12

DE PROFUNDIS

Simon tenía las manos negras a causa de la sangre.

Había intentado arrancar los barrotes de la ventana y de la puerta de la celda, pero tocarlos durante mucho tiempo le dejaba unas abrasadoras marcas sangrantes en las palmas. Finalmente se dejó caer, jadeando, al suelo, y contempló aturdido sus manos mientras las heridas cicatrizaban rápidamente, las lesiones se cerraban y la piel ennegrecida se desprendía como cuando en una cinta de vídeo se presionaba el botón de avance rápido.

Al otro lado de la pared de la celda, Samuel rezaba.

—«Si mal viniere sobre nosotros, o cuchillo de juicio, o pestilencia, o hambre, nos presentaremos delante de esta Casa, y delante de ti (porque tu Nombre está en esta Casa), y de nuestras tribulaciones clamaremos a ti, y tú nos oirás y salvarás…».

Simon sabía que él no podía rezar. Lo había intentado antes, pero el nombre de Dios le quemaba la boca y le obstruía la garganta. Se preguntó por qué podía pensar las palabras pero no pronunciarlas. Y por qué podía permanecer bajo la luz del mediodía y no morir pero no podía decir sus últimas oraciones.

El humo había empezado a descender pasillo abajo igual que un espectro resuelto. Olía a quemado y oía el chisporroteo del fuego propagándose, pero se sentía curiosamente indiferente, lejos de todo. Era extraño convertirse en vampiro, que se te obsequiara con lo que sólo podía describirse como la vida eterna, y luego extinguirse a los dieciséis.

—¡Simon!

La voz era débil, pero su oído la captó por encima de los estallidos y los chasquidos de las crecientes llamas. El humo del pasillo había presagiado calor y el calor estaba llegando, presionándolo contra él como una barrera sofocante.

—¡Simon!

Era la voz de Clary. La reconocería en cualquier parte. Se preguntó si su mente la estaba conjurando en aquel momento, como una especie de recuerdo de lo que más había amado durante su vida para poder sobrellevar la muerte.

—¡Simon, estúpido idiota! ¡Estoy aquí, al otro lado! ¡En la ventana!

Simon se puso en pie de un salto. Dudaba que su mente fuese capaz de conjurar aquello. A través del humo cada vez más espeso vio algo blanco que se movía sobre los barrotes de la ventana. Al acercarse más, los objetos blancos se transformaron en manos que aferraban los barrotes. Saltó sobre el camastro, aullando por encima del crepitar del fuego.

—¿Clary?

—Vaya, gracias a Dios. —Clary alargó el brazo y le tocó el hombro—. Vamos a sacarte de ahí.

—¿Cómo? —preguntó Simon, razonablemente, pero se oyó el sonido de una escaramuza y las manos de Clary desaparecieron, reemplazadas al cabo de un momento por otro par de manos más grandes, indudablemente masculinas, con nudillos llenos de cicatrices y finos dedos de pianista.

—Aguanta. —La voz de Jace era tranquila, llena de seguridad, como si estuviese conversando en una fiesta en lugar de a través de los barrotes de una mazmorra que ardía rápidamente—. Tal vez sería mejor que te echases hacia atrás.

Simon obedeció asustado. Las manos de Jace se cerraron con fuerza sobre los barrotes, y sus nudillos se tornaron alarmantemente blancos. Se oyó un crujido quejumbroso, y el cuadro de barrotes se liberó violentamente de la piedra que los sujetaba y cayó con estruendo al suelo junto a la cama. Una lluvia de polvo de piedra cayó en forma de asfixiante nube blanca.

El rosto de Jace apareció en el vacío de la ventana.

—Simon, ¡VAMOS! —Jace alargó los brazos hacia abajo.

El vampiro alzó los suyos y agarró las manos de Jace. Sintió como le izaban, y a continuación pudo sujetarse ya al borde de la ventana para darse impulso a través del angosto cuadrado como una serpiente que se retorciera a través de un túnel. Al cabo de un segundo estaba extendido cuán largo era sobre la hierba húmeda, contemplando atónito un círculo de rostros preocupados que le observaban desde arriba. Jace, Clary y Alec le miraban con inquietud.

—Estás hecho una porquería, vampiro —dijo Jace—. ¿Qué les ha pasado a tus manos?

Simon se sentó en el suelo. Las heridas de las manos habían cicatrizado, pero estaban todavía negras allí donde había agarrado los barrotes de la celda. Antes de que pudiera responder, Clary lo estrujó con un repentino y feroz abrazo.

—Simon —musitó—. No puedo creerlo. Ni siquiera sabía que estabas aquí. Hasta anoche pensaba que estabas en Nueva York…

—Sí, bueno —dijo Simon—. Yo tampoco sabía que tú estabas aquí. —Dirigió una mirada furiosa a Jace por encima del hombro de la muchacha—. De hecho, creo que se me dijo concretamente que no estabas.

—Yo jamás dije eso —indicó Jace—. Simplemente no te corregí cuando tú, como sabes, dijiste lo que no era. De todos modos, acabo de salvarte de quemarte vivo, así que creo que no se te permite enojarte.

Quemado vivo. Simon se apartó de Clary y miró a su alrededor. Se encontraba en un jardín cuadrado, rodeado por dos lados por paredes de la fortaleza y por los otros dos lados por una densa arboleda. Se habían talado tan sólo los árboles necesarios para que un sendero de gravilla descendiera hasta la ciudad; el camino estaba bordeado de antorchas de luz mágica, pero únicamente unas pocas ardían con la luz tenue y errática. Alzó la mirada hacia el Gard. Visto desde aquel ángulo, apenas se percibía la magnitud el incendio; humo negro manchaba el cielo en lo alto, y la luz de unas pocas ventanas parecía anormalmente brillante, pero los muros de piedra ocultaban bien su secreto.

—Samuel —dijo—. Tenemos que sacar a Samuel.

Clary permaneció desconcertada.

—¿Quién?

—Yo no era el único ahí abajo. Samuel…, él estaba en la celda contigua.

—¿El montón de andrajos que vi por la ventana? —recordó Jace.

—Eso. Es un tipo extraño, pero es un buen tipo. No podemos dejarlo ahí abajo. —Simon se incorporó a toda prisa—. ¿Samuel? ¿Samuel?

No obtuvo respuesta. Simon corrió a la ventana baja cerrada con barrotes que había junto a aquella por la que él acababa de arrastrarse. A través de los barrotes sólo pudo ver humo arremolinado.

—¡Samuel! ¿Estás ahí dentro?

Algo se movió dentro del humo… algo encorvado y oscuro. La voz de Samuel, ronca por el humo, se elevó quebrada.

—¡Déjame en paz! ¡Vete!

—¡Samuel! Morirás ahí abajo.

Simon tiró de los barrotes. Nada sucedió.

—¡No! ¡Déjame solo! ¡Quiero quedarme!

Simon miró desesperadamente a su alrededor y se encontró con Jace detrás de él.

—Aparta —le dijo éste, y cuando Simon se inclinó a un lado, él lanzó una patada con su bota.

El golpe alcanzó los barrotes, que se soltaron violentamente de su anclaje y rodaron al interior de la celda de Samuel. Éste lanzó un grito ronco.

—¡Samuel! ¿Estás bien?

Una visión de Samuel con la crisma rota a causa de los barrotes apareció ante los ojos de Simon.

La voz de Samuel se elevó hasta ser un ladrido.

—¡MARCHAOS!

Simon miró a Jace de soslayo.

—Creo que lo dice en serio.

Jace sacudió la rubia cabeza con exasperación.

—Tenías que hacerte amigo de un compañero de celda loco, ¿verdad? ¿No podías limitarte a contar las baldosas del techo o a domesticar un ratón como hacen los prisioneros normales?

Sin aguardar una respuesta, Jace se tumbó en el suelo y se arrastró a través de la ventana.

—¡Jace! —chilló Clary, y ella y Alec se acercaron corriendo, pero Jace había franqueado ya la ventana, dejándose caer al interior de la celda situada debajo—. ¿Cómo has podido dejar que hiciera eso? —Clary lanzó a Simon una mirada furiosa.

—Bueno, no podía dejar a ese tipo ahí abajo para que muriera —dijo Alec inesperadamente, aunque parecía un poco ansioso—. Estamos hablando de Jace…

Se interrumpió cuando dos manos se abrieron paso a través del humo. Alec agarró una y Simon la otra, y juntos izaron a Samuel, como si fuera un flácido saco de patatas, y lo depositaron sobre el césped. Al cabo de un momento, Simon y Clary agarraban las manos de Jace y lo sacaban, aunque él resultaba considerablemente menos flácido y soltó una palabrota cuando le golpearon sin querer la cabeza con la repisa. Se los quitó de encima, gateando hasta la hierba por sí solo y luego dejándose caer sobre la espalda.

—Uf —dijo, con la vista fija en el cielo—. Creo que me he dislocado algo. —Se sentó sobre el suelo y echó una ojeada en dirección a Samuel—. ¿Está bien?

Samuel estaba sentado acurrucado sobre el suelo, con las manos bien abiertas sobre el rostro. Se balanceaba a un lado y a otro sin emitir ningún sonido.

—Creo que le sucede algo —dijo Alec.

Alargó la mano para tocar el hombro de Samuel y éste se apartó con un violento movimiento que casi le hizo perder el equilibrio y caer.

—Dejadme en paz —dijo con voz quebrada—. Por favor. Déjame sólo, Alec.

Alec se quedó totalmente inmóvil.

—¿Qué has dicho?

—Ha pedido que le dejemos solo —dijo Simon, pero Alec no le miraba a él, ni pareció escucharle.

Alec miraba a Jace…, quién, de improviso muy pálido, ya había empezado a ponerse en pie.

—Samuel —dijo Alec, y su voz era extrañamente áspera—, aparta las manos de la cara.

—No. —Samuel bajó la barbilla contra el pecho; sus hombros temblaban—. No, por favor. No.

—¡Alec! —protestó Simon—. ¿No te das cuenta de que no está bien?

Clary agarró la manga de su amigo.

—Simon, aquí pasa algo.

Tenía los ojos puestos en Jace —¿y cuándo no?— mientras éste avanzaba para escrutar atentamente la figura acurrucada de Samuel. Las yemas de los dedos del muchacho sangraban allí donde se las había arañado con el alféizar de la ventana, y al apartarse el pelo de los ojos le dejaron marcas de sangre en la mejilla. No pareció advertirlo. Tenía los ojos muy abiertos, y una línea furiosa y uniforme en la boca.

—Cazador de sombras —dijo, y su voz sonó letalmente nítida—, muéstranos tu cara.

Samuel vaciló, pero luego dejó caer las manos. Simon no había visto su rostro anteriormente, y no se había dado cuenta de lo demacrado que estaba Samuel, o lo anciano que parecía. Su rostro estaba medio cubierto por una mata de espesa barba gris, sus ojos flotaban en oscuros huecos, y sus mejillas estaban surcadas de arrugas. Pero a pesar de todo eso le seguía resultando —en cierto modo— peculiarmente familiar.

Los labios de Alec se movieron, pero no emitió ningún sonido. Fue Jace quien habló.

—Hodge —dijo.

—¿Hodge? —repitió Simon con perplejidad—. Pero no puede ser. Hodge era… y Samuel, no puede ser…

—Bueno, es la especialidad de Hodge, al parecer —dijo Alec con amargura—. Hacerte creer quien no es.

—Pero él dijo… —empezó a decir Simon.

La mano de Clary se cerró con más fuerza sobre la manga de su amigo, y las palabras de éste murieron en sus labios. La expresión del rostro de Hodge era suficiente. No era culpa, en realidad; ni siquiera horror por haber sido descubierto, sino una terrible pesadumbre que resultaba duro contemplar durante mucho tiempo.

—Jace —dijo Hodge con voz muy baja—. Alec…, lo siento mucho.

Jace se movió entonces del modo en que se movía cuando peleaba, igual que la luz del sol sobre el agua, y se colocó ante Hodge con un cuchillo en la mano cuya afilada punta se dirigía a la garganta de su viejo tutor. El reflejo del resplandor del fuego resbaló por la hoja.

—No quiero tus disculpas. Quiero un motivo por el que no debería matarte ahora mismo, justo aquí.

—Jace —Alec pareció alarmado—. Jace, aguarda.

Sonó un rugido repentino cuando parte del tejado del Gard se llenó de lenguas de fuego anaranjadas. El calor titiló en el aire e iluminó la noche. Clary pudo ver cada brizna de hierba del suelo, cada línea del rostro delgado y sucio de Hodge.

—No —dijo Jace, y su rostro carente de expresión mientras miraba a Hodge le recordó a Clary otro rostro que era como una máscara: el de Valentine—. Sabías lo que mi padre me hizo, ¿verdad? Conocías todos sus sucios secretos.

Alec paseaba la mirada con estupor desde Jace hasta su viejo tutor.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué sucede?

El rostro de Hodge se arrugó.

—Jonathan…

—Siempre lo has sabido, y jamás me dijiste nada. Todos estos años en el Instituto… y jamás me dijiste nada.

La boca de Hodge se entreabrió flácida.

—No… no estaba seguro —musitó—. Cuando no has visto a un niño desde que era un bebé… No estaba seguro de quién eras, y mucho menos de lo que eras.

—¿Jace?

Alec los miraba alternativamente, con consternación, pero ninguno de ellos le prestaba la menor atención a nada que no fuese el otro. Hodge parecía un hombre atrapado en un torno que se fuese tensando; sus manos daban sacudidas a los costados como atenazadas por el dolor y sus ojos se movían veloces de un lado a otro. Clary pensó en el hombre pulcramente vestido en su biblioteca repleta de libros que le había ofrecido té y bondadosos consejos. Parecía como si hubiesen transcurrido mil años de eso.

—No te creo —dijo Jace.

—Cuando los Lightwood me informaron de que iban a hacerse cargo del hijo de Michael Wayland, yo no sabía nada de Valentine desde el Levantamiento. Llegué a pensar que se había olvidado de mí. Incluso recé para que estuviese muerto, pero jamás lo supe. Y entonces, la noche antes de tu llegada, Hugo vino con un mensaje de Valentine para mí. «El chico es mi hijo». Eso era todo. —Respiró entrecortadamente—. No sabía si creerle. Pensé que lo sabría…, pensé que lo sabría, simplemente mirándote, pero no había nada, nada que me diera esa seguridad. Y pensé que se trataba de una estratagema de Valentine, pero ¿qué estratagema? ¿Qué intentaba hacer? Tú no tenías ni idea, pero lo tuve muy claro, pero en cuanto al propósito de Valentine…

—Deberías haberme contado lo que yo era —replicó Jace, de un solo golpe de voz, como si le extrajesen las palabras a puñetazos—. Podría haber hecho algo al respecto. Matarme, quizá.

Hodge alzó la cabeza, levantando los ojos hacia Jace por entre los cabellos enmarañados y sucios.

—No estaba seguro —volvió a decir, medio para sí—, y en los momentos en que me lo preguntaba… pensaba que, tal vez, la educación podría importar más que la sangre… que se te podía enseñar…

—¿Enseñar qué? ¿A no ser un monstruo? —La voz de Jace tembló, pero el cuchillo que sujetaba se mantenía firme—. No deberías haber sido tan estúpido. Él te convirtió en un cobarde rastrero, ¿verdad? Y tú no eras un indefenso niño pequeño cuando lo hizo. Podrías haberte defendido.

Los ojos de Hodge descendieron.

—Intenté hacer todo lo que pude por ti —dijo, pero incluso a los oídos de Clary sus palabras sonaron pobres.

—Hasta que Valentine regresó —repuso Jace—, y entonces hiciste todo lo que te pidió; me entregaste a él como si fuese un perro que le hubiese pertenecido en una ocasión, un perro que él te hubiese pedido que le cuidases durante unos cuantos años…

—Y luego te fuiste —dijo Alec—. Nos abandonaste a todos. ¿Realmente pensaste que podías ocultarte aquí, en Alacante?

—No vine aquí a ocultarme —dijo Hodge, con voz apagada—. Vine a detener a Valentine.

—No esperarás que te creamos. —Alec volvía a sonar furioso ahora—. Siempre has estado del lado de Valentine. Podrías haber elegido darle la espalda…

—¡Jamás podría haber elegido eso! —La voz de Hodge se elevó—. A vuestros padres se les ofreció la oportunidad de una nueva vida; ¡a mí jamás se me ofreció! Estuve atrapado en el Instituto durante quince años…

—¡El Instituto era nuestro hogar! —dijo Alec—. ¿Realmente era tan terrible vivir con nosotros… ser parte de nuestra familia?

—No era por vosotros. —La voz de Hodge sonaba entrecortada—. Os quería, pequeños. Pero erais niños. Y un lugar que no se te permite abandonar jamás puede ser un hogar. A veces pasaba semanas sin hablar con otro adulto. Ningún otro cazador de sombras quería confiar en mí. Ni siquiera les gustaba realmente a vuestros padres; me toleraban porque no tenían elección. Nunca podría casarme. Nunca podría tener hijos propios. Nunca podría tener una vida. Y con el tiempo, vosotros, chicos, habríais crecido y os habríais ido, y entonces no habría tenido ni siquiera eso. Vivía con miedo, si es que aquello era vida.

—No conseguirás que sintamos lástima por ti —dijo Jace—. No después de lo que hiciste. ¿Y de qué demonios tenías miedo, si pasabas todo el tiempo en la biblioteca? ¿De los ácaros del polvo? ¡Éramos nosotros los que salíamos y peleábamos contra demonios!

—Tenía miedo de Valentine —intervino Simon—. No lo entiendes…

Jace le lanzó una mirada ponzoñosa.

—Cállate, vampiro. Esto no tiene nada que ver contigo.

—No exactamente de Valentine —dijo Hodge, mirando a Simon por primera vez desde que lo habían sacado a rastras de la celda.

Hubo algo en aquella mirada que sorprendió a Clary, una especie de afecto cansado.

—De mi propia debilidad en lo relativo a Valentine. Sabía que algún día regresaría. Sabía que volvería a intentar hacerse con el poder, a intentar gobernar la Clave. Y sabía lo que me ofrecía. Liberarme de mi maldición. Una vida. Un lugar en el mundo. Podría haber vuelto a ser un cazador de sombras. En su mundo. Jamás podría volver a ser un cazador de sombras en éste. —Había un anhelo descarnado en su voz que resultaba doloroso escuchar—. Y sabía que sería demasiado débil para negarme cuando me lo ofreciera.

—Y mira la vida que conseguiste —escupió Jace—. Pudrirte en las celdas del Gard. ¿Valió la pena traicionarnos?

—Conoces la respuesta a eso. —Hodge sonaba agotado—. Valentine me retiró la maldición. Había jurado que lo haría, y lo hizo. Pensé que me llevaría de vuelta al Círculo o a lo que quedase de él. No lo hizo. Ni siquiera él me quiso. Supe que no habría lugar para mí en su nuevo mundo. Y supe que había vendido todo lo que tenía por una mentira. —Bajó los ojos hasta sus cerradas y mugrientas manos—. Sólo me quedaba una cosa: la posibilidad de llevar a cabo algo que permitiese que mi vida no fuese un total desperdicio. Después de enterarme de que Valentine había matado a los Hermanos Silenciosos, que tenía la Espada Mortal, supe que a continuación iría tras el Cristal Mortal. Sabía que necesitaba los tres Instrumentos. Y sabía que el Cristal Mortal estaba aquí en Idris.

—Aguarda. —Alec alzó la mano—. ¿El Cristal Mortal? ¿Quieres decir que sabes dónde está? ¿Y quién lo tiene?

—Nadie lo tiene —respondió Hodge—. Nadie podría poseer el Cristal Mortal. Ningún nefilim, y ningún subterráneo.

—Realmente te has vuelto loco ahí abajo —dijo Jace, moviendo bruscamente la barbilla en dirección a las quemadas ventanas de las mazmorras—, ¿verdad?

—Jace. —Clary miraba con inquietud hacia el Gard, cuyo tejado estaba coronado por una espinosa red de llamas de un rojo dorado—. El fuego se extiende. Deberíamos irnos de aquí. Podemos hablar abajo en la ciudad…

—Estuve encerrado en el Instituto durante quince años —prosiguió Hodge, como si Clary no hubiese hablado—. No podía sacar ni siquiera una mano o un pie al exterior. Pasaba todo el tiempo en la biblioteca, investigando modos de retirar la maldición que la Clave me había impuesto. Averigüe que sólo un Instrumento Mortal podía revocarla. Leí, uno tras otro, los libros donde se relataban la mitología de Ángel, cómo se alzó del lago llevando con él los Instrumentos Mortales y se los entregó a Jonathan Cazador de Sombras, el primer nefilim. Eran tres: Copa, Espada y Espejo…

—Lo sabemos —le interrumpió Jace, exasperado—. Tú nos lo enseñaste.

—Creéis que lo sabéis todo, pero no es así. Mientras repasaba una y otra vez las diferentes versiones de los relato, encontré una y otra vez la misma ilustración, la misma imagen… Todos la hemos visto: el Ángel surgiendo del lago con la Espada en la mano y la Copa en la otra. Jamás conseguí comprender por qué no aparecía el Espejo. Entonces lo entendí. El Espejo es el lago. El lago es el Espejo. Son la misma cosa.

Lentamente, Jace bajó el cuchillo.

—¿El Lago Lyn?

Clary pensó en el lago, como un espejo alzándose a su encuentro, el agua haciéndose añicos con el impacto.

—Caí en el lago al llegar aquí. Descubrí algo respecto a él. Luke me explicó que tiene propiedades extrañas y que los seres mágicos lo llaman el Espejo de los Sueños.

—Exactamente —empezó a decir Hodge con avidez—. Y comprendí que la Clave no lo sabía, que la información se había perdido con el transcurso del tiempo. Ni siquiera Valentine lo sabía…

Le interrumpió un espantoso rugido, el sonido de una torre que se desplomaba en el extremo opuesto del Gard. El derrumbe provocó una exhibición de fuegos artificiales rojos y chispas centelleantes.

—Jace —dijo Alec, alzando la cabeza alarmado—. Jace, tenemos que salir de aquí. Levanta —le ordenó a Hodge, tirándole de un brazo para ponerlo en pie—. Puedes contar a la Clave lo que acabas de contarnos.

Hodge se incorporó vacilante. «¿Cómo debe ser —pensó Clary con una punzada de inoportuna piedad— vivir la propia vida avergonzado no sólo de lo que has hecho sino de lo que estuviste haciendo y de lo que sabías que volverías a hacer?». Hodge había renunciado hacía mucho tiempo a intentar vivir una vida mejor o una vida diferente; todo lo que quería era dejar de sentir miedo, y por lo tanto sentía miedo todo el tiempo.

—Vamos.

Alec, sujetando aún el brazo de Hodge, lo impulsó hacia adelante. Pero Jace se colocó ante ellos, impidiéndoles el paso.

—Si Valentine consigue el Cristal Mortal —dijo—, ¿qué sucederá entonces?

—Jace —dijo Alec, asiendo todavía el brazo de Hodge—, ahora no…

—Si se lo cuenta a la Clave, ellos jamás nos lo contarán a nosotros —replicó Jace—. Para ellos somos simplemente niños. Pero Hodge nos lo debe. —Se volvió hacia su antiguo tutor—. Dijiste que te diste cuenta de que tenías que detener a Valentine. ¿Detenerle para que no hiciese qué? ¿Qué poder le conferiría el Espejo?

Hodge negó con la cabeza.

—No puedo…

—Y sin mentiras. —El cuchillo centelleó en el costado de Jace; la mano asía fuertemente el mango—. Porque quizás, por cada mentira, te cortaré un dedo. O dos.

Hodge se encogió hacia atrás, con auténtico miedo en los ojos. Alec parecía anonadado.

—Jace. No. Así es como lo hace tu padre. Ése no eres tú.

—Alec —dijo Jace sin mirar a su amigo, aunque su tono fue como el contacto de una mano pesarosa—. Tú no sabes cómo soy en realidad.

Los ojos de Alec se encontraron con los de Clary por encima de la hierba. «No puede ni imaginar por qué Jace actúa de este modo —pensó ella—. No lo sabe». Dio un paso al frente.

—Jace, Alec tiene razón… Podemos llevar a Hodge abajo, al Salón, y puede contar a la Clave lo que nos acaba de explicar…

—De haber estado dispuesto a decírselo a la Clave, lo habría hecho ya —contestó él con brusquedad, sin mirarla—. Que no lo haya hecho todavía demuestra que es un mentiroso.

—¡No se puede confiar en la Clave! —protestó Hodge con desesperación—. Hay espías en ella… hombres de Valentine… no podía contarles donde está el Espejo. Si Valentine encontrara el Espejo, sería…

No pudo acabar la frase. Algo brillante de un color plateado surgió centelleante de la noche, la cabeza de un clavo de luz en la oscuridad. Alec lanzó un grito. Los ojos de Hodge se desorbitaron a la vez que daba un traspié, llevándose las manos al pecho. Mientras caía de espaldas, Clary comprendió el motivo: la empuñadura de una daga larga sobresalía de su caja torácica, como el asta de una flecha muy tiesa clavada en el blanco.

Alec, saltando al frente, atrapó a su viejo tutor mientras éste caía, y lo depositó con suavidad sobre el suelo. Alzó los ojos con impotencia; la sangre de Hodge había salpicado su rostro.

—Jace, ¿por qué…?

—Yo no lo he hecho… —El rostro de Jace estaba blanco, y Clary vio que todavía sujetaba el cuchillo, aferrado con fuerza al costado—. No…

Simon y Clary se volvieron en redondo, clavando la mirada en la oscuridad. El fuego iluminaba la hierba con un infernal resplandor naranja, pero todo permanecía negro entre los árboles de la ladera; y entonces algo emergió de la oscuridad, una figura vaga, con un familiar cabello negro alborotado. Avanzó hacia ellos; la luz le daba en el rostro y se reflejaba en sus oscuros ojos, que parecían arder.

—¿Sebastian? —dijo Clary.

Jace paseó la mirada frenéticamente de Hodge a Sebastian y permaneció de pie con aire vacilante en el borde del jardín; parecía casi aturdido.

—Tú —dijo—. ¿Has sido…?

—Tenía que hacerlo —respondió Sebastian—. Os habría matado.

—¿Con qué? —La voz de Jace se alzó y se quebró—. Ni siquiera tenía un arma…

—Jace —interrumpió Alec los gritos de su amigo—. Ven aquí. Ayúdanos con Hodge.

—Os habría matado —volvió a decir Sebastian—. Os habría…

Pero Jace había acudido a arrodillarse junto a Alec, enfundando el cuchillo en su cinturón. Alec sostenía a Hodge en sus brazos, tenía sangre en la parte delantera de la camiseta.

—Saca la estela de mi bolsillo —le dijo a Jace—. Prueba un iratze

Clary; paralizada por el horror, sintió que Simon se removía junto a ella. Volvió la cabeza para mirarle y se quedó horrorizada; Simon estaba blanco como el papel salvo por un rubor febril en ambos pómulos. Pudo verle las venas serpenteando bajo la piel, como la expansión de un delicado coral bifurcándose.

—La sangre —susurró él, sin mirarla—. Tengo que alejarme.

Clary alargó la mano para sujetarle la manga, pero él se tambaleó hacia atrás, liberando de un tirón el brazo.

—No, Clary, por favor. Déjame marchar. Estaré bien; regresaré.

Ella empezó a seguirlo, pero él era demasiado veloz para que pudiese retenerlo. Desapareció en la oscuridad que había entre los árboles.

—Hodge… —Alec pareció lleno de pánico—. Hodge, quédate quieto…

Pero el tutor forcejeaba débilmente, intentando apartarse de él, de la estela que Jace sostenía.

—No. —El rostro de Hodge tenía el color de la masilla; sus ojos se movieron veloces de Jace a Sebastian, que todavía permanecía en las sombras—. Jonathan…

—Jace —dijo el chico, casi en un susurro—. Llámame Jace…

Los ojos de Hodge se posaron en él. Clary no consiguió descifrar la expresión que había en ellos de temor. Súplica, sí, pero algo más que eso, estaban llenos de temor, o de algo parecido, y de necesidad. Alzó una mano como para protegerse.

—Tú no —musitó, y brotó sangre de su boca junto a las palabras.

Una expresión de dolor atravesó fugazmente el rostro de Jace.

—Alec, haz el iratze… Creo que no quiere que yo le toque.

La mano de Hodge se cerró como una garra; aferró la mano de Jace. Su aliento surgió con un estertor audible.

—Tú nunca… fuiste…

Y murió. Clary se dio cuenta en seguida. No fue algo silencioso e instantáneo, como en una película; la voz se apagó con un gorgoteo, los ojos se le quedaron en blanco y él se quedó flácido y pesado, con el brazo doblado desgarbadamente bajo el cuerpo.

Alec cerró los ojos de Hodge con las yemas de los dedos.

—Adiós, Hodge Starkweather.

—No se lo merece. —La voz de Sebastian era cortante—. No era un cazador de sombras; era un traidor. No merece el último adiós.

Alec alzó la cabeza desafiante. Dejó a Hodge en el suelo y se puso en pie; sus ojos azules eran fríos como el hielo. Tenía las ropas manchadas de sangre.

—¿Y tú que sabes? Has matado a un hombre desarmado, a un nefilim. Eres un asesino.

El labio de Sebastian se crispó.

—¿Crees que no sé quién era? —Señaló a Hodge—. Starkweather estaba en el Círculo. Traicionó a la Clave entonces y lo maldijeron por ello. Debería haber muerto por lo que hizo, pero la Clave fue indulgente… ¿y qué les reportó? Volvió a traicionarnos a todos cuando le vendió la Copa Mortal a Valentine tan sólo para que lo librara de la maldición que merecía. —Hizo una pausa; respirando con dificultad—. No debería haberlo hecho, pero no podéis decir que no se lo merecía.

—¿Cómo sabes tanto sobre Hodge? —quiso saber Clary—. Y ¿qué estás haciendo aquí? Creía que había quedado claro que permanecieras en el Salón.

Sebastian vaciló.

—Tardabais tanto —dijo por fin— que me he preocupado. Pensaba que podríais necesitar mi ayuda.

—¿Así que has decidido ayudarnos matando al tipo con el que estábamos hablando? —inquirió ella—. ¿Porque pensabas que tenía un pasado turbio? ¿Quién… quién actúa así? No tiene sentido.

—Eso es porque miente —dijo Jace, que miraba a Sebastian con una mirada fría y analítica—. Y no lo hace nada bien. Pensaba que serías un poco mejor en eso, Verlac.

Sebastian le devolvió la mirada sin inmutarse.

—Lo que quiere decir —explicó Alec, adelantándose— es que si realmente crees que lo que hiciste estaba justificado, no te importará bajar con nosotros al Salón de los Acuerdos y ofrecer tus explicaciones al Consejo. ¿Lo harás?

Transcurrió un instante antes de que Sebastian sonriera… con la sonrisa que había cautivado a Clary en otro momento, pero que ahora contenía algo de sesgado, como si se tratara de un cuadro que colgara ligeramente torcido en la pared.

—Por supuesto que no me importa.

Avanzó hacia ellos lentamente, casi paseando, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Como si no acabara de cometer un asesinato.

—Desde luego —dijo—, es un tanto curioso que estéis tan alterados porque haya matado a un hombre cuando Jace planeaba cortarle los dedos uno a uno.

La boca de Alec se tensó.

—No lo habría hecho.

—Tú… —Jace miró a Sebastian con aversión—, tú no tienes ni idea de lo que dices.

—O a lo mejor —dijo Sebastian— realmente están tan sólo enojado porque besé a tu hermana. Porque ella me deseaba.

—No es verdad —dijo Clary, pero ninguno de ellos la miraba—. No te deseaba.

—Tiene esa costumbre, ya sabes… ¿el modo en que lanza esa exclamación ahogada cuando la besas, como si la sorprendiera? —Sebastian se había detenido ahora frente a Jace, y sonreía como un ángel—. Resulta de lo más cautivador; debes de haberlo advertido.

Jace parecía estar a punto de vomitar.

—Mi hermana…

—Tu hermana —dijo Sebastian—. ¿Lo es? Porque vosotros dos no actuáis como si lo fuerais. ¿Pensáis que los demás no se dan cuenta del modo en que os miráis? ¿Creéis que ocultáis lo que sentís? ¿Creéis que nadie piensa que es antinatural? Lo es.

—Es suficiente. —La expresión en el rostro de Jace era asesina.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Clary—. Sebastian, ¿por qué dices todas esas cosas?

—Porque finalmente puedo —dijo Sebastian—. No tienes ni idea de lo que ha sido estar junto a todos vosotros estos últimos días, teniendo que fingir que os podía soportar. Que veros no me enfermaba. Tú —dijo a Jace—, que dedicas cada segundo en el que no suspiras por tu propia hermana a gimotear sin parar por tu papi que no te quería. Bueno, ¿quién podría culparle? Tú, estúpida zorra —se volvió hacia Clary—, entregando ese libro de un valor incalculable a un brujo mestizo; ¿tienes alguna neurona en esa cabecita tuya? Y tú… —dirigió su siguiente mueca despectiva a Alec—, creo que todos sabemos qué pasa contigo. No deberían permitir que los de tu clase pertenecieran a la Clave. Eres repugnante.

Alec palideció, aunque pareció más estupefacto que otra cosa. Clary no podía culparle; resultaba difícil contemplar a Sebastian, contemplar su sonrisa angelical, e imaginar que pudiese decir tales cosas.

—¿Fingir que podías soportarnos? —repitió—. Pero ¿por qué tendrías que fingir que lo hacías…? A menos que nos estuvieses espiando. —Clary comprendió la verdad al mismo tiempo que lo decía—. A menos que fueses un espía de Valentine.

El apuesto rostro de Sebastian se desfiguró, su boca carnosa se aplastó, sus largos y elegantes ojos se entornaron hasta convertirse en rendijas.

—Y por fin lo entienden —dijo—. Juro que existen dimensiones demoníacas totalmente desprovistas de luz que son menos cortas de luces que todos vosotros.

—Puede que no seamos tan listos —dijo Jace—, pero al menos estamos vivos.

Sebastian le miró con asco.

—Yo también estoy vivo —indicó.

—No por mucho tiempo —replicó Jace.

La luz de la luna restalló en la hoja de su cuchillos mientras se abalanzaba sobre Sebastian con un movimiento tan veloz que pareció una mancha borrosa, más veloz que cualquier movimiento humano que Clary hubiese visto jamás.

Hasta aquel momento.

Sebastian se arrojó a un lado, esquivando el golpe, y atrapó el brazo de Jace que empuñaba el cuchillo mientras éste descendía. El cuchillo tintineó contra el suelo. A continuación, Sebastian sujetó a Jace por la parte posterior de la cazadora, lo alzó y lo arrojó lejos con increíble potencia; Jace voló por los aires, golpeó la pared del Gard con una terrible violencia, y cayó al suelo hecho un ovillo.

—¡Jace!

Clary lo vio todo blanco. Corrió hacia Sebastian para estrangularle. Pero él la esquivó y bajó la mano con indiferencia como si apartara un insecto de un manotazo. El golpe la alcanzó con fuerza en un lado de la cabeza y la envió dando tumbos al suelo. La muchacha rodó sobre sí misma, pestañeando para eliminar una roja neblina de dolor en los ojos.

Alec sostenía el arco que llevaba a la espalda; estaba tensado, con una flecha colocada y totalmente lista. Sus manos no temblaron cuando apuntó a Sebastian.

—Quédate donde estás —le ordenó—. Y pon las manos a la espalda.

Sebastian rio.

—No me dispararías —dijo.

Avanzó hacia Alec con paso tranquilo y despreocupado, como si ascendiera los escalones de la puerta principal de su casa.

Alec entrecerró los ojos, y alzó las manos en una serie de movimientos elegantes y uniformes; tiró hacia atrás de la flecha y la disparó. Ésta voló hacia Sebastian…

Y falló. Sebastian se había agachado o movido de algún modo, Clary no podía decirlo, y la flecha había pasado por su lado y temblaba en el tronco de un árbol. Alec sólo tuvo tiempo para una momentánea expresión de sorpresa antes de que Sebastian cayera sobre él, le arrebatara el arco y lo partiera con las manos; lo rompió por la mitad, y el chasquido de la madera al astillarse hizo estremecerse a Clary como si escuchara huesos astillándose. Ésta intentó arrastrarse a una posición sentada, haciendo caso omiso del punzante dolor de su cabeza. Jace yacía unos metros más allá, totalmente inmóvil. Clary intentó levantarse, pero las piernas no parecían funcionarle como era debido.

Sebastian arrojó a un lado las dos mitades destrozadas del arco y empezó a acercarse a Alec. Alec había sacado ya un cuchillo serafín, que relucía en su mano, pero Sebastian lo apartó a un lado cuando Alec se le lanzó encima; lo apartó a un lado y agarró al muchacho por la garganta, levantándolo casi del suelo. Apretó despiadadamente, con ferocidad, sonriendo burlón mientras Alec se ahogaba y forcejeaba.

—Lightwood —musitó—, ya me he ocupado de uno de vosotros hoy. No esperaba tener la misma suerte por segunda vez.

Retrocedió con una sacudida, como una marioneta a cuyos hilos han dado un tirón. Liberado, Alec se desplomó sobre el suelo, con las manos en la garganta. Clary pudo oír su respiración entrecortada y desesperada… pero tenía los ojos puestos en Sebastian. Una sombra oscura se había adherido a su espalda y se aferraba a él como una sanguijuela. Sebastian asestaba zarpazos a su garganta, dando boqueadas y ahogándose mientras giraba en redondo, tratando de arañar a la cosa aferrada a su cuello. Al girar, la luz de la luna cayó sobre él, y Clary lo vio.

Era Simon. Rodeaba con los brazos el cuello de Sebastian; sus blancos incisivos brillaban como agujas de hueso. Era la primera vez que Clary le veía con el aspecto de un auténtico vampiro desde la noche en que se había levantado de su tumba, y le contempló con horrorizada sorpresa, incapaz de desviar la mirada. La boca del vampiro emitió un gruñido, con los colmillos totalmente extendidos y afilados como dagas. Los hundió en el antebrazo de Sebastian, abriendo un largo y rojo desgarrón en la carne.

Sebastian lanzó un alarido y se arrojó hacia atrás, aterrizando violentamente sobre el suelo. Rodó con Simon medio encima de él, ambos intentando arañarse el uno al otro, desgarrándose y gruñendo como perros en un foso. Sebastian sangraba en distintos lugares cuando por fin se incorporó tambaleante y pudo asestar dos fuertes patadas a la caja torácica de Simon, quien se dobló hacia adelante sujetándose el estómago.

—Garrapata repugnante —gruñó Sebastian, echando el pie atrás para asestar otro golpe.

—Yo de ti no lo haría —dijo una voz sosegada.

La cabeza de Clary se alzó bruscamente, y una nueva punzada de dolor golpeó la parte posterior de sus ojos. Jace estaba a unos pocos pasos de Sebastian. Tenía el rostro ensangrentado, un ojo hinchado y entrecerrado, pero en una mano sostenía un llameante cuchillo serafín, y la mano que lo empuñaba era firme.

—Nunca antes he matado a un ser humano con uno de éstos —dijo Jace—. Pero estoy dispuesto a probar.

El rostro de Sebastian se crispó. Echó un vistazo a Simon y luego alzó la cabeza y escupió. Las palabras que pronunció procedían de un idioma que Clary no reconoció; y a continuación se dio la vuelta con la misma aterradora velocidad con la que se había movido al atacar a Jace y desapareció en la oscuridad.

—¡No! —chilló Clary.

Intentó ponerse en pie, pero el dolor fue como una flecha abriéndose paso abrasadora por su cerebro. Se desplomó sobre la hierba húmeda. Al cabo de un momento Jace estaba inclinado sobre ella, pálido y ansioso. Levantó los ojos hacia él; su visión se tornó borrosa… Por fuerza tenía que estar borrosa, desde luego, o jamás podría haber imaginado aquella blancura a su alrededor, una especie de luz…

Oyó la voz de Simon y luego la de Alec, que le entregaron algo a Jace: una estela. El brazo le ardió, y al cabo de un momento el dolor empezó a desvanecerse, y su cabeza se aclaró. Parpadeó y observó los tres rostros que flotaban sobre el suyo.

—Mi cabeza…

—Tienes una conmoción —dijo Jace—. El iratze debería ayudar, pero tendríamos que llevarte a un médico de la Clave. Las lesiones en la cabeza pueden ser problemáticas. —Le devolvió la estela a Alec—. ¿Crees que puedes ponerte en pie?

Ella asintió. Se equivocaba. El dolor volvió a lacerarla mientras unas manos descendían y la ayudaban a levantarse. Simon. Se recostó en él agradecida, aguardando a recuperar el equilibro. Todavía se sentía como si pudiese caer en cualquier instante.

Jace tenía el rostro enfurruñado.

—No deberías haber atacado a Sebastian de ese modo. Ni siquiera tenías un arma. ¿En qué pensabas?

—En lo mismo que todos —acudió Alec, inesperadamente, en su defensa—. Que él acababa de arrojarte por los aires como una pelota. Jace, nunca he visto a nadie que te superara de ese modo.

—Bue… me cogió por sorpresa —dijo Jace un poco a su pesar—. Debe de haber recibido algún tipo de adiestramiento especial. No lo esperaba.

—Sí, bueno. —Simon se palpó el tórax e hizo una mueca—. Creo que me ha hundido un par de costillas. No pasa nada —añadió al ver la expresión preocupada de Clary—. Se están curando. Pero Sebastian es decididamente fuerte. Realmente fuerte. —Miró a Jace—. ¿Cuánto tiempo crees que llevaba en las sombras?

Jace adoptó una expresión seria. Echó una ojeada entre los árboles en la dirección por la que había marchado Sebastian.

—Bueno, la Clave lo cogerá… y lo maldecirá probablemente. Me gustaría verlos imponiéndoles la misma maldición que le echaron a Hodge. Eso sería justicia poética.

Simon se dio la vuelta y escupió a los matorrales. Se limpió la boca con el dorso de la mano, tenía el rostro crispado en una mueca de asco.

—Su sangre tiene un sabor asqueroso… como veneno.

—Supongo que podemos añadir eso a tu lista de cualidades fascinantes —repuso Jace—. Me pregunto en qué otras cosas estuvo metido esta noche.

—Tenemos que regresar al Salón. —El rostro de Alec tenía una expresión tensa, y Clary recordó que Sebastian le había dicho algo, algo sobre los otros Lightwood…—. ¿Puedes andar, Clary?

—Sí —respondió, apartándose de Simon—. ¿Qué hay de Hodge? No podemos dejarlo así sin más.

—No tenemos alternativa —dijo Alec—. Ya habrá tiempo para regresar por él si todos sobrevivimos a esta noche.

Cuando abandonaron el jardín, Jace se detuvo, se quitó la cazadora, y la colocó sobre el rostro flácido y vuelto hacia arriba de Hodge. Clary quiso acercarse a Jace, posar una mano sobre su hombro incluso, pero algo en su porte le dijo que no lo hiciera. Ni siquiera Alec se acercó a él o le ofreció una runa curativa, a pesar de que Jace cojeaba mientras descendía la colina.

Marcharon juntos por el zigzagueante sendero, con las armas desenvainadas y listas y el cielo iluminado por el Gard ardiendo tras ellos. Pero no vieron demonios. La quietud y la luz fantasmagórica le producían a Clary un dolor punzante en la cabeza; era como si estuviese en un sueño. El agotamiento la atenazaba. El simple hecho de poner un pie delante del otro era como alzar un bloque de cemento y dejarlo caer una y otra vez. Oía a Jace y a Alec hablando más adelante en el sendero, pero las voces se volvían levemente confusas a pesar de su proximidad.

Alec hablaba con voz suave, casi suplicante:

—Jace, el modo en que hablabas ahí arriba, a Hodge. No puedes pensar así. Ser hijo de Valentine no te convierte en un monstruo. Lo que fuera que él te hiciese cuando eras un crío, lo que fuera que te enseñase, tienes que comprender que no es culpa tuya…

—No quiero hablar sobre eso, Alec. No ahora, ni nunca. No vuelvas a mencionarlo.

El tono de Jace era feroz, y Alec calló. Clary casi pudo percibir su aflicción. «Vaya noche», pensó la joven. Una noche muy dolorosa para todo el mundo.

Intentó no pensar en Hodge, en la expresión suplicante y lastimera de un rostro antes de morir. No le había gustado Hodge, pero no había merecido lo que Sebastian le había hecho. Nadie lo merecía. Pensó en Sebastian, en el modo en que se había movido, como chispas volando. Nunca había visto a nadie moverse de aquel modo excepto a Jace. Quiso entenderlo… ¿qué le había sucedido a Sebastian? ¿Cómo era posible que un sobrino de los Penhallow se hubiese descarriado tanto?, y ¿por qué jamás se habían dado cuenta? Había creído que quería ayudarla a salvar a su madre, pero sólo había querido el Libro de lo Blanco para Valentine. Magnus se había equivocado; Valentine no había averiguado lo de Ragnor Fell a través de los Lightwood. Sino porque ella se lo había dicho a Sebastian. ¿Cómo había sido tan estúpida?

Consternada, apenas advirtió que el sendero se convertía en una avenida que los conducía al interior de la ciudad. Las calles estaban desiertas, las casas a oscuras, muchas de las farolas de luz mágica permanecían hecha pedazos, con sus vidrios desperdigados sobre los adoquines. Se podían oír voces resonando a lo lejos, y el brillo de antorchas era visible aquí y allá en las sombras entre los edificios, pero…

—Está sumamente silencioso —dijo Alec, mirando a su alrededor con sorpresa—. Y…

—Y no huele a demonios. —Jace frunció el entrecejo—. Es extraño. Vamos. Vayamos al Salón.

Aunque Clary prácticamente estaba preparada para un ataque, no vieron ni un solo demonios mientras recorrían las calles. Ninguno vivo, al menos; aunque cuando pasaron ante un callejón estrecho, la joven vio a un grupo de tres o cuatro cazadores de sombras reunidos en un círculo alrededor de algo que vibraba y se retorcía en el suelo. Se turnaban para acuchillarlo con largas barras afiladas. Estremecida, desvió la mirada.

El Salón de los Acuerdos estaba iluminado como una fogata, con luz mágica derramándose de sus puertas y ventanas. Ascendieron apresuradamente la escalera; Clary recuperaba el equilibrio cada vez que daba un traspié. El mareo empeoraba. El mundo parecía columpiarse a su alrededor, como si estuviese en el interior de un enorme globo giratorio. Sobre su cabeza las estrellas eran trazos blancos pintados en el firmamento.

—Deberías tumbarte —dijo Simon, y añadió, al ver que no respondía—: ¿Clary?

Con un esfuerzo enorme, ella se obligó a sonreírle.

—Estoy bien.

Jace, parado en la entrada del Salón, volvió la cabeza para mirarla en silencio. Bajo el fuerte resplandor de la luces mágicas transportadas por todas partes, le abrasó los ojos y fragmentó su visión; en aquellos momentos sólo podía distinguir formas y colores vagos. Blanco, dorado, y luego el cielo nocturno arriba, pasando de un azul oscuro a uno más claro. ¿Qué hora sería?

—No los veo. —Alec buscaba ansiosamente a su familia por la habitación, y sonó como si se hallara a kilómetros de distancia, o bajo el agua a gran profundidad—. Deberían haber llegado…

Su voz se desvaneció a medida que el mareo de Clary aumentaba. La muchacha posó una mano sobre un pilar cercano para no caer. Una mano le recorrió con suavidad la espalda: Simon, que le decía algo a Jace en tono preocupado. La voz se desvaneció en el conjunto de docenas de otras, alzándose y descendiendo a su alrededor como olas rompiendo contra la orilla.

—Jamás había visto nada parecido. Los demonios simplemente dieron media vuelta y se marcharon, desaparecieron.

—El amanecer, probablemente. Temían al amanecer, y ya no está muy lejos.

—No, fue algo más.

—Tal vez necesitas creer que regresarán la próxima noche, o la siguiente.

—No digas eso; no hay motivo. Volverás a colocar las salvaguardas.

—Y Valentine se limitará a eliminarlas otra vez.

—A lo mejor es lo que merecemos. A lo mejor Valentine tenía razón… quizás al aliarnos con los subterráneos hemos perdido la bendición del Ángel.

—Calla. Un poco de respeto. Están contando los muertos en la plaza del Ángel.

—Ahí están —dijo Alec—. Allí, junto al estrado. Parece como si…

Su voz se apagó, y a continuación desapareció, abriéndose paso por entre la multitud. Clary entrecerró los ojos, intentando aguzar la visión. Sólo podría ver manchas borrosas…

Oyó que Jace contenía el aliento, y luego, sin decir nada más, pasaba a empellones por entre la gente tras Alec. Clary soltó el pilar, con la intención de seguirlos, pero dio un traspié. Simon la sujetó.

—Necesitas echarte, Clary —dijo.

—No —susurró ella—. Quiero saber qué ha sucedido.

Se interrumpió. Él miraba fijamente más allá de ella, tras Jace, y parecía afligido. Sujetándose al pilar, Clary se alzó sobre las puntas de los pies, esforzándose por ver por encima del gentío…

Allí estaban los Lightwood: Maryse con los brazos alrededor de Isabelle, que sollozaba, y Robert Lightwood sentado en el suelo y sosteniendo algo… no, a alguien, y Clary recordó la primera vez que había visto a Max, en el Instituto, yaciendo flácido y dormido en un sofá, con las gafas torcidas y la mano arrastrando por el suelo. «Puede dormir en cualquier parte», había dicho Jace, y casi parecía que estuviese dormido ahora, en el regazo de su padre, pero Clary sabía que no era así.

Alec estaba de rodillas, sosteniendo una mano de Max, pero Jace se limitaba a permanecer de pie, sin moverse; parecía perdido, como si no supiese dónde estaba o qué hacía allí. Todo lo que Clary deseó fue correr hasta él y rodearlo con los brazos, pero la expresión del rostro de Simon le aconsejó que no lo hiciera; el recuerdo de la casa solariega y de los brazos de Jace rodeándola allí también la detuvieron. Ella era la última persona de la tierra que podía proporcionarle algún consuelo.

—Clary —dijo Simon, pero ella se apartaba ya de él, a pesar del mareo y del dolor de cabeza.

Corrió hacia la puerta del salón y la abrió de par en par, hasta la escalinata, y se quedó allí, engullendo bocanadas de aire frío. A lo lejos, el horizonte estaba surcado por el fuego rojo, las estrellas se desvanecían y perdían color bajo un cielo cada vez más iluminado. La noche había terminado. Llegaba el amanecer.