FUEGO Y ESPADA
—Es tarde —dijo Isabelle. Volviendo a correr con ansiedad la cortina de encaje sobre el alto ventanal de la salita—. Debería estar ya de vuelta.
—Sé razonable, Isabelle —indicó Alec, con aquel tono de superioridad de hermano mayor que parecía dar a entender que mientras que ella, Isabelle, podía ser propensa a la histeria, él, Alec, permanecía siempre totalmente tranquilo.
Incluso la postura de su hermano —estaba repantigado en uno de los rehenchidos sillones situados junto a la chimenea de los Penhallow como si no tuviese ni una sola preocupación en el mundo— parecía diseñada para exhibir su despreocupación.
—Jace responde así cuando está alterado: se va y deambula por ahí. Ha dicho que iba a dar una vuelta. Regresará.
Isabelle suspiró. Casi deseó que sus padres estuvieran allí, pero seguían en el Gard. La reunión del Consejo se estaba prolongando hasta una hora brutalmente tardía.
—Pero él conoce Nueva York. No conoce Alacante…
—Probablemente la conoce mejor que vosotros.
Aline estaba sentada en el sofá leyendo un libro, cuyas páginas estaban encuadernadas en cuero rojo. Llevaba los negros cabellos recogidos tras la cabeza en una trenza francesa, con los ojos clavados en el tomo abierto sobre el regazo. Isabelle, que jamás había sido demasiado amante de la lectura, envidiaba la capacidad de otras personas para abstraerse en un libro. Había gran cantidad de cosas que en otro momento habría envidiado en Aline: ser menuda y delicadamente bonita, para empezar, no grandota como una amazona y tan alta que con tacones se alzaba casi por encima de cualquier chico que conocía. Pero, sin embargo, no hacía mucho, Isabelle había comprendido que las otras chicas no existían simplemente para ser envidiadas, evitadas o para provocar antipatía.
—Vivió aquí hasta los diez años. Vosotros, chicos, sólo habéis venido de visita unas cuantas veces.
Isabelle se llevó la mano a la garganta torciendo el gesto. El colgante sujeto a una cadena que llevaba al cuello había emitido un repentino y agudo latido… aunque normalmente sólo lo hacía en presencia de demonios, y estaba en Alacante. No había modo de pudiera haber demonios cerca. A lo mejor el colgante no funcionaba bien.
—No creo que esté vagando por ahí, de todos modos. Creo que resulta del todo evidente adónde ha ido —respondió Isabelle.
—¿Crees que ha ido a ver a Clary? —inquirió Alec, alzando los ojos.
—¿Aún sigue aquí? Pensaba que iba a regresar a Nueva York —Aline dejó que el libro se cerrara—. ¿Dónde se aloja la hermana de Jace a todo esto?
Isabelle se encogió de hombros.
—Pregúntale a él —dijo, moviendo los ojos hacia Sebastian.
Sebastian estaba despatarrado en el sofá situado frente al de Aline. También él tenía un libro en la mano, y su oscura cabeza estaba inclinada hacia él. Alzó los ojos como si pudiese percibir la mirada de Isabelle sobre sí.
—¿Habláis de mí? —preguntó en tono apacible.
Todo en Sebastian era apacible, se dijo Isabelle con un dejo de fastidio. Se había sentido impresionada por su atractivo al principio —aquellos pómulos nítidamente marcados y aquellos ojos negros insondables—, pero su personalidad afable y comprensiva la crispaba ahora. No le gustaban los chicos que daban la impresión de no enfurecerse nunca por nada. En el mundo de Isabelle, la cólera significaba pasión y diversión.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó, con más acritud de la pretendida—. ¿Es uno de los cómics de Max?
—Pues sí. —Sebastian bajó los ojos hacia el cómic manga apoyado sobre el brazo del sofá—. Me gustan las ilustraciones.
Isabelle lanzó un suspiro exasperado. Dirigiéndole una mirada reprobatorio, Alec dijo:
—Sebastian, a primera hora de hoy… ¿Sabe Jace adónde has ido?
—¿Te refieres a que he salido con Clary? —Sebastian pareció divertido—. Oíd, no es un secreto. Se lo habría contado a Jace de haberle visto.
—No veo por qué le iba a importar. —Aline dejó su libro a un lado, y su voz tenía un tono cortante—. No es nada malo. ¿Qué pasa si le ha querido mostrar a Clarissa algo de Idris antes de que ella vuelva a casa? Jace debería sentirse complacido de que su hermana no esté ahí sentada aburrida y enojada.
—Puede ser muy… protector —dijo Alec tras una leve vacilación.
Aline frunció el ceño.
—Debería mantenerse al margen. No puede ser bueno para ella estar tan sobreprotegida. La expresión de su rostro cuando nos cogió por sorpresa fue como si nunca hubiese visto a nadie besarse. Quiero decir, quién sabe, a lo mejor es así.
—Pues no —repuso Isabelle, recordando el modo en que Jace había besado a Clary en la corte seelie.
No era algo en lo que le gustase pensar; a Isabelle no le gustaba regodearse con sus propias penas, y mucho menos con las de los demás.
—No es eso.
—Entonces ¿qué es?
Sebastian se irguió, apartándose un mechón de cabello oscuro de los ojos. Isabelle captó una fugaz visión de algo…, una línea roja a lo largo de la palma, una especie de cicatriz.
—¿O sólo me odia a mí en particular? Porque no sé qué es lo que yo he…
—Ése es mi libro.
Una vocecita interrumpió el discurso de Sebastian. Era Max, de pie en la entrada de la sala. Llevaba puesto un pijama gris y sus cabellos castaños estaban alborotados como si acabara de despertarse. Miraba con expresión iracunda el libro manga que descansaba junto a Sebastian.
—¿El qué, esto? —Sebastian le alargó el libro—. Aquí tienes, chaval.
Max cruzó la habitación muy digno y recuperó de un tirón el libro. Dirigió una mirada furibunda a Sebastian.
—No me llames chaval.
Sebastian rio y se puso en pie.
—Voy a buscar café —dijo, y salió en dirección a la cocina. Se detuvo y se volvió en el umbral de la puerta—. ¿Alguien quiere algo?
Hubo un coro de negativas. Sebastian se encogió de hombros y desapareció en la cocina, dejando que la puerta se cerrara a su espalda.
—Max —dijo Isabelle en tono seco—, no seas grosero.
—No me gusta que nadie toque mis cosas. —Max abrazó el cómic contra el pecho.
—Crece un poco, Max. Sólo lo había cogido prestado.
La voz de Isabelle surgió más irritada de lo que ella habría querido; seguía preocupada por Jace, lo sabía, y se estaba desquitando con su hermano pequeño.
—Deberías estar en la cama de todos modos. Es tarde.
—Se oían ruidos arriba en la colina. Me despertaron. —Max pestañeó; sin sus gafas, todo era muy parecido a una mancha borrosa para él—. Isabelle…
La nota interrogante en su voz atrajo la atención de la joven. Su hermana dio la espalda a la ventana.
—¿Qué?
—¿Escala alguna vez la gente las torres de los demonios? ¿Por algún motivo?
Aline alzó la cabeza.
—¿Trepar a las torres de los demonios? —Rio—. No, nadie hace eso jamás. Es totalmente ilegal, para empezar, y además, ¿por qué querrían hacerlo?
Aline, pensó Isabelle, no tenía mucha imaginación. Ella misma podía pensar en un montón de razones por las que alguien podría querer escalar las torres de los demonios, aunque sólo fuese para escupir chicle sobre los que pasaban por debajo.
Max parecía contrariado.
—Pero alguien lo ha hecho. Sé que he visto…
—Seguramente lo has soñado —le dijo Isabelle.
El rostro de Max se arrugó. Intuyendo que podía venirse abajo, Alec se puso en pie y le tomó de la mano.
—Vamos, Max —dijo, afectuosamente—. Volvamos a la cama.
—Todos deberíamos irnos a dormir —dijo Aline, poniéndose en pie; fue hasta la ventana donde estaba Isabelle y cerró bien las cortinas—. Ya es casi medianoche; ¿quién sabe cuándo regresarán del Consejo? No sirve de nada esperar…
El colgante de la garganta de Isabelle volvió a latir violentamente… y la ventana ante la que estaba Aline se hizo pedazos hacia dentro. Aline chilló cuando unas manos entraron a través del agujero abierto… En realidad, advirtió Isabelle con claridad, no eran manos, sino enormes zarpas con escamas, que chorreaban sangre y un fluido negruzco. Agarraron a Aline y tiraron de ella a través de la ventana rota antes de que ésta pudiese proferir un segundo grito.
El látigo de Isabelle descansaba sobre la mesa junto a la chimenea. La joven se abalanzó sobre él esquivando a Sebastian, que había salido corriendo de la cocina.
—Consigue armas —le espetó mientras él ojeaba la habitación con asombro—. ¡Vamos! —chilló, y corrió a la ventana.
Junto a la chimenea, Alec sujetaba a Max mientras el muchacho se retorcía y chillaba, intentando escabullirse de las manos de su hermano. Alec lo arrastró hacia la puerta. «Bien —pensó Isabelle—. Saca a Max de aquí».
Entraba aire frío por la ventana rota. Isabelle se subió la falda y pateó el resto del cristal roto, dando gracias porque sus botas tuviesen unas suelas gruesas. Cuando el cristal desapareció, agachó la cabeza y saltó fuera por el enorme agujero del marco, aterrizando con un fuerte impacto sobre el sendero de piedra situado debajo.
A primera vista el sendero parecía vacío. No había farolas a lo largo del canal; la iluminación principal provenía de las ventanas de las casas cercanas. Isabelle avanzó con cautela, con el látigo de electro enroscado al costado. Poseía el látigo desde hacia tanto tiempo —había sido un regalo de su padre por su decimosegundo cumpleaños— que lo sentía ya como parte de sí misma, como una grácil extensión de su brazo derecho.
Las sombras se intensificaron a medida que se alejaba de la casa y se aproximaba al puente Oldcastle, que trazaba un arco sobre el canal Princewater en un ángulo extraño con el sendero. Las sombras de su base estaban apelotonadas tan densamente como moscas negras… y entonces, mientras Isabelle miraba fijamente, algo se movió dentro de la sombra, algo blanco y veloz como una flecha.
Isabelle corrió, abriéndose paso a través de un seto bajo que delimitaba el jardín de alguien, y se lanzó sobre el estrecho paso elevado de ladrillo que discurría por debajo del puente. El látigo había empezado a resplandecer con una cruda luz plateada, y con su tenue iluminación pudo ver a Aline inerte en el borde del canal. Un enorme demonio recubierto de escamas estaba tumbado sobre ella, presionándola contra el suelo con un grueso cuerpo de lagarto y el rostro enterrado en su cuello…
No podía ser un demonio. Nunca había habido demonios en Alacante. Jamás. Mientras Isabelle lo miraba conmocionada, el ser alzó la cabeza y olisqueó el aire, como si la percibiera allí. Era ciego, advirtió, y una gruesa línea de dientes serrados se dibujaba como una cremallera sobre la frente donde deberían haber estado los ojos. Tenía otra boca en la mitad inferior de la cara, ocupada por colmillos. Los costados de su estrecha cola centellearon mientras la agitaba a un lado y a otro, e Isabelle vio, al acercarse más, que la cola estaba ribeteada de hileras de hueso afilado como cuchillas.
Aline se retorció y emitió un sonido, un gemido jadeante. Una sensación de alivio invadió a Isabelle —había estado medio segura de que la muchacha estaba muerta—, pero duró poco. Al moverse Aline, Isabelle vio que le habían desgarrado la blusa a lo largo de la parte delantera. Tenía marcas de zarpazos en el pecho, y la criatura sujetaba con otra zarpa la cinturilla de los vaqueros.
Una oleada de náuseas invadió a Isabelle. El demonio no intentaba matar a Aline…, aún no. El látigo cobró vida en la mano de Isabelle igual que la espada llameante de un ángel vengador; la joven se abalanzó al frente, asestando un latigazo en la espalda al demonio.
El ser lanzó un chillido agudo y se apartó de Aline. Avanzó hacia Isabelle, con las dos bocas bien abiertas, lanzando zarpazos con las garras hacia su rostro. La muchacha brincó hacia atrás y volvió a azotar el látigo al frente; golpeó al demonio en el rostro, el pecho y las piernas. Una miríada de marcas de látigo entrecruzadas apareció sobre la piel cubierta de escamas del demonio, goteando sangre e icor. Una larga lengua bífida salió disparada de la boca superior en busca del rostro de Isabelle. Había un bulbo en el extremo, una especie de aguijón, como el de un escorpión. Dio una fuerte sacudida lateral a la muñeca y el látigo se enroscó en la lengua del demonio, amarrándola con bandas de flexible electro. El demonio chilló y chilló mientras ella apretaba el nudo y tiraba violentamente. La lengua del demonio cayó con un húmedo y nauseabundo golpe sordo sobre los ladrillos de la calzada.
Isabelle recogió el látigo con una sacudida. El demonio dio media vuelta y huyó, moviéndose a la velocidad de una serpiente. Isabelle corrió tras él. El demonio estaba a medio camino del sendero que ascendía desde la calzada cuando una figura oscura se plantó ante él. Algo centelleó en la oscuridad, y la criatura cayó retorciéndose al suelo.
Isabelle se detuvo bruscamente. Aline estaba de pie observando al demonio caído, con una fina daga en la mano; debía de llevarla en el cinturón. Las runas de la hoja brillaron como relámpagos cuando hundió la daga y la clavó una y otra vez en el cuerpo convulsionado del ser hasta que la criatura dejó de moverse por completo y desapareció.
Aline alzó los ojos. Su rostro permanecía inexpresivo. No hizo el menor gesto para mantener la blusa cerrada, a pesar de los botones arrancados. Rezumaba sangre de las profundas marcas de arañazos de su pecho.
Isabelle soltó un quedo silbido.
—Aline… ¿estás bien?
Aline dejó caer la daga al suelo con un tintineo. Sin decir una palabra se dio la vuelta y corrió, desapareciendo en la oscuridad que había bajo el puente.
Cogida por sorpresa, Isabelle lanzó una imprecación y salió disparada tras ella. Deseó haber llevado puesto algo más práctico que un vestido de terciopelo, aunque al menos llevaba las botas. Dudaba que hubiera podido alcanzar a Aline llevando tacones.
Había escaleras de metal al otro lado de la calzada elevada, que conducían de vuelta a la calle Princewater. Aline era una mancha borrosa en lo alto de la escalera. Se recogió el grueso dobladillo del vestido y la siguió, con las botas taconeando sobre los escalones. Al llegar arriba, miró a su alrededor buscando a la muchacha.
Se quedó atónita. Estaba de pie al final de la amplia calle a la que daba la casa de los Penhallow. Ya no veía a Aline: había desaparecido en la arremolinada multitud que atestaba la calle. Y no se trataba sólo de personas, además. Había «cosas» en la calle —demonios—, docenas de ellos, quizás más, iguales a la criatura con zarpas y aspecto de lagarto a la que Aline había eliminado bajo el puente. Yacían ya dos o tres cadáveres en la calle, uno a sólo unos pocos metros de Isabelle: un hombre, con la mitad de la caja torácica desgarrada. Isabelle pudo advertir por sus cabellos canosos que se trataba de un anciano. «Claro» se dijo; su cerebro funcionaba despacio, pies la velocidad de sus pensamientos estaba embotada por el pánico. «Todos los adultos están en el Gard». En la ciudad sólo quedaban los niños, los ancianos y los enfermos…
El aire teñido de rojo rezumaba olor a quemado, la noche era hendida por alaridos y chillidos. Las puertas estaban abiertas a lo largo de las hileras de edificios… la gente salía disparada de casa para a continuación detenerse en seco al ver la calle repleta de monstruos.
Era imposible, inimaginable. Nunca en la historia un solo demonio había cruzado las salvaguardas de las torres de los demonios. Y ahora había docenas, cientos o tal vez más inundando las calles como una marea venenosa. Isabelle sintió como si estuviese atrapada tras una pared de cristal, capaz de verlo todo pero incapaz de moverse; observaba, paralizada, cómo un demonio agarraba a un muchacho que huía y lo alzaba en volandas del suelo antes de hundir sus dientes serrados en el hombro.
El muchacho chilló, pero los chillidos se perdieron en el clamor que desgarraba la noche. El estruendo aumentó: el aullar de demonios, personas que llamaban a otras, los sonidos de pies que corrían y de cristal que se rompía. Calle abajo, alguien gritaba palabras que ella apenas consiguió comprender… Algo sobre las torres de los demonios. Isabelle alzó la vista. Las altas agujas montaban guardia sobre la ciudad como siempre habían hecho, pero en lugar de reflejar la luz plateada de las estrellas, o incluso la luz roja de la ciudad en llamas, mostraban un blanco apagado como la piel de un cadáver. Su luminiscencia había desaparecido. La recorrió un escalofrío. No era de extrañar que las calles estuvieran llenas de monstruos; de algún modo, increíblemente, las torres de los demonios habían perdido su magia. Las salvaguardas que habían protegido Alacante durante mil años se habían esfumado.
Samuel se había quedado en silencio hacia horas, pero Simon seguía despierto, con la vista fija, insomne, en la oscuridad, cuando oyó los gritos.
Alzó la cabeza violentamente. Silencio. Miró a su alrededor con inquietud… ¿habría imaginado el ruido? Aguzó los oídos, pero incluso con su recién adquirida capacidad auditiva no oyó nada. Estaba a punto de volverse a tumbar cuando sonaron de nuevo los gritos clavándose en sus oídos igual que agujas. Parecían provenir del exterior del Gard.
Se puso de pie sobre la cama y se asomó a la ventana. Vio el verde césped extendiéndose a lo lejos, y la luz distante de la ciudad convertida en un resplandor tenue en la lejanía. Entrecerró los ojos. Había algo que no era normal en la luz de la ciudad, algo… apagado. Era un poco más tenue de lo que recordaba… y había puntos en movimiento por todas partes en la oscuridad, como agujas de fuego, zigzagueando por las calles. Una nube pálida se alzaba por encima de las torres, y el aire estaba lleno del hedor a humano.
—Samuel. —Simon pudo percibir la alarma en su propia voz—. Algo no va bien.
Oyó puertas que se abrían de golpe y pies que corrían. Unas voces roncas gritaron. Simon apretó la cara contra los barrotes mientras pares de botas pasaban a toda velocidad por el exterior, pateando piedras en su carrera; los cazadores de sombras se llamaban unos a otros mientras se marchaban a toda prisa del Gard y bajaban en dirección a la ciudad.
—¡Las salvaguardas han caído! ¡Las salvaguardas han caído!
—¡No podemos abandonar el Gard!
—¡El Gard no importa! ¡Nuestros hijos están ahí abajo!
Las voces eran ya cada vez más débiles. Simon se apartó violentamente de la ventana, jadeando.
—¡Samuel! Las salvaguardas…
—Lo sé. Lo he oído.
La voz de Samuel llegó con fuerza a través de la pared. No parecía asustado sino resignado, tal vez incluso un tanto triunfante al haberse demostrado que tenía razón.
—Valentine ha atacado mientras la Clave estaba reunida. Inteligente.
—Pero el Gard… está fortificado… ¿Por qué no se quedan aquí arriba?
—Ya lo has oído. Porque todos los niños están en la ciudad. Niños… padres ancianos… No pueden abandonarlos ahí abajo.
«Los Lightwood». Simon pensó en Jace, y luego, con terrible claridad, en el rostro menudo y pálido de Isabelle bajo su corona de cabellos oscuros, en su determinación en una pelea, en el «Muac» de niña pequeña de la nota que le había escrito.
—Pero tú se lo dijiste… le contaste a la Clave lo que sucedería. ¿Por qué no te creyeron?
—Porque las salvaguardas son su religión. No creer en el poder de las salvaguardas significa dejar de creer que son especiales, elegidos y protegidos por el Ángel. Sería tanto como considerarse simples mundanos corrientes.
Simon se volvió de nuevo para mirar con atención por la ventana otra vez, pero el humo era más espeso e inundaba el aire con una palidez grisácea. Ya no podía oír voces gritando fuera; había gritos a lo lejos, pero eran muy débiles.
—Creo que la ciudad está en llamas.
—No. —La voz de Samuel era muy tranquila—; creo que es el Gard lo que se quema. Probablemente fuego demoníaco. Valentine iría tras el Gard, si pudiera.
—Pero… —Las palabras de Simon salieron atropelladamente unas sobre otras—: Alguien vendrá y nos dejará salir, ¿verdad? El Cónsul, o…, o Aldertree. No pueden limitarse a dejarnos aquí abajo para que muramos.
—Tú eres un subterráneo —dijo Samuel—. Y yo soy un traidor. ¿Realmente crees probable que hagan otra cosa?
—¡Isabelle! ¡Isabelle!
Alec tenía las manos sobre sus hombros y la zarandeaba. Isabelle alzó la cabeza despacio; el rostro blanco de su hermano flotó recortado en la oscuridad que tenía detrás. Una pieza curva de madera sobresalía detrás de su hombro derecho; llevaba su arco sujeto a la espalda, el mismo arco que Simon había usado para matar al Demonio Mayor Abbadon. No podía recordar a Alec acercándose a ella, no podía recordar en absoluto verle en la calle; era como si se hubiese materializado a su lado de improviso, como un fantasma.
—Alec. —Su voz surgió lenta e irregular—. Alec, para. Estoy bien.
Se zafó de él. No había demonios a la vista; había alguien sentado en los escalones delanteros de la casa situada frente a ellos, y lloraba emitiendo sonoros y chirriantes chillidos. El cuerpo del anciano seguía en la calle, y el olor a demonios lo inundaba todo.
—Aline… Uno de los demonios ha intentado…, ha intentado…
Contuvo el aliento, lo retuvo. Ella era Isabelle Lightwood. Ella no se ponía histérica, no importaba la provocación.
—Lo hemos matado, pero entonces ella ha salido huyendo. He intentado seguirla, pero ha salido demasiado veloz. —Alzó los ojos hacia su hermano—. Demonios en la ciudad —dijo—. ¿Cómo es posible?
—No lo sé. —Alec negó con la cabeza—. Las salvaguardas deben de haber caído. Había cuatro o cinco demonios oni aquí fuera cuando he salido de la casa. He acabado con uno que acechaba junto a los matorrales. Los otros han huido, pero podrían regresar. Vamos. Volvamos a la casa.
La persona de la escalera seguía sollozando. El sonido los siguió mientras regresaban a toda prisa a la casa de los Penhallow. La calle seguía vacía de demonios, pero podían oír explosiones, gritos, y el correr de los pies resonando desde las sombras de otras calles oscurecidas. Mientras ascendían los peldaños de la entrada de los Penhallow, Isabelle echó un vistazo atrás justo a tiempo de ver cómo un largo tentáculo serpenteante salía de repente de entre las dos casas y se llevaba a la mujer que sollozaba en los escalones de la entrada. Los sollozos se convirtieron en chillidos. Isabelle intentó dar media vuelta, pero Alec ya la había agarrado y la empujaba por delante de él al interior de la casa, cerrando de un portazo y corriendo el cerrojo de la puerta principal tras ellos. La casa estaba a oscuras.
—He apagado las luces. No quería atraer a ningún otro —explicó Alec, empujando a Isabelle por delante de él al interior de la sala de estar.
Max estaba sentado en el suelo junto a la escalera, abrazándose las rodillas. Sebastian estaba junto a la ventana, clavando troncos de madera que había cogido de la chimenea sobre el agujero abierto en el cristal.
—Ya está —dijo, apartándose un poco y dejando que el martillo cayera sobre el estante—. Esto debería aguantar un tiempo.
Isabelle se dejó caer junto a Max y le acarició los cabellos.
—¿Estás bien?
—No —tenía los ojos muy abiertos y asustados—; he intentado mirar por la ventana, pero Sebastian me ha dicho que me agachara.
—Sebastian tenía razón —dijo Alec—. Había demonios en la calle.
—¿Todavía están aquí?
—No, pero aún hay algunos en la ciudad. Tenemos que pensar lo que vamos a hacer.
Sebastian se mostraba preocupado.
—¿Dónde está Aline?
—Ha salido corriendo —explicó Isabelle—. Ha sido culpa mía. Debería haber…
—No ha sido culpa tuya. Sin tu intervención ahora estaría muerta. —Alec hablaba en un tono firme—. Mira, no tenemos tiempo para reproches. Voy a ir tras Aline. Quiero que los tres os quedéis aquí. Isabelle, cuida de Max. Sebastian, acaba de asegurar la casa.
—¡No quiero que salgas ahí fuera solo! —Isabelle alzó la voz, indignada—. Llévame contigo.
—Yo soy el mayor. Se hará lo que yo diga. —El tono de Alec era tranquilo—. Existe la posibilidad de que nuestros padres regresen en cualquier momento del Gard. Cuantos más de nosotros estemos aquí, mejor. Sería demasiado fácil que quedásemos separados ahí fuera. No voy a correr ese riesgo, Isabelle. —Dirigió la mirada a Sebastian—. ¿Lo comprendes?
Sebastian ya había sacado su estela.
—Me dedicaré a salvaguardar la casa con Marcas.
—Gracias.
Alec estaba ya a medio camino de la puerta; volvió la cabeza y miró a Isabelle. Ella cruzó la mirada con su hermano durante una fracción de segundo. Luego él desapareció.
—Isabelle. —Era la débil voz de Max—. Te sangra la muñeca.
La muchacha bajó la mirada. No recordaba haberse herido la muñeca, pero Max tenía razón: la sangre ya había manchado la manga de su chaqueta blanca. Se puso en pie.
—Voy a coger mi estela. Regresaré en seguida y te ayudaré con las runas, Sebastian.
—Me iría bien algo de ayuda —asintió él—. Las runas no son mi especialidad.
Isabelle subió a su cuarto sin preguntarle cuál era su especialidad. Se sentía exhausta, necesitaba desesperadamente de una Marca energética. Podía hacer una ella misma si era necesario, aunque Alec y Jace siempre habían sido mejores con aquella clase de runas.
Una vez en su habitación, revolvió sus cosas en busca de la estela y de unas cuantas armas extras. Mientras introducía cuchillos serafín en la parte superior de las botas, pensaba en Alec y en la mirada que habían compartido mientras él salía por la puerta. No era la primera vez que había contemplado cómo su hermano partía sabiendo que quizá no volvería a verle jamás. Era algo que aceptaba, que siempre había aceptado, como parte de su vida; hasta que conoció a Clary y a Simon jamás habría pensado que para la mayoría de las personas, desde luego, no era así. Los demás no vivían con la muerte como constante compañera, como un frío aliento en la nuca incluso en los días más normales. Siempre había sentido desprecio por los mundanos, como los demás cazadores de sombras; siempre había creído que eran blandos, estúpidos, como corderos autocomplacientes. Ahora se preguntó si todo aquel odio no provenía de los celos. Debía de ser agradable no sentir, cada vez que alguien en tu familia se marchaba, la preocupación de que tal vez no regresaría jamás.
Había descendido ya la mitad de la escalera, estela en mano, cuando percibió algo que no estaba en orden. Encontró la sala de estar vacía. A Max y a Sebastian no se los veía por ninguna parte. Había una Marca de protección a medio terminar en uno de los troncos que Sebastian había clavado sobre la ventana rota. El martillo que había usado había desaparecido.
Sintió un nudo en el estómago.
—¡Max! —gritó, girando en un círculo—. ¡Sebastian! ¿Dónde estáis?
La voz de Sebastian le contestó desde la cocina.
—Isabelle… aquí dentro.
El alivio la inundó, dejándola aturdida.
—No tiene gracia, Sebastian —dijo, entrando decidida en la cocina—. Pensaba que estabas…
Dejó que la puerta se cerrara detrás de ella. La cocina estaba oscura, más oscura que la sala de estar. Forzó la vista para ver a Sebastian y a Max, pero no vio nada excepto sombras.
—¿Sebastian? —La incertidumbre se apoderó de su voz—. Sebastian, ¿qué haces aquí dentro? ¿Dónde está Max?
—Isabelle.
Le pareció que algo se movía, una sombra oscura recortada contra sombras más claras. La voz del muchacho era suave, amable, casi encantadora. No había reparado hasta aquel momento en la voz tan hermosa que tenía.
—Isabelle, lo siento.
—Sebastian, estás actuando de un modo raro. Para.
—Siento que seas tú —dijo él—. Verás, de entre todos ellos, tú eras la que mejor me caía.
—Sebastian…
—De entre todos ellos —volvió a decir, con la misma voz queda—, pensaba que tú eras la más parecida a mí.
Entonces, Sebastian dejó caer el puño, en el que sujetaba un martillo.
Alec corrió a toda velocidad por las calles oscuras que ardían, llamando una y otra vez a Aline. Al abandonar el distrito de Princewater y penetrar en el corazón de la ciudad, su pulso se aceleró. Las calles eran como un cuadro del Bosco que hubiese cobrado vida: llenas de criaturas: llena de criaturas macabras y grotescas y escenas de repentina y horrenda violencia. Desconocidos aterrorizados empujaban a Alec a un lado sin mirar y pasaban corriendo por su lado, chillando, sin un destino aparente. El aire apestaba a humo y demonios. Algunas casas estaban en llamas; otras tenían ventanas rotas. Los adoquines centelleaban cubiertos de cristales rotos. Mientras se acercaba a un edificio, comprobó que lo que le había parecido un trozo de pintura descolorida era una enorme franja de sangre fresca que había salpicado el enlucido. Giró en redondo, mirando en todas direcciones, pero no vio nada que lo explicara; con todo, se alejó tan deprisa como pudo.
Sólo Alec, de entre todos los hijos de los Lightwood, recordaba Alacante. Era aún pequeño cuando se marcharon de allí, pero sin embargo todavía conservaba recuerdos de las relucientes torres, de las calles llenas de nieve en invierno, de cadenas de luz mágica engalanando las tiendas y casas, de agua chapoteando en la fuente de la sirena en el Salón. Siempre había sentido una extraña punzada en el corazón al pensar en Alacante, cierta dolorosa esperanza de que su familia regresara un día al lugar al que pertenecían. Ver la ciudad de este modo representaba la muerte de toda dicha. Al doblar hacia una avenida más amplia, una de las calles que discurrían desde el Salón de los Acuerdos, vio una jauría de demonios belial que se escabullían por una entrada en arco, siseando y aullando. Arrastraban algo tras ellos… Algo que se retorcía y se contraía mientras resbalaba por la calle de adoquines. Echó a correr adelante, pero los demonios ya se habían marchado. Encogida contra la base de un pilar había una forma inerte que derramaba un delgado rastro de sangre. Cristales rotos crujieron como guijarros bajo las botas cuando Alec se arrodilló para darle la vuelta al cuerpo. Le bastó una única ojeada al rostro morado y deformado; se estremeció y se alejó de allí, dando gracias porque no fuese nadie que conociera.
Un ruido le hizo ponerse en pie a toda prisa. Olió el hedor antes de verla: la sombra de algo jorobado y enorme se deslizaba hacia él desde el otro extremo de la calle. ¿Un Demonio Mayor? Alec no aguardó para averiguarlo. Cruzó la calle como una flecha en dirección a una de las casas más altas, saltando sobre el alféizar de una ventana cuyo cristal habían hecho pedazos. Unos pocos minutos más tarde se izaba ya sobre el tejado, con las manos doloridas y las rodillas arañadas. Se puso en pie, se sacudió el polvo de las manos y contempló Alacante desde allí.
Las inservibles torres de los demonios proyectaban su apagada luz sin vida al suelo sobre las calles enardecidas de la ciudad, donde «cosas» trotaban, se arrastraban y se escabullían entre las sombras de los edificios, igual que cucarachas que corretean por un apartamento a oscuras. El aire contenía gritos y chillidos, el sonido de alaridos, de nombres pronunciados al viento… y también gritos de demonios, aullidos de caos y satisfacción, chillidos que perforaban el oído humano como una punzada de dolor. El humo se alzaba por encima de las casas de piedra de color miel en forma de neblina, envolviendo las agujas del Salón de los Acuerdos. Alzando la vista hacia el Gard, Alec vio una avalancha de cazadores de sombras que descendían a la carretera el sendero de la colina, iluminados por las luces mágicas que llevaban. La Clave descendía a presentar batalla.
Se acercó al borde del tejado. Los edificios en esa zona estaban muy pegados y los aleros casi se tocaban. Fue fácil saltar del techo en el que estaba al siguiente, y luego al situado más allá. Se encontró corriendo ágilmente por los tejados, saltando las escasas distancias entre casas. Era agradable sentir el aire frío en el rostro, sofocando el hedor a demonios.
Llevaba corriendo unos cuantos minutos cuando advirtió dos cosas: una, que corría en dirección a las agujas blancas del Salón de los Acuerdos. Y dos, que había algo más allí delante, en una plaza entre dos callejones, algo que parecía una lluvia de chispas que se elevaban… Excepto que eran azules, del oscuro azul de una llama de gas. Alec había visto chispas azules como aquéllas antes. Se las quedó mirando fijamente durante un instante antes de empezar a correr.
El tejado más próximo a la plaza tenía una pronunciada inclinación. Alec resbaló por la pendiente y sus botas golpearon algunas tejas planas sueltas. Suspendido precariamente en el borde, miró abajo.
La plaza de la Cisterna estaba a sus pies, y su visión quedaba obstaculizada en parte por un enorme poste de metal que sobresalía de la mitad de la fachada del edificio sobre el que se encontraba. Un letrero de madera de una tienda colgaba de él, balanceándose con la brisa. La plaza que tenía debajo estaba repleta de demonios iblis: tenían figura humana pero estaban formados de una sustancia parecida a humo negro enroscado, cada uno con un par de ardientes ojos amarillos. Habían formado una línea y avanzaban lentamente en dirección a la solitaria figura de un hombre que llevaba un amplio abrigo gris, obligándolo a retroceder contra una pared. Alec no pudo hacer otra cosa que mirar atónito. Todo en aquel hombre le resultaba familiar; la enjuta curva de la espalda, la desgreñada maraña de cabellos oscuros, y el modo en que el fuego azul brotaba de las yemas de sus dedos igual que cianóticas libélulas desenfrenadas.
«Magnus». El brujo estaba arrojando lanzas de fuego azul a los demonios iblis; una lanza alcanzó en el pecho a un demonio que avanzaba hacia él. La criatura emitió un sonido que fue como un balde de agua arrojado sobre el fuego, se estremeció y desapareció en medio de una explosión de cenizas. Los otros se movieron para ocupar su lugar —los demonios iblis no eran muy listos— y Magnus arrojó otro torrente de lanzas llameantes. Varios iblis cayeron, pero en esta ocasión otro demonio, más astuto que los demás, había flotado alrededor de Magnus y se aglutinaba tras él, listo para atacar…
Alec no se detuvo a pensar. En lugar de eso, saltó, agarrando el borde del tejado mientras caía, y luego se dejó caer, se sujetó al poste de metal y se columpió para reducir la velocidad de caída. Al soltarse cayó con suavidad al suelo. El demonio, sobresaltado, trató de volverse con los ojos amarillos como gemas llameantes; Alec sólo tuvo tiempo para reflexionar que, de ser Jace, se le habría ocurrido algo ingenioso que decir antes de sacar el cuchillo serafín del cinturón y atravesar con él al demonio. Con un alarido confuso el demonio se desvaneció y la violencia de su partida de esta dimensión salpicó a Alec con una fina lluvia de cenizas.
—¿Alec?
Magnus le miraba con asombro. Había despachado al resto de los demonios iblis, y la plaza estaba vacía a excepción de ellos dos.
—¿Acabas de… acabas de salvarme la vida?
Alec sabía que debería encontrar algo que decir como: «Por supuesto, porque soy un cazador de sombras y eso es lo que hacemos», o «Ése es mi trabajo». Jace habría dicho algo parecido. Jace siempre sabía lo que había que decir. Pero las palabras que realmente surgieron de la boca de Alec fueron muy distintas… y sonaron irascibles, incluso a sus propios oídos.
—Jamás me devolviste las llamadas —dijo—. Te llamé muchísimas veces y tú nunca me devolviste las llamadas.
Magnus miró a Alec como si éste se hubiese vuelto loco.
—Tu ciudad está siendo atacada —dijo—. Las salvaguardas no funcionan y las calles están repletas de demonios. ¿Y tú quieres saber por qué no te he llamado?
Alec apretó la mandíbula en una obstinada línea.
—Sí, quiero saber por qué no me devolviste las llamadas.
Magnus levantó las manos en un gesto de exasperación. Alec advirtió con interés que, cuando lo hizo, unas cuantas chispas salieran de las yemas de sus dedos, como libélulas escapando de un tarro.
—Eres un idiota.
—¿Por eso no me has llamado? ¿Por qué soy un idiota?
—No. —Magnus fue hacia él a grandes zancadas—. No te he llamado porque estoy cansado de que sólo me quieras ver cuando necesitas algo. Estoy cansado de verte enamorado de otra persona… de alguien, por cierto, que jamás te devolverá ese amor. No como yo te amo.
—¿Me amas?
—Nefilim estúpido —dijo Magnus en tono paciente—. ¿Por qué otra cosa iba a estar aquí? ¿Por qué otro motivo habría pasado las últimas semanas remendando a todos tus imbéciles amigos cada vez que los hieren y sacándote de cada situación ridícula en la que te metes? Por no mencionar el ayudarte a ganar una batalla contra Valentine. ¡Y todo totalmente gratis!
—No lo había considerado de ese modo —admitió Alec.
—Por supuesto que no. Jamás lo consideraste de ningún modo. —Los ojos de gato de Magnus brillaban de ira—. Tengo setecientos años, Alexander. Sé cuando algo no va a funcionar. Tú ni siquiera quieres admitir que existo ante sus padres.
Alec le miró sorprendido.
—¿Tienes setecientos años?
—Bueno —corrigió Magnus—, ochocientos. Pero no lo parezco. De todos modos creo que no lo has entendido. La cuestión es…
Pero Alec no pudo averiguar cuál era la cuestión porque en aquel momento una docena más de demonios iblis llegaron en tropel a la plaza. Sintió que se le desencajaba la boca.
—Maldición.
Magnus siguió la dirección de su mirada. Los demonios se abrían ya en semicírculo a su alrededor, con los ojos amarillos refulgiendo.
—Es el momento de cambiar de tema, Lightwood.
—Te diré qué —Alec alargó la mano para sacar un segundo cuchillo serafín—. Si salimos con vida de esto, te prometo que te presentaré a toda mi familia.
Magnus alzó las manos; sus dedos brillaban con individuales llamas azules que iluminaron su amplia sonrisa con un ardiente resplandor.
—Trato hecho.