruiros mediante los Instrumentos Mortales. Empezará con los subterráneos, desde luego. Pero luego irá a por la Clave. Los matará a ellos primero porque cree que son débiles y corruptos. Luego empezará con cualquiera que tenga un subterráneo en la familia. Tal vez un hermano hombre lobo… —sus ojos se movieron hasta Amatis—, o una rebelde hija adolescente que sale de vez en cuando con un caballero hada… —y entonces miró a los Lightwood—, o cualquiera que haya tenido una simple amistad con un subterráneo. Y luego irá tras cualquiera que haya contratado jamás los servicios de un brujo. ¿A cuántos de vosotros incluye eso?
—Eso es una estupidez —dijo Malachi en tono seco—. Valentine no está interesado en destruir a los nefilim.
—Pero cree que nadie que se relacione con subterráneos es digno de ser llamado nefilim —insistió Clary—. Mirad, vuestra guerra no es contra Valentine. Es contra los demonios. Mantener a los demonios fuera de este mundo es vuestro mandato, un mandato divino. Y no podéis ignorar un mandato divino así sin más. Los subterráneos también odian a los demonios. También los destruyen. Si Valentine se sale con la suya, pasará tanto tiempo intentando asesinar a cualquier subterráneo, y a todo cazador de sombras que se haya asociado alguna vez con ellos, que se olvidará de los demonios, y lo mismo haréis vosotros, porque estaréis muy ocupados sintiendo miedo de Valentine. Y ellos invadirán el mundo, y así se acabará todo.
—Veo adónde quiere ir a parar —dijo Malachi entre dientes—. No pelearemos junto a los subterráneos en una batalla que no podemos ganar…
—Pero podéis ganarla —dijo Clary—. Claro que podéis.
Tenía la garganta seca, le dolía la cabeza, y los rostros de la multitud parecían fusionarse en una masa borrosa sin rasgos característicos, puntuada aquí y allí por suaves estallidos luminosos. «Pero no puedes detenerte ahora. Tienes que seguir adelante. Tienes que intentarlo».
—Mi padre odia a los subterráneos porque les tiene celos —prosiguió; las palabras tropezaban unas con otras—. Está celoso y tiene miedo de todas las cosas que ellos pueden hacer y él no. Aborrece que en ciertos aspectos sean más poderosos que los nefilim, y apuesto a que a muchos os pasa igual. Es fácil sentir miedo de aquello que uno no comparte. —Tomó aire—. Pero ¿y si pudierais compartirlo? ¿Y si yo fuera capaz de crear una runa que os conectara a cada uno de vosotros, a cada cazador de sombras, con un subterráneos que estuviese luchando a vuestro lado, y pudierais compartir vuestros poderes: si vosotros sanarais tan de prisa como un vampiro, fuerais tan resistentes como un hombre lobo o tan veloces como un caballero hada, y ellos, por su parte, pudiesen compartir vuestro adiestramiento, vuestras habilidades para el combate? Seríais una fuerza invencible… si dejáis que os ponga la Marca y peleáis junto a los subterráneos. Porque si no peleáis a su lado, las runas no funcionarán. —Hizo una pausa—. Por favor —dijo, pero la palabra surgió casi inaudible de su garganta reseca—. Por favor, dejad que os haga la Marca.
Sus palabras cayeron sobre un silencio resonante. El mundo se movió en un cambiante remolino borroso, y reparó en que había pronunciado la última mitad del discurso con la vista clavada en el techo del Salón y que los suaves estallidos blancos que había visto habían sido las estrellas que iban apareciendo en el cielo nocturno una a una. El silencio se prolongó mientras sus manos, a los costados, se cerraban lentamente en puños. Y luego, lentamente, muy lentamente, bajó la mirada y la cruzó con los ojos de la multitud que la miraba con fijeza.