Y LA MUERTE NO TENDRÁ DOMINIO
Isabelle había dicho la verdad: el Instituto estaba totalmente desierto. Casi por completo, al menos. Max dormía sobre el sofá rojo del vestíbulo cuando entraron. Tenía las gafas ligeramente torcidas y era evidente que no había tenido la intención de dormirse: había un libro que se le había resbalado abierto en el suelo y los pies, calzados con zapatillas de lona, le colgaban por encima del borde del sofá en una posición probablemente incómoda.
Inmediatamente, Clary se sintió conmovida. Le recordó a Simon a la edad de nueve o diez años, todo gafas, parpadeos torpes y, sobre todo, orejas.
—Max es como un gato. Puede dormir en cualquier parte.
Jace alargó la mano, le retiró las gafas del rostro y las depositó sobre una mesita baja de marquetería situada a poca distancia. Había una expresión en el rostro que Clary no había visto nunca antes; una feroz ternura protectora, que la sorprendió.
—Vamos, deja sus cosas tranquilas… sólo conseguirás embarrarlas —le riñó Isabelle enojada, mientras se desabotonaba el abrigo mojado.
El vestido se le había pegado al largo torso, y el agua oscurecía el grueso cinturón de cuero que le rodeaba la cintura. El brillo del látigo enrollado era visible justo allí donde el mango sobresalía del borde del cinturón. La muchacha tenía una expresión molesta.
—Noto que me voy a resfriar —anunció—. Voy a darme una ducha caliente.
Jace la contempló desaparecer por el pasillo con una especie de reacia admiración.
—En ocasiones me recuerda al poema. «Isabelle, Isabelle, no se inquietó. Isabelle no chilló ni correteó…».
—¿Nunca tienes ganas de chillar? —le preguntó Clary.
—A veces. —Jace se quitó la chaqueta mojada y la dejó en el colgador junto al abrigo de Isabelle—. Tiene razón sobre lo de la ducha caliente. Desde luego me iría muy bien.
—Yo no tengo nada para cambiarme —dijo Clary, deseando repentinamente tener unos instantes para sí misma; sus dedos ansiaban marcar el número de Simon en el móvil, averiguar si estaba bien—. Os esperaré aquí.
—No seas idiota. Te prestaré una camiseta.
Los vaqueros del muchacho estaban empapados y le colgaban bajos sobre los huesos de las caderas, mostrando la franja de pálida piel tatuada entre el tejido vaquero y el borde de la camiseta.
Clary desvió la mirada.
—No creo…
—Vamos. —El tono de Jace era firme—. De todos modos hay algo que quiero mostrarte.
Disimuladamente, Clary comprobó la pantalla de su teléfono mientras seguía a Jace por el pasillo hasta su habitación. Simon no había intentando llamar. Le pareció como si cristalizara hielo dentro de su pecho. Hasta hacía dos semanas, Simon y ella llevaban años sin pelearse. Ahora, él parecía estar furioso con ella todo el tiempo.
La habitación de Jace estaba exactamente como Clary la recordaba: limpia como una patena y vacía como la celda de un monje. No había nada en la habitación que contara nada sobre Jace: no había pósters en las paredes, no había libros amontonados en la mesilla de noche. Incluso el edredón sobre la cama era totalmente blanco.
El muchacho fue a la cómoda y sacó una camiseta azul de manga larga de un cajón. Se la tiró a Clary.
—Esa se encogió al lavarla —explicó—. Probablemente te vendrá grande de todos modos, pero… —Se encogió de hombros—. Voy a darme una ducha. Chilla si necesitas algo.
Ella asintió, sosteniendo la camiseta sobre el pecho como si fuera un escudo. Él pareció estar a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor; con otro encogimiento de hombros, desapareció en el cuarto de baño, cerrando la puerta con firmeza tras él.
Clary se dejó caer sobre la mesa, con la camiseta sobre el regazo, y sacó el teléfono del bolsillo. Marcó el número de Simon. Tras cuatro timbrazos, saltó el buzón de voz. «Hola, estás hablando con Simon. O bien estoy lejos del teléfono o te estoy evitando. Déjame un mensaje y…».
—¿Qué haces?
Jace estaba en la puerta del cuarto de baño. El agua corría sonoramente detrás de él en la ducha y el cuarto estaba medio lleno de vapor. El muchacho no llevaba camiseta e iba descalzó; los vaqueros mojados descansaban bajos sobre las caderas, mostrando las profundas hendiduras sobre los huesos, como si alguien hubiese presionado los dedos sobre la piel allí.
Clary cerró el teléfono de golpe y lo dejó caer sobre la cama.
—Nada. Mirando la hora.
—Hay un reloj junto a la cama —indicó Jace—. Llamabas al mundano, ¿verdad?
—Se llama Simon. —Clary hizo una bola con la camiseta de Jace—. Y no tienes por qué portarte como un cabrón con él todo el tiempo. Os ha echado una mano más de una vez.
Los ojos de Jace estaban entornados, pensativos. El cuarto de baño se llenaba rápidamente de vapor, haciendo que se le rizaran más los cabellos.
—Y ahora te sientes culpable porque ha salido huyendo —afirmó Jace—. Yo no me molestaría en llamarle. Estoy seguro de que te está evitando.
Clary no intentó disimular la cólera de su voz.
—¿Y tú lo sabes porque como sois tan íntimos…?
—Lo sé porque vi la expresión de su rostro antes de que se largara —respondió Jace—. Tú no. No le estabas mirando. Pero yo sí.
Clary se apartó los cabellos, todavía empapados, de los ojos. La ropa la escocía allí donde se le pegaba a la piel, y sospechaba que olía igual que el fondo de un estanque. Pero no podía dejar de ver el rostro de Simon cuando la había mirado en la corte seelie… como si la odiase.
—Es culpa tuya —exclamó de improviso, mientras la ira se le acumulaba en el corazón—. No deberías haberme besado de ese modo.
Él había estado apoyado contra el marco de la puerta, pero rápidamente se irguió muy tieso.
—¿Cómo debería haberte besado? ¿Te gusta de otra manera?
—No. —Las manos le temblaban sobre el regazo. Las tenía frías y blancas, arrugadas por el agua. Entrelazó los dedos para detener el temblor—. Simplemente no quiero que me beses.
—A mi no me pareció que tuviésemos mucho donde elegir.
—¡Eso es lo que no comprendo! —estalló Clary—. ¿Por qué te hizo besarme? La reina, quiero decir. ¿Por qué obligarnos a hacer… eso? ¿Qué placer puede haber sacado?
—Ya oíste lo que dijo la reina. Pensó que me estaba haciendo un favor.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Los seres mágicos no mienten.
Clary pensó en lo que Jace había dicho en casa de Magnus. «Descubrirán qué es lo que más deseas en el mundo y te lo darán… con una sorpresa inesperada oculta que hará que lamentes haberlo deseado».
—Pues entonces se equivocaba.
—No se equivocaba. —El tono de Jace era amargo—. Vio cómo yo te miraba, y tú a mí, y Simon a ti, y nos pulsó como los instrumentos que somos para ella.
—Yo no te miro —susurró Clary.
—¿Qué?
—He dicho que yo no te miro. —Separó las manos, que había tenido entrelazadas sobre el regazo; había marcas rojas donde los dedos se habían sujetado unos a otros—. Al menos intento no hacerlo.
Los ojos del muchacho estaban entrecerrados, con apenas un destello dorado dejándose ver a través de las pestañas, y Clary recordó la primera vez que lo había visto y cómo le habían recordado a un león, dorado y mortífero.
—¿Por qué?
—¿Por qué crees? —Las palabras fueron apenas un susurro.
—Entonces, ¿por qué? —La voz del muchacho temblaba—. ¿Por qué todo esto con Simon, por qué sigues apartándome, no me dejas estar cerca de ti…?
—Porque es imposible —contestó ella, y la última palabra surgió como una especie de gemido, a pesar de sus esfuerzos por mantener el control—. ¡Lo sabes tan bien como yo!
—Porque eres mi hermana —repuso Jace.
Ella asintió sin hablar.
—Posiblemente —siguió Jace—. ¿Y por eso has decidido que tu viejo amigo Simon resulta una buena distracción?
—No es eso —respondió ella—. Quiero a Simon.
—Como quieres a Luke —replicó Jace—. Y de la misma forma que quieres a tu madre.
—No. —La voz de la muchacha era tan fría y afilada como un carámbano—. No me digas lo que siento.
Un pequeño músculo dio un tirón en la comisura de la boca de Jace.
—No te creo.
Clary se puso en pie. No podía mirarle a los ojos, así que fijó la mirada en la delgada cicatriz en forma de estrella del hombro derecho del muchacho, un recuerdo de alguna vieja herida. «Esta vida de cicatrices y matanzas —había dicho Hodge en una ocasión—. No formas parte de ella».
—Jace —dijo—. ¿Por qué me haces esto?
—Porque me estás mintiendo. Y porque te estás mintiendo a ti misma.
Los ojos de Jace llameaban, y a pesar de que él tenía las manos metidas en los bolsillos, Clary pudo ver que apretaba los puños con fuerza.
Algo dentro de Clary se rompió, y las palabras salieron en tropel.
—¿Y qué quieres que te diga? ¿La verdad? ¡La verdad es que quiero a Simon como debería quererte a ti, y desearía que él fuese mi hermano y tú no lo fueses, pero no puedo hacer nada al respecto y tampoco puedes tú! ¿O es que tienes alguna idea, puesto que eres tan condenadamente listo?
Jace inspiró con fuerza, y Clary comprendió que él jamás había esperado que ella le dijera lo que acababa de decir, ni en un millón de años. La expresión del rostro de Jace lo dejaba bien claro.
Clary hizo un esfuerzo por recuperar la serenidad.
—Jace, lo siento, no era mi intención…
—No. No lo sientes. No lo sientas.
Avanzó hacia ella, casi tropezándose con sus propios pies; Jace, que jamás daba un traspié con nada, que jamás efectuaba un movimiento desgarbado. Las manos del joven se alzaron para sostenerle el rostro. Clary sintió la calidez de las yemas de los dedos, a milímetros de su piel; supo que debería apartarse, pero se quedó paralizada, con la mirada clavada en él.
—No lo comprendes —farfulló Jace, y la voz le tembló—, nunca he sentido algo así por nadie. No creía que pudiera. Pensaba… por el modo en que crecí… mi padre…
—Amar es destruir —repuso ella como aturdida—. Lo recuerdo bien.
—Pensaba que parte de mi corazón estaba roto —continuó él, y había una expresión en su rostro como si le sorprendiera oírse decir tales palabras, decir «mi corazón»—. Para siempre. Pero tú…
—Jace. No. —Alzó las manos y cubrió la mano del joven con la suya, doblando sus dedos dentro de los suyos—. No conduce a nada.
—Eso no es cierto. —Había desesperación en su voz—. Si los dos sentimos lo mismo…
—No importa lo que sintamos. No hay nada que podamos hacer. —Oyó su voz como si hablara una desconocida: distante, abatida—. ¿Adónde iríamos para estar juntos? ¿Cómo podríamos vivir?
—Podríamos mantenerlo en secreto.
—La gente lo descubriría. Y yo no quiero mentir a mi familia, ¿lo quieres tú?
La respuesta de Jace fue amarga.
—¿Qué familia? Los Lightwood me odian de todos modos.
—No, no es cierto. Y yo jamás podría decírselo a Luke. Y mi madre, y si despierta, ¿qué le diríamos? Esto, lo que queremos, resultaría inaceptable para todos aquellos que nos importan…
—¿Inaceptable? —Jace dejó caer las manos del rostro de Clary como si ella le hubiese apartado de un empujón; parecía anonadado—. Lo que sentimos… lo que yo siento… ¿te resulta inadmisible?
Ella contuvo la respiración ante la mirada en su rostro.
—A lo mejor —dijo en un susurro—. No lo sé.
—Entonces deberías haber dicho eso desde un principio.
—Jace…
Pero se había alejado de ella, con la expresión cerrada con llave igual que una puerta. Resultaba difícil creer que la hubiese mirado nunca de otro modo.
—Entonces, lamento haber dicho nada. —La voz era distante, formal—. No volveré a besarte. Puedes contar con eso.
El corazón de Clary dio una lenta voltereta inútil mientras él se apartaba de ella, sacaba una toalla de lo alto de la cómoda y volvía al cuarto de baño.
—Pero… Jace, ¿qué haces?
—Acabar de ducharme. Y si has hecho que me quede sin agua caliente, me enfadaré mucho.
Entró en el baño y cerró la puerta de una patada a su espalda.
Clary se desplomó en la cama y clavó la mirada en el techo. Estaba tan vacío como lo había estado la expresión de Jace antes de darle la espalda. Se volvió y advirtió que estaba encima de la camiseta azul. Incluso olía como él, a jabón y a humo, y al aroma cúprico de la sangre. Enroscándosela alrededor de ella como una vez cuando era muy pequeña había hecho con su manta favorita, cerró los ojos.
En el sueño, contemplaba agua reluciente, extendida bajo ella como un espejo interminable que reflejaba el cielo nocturno. Y como un espejo, era sólida y dura, y ella podía andar por encima. Anduvo, oliendo el aire nocturno, las hojas húmedas y el olor de la ciudad, que centelleaba a lo lejos como un castillo de hadas cubierto de luces; y por donde andaba, grietas en forma de telaraña se abrían a partir de sus pasos y astillas de cristal chapoteaban igual que agua.
El cielo empezó a brillar. Estaba iluminado por puntos llameantes, como cabezas de cerillas encendidas. Entonces cayeron, como una lluvia de carbones ardientes procedentes del cielo, y ella se encogió asustada, alzando los brazos. Uno cayó justo frente a ella, una hoguera precipitándose a toda velocidad, pero cuando golpeó el suelo se convirtió en un muchacho: era Jace, todo él oro llameante con sus ojos dorados y cabellos dorados; unas alas de oro blanco le brotaron de la espalda, más ancha y más densamente cubiertas de plumas de las de cualquier ave.
Él sonrió como un gato y señaló detrás de ella, y Clary volvió la cabeza y vio que un muchacho de cabellos oscuros —¿era Simon?— estaba de pie allí, y también de su espalda se extendían unas alas con plumas negras como la medianoche, y cada pluma tenía sangre en la punta.
Clary despertó respirando entrecortadamente, con las manos cerradas sobre la camiseta de Jace. La habitación estaba oscura, la única luz que se percibía penetraba desde la estrecha ventana situada junto a la cama. Se incorporó. Sentía la cabeza pesada y le dolía la nuca. Escudriñó la habitación lentamente y dio un brinco cuando un puntito de luz resplandeciente, como los ojos de un gato en la oscuridad, brilló ante ella.
Jace estaba sentado en un sillón junto a la cama. Llevaba vaqueros y un suéter gris, y su cabello parecía casi seco. Sostenía algo en la mano que brillaba como metal. ¿Una arma? Clary no podía imaginar contra qué podría estarse protegiendo allí en el Instituto.
—¿Has dormido bien?
Ella asintió. Sentía la boca pastosa.
—¿Por qué no me has despertado?
—Pensé que te iría bien el descanso. Además, dormías como un tronco. Incluso babeabas —añadió—. Sobre mi camiseta.
Clary se llevó rápidamente la mano a la boca.
—Lo siento.
—No se ve a menudo a alguien babeando —comentó Jace—. Especialmente con un abandono tan total. Con la boca bien abierta y todo eso.
—Vamos, cállate. —Palpó a su alrededor por entre las mantas hasta localizar su teléfono y volvió a mirarlo, aunque sabía lo que diría. «No hay llamadas»—. Son las tres de la madrugada —advirtió con desaliento—. ¿Crees que Simon está bien?
—Creo que es un tipo raro, en realidad —dijo Jace—. Aunque eso poco tiene que ver con la hora.
Clary se metió el teléfono en el bolsillo de los vaqueros.
—Voy a cambiarme.
El cuarto de baño blanco de Jace no era mayor que el de Isabelle, aunque estaba considerablemente más ordenado. No había una gran variación entre las habitaciones del Instituto, se dijo Clary, mientras cerraba la puerta, pero al menos existía intimidad. Se despojó de la camiseta húmeda y la colgó en el toallero, luego se echó agua a la cara y se pasó un peine por los cabellos desordenadamente ensortijados.
La camiseta de Jace era demasiado grande para ella, pero el tejido resultaba suave en contacto con la piel. Se dobló las mangas y volvió al dormitorio, donde encontró a Jace sentado exactamente donde lo había estado antes, contemplando fijamente el objeto centelleante que tenía en las manos. La muchacha se inclinó sobre el respaldo del sillón.
—¿Qué es eso?
En lugar de responder, él le dio la vuelta para que ella pudiera verlo bien. Era un pedazo irregular de espejo roto, pero en lugar de reflejar su propio rostro, contenía una imagen de hierba verde, cielo azul y negras ramas desnudas de árboles.
—No sabía que lo hubieses guardado —dijo ella—. Un pedazo del Portal.
—Es por lo que quería venir aquí —repuso él—. Para coger esto. —Nostalgia y aversión se mezclaban en la voz—. No dejo de pensar que tal vez vea a mi madre en un reflejo. Que averiguaré qué trama.
—Pero él no está ahí, ¿verdad? Pensaba que estaba en alguna parte aquí. En la ciudad.
Jace negó con la cabeza.
—Magnus le ha estado buscando y no lo cree.
—¿Magnus le ha estado buscando? No lo sabía. Cómo…
—Si Magnus llegó a ser Gran Brujo es por algo. Su poder se extiende por toda la ciudad y más allá. Puede percibir lo que hay allí fuera, hasta cierto punto.
Clary lanzó un resoplido.
—¿Puede percibir alteraciones en la Fuerza?
Jace la miró con cara de pocos amigos.
—No bromeo. Después de que mataran a aquel brujo en TriBeCa empezó a tomar cartas en el asunto. Cuando fui a alojarme con él me pidió algo de mi padre para facilitarle el rastreo. Le di el anillo de los Morgenstern. Dijo que me avisaría si percibía a Valentine en algún lugar de la ciudad, pero hasta el momento no lo ha hecho.
—Quizás lo que quería era tu anillo —aventuró Clary—. Lo cierto es que lleva una barbaridad de joyas.
—Por mí puede quedárselo. —La mano de Jace se cerró con más fuerza alrededor del trozo de espejo que sujetaba; Clary advirtió con alarma cómo le salía la sangre alrededor de los irregulares bordes desde los puntos donde se le clavaban en la carne—. No tiene ningún valor para mí.
—¡Eh! —exclamó ella, y se inclinó para quitarle el cristal de la mano—. Tranquilo.
Clary metió el pedazo de Portal dentro del bolsillo de la chaqueta de Jace, que estaba colgada en la pared. Los bordes del cristal estaban manchados de sangre, y las palmas de Jace surcadas de líneas rojas.
—Quizás deberíamos devolverte a Magnus —indicó ella con tanta suavidad como pudo—. Alec lleva allí mucho tiempo, y…
—En cierto modo, dudo que le importe —repuso Jace, pero se puso en pie obedientemente y cogió su estela, que estaba apoyada en la pared; mientras dibujaba una runa curativa en el dorso de la ensangrentada mano derecha, siguió—: Hay algo que quería preguntarte.
—¿Y qué es?
—Cuando me sacaste de la celda de la Ciudad Silenciosa, ¿cómo lo hiciste? ¿Cómo abriste la puerta?
—Ah. Sólo usé una runa de apertura corriente, y…
La interrumpió el estridente sonido de un timbre, y se llevó la mano al bolsillo antes de darse cuenta de que el ruido que había oído era mucho más fuerte y agudo que cualquier sonido que su teléfono pudiera emitir. Miró a su alrededor desconcertada.
—Ese es el timbre del Instituto —dijo Jace, agarrando su chaqueta—. Vamos.
Estaban a mitad de camino del vestíbulo cuando Isabelle salió precipitadamente por la puerta de su propio dormitorio, vestida con un albornoz de algodón, un antifaz de dormir de seda rosa en la frente y una expresión un tanto aturdida.
—¡Son las tres de la mañana! —les dijo, en un tono que sugería que aquello era todo culpa de Jace, o posiblemente de Clary—. ¿Quién está llamando al timbre a las tres de la mañana?
—Tal vez sea la Inquisidora —respondió Clary, sintiéndose repentinamente helada.
—Ella podría entrar por sí misma —repuso Jace—. Cualquier cazador de sombras podría. El Instituto está cerrado solamente a mundanos y a subterráneos.
Clary sintió que se le contraía el corazón.
—¡Simon! —dijo—. ¡Tiene que ser él!
—Ah, por el amor de Dios —bostezó Isabelle—, ¿realmente nos está despertando a esta hora infame sólo para probar su amor por ti o algo así? ¿No podría haber telefoneado? Los hombres mundanos son bastante imbéciles.
Habían llegado al vestíbulo, que estaba vacío; Max debía de haberse ido a la cama. Isabelle cruzó majestuosa la estancia y movió la clavija de un interruptor situado en la pared opuesta. Desde algún lugar en el interior de la catedral llegó un lejano golpetazo retumbante.
—Ya está —anunció la muchacha—. El ascensor viene de camino.
—Esperaba que tuviera la dignidad y presencia de ánimo para limitarse a emborracharse y perder el conocimiento en alguna alcantarilla —comentó Jace—. Debo decir que me siento decepcionado por el jovencito.
Clary apenas le oyó. Una creciente sensación de temor hacía que la sangre le corriera lenta y espesa. Recordó su sueño: los ángeles, el hielo, Simon con alas que sangraban. Se estremeció.
Isabelle la miró comprensiva.
—Hace frío aquí dentro —comentó, y cogió lo que parecía un abrigo de terciopelo azul de uno de los percheros—. Toma —dijo—, ponte esto.
Clary se puso el abrigo y se arrebujó bien en él. Era demasiado largo, pero le daba calor. También tenía una capucha, forrada de raso. Clary la echó atrás para poder ver cómo se abrían las puertas del ascensor.
Se abrieron a una caja vacía cuyos lados de espejo reflejaron su propio rostro, pálido y sobresaltado. Sin detenerse a pensar, penetró en el interior.
Isabelle la miró confusa.
—¿Qué haces?
—Simon está ahí abajo —dijo Clary—. Lo sé.
—Pero…
De repente, Jace estaba junto a Clary, manteniendo las puertas abiertas para Isabelle.
—Vamos, Izzy —dijo.
Con un gesto teatral, ella les siguió.
Clary intentó atraer la mirada del muchacho mientras los tres descendían en silencio —Isabelle se recogía en alto el último largo bucle de cabello—, pero Jace se negó a mirarla. Se miraba a sí mismo de refilón en el espejo del ascensor, silbando suavemente por lo bajo como hacía siempre que estaba nervioso. La muchacha recordó el leve temblor de sus manos cuando la había sujetado en la corte seelie. Pensó en la expresión del rostro de Simon… y luego en este casi corriendo para escapar de ella, desvaneciéndose entre las sombras del borde del parque. Sentía un nudo de temor en el pecho y no sabía el motivo.
Las puertas del ascensor se abrieron a la nave de la catedral, poblada con la luz danzarina de velas. Clary pasó por delante de Jace en su prisa por salir del ascensor y prácticamente corrió por el estrecho pasillo que había entre los bancos. Dio un traspié con el borde del abrigo, que arrastraba por el suelo, y lo arremangó impacientemente en la mano antes de lanzarse hacia las amplias puertas dobles que, por dentro, estaban atrancadas con pestillos de bronce del tamaño de los brazos de Clary. Mientras alargaba las manos hacia el pestillo más alto, el timbre volvió a resonar en el templo. Oyó que Isabelle susurraba algo a Jace, y entonces Clary se encontró tirando del pestillo, arrastrándolo hacia atrás, y notó la mano de Jace sobre la suya, ayudándola a abrir las pesadas puertas.
El aire nocturno entró a raudales, haciendo que las velas ardieran con luz mortecina en sus soportes. El aire olía a ciudad: a sal y a gases, a cemento que se enfriaba y a basura, y por debajo de aquellos olores familiares, el olor a cobre, como el olor penetrante de un centavo nuevo.
En un principio, Clary pensó que la escalinata estaba vacía. Luego pestañeó y vio a Raphael allí de pie, con la cabeza de negros rizos alborotada por la brisa nocturna, la camisa blanca abierta a la altura del cuello para mostrar la cicatriz en el hueco del cuello. En los brazos sostenía un cuerpo. Eso fue todo lo que Clary vio mientras le miraba fijamente con perplejidad: un cuerpo. Alguien muerto, brazos y piernas oscilando como cuerdas flácidas, la cabeza echada hacia atrás para mostrar el cuello destrozado. Notó que la mano de Jace se cerraba alrededor de su brazo como unas tenazas, y sólo entonces miró con más atención y vio la familiar americana de pana con la manga rasgada, la camiseta azul manchada y salpicada de sangre, y chilló.
El grito no emitió ningún sonido. Clary sintió que las rodillas se le doblaban y habría caído al suelo si Jace no la hubiese estado sosteniendo.
—No mires —le dijo él al oído—. Por el amor de Dios, no mires.
Pero ella no podía evitar mirar la sangre que apelmazaba los cabellos castaños de Simon, la garganta desgarrada, los cortes profundos a lo largo de las muñecas. Puntos negros salpicaron su visión mientras luchaba por respirar.
Fue Isabelle quien agarró uno de los candelabros vacíos situados junto a la puerta y apuntó con él a Raphael como si se tratara de una enorme lanza de tres puntas.
—¿Qué le has hecho a Simon?
En ese momento su voz clara y autoritaria sonó exactamente igual a su madre.
—Aún no ha muerto —dijo Raphael, en una voz monótona e impasible, y depositó a Simon en el suelo casi a los pies de Clary, con sorprendente delicadeza.
La muchacha había olvidado lo fuerte que debía de ser, pues poseía la fuerza inhumana de un vampiro, a pesar de su delgadez.
A la luz de las velas, que se derramaba a través de la entrada, Clary pudo ver que la camiseta de Simon tenía la parte delantera empapada de sangre.
—Has dicho que… —empezó.
—No está muerto —repitió Jace, sujetándola con más fuerza—. No está muerto.
Ella se desasió de él con un violento tirón y se arrodilló sobre el cemento. No sintió ninguna repugnancia al tocar la piel ensangrentada de Simon mientras deslizaba las manos bajo su cabeza, alzándolo sobre su regazo. Sintió únicamente el aterrado horror infantil que recordaba de cuando tenía cinco años y había roto la inapreciable lámpara Liberty de su madre. «Nada —dijo una voz en lo más recóndito de su mente— volverá a colocar esos pedazos en su sitio».
—Simon —musitó, tocándole el rostro; las gafas habían desaparecido—. Simon, soy yo.
—No puede oírte —dijo Raphael—. Se está muriendo.
La cabeza de Clary se alzó de golpe.
—Pero has dicho…
—He dicho que no está muerto aún —respondió él—. Pero en unos pocos minutos, diez quizá, su corazón empezará a ir más despacio y se detendrá. Ya ha alcanzado un punto en el que ni ve ni oye nada.
Involuntariamente los brazos de la muchacha se cerraron con más fuerza alrededor de Simon.
—Tenemos que llevarle a un hospital… o llamar a Magnus.
—No pueden hacer nada por él —dijo Raphael—. No lo entendéis.
—No —intervino Jace, con la voz suave como seda guarnecida de puntas afiladas como agujas—. No te entendemos. Y tal vez deberías explicarte. Porque de lo contrario voy a pensar que eres un delincuente chupasangre, y te arrancaré el corazón. Como debería haber hecho la última vez que no encontramos.
Raphael le sonrió sin humor.
—Juraste no hacerme daño, cazador de sombras. ¿Lo has olvidado?
—Yo no lo hice —replicó Isabelle, blandiendo el candelabro.
Raphael hizo caso omiso de ella. Seguía mirando a Jace.
—Recordé esa noche en que entrasteis en el Dumort buscando a vuestro amigo. Es por eso que lo traje aquí… —indicó a Simon con un ademán— cuando le encontré en el hotel, en lugar de dejar que los otros se le bebieran toda la sangre hasta matarlo. Verás, se metió dentro, sin permiso, y por lo tanto era una presa legítima para nosotros. Pero le mantuve con vida porque sabía que era de los vuestros. No deseo una guerra con los nefilim.
—¿Entró por la fuerza? —inquirió Clary con incredulidad—. Simon jamás habría hecho algo tan estúpido e insensato.
—Pero lo hizo —afirmó Raphael, con un levísimo asomo de sonrisa—, porque temía estar convirtiéndose en uno de nosotros, y quería saber si el proceso se podía invertir. Recordáis que cuando tuvo la forma de una rata, y vosotros vinisteis a buscarle, me mordió.
—Fue una gran muestra de iniciativa por su parte —repuso Jace—. Lo aprobé.
—Es posible —continuó Raphael—. En cualquier caso, entró un poco de mi sangre en su boca cuando lo hizo. Ya sabes que es el modo en que nos pasamos nuestros poderes unos a otros. A través de la sangre.
A través de la sangre. Clary recordó a Simon apartándose violentamente de la película de vampiros que daban por televisión, haciendo una mueca ante la luz del sol en McCarren Park.
—Pensaba que se estaba convirtiendo en uno de vosotros —repitió Jace—. Fue al hotel para averiguar si era verdad.
—Sí —confirmó Raphael—. La lástima es que los efectos de mi sangre probablemente se habrían desvanecido con el tiempo si él no hubiese hecho nada. Pero ahora… —Indicó el cuerpo inerte de Simon con un ademán lleno de expresividad.
—¿Ahora qué? —preguntó Isabelle, con un duro deje en la voz—. ¿Ahora morirá?
—Y volverá a alzarse. Ahora será un vampiro.
El candelabro se inclinó al frente mientras los ojos de Isabelle se abrían de par en par por la impresión.
—¿Qué?
Jace atrapó la improvisada arma antes de que golpeara el suelo. Cuando se volvió hacia Raphael, sus ojos eran sombríos.
—Mientes.
—Aguarda y lo verás —respondió este—. Morirá y volverá a alzarse como uno de los Hijos de la Noche. Eso es también por lo que he venido. Simon es uno de los míos ahora.
No había nada en la voz del vampiro, ni pesar ni satisfacción, pero Clary no pudo evitar preguntarse qué oculto regocijo podría sentir Raphael al haber tenido la suerte, de un modo tan oportuno, de tropezar con una baza de negociación tan efectiva.
—¿No puede hacer nada? ¿Ningún modo de invertir el proceso? —exigió saber Isabelle, con el pánico tiñéndole la voz.
Clary pensó vagamente que era extraño que aquellos dos, Jace e Isabelle, que no querían a Simon como ella lo hacía, fuesen quienes llevaran la voz cantante. Pero tal vez hablaban por ella precisamente porque ella era incapaz de decir una palabra.
—Le podríais cortar la cabeza y quemar su corazón en una hoguera, pero dudo que hagáis eso.
—¡No! —Los brazos de Clary se apretaron más alrededor de Simon—. No te atrevas a hacerle daño.
—Yo no tengo ninguna necesidad —repuso Raphael.
—No hablaba contigo. —Clary no alzó la mirada—. Ni siquiera lo pienses, Jace. Ni pensarlo.
Se hizo el silencio. Clary pudo oír la preocupada inhalación de Isabelle, y Raphael, por supuesto, no respiraba en absoluto. Jace vaciló un momento antes de decir:
—Clary, ¿qué querría Simon? ¿Es esto lo que querría para sí mismo?
La muchacha alzó violentamente la cabeza. Jace tenía los ojos bajados hacia ella, con el candelabro de metal de tres brazos todavía en la mano, y de repente una imagen le pasó rauda por la cabeza: Jace sujetando a Simon contra el suelo y hundiéndole el extremo afilado del candelabro en el pecho, haciendo que la sangre brotara hacia lo alto como un surtidor.
—¡Apártate de nosotros! —chilló de improviso, tan alto que vio a las distantes figuras que caminaban por la avenida frente a la catedral volverse y mirar a su espalda, como si las hubiese sobresaltado el ruido.
Jace palideció hasta la raíz de los cabellos, palideció hasta tal punto que sus ojos desorbitados parecieron discos de oro, inhumanos y sobrenaturalmente fuera de lugar.
—Clary, no pensarás… —comentó.
Simon jadeó de improviso, arqueándose hacia arriba en los brazos de Clary. Esta volvió a chillar y le sujetó, tirando de él hacia ella. El muchacho tenía los ojos muy abiertos, ciegos y aterrados. Alzó las manos. Ella no estuvo segura de si él intentaba tocarle el rostro o arañarla, no sabiendo quién era.
—Soy yo —dijo ella, bajándole la mano con suavidad hacia el pecho y enlazando los dedos de ambos—. Simon, soy yo. Soy Clary. —Sus manos resbalaron sobre las de él; bajó la vista y vio que estaban empapadas con la sangre de la camiseta del muchacho y con las lágrimas que habían resbalado de su rostro sin que ella lo advirtiera—. Simon, te quiero —dijo.
Las manos de Simon se apretaron sobre las suyas. El muchacho soltó aire —un sonido áspero y taladrante— y luego ya no volvió a respirar.
«Te quiero. Te quiero. Te quiero». Sus últimas palabras a Simon parecieron resonar en los oídos de Clary mientras él yacía inerte en sus brazos. De improviso, Isabelle estaba junto a ella, diciéndole algo al oído, pero Clary no podía oírla. El sonido del agua que corría, como un maremoto acercándose, le llenaba los oídos. Observó mientras Isabelle intentaba con suavidad desengancharle las manos de las de Simon, y no podía. Clary se sorprendió. No tenía la sensación de estar aferrándose a él con tanta fuerza.
Dándose por vencida, Isabelle se puso en pie y se revolvió furiosa contra Raphael. Gritaba. En mitad de su diatriba, el sistema auditivo de Clary volvió a conectarse, como una radio que finalmente hubiese encontrado una emisora que sintonizar.
—¿… y ahora qué se supone que tenemos que hacer? —chilló Isabelle.
—Enterrarle —respondió Raphael.
El candelabro volvió a balancearse hacia arriba en la mano de Jace.
—Eso no tiene gracia.
—No pretendía que la tuviese —replicó el vampiro sin inmutarse—. Así es como somos creados. Se nos quita toda la sangre y se nos entierra. Cuando alguien se desentierra a sí mismo, es cuando nace un vampiro.
Isabelle emitió un leve ruidito de repugnancia.
—No creo que yo pudiese hacer eso.
—Algunos no pueden —repuso Raphael—. Si no hay nadie allí para ayudarles a desenterrarse, permanecen así, atrapados como ratas bajo la tierra.
Un sonido se abrió paso fuera de la garganta de Clary. Un sollozo que era tan cortante como un chillido.
—No voy a meterle bajo tierra —afirmó.
—Entonces se quedará así —replicó Raphael inmisericorde—. Muerto, pero no del todo muerto. Sin despertar jamás.
Todos la miraban fijamente. Isabelle y Jace, como si contuvieran la respiración, aguardando su respuesta. Raphael con expresión indiferente, casi aburrida.
—No has entrado en el Instituto porque no puedes, ¿verdad? —preguntó Clary—. Porque es terreno sagrado y tú eres impuro.
—Eso no es exactamente… —empezó a decir Jace, pero Raphael le interrumpió con un gesto.
—Debería deciros —dijo el muchacho vampiro— que no hay mucho tiempo. Cuánto más esperemos antes de enterrarle, menos probable será que no pueda desenterrarse solo.
Clary bajó los ojos hacia Simon. Realmente parecía como si durmiese, de no ser por los largos cortes a lo largo de su piel desnuda.
—Entonces enterrémoslo —dijo—. Pero quiero que sea en un cementerio judío. Y quiero estar allí cuando despierte.
Los ojos de Raphael centellearon.
—No será agradable.
—Nada lo es jamás. —Clary alzó con firmeza la mandíbula—. Pongámonos en marcha. Sólo nos quedan unas pocas horas antes de que amanezca.