LA CORTE SEELIE
En el sueño, Clary volvía a ser una niña, y recorría una estrecha franja de playa cerca del paso entablado de Coney Island. El aire estaba impregnado del aroma a perritos calientes y cacahuetes asados, y de los gritos de niños. El mar se agitaba a lo lejos, su superficie azul grisácea inundada de luz solar.
Podía verse a sí misma como si lo hiciera desde una cierta distancia, vestida con un pijama infantil demasiado grande, con los dobladillos del pantalón arrastrando por la playa. La arena húmeda le rascaba entre los dedos de los pies, y el cabello se le pegaba pesadamente a la nuca. No había nubes, y el cielo estaba azul y despejado, pero ella tiritaba mientras andaba a lo largo de la orilla en dirección a la figura que podía distinguir sólo vagamente a lo lejos.
A medida que se acercaba, la figura se tornó repentinamente nítida como si Clary hubiese enfocado el objetivo de una cámara. Era su madre, arrodillada en las ruinas de un castillo de arena. Llevaba el mismo vestido blanco que Valentine le había puesto en Renwick, y en la mano tenía un retorcido pedazo de madera arrojado por el mar, plateado por la larga exposición a la sal y el viento.
—¿Has venido a ayudarme? —preguntó su madre, alzando la cabeza; los cabellos de Jocelyn estaban sueltos y ondeaban libremente al viento, haciendo que pareciera más joven de lo que era—. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo.
Clary tragó saliva para eliminar el grueso nudo que tenía en la garganta.
—Mamá… te he echado de menos, mamá.
Jocelyn sonrió.
—Yo también te he echado de menos, cariño. Pero no me he ido, ya lo sabes. Sólo duermo.
—Entonces, ¿cómo te despierto? —exclamó Clary, pero su madre miraba en dirección al mar con el rostro inquieto.
El cielo había adquirido un tono crepuscular gris acero, y las nubes negras parecían piedras pesadas.
—Ven aquí —dijo Jocelyn, y cuando Clary llegó ante ella, su madre añadió—: Extiende el brazo.
Clary lo hizo, y Jocelyn le pasó el pedazo de madera sobre la piel. El contacto le escoció como la quemadura de una estela, y dejó la misma gruesa línea negra. La runa que Jocelyn dibujó tenía una forma que Clary no había visto nunca, pero halló su contemplación instintivamente tranquilizadora.
—¿Qué hace esto?
—Debería protegerte.
—¿De qué?
Jocelyn no contestó, se limitó a mirar a lo lejos en dirección al mar. Clary se volvió y vio que el océano se había retirado un buen trecho, dejando montones salobres de basura, pilas de algas y peces desesperados que daban coletazos tras él. El agua se había reunido en una ola enorme que se alzaba como la ladera de una montaña, como un alud listo para caer. Los gritos de los niños desde el entablado se habían convertido en alaridos. Mientras Clary observaba horrorizada, se fijó en que el flanco de la ola era tan transparente como una membrana, y a través de él pudo ver cosas que parecían moverse bajo la superficie del mar, enormes cosas informes presionando contra la capa de agua. Alzó las manos…
Y se despertó, jadeando, con el corazón golpeándole dolorosamente contra las costillas. Estaba en su cama en el cuarto de invitados de la casa de Luke, y la luz de la tarde se filtraba a través de las cortinas. Tenía los cabellos pegados al cuello por el sudor, y el brazo le ardía y le dolía. Cuando se incorporó y encendió la luz de la mesilla de noche, no se sorprendió al ver la Marca negra que tenía en el antebrazo.
Al entrar en la cocina, descubrió que Luke le había dejado el desayuno, en forma de un bollo cubierto de azúcar glaseado, en una caja de cartón salpicada de grasa. También había dejado una nota pegada a la nevera. «He ido al hospital».
Clary se comió el bollo mientras iba a encontrarse con Simon. Se suponía que este estaría en la esquina de Bedford, junto a la parada de la línea L a las cinco, pero no estaba. Clary sintió una débil sensación de ansiedad antes de recordar la tienda de discos de segunda mano en la esquina de la Sexta. Efectivamente, allí estaba Simon revisando los CD de la sección de novedades. Vestía una americana de pana de color óxido con una manga rasgada y una camiseta azul que llevaba el logo de un muchacho con auriculares bailando con un pollo. Sonrió ampliamente al verla.
—Eric cree que deberíamos cambiar el nombre de nuestra banda por Empanada de Mojo —dijo a modo de saludo.
—¿Cuál es ahora? Lo he olvidado.
—Enema de Champagne —contestó él, eligiendo un CD de Yo La Tengo.
—Cambiadlo —indicó Clary—. A propósito, sé lo que significa tu camiseta.
—No, no lo sabes. —Fue hacia la parte delantera de la tienda para pagar el CD—. Tú eres una buena chica.
Fuera el viento era frío y vivo. Clary se alzó la bufanda a rayas hasta la barbilla.
—Me he preocupado al no verte en la parada de la L.
Simon se encasquetó la gorra de punto, haciendo una mueca como si la luz del sol le hiriera los ojos.
—Lo siento. Recordé que quería este CD, y pensé…
—No pasa nada. —Clary agitó una mano ante él—. Soy yo. Últimamente me entra el pánico con demasiada facilidad.
—Bueno, después de por lo que has pasado, nadie podría culparte. —Simon sonaba contrito—. Todavía no puedo creer lo que sucedió en la Ciudad Silenciosa. No puedo creer que estuvieras allí.
—Tampoco podía Luke. Le dio un ataque.
—Apuesto a que sí.
Caminaban a través de McCarren Park, con la hierba bajo sus pies adquiriendo ya el tono marrón del invierno y el aire lleno de luz dorada. Por entre los árboles corrían perros sueltos.
«Todo cambia en mi vida, y el mundo sigue igual», pensó Clary.
—¿Has hablado con Jace de lo de ayer? —preguntó Simon, manteniendo la voz neutral.
—No, pero he estado en contacto con Isabelle y Alec. Al parecer está bien.
—¿Ha pedido verte? ¿Es por eso que vamos?
—No tiene que pedírmelo.
Clary intentó mantener la irritación fuera de su voz mientras entraban en la calle de Magnus. Estaba bordeada de edificios bajos de almacenes que habían sido convertidos en lofts y en estudios para residentes con temperamento artístico… y dinero. La mayoría de los coches aparcados a lo largo del bordillo bajo eran caros.
Al aproximarse al edificio de Magnus, Clary vio a una figura larguirucha moverse del lugar donde había estado sentada sobre la escalinata de la entrada. Alec. Llevaba un abrigo largo y negro confeccionado con el material resistente y ligeramente brillante que los cazadores de sombras usaban para su equipo. Tenía las manos y la garganta marcadas con runas, y era evidente, por el tenue resplandor en el aire a su alrededor, que había usado el poder del glamour, la habilidad que poseían para camuflar cosas, para resultar invisibles.
—No sabía que ibas a traer al mundano. —Sus ojos azules se movieron veloces e inquietos sobre Simon.
—Eso es lo que me gusta de vosotros, tíos —dijo Simon—. Que siempre me hacéis sentir bienvenido.
—Ah, vamos, Alec —intervino Clary—. ¿A qué viene todo esto? No hagas como si Simon no hubiese estado aquí antes.
Alec lanzó un suspiro teatral, se encogió de hombros y los condujo escalera arriba. Abrió la puerta del apartamento de Magnus usando una fina llave de plata, que volvió a guardarse en el bolsillo superior de la chaqueta en cuanto terminó, como si esperara que sus acompañantes no la vieran.
A la luz del día, el apartamento tenía el aspecto que podría tener un club nocturno vacío y cerrado: oscuro, sucio e inesperadamente pequeño. Las paredes estaban desnudas, moteadas aquí y allá con pintura de purpurina, y las tablas del suelo donde habían bailado las hadas una semana antes estaban abombadas y brillantes por el paso del tiempo.
—Hola, hola. —Magnus avanzó majestuosamente hacia ellos.
Llevaba una bata larga de seda verde abierta sobre una camiseta de malla plateada y unos vaqueros negros. Una centelleante piedra roja le titilaba en la oreja izquierda.
—Alec, cariño. Clary. Y el chico-rata. —Hizo una reverencia en dirección a Simon, que pareció molesto—. ¿A qué debo el placer?
—Venimos a ver a Jace —respondió Clary—. ¿Está bien?
—No lo sé —contestó Magnus—. ¿Es normal en él permanecer tumbado así en el suelo sin moverse?
—Qué… —empezó a decir Alec, y se interrumpió cuando Magnus lanzó una carcajada—. No tiene gracia.
—Es tan fácil tomarte el pelo… Y sí, vuestro amigo está estupendamente. Bueno, excepto que no deja de guardar todas mis cosas y de intentar limpiar. Ahora no logro encontrar nada. Es un tipo compulsivo.
—A Jace le gustan las cosas ordenadas —repuso Clary, pensando en la habitación monjil del muchacho en el Instituto.
—Bueno, a mí no. —Magnus observaba a Alec por el rabillo del ojo mientras este miraba a la nada, con la frente arrugada—. Jace está ahí dentro si queréis verle. —Señaló en dirección a una puerta situada al fondo de la habitación.
«Ahí dentro» resultó ser un estudio de tamaño mediado… sorprendentemente acogedor, con paredes estucadas, cortinas de terciopelo corridas sobre las ventanas y sillones cubiertos con telas esparcidos por rechonchos icebergs de colores en un mar de nudosa moqueta beige. Un sofá de un rosa vivo, estaba dispuesto con sábanas y una manta, y junto a él había una bolsa de lona repleta de ropa. No entraba nada de luz a través de las gruesas cortinas; la única fuente de iluminación era una parpadeante pantalla de televisión, que relucía con fuerza a pesar de que el televisor no estaba enchufado.
—¿Qué ponen? —inquirió Magnus.
—Qué no ponerse —contestó una luz familiar, que emanaba de una figura repantigada en uno de los sillones. Esta se sentó al frente y por un momento Clary pensó que Jace iba a levantarse para saludarles. Pero el muchacho meneó la cabeza en dirección a la pantalla.
—¿Pantalones caqui de cintura alta? ¿Quién se pone eso? —Volvió la cabeza y miró a Magnus iracundo—. Poder sobrenatural casi ilimitado —dijo—, y todo lo que haces es usarlo para ver reposiciones. ¡Qué desperdicio!
—Además, Tivo consigue casi lo mismo —indicó Simon.
—Mi modo es más barato. —Magnus dio una palmada y la habitación se inundó repentinamente de luz.
Jace, desplomado en el sillón, alzó un brazo para cubrirse el rostro.
—¿Puedes hacer eso sin magia? —dijo.
—En realidad —contestó Simon—, sí se puede. Si mirases anuncios lo sabrías.
Clary percibió que la atmósfera de la habitación se estaba enrareciendo.
—Ya es suficiente —intervino. Miró a Jace, que había bajado el brazo y pestañeaba con resentimiento bajo la luz—. Tenemos que hablar —añadió—. Todos nosotros. Sobre qué vamos a hacer ahora.
—Yo iba a mirar Proyecto Pasarela —replicó Jace—. Lo ponen a continuación.
—No, ni hablar —dijo Magnus; chasqueó los dedos y el televisor se apagó, liberando una pequeña bocanada de humo al desvanecerse la imagen—. Tienes que ocuparte de esto.
—¿De repente estás interesado en resolver mis problemas?
—Estoy interesado en recuperar mi apartamento. Estoy harto de que limpies todo el rato. —Magnus volvió a chasquear los dedos, amenazador—. Levántate.
—O serás el siguiente que desaparece en una nube de humo —añadió Simon con fruición.
—No hay necesidad de aclarar mi chasquear de dedos —dijo Magnus—. La implicación quedaba clara con el propio chasquido.
—Estupendo.
Jace se levantó del asiento. Iba descalzó y tenía una línea de piel de un tono púrpura brillante alrededor de la muñeca, allí donde las heridas seguían curando. Parecía cansado, pero no como si aún sintiera dolor.
—¿Quieres que hagamos una mesa redonda? Podemos hacer una mesa redonda.
—Me encantan las mesas redondas —exclamó Magnus con vivacidad—. Quedan mucho mejor que las cuadradas.
En la salita, Magnus hizo aparecer una enorme mesa circular rodeada de cinco sillas de madera de respaldo alto.
—Es alucinante —soltó Clary, acomodándose en una silla, que resultó sorprendentemente cómoda—. ¿Cómo puedes crear algo de la nada de ese modo?
—No se puede —respondió Magnus—. Todo viene de alguna otra parte. Estas, por ejemplo, provienen de una tienda de reproducciones de antigüedades de la Quinta Avenida. Y estos —de improviso cinco vasos blancos de papel encerado aparecieron sobre la mesa con una columna de vapor elevándose por los agujeros de las tapas de plástico— proceden de Dean DeLuca en Broadway.
—Eso se parece a robar ¿no es cierto? —Simon se acercó un vaso y levantó la tapa—. ¡Ah! Moccachino. —Miró a Magnus—. ¿Lo has pagado?
—Desde luego —respondió Magnus, mientras Jace y Alec lanzaban una risita—. Hago aparecer billetes de dólar mágicamente en su caja registradora.
—¿De verdad?
—No —Magnus hizo saltar la tapa de su café—, pero puedes fingir que lo he hecho si así te sientes mejor. Bueno, ¿el primer tema del día es…?
Clary colocó las manos alrededor de su taza. Quizás fuese robada, pero también estaba caliente y repleta de cafeína. Podía pasar por Dean & DeLuca y dejar un dólar en la jarra de las propinas en cualquier otro momento.
—Entender qué es lo que está pasando sería un inicio —respondió, soplando sobre la espuma—. Jace, tú dijiste que lo sucedido en la Ciudad Silenciosa fue culpa de Valentine.
Jace clavó la vista en su café.
—Sí.
Alec puso la mano en el brazo de su amigo.
—¿Qué sucedió? ¿Le viste?
—Yo estaba en la celda —respondió Jace con voz inexpresiva—. Oí chillar a los Hermanos Silenciosos. Entonces Valentine bajó con… con algo. No sé lo que era. Como humo, con ojos brillantes. Un demonio, pero no como ninguno que haya visto antes. Se acercó a los barrotes y me dijo…
—Te dijo ¿qué?
La mano de Alec ascendió por el brazo de Jace hasta el hombro. Magnus carraspeó, y Alec dejó caer la mano, ruborizado, mientras Simon sonreía con la cara dirigida a su café, que aún no había probado.
—Maellartach —contentó Jace—. Quería la Espada-Alma y mató a los Hermanos Silenciosos para conseguirla.
Magnus fruncía el entrecejo.
—Alec, anoche, cuando los Hermanos Silenciosos llamaron pidiendo vuestra ayuda, ¿dónde estaba el Cónclave? ¿Por qué no había nadie en el Instituto?
Alec pareció sorprenderse de que le preguntaran.
—Anoche asesinaron a un subterráneo en Central Park. Una niña hada. El cuerpo no tenía ni una gota de sangre.
—Apuesto a que la Inquisidora piensa que también es cosa mía —ironizó Jace—. Mi reinado de terror prosigue.
Magnus se levantó y fue a la ventana. Apartó la cortina, dejando entrar justo la luz suficiente para recortar su perfil aguileño.
—Sangre —dijo, medio para sí—. Tuve un sueño hace dos noches. Vi una ciudad toda de sangre, con torres hechas de hueso, y la sangre corría por las calles como agua.
Simon volvió bruscamente los ojos hacia Jace.
—¿Se pasa todo el tiempo junto a la ventana farfullando sobre sangre?
—No —contestó Jace—, a veces se sienta en el sofá a hacerlo.
Alec lanzó a ambos una mirada severa.
—Magnus, ¿qué es lo que sucede?
—La sangre —repitió Magnus—. No puede tratarse de una coincidencia.
Parecía estar mirando hacia la calle. El crepúsculo avanzaba veloz sobre el horizonte de la ciudad: barras de aluminio y listas de luz de un dorado rosáceo ocupaban el cielo.
—Ha habido varios asesinatos esta semana —explicó—, de subterráneos. Un brujo asesinado en una torre de apartamentos en South Street Seaport. Le habían cortado el cuello y las muñecas, y no le quedaba en el cuerpo ni una gota de sangre. Y hace unos pocos días mataron a un hombre lobo en La Luna del Cazador. También le habían cortado la garganta.
—Parece como si se tratara de vampiros —dijo Simon, repentinamente muy pálido.
—No lo creo —repuso Jace—. Al menos, Raphael dijo que no era cosa de los Hijos de la Noche. Parecía categórico al respecto.
—Ya, será que él es digno de confianza —masculló Simon.
—Esta vez creo que decía la verdad —dijo Magnus, cerrando la cortina.
El rostro del brujo se veía anguloso, ensombrecido. Cuando regresó a la mesa, Clary vio que sostenía un grueso libro encuadernado en tela verde. No recordaba que lo sostuviera unos pocos momentos antes.
—Había una fuerte presencia demoníaca en ambos lugares —siguió Magnus—. Creo que otra persona fue responsable de las tres muertes. No Raphael y su tribu, sino Valentine.
Los ojos de Clary fueron hacia Jace. La boca del muchacho era una línea fina.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Jace secamente.
—La Inquisidora pensó que el asesinato del hada había sido una distracción —se apresuró a recordar Clary—. Para poder saquear la Ciudad Silenciosa sin preocupaciones por el Cónclave.
—Existen modos más fáciles de distraer —indicó Jace—, y no es prudente hacer enojar a los seres mágicos. No habría asesinado a alguien del clan de las hadas si no tuviese un motivo.
—Tenía un motivo —repuso Magnus—. Había algo que quería de la niña hada, igual que había algo que quería del brujo y del hombre lobo.
—¿Y qué es? —preguntó Alec.
—Su sangre —respondió Magnus, y abrió el libro verde. Las finas hojas de pergamino tenían palabras escritas en ellas que refulgían igual que el fuego—. Ah —exclamó—, aquí. —Alzó los ojos, golpeando la página con una uña afilada, y Alec se inclinó hacia adelante—. No podrás leerlo —le advirtió Magnus—. Está escrito en un idioma de demonios. Purgático.
—Pero reconozco el dibujo. Esa es la Maellartach. La he visto antes en libros.
Alec señaló una ilustración de una espada de plata y Clary la reconoció: era la que había echado en falta de la pared de la Ciudad Silenciosa.
—El Ritual de Conversión Infernal —dijo Magnus—. Eso es lo que Valentine intenta hacer.
—¿El qué de qué? —Clary arrugó la frente.
—Todo objeto mágico tiene una alianza —explicó Magnus—. La alianza de la Espada-Alma es seráfica; como esos cuchillos de ángeles que usáis los cazadores de sombras, pero mil veces más, porque su poder fue extraído del Ángel en persona, no simplemente por la invocación de un nombre angélico. Lo que Valentine quiere hacer es invertir su alianza; convertirla en un objeto de poder demoníaco en lugar de angélico.
—¡De un bien legítimo a un mal legítimo! —exclamó Simon, complacido.
—Está citando a Dragones y mazmorras —explicó Clary—. No le hagáis caso.
—Como la Espada del Ángel, la utilidad del Maellartach, para Valentine sería limitada —siguió Magnus—. Pero como una espada cuyo poder demoníaco es igual al poder angélico que poseyó en el pasado… bueno, hay mucho que podría ofrecerle. Poder sobre demonios, por poner un ejemplo. No tan sólo la protección limitada que la Copa podría ofrecer, sino poder para hacer que acudan demonios a su llamada, para obligarles a hacer lo que les ordene.
—¿Un ejército de demonios? —preguntó Alec.
—Este tipo no repara en nada cuando se trata de ejércitos —observó Simon.
—Poder para llevarlos incluso a Idris —finalizó Magnus.
—No sé por qué tendría que querer ir allí —replicó Simon—. Allí es donde están todos los cazadores de demonios, ¿no es cierto? ¿No se limitarían a aniquilar a los demonios?
—Los demonios vienen de otras dimensiones —explicó Jace—. No sabemos cuántos hay. Su número podría ser infinito. Las salvaguardas contienen a la mayoría, pero si cruzaran todos a la vez…
«Infinitos», pensó Clary. Recordó al Demonio Mayor Abbadon, e intentó imaginar a cientos más como él. O miles. Sintió la piel helada y desprotegida.
—No lo entiendo —dijo Alec—. ¿Qué tiene que ver el ritual con los subterráneos muertos?
—Para realizar el Ritual de Conversión necesitas hervir la Espada hasta que esté al rojo vivo, luego enfriarla cuatro veces, cada una en la sangre de un niño subterráneo. Una vez en la sangre de un hijo de Lilith, una en la sangre de un hijo de la luna, una en la sangre de un hijo de la noche y una vez en la sangre de un hijo de las hadas —explicó Magnus.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Clary—. ¿Así que no ha acabado de matar? ¿Aún tiene que matar a una criatura más?
—A dos más. No tuvo éxito con el niño lobo. Le interrumpieron antes de poder conseguir toda la sangre que necesitaba. —Magnus cerró el libro, y una serie de volutas de polvo se alzaron de entre las páginas—. Sea cual sea el objetivo final de Valentine, está ya a más de medio camino de invertir la Espada. Probablemente ya es capaz de extraer algún poder de ella. Puede estar invocando a demonios…
—Pero cabría pensar que si estuviese haciendo eso, ya habría informes sobre disturbios, un exceso de actividad demoníaca —dijo Jace—. La Inquisidora dijo que sucedía lo contrario… que todo ha estado tranquilo.
—Y así sería —repuso Magnus—, si Valentine estuviera haciendo que todos los demonios acudieran a él. No me extraña que esté todo tranquilo.
El grupo intercambió miradas de sorpresa. Antes de que a nadie se le ocurriera ni una sola cosa que decir, un sonido agudo penetró en la habitación, haciendo que Clary diera un brinco. Se derramó café caliente sobre la muñeca, y la muchacha lanzó un grito ahogado ante el repentino dolor.
—Es mi madre —informó Alec, comprobando su teléfono—. Vuelvo en seguida.
Fue a la ventana, y habló con la cabeza inclinada y la voz demasiado baja para que no pudieran oírle.
—Déjame ver —dijo Simon, cogiéndole la mano a Clary.
Tenía una inflamada mancha roja en la muñeca, allí donde el líquido caliente la había escaldado.
—No pasa nada —repuso ella—. No es gran cosa.
Simon alzó la mano y la besó la herida.
—Mejor ahora.
Clary emitió un ruidito sorprendido. Nunca antes había hecho Simon nada parecido. Aunque, por otra parte, esa era la clase de cosas que hacían los novios, ¿no era así? Apartó la muñeca, miró al otro lado de la mesa y vio a Jace contemplándoles fijamente, con los dorados ojos llameantes.
—Eres una cazadora de sombras —dijo él—. Sabes cómo ocuparte de las heridas. —Deslizó su estela sobre la mesa hacia ella—. Úsala.
—No —replicó Clary, y le devolvió la estela a través de la mesa.
Jace dejó caer la mano con fuerza sobre la estela.
—Clary…
—Ha dicho que no la quiere —dijo Simon—. ¡Ja, ja!
—¿Ja, ja? —Jace se mostró incrédulo—. ¿Esa es tu réplica?
Alec, cerrando la tapa del teléfono, se aproximó a la mesa con una expresión perpleja.
—¿Qué sucede?
—Parece que estamos atrapados en el episodio de una telenovela —comentó Magnus—. Es todo muy aburrido.
Alec se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—He contado a mi madre lo de la Conversión Infernal.
—Déjame adivinarlo —repuso Jace—. No te ha creído. Además, me ha echado a mí la culpa de todo.
—No exactamente —respondió Alec, frunciendo el entrecejo—. Dijo que lo mencionaría ante el Cónclave, pero que no gozaba de la confianza de la Inquisidora. Tengo la sensación de que la Inquisidora ha apartado a mamá a un lado y ha asumido el mando. Parecía enojada. —El teléfono volvió a sonar, y él alzó un dedo—. Lo siento. Es Isabelle. Un segundo. —Volvió a la ventana, teléfono en mano.
Jace echó un vistazo a Magnus.
—Creo que tienes razón respecto al hombre lobo de La Luna del Cazador. El tipo que encontró el cuerpo dijo que había alguien más en el callejón con él. Alguien que salió huyendo.
Magnus asintió.
—Me da la impresión de que a Valentine le interrumpieron en mitad de hacer lo que sea que hace para obtener la sangre que necesita. Probablemente lo volverá a intentar con otro niño licántropo.
—Debería advertir a Luke —anunció Clary, medio alzándose de su silla.
—Aguarda.
Alec había regresado, teléfono en mano, con una expresión rara en el rostro.
—¿Qué quería Isabelle? —preguntó Jace.
Alec vaciló.
—Isabelle dice que la reina de la corte seelie ha solicitado una audiencia con nosotros.
—Sí, claro —se burló Magnus—. Y Madonna me quiere a mí como bailarín de refuerzo en su siguiente gira mundial.
Alec parecía desconcertado.
—¿Quién es Madonna?
—¿Quién es la reina de la corte seelie? —quiso saber Clary.
—Es la reina de las hadas —contestó Magnus—. Bueno, la local, al menos.
Jace hundió la cabeza en las manos.
—Di a Isabelle que no.
—Pero ella cree que es una buena idea —protestó Alec.
—Entonces dile que no dos veces.
Alec puso mala cara.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Bueno, simplemente que algunas de las ideas de Isabelle son lo mejor del mundo y algunas un total desastre. ¿Recuerdas esa idea que tuvo sobre usar túneles de metro abandonados para movernos por debajo de la ciudad? Hablemos de las ratas gigantes…
—Mejor que no —terció Simon—. Preferiría no hablar de ratas en absoluto, de hecho.
—Esto es distinto —insistió Alec—. Quiere que vayamos a la corte seelie.
—Tienes razón, esto es distinto —concedió Jace—. Esta es la peor idea que ha tenido nunca.
—Conoce a un caballero de la corte —explicó Alec—. Le dijo que la reina seelie está interesada en reunirse con nosotros. Isabelle oyó sin querer mi conversación con nuestra madre… y pensó que si podíamos explicar nuestra teoría sobre Valentine y la Espada-Alma a la reina, la corte seelie nos respaldaría, quizá incluso se aliaría con nosotros contra Valentine.
—¿Es seguro ir allí? —preguntó Clary.
—Desde luego que no —respondió Jace, como si le hubiesen hecho la pregunta más estúpida que había oído nunca.
La muchacha le lanzó una mirada iracunda.
—No sé nada sobre la corte seelie. Sobre vampiros y hombres lobo sí. Hay suficientes películas sobre ellos. Pero las hadas son cosas de niños pequeños. Me disfracé de hada en Halloween cuando tenía ocho años. Mi madre me hizo un sombrero en forma de cucurucho.
—Lo recuerdo. —Simon se había recostado en su asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Yo era un Transformer. A decir verdad, era un Decepticon.
—¿Podemos volver al tema? —preguntó Magnus.
—Estupendo —repuso Alec—. Isabelle cree, y yo estoy de acuerdo, que no es una buena idea hacer caso omiso de los seres mágicos. Si quieren hablar, ¿qué mal puede hacer? Además, si la corte seelie estuviese de nuestro lado, la Clave tendría que escuchar lo que tenemos que decir.
Jace rio sin ganas.
—Los seres mágicos no ayudan a los humanos.
—Los cazadores de sombras no son humanos —indicó Clary—. No en realidad.
—No somos mucho mejores para ellos —replicó Jace.
—No pueden ser peor que los vampiros —masculló Simon—. Y no te fue mal con ellos.
Jace miró a Simon como si fuese algo que había hallado creciendo bajo el fregadero.
—¿No me fue mal con ellos? ¿Quieres decir que sobrevivimos?
—Bueno…
—Las hadas —prosiguió Jace, como si Simon no hubiese hablado— son la progenie de demonios y ángeles, con la belleza de ángeles y la malevolencia de demonios. Un vampiro puede atacarte, si entrases en su territorio, pero una hada puede hacerte danzar hasta que mueras con las piernas convertidas en muñones, engañarte para que te des un baño a medianoche y arrastrarte bajo el agua hasta que te estallen los pulmones, llenarte los ojos de polvo de hadas hasta que te los arranques de cuajo…
—¡Jace! —le espetó Clary, interrumpiéndole en mitad de la diatriba—. Cierra la boca. Por Dios. Es suficiente.
—Mirad, es fácil ser más listo que un hombre lobo o un vampiro —insistió Jace—. No son más listos que las demás personas. Pero las hadas viven durante cientos de años y son astutas como serpientes. No pueden mentir, pero les encanta dedicarse a decir verdades de un modo creativo. Descubrirán qué es lo que más deseas en el mundo y te lo darán… con alguna sorpresa oculta que hará que lamentes haber deseado tenerlo. —Suspiró—. Lo suyo no es ayudar a la gente. Más bien se trata de daño disfrazado de ayuda.
—¿Y no crees que somos lo bastante listos para notar la diferencia? —preguntó Simon.
—No creo que tú seas lo bastaste listo como para no verte convertido en rata accidentalmente.
Simon le miró iracundo.
—No veo que importe mucho lo que tú creas que deberíamos hacer —dijo—. Teniendo en cuenta que no puedes ir con nosotros. No puedes ir a ninguna parte.
Jace se puso en pie, echando atrás su silla violentamente.
—¡No vais a llevar a Clary a la corte seelie sin mí y eso es definitivo!
Clary le miró boquiabierta. Estaba rojo de ira, rechinaba los dientes y las venas le sobresalían del cuello. También estaba evitando mirarla.
—Yo puedo cuidar de Clary —intervino Alec, y había un deje dolido en su voz, aunque Clary no estaba segura de si era porque Jace había dudado de sus habilidades o por algún otro motivo.
—Alec —dijo Jace, con la mirada trabada en la de su amigo—. No, no puedes.
Alec tragó saliva.
—Vamos a ir —repuso, y pronunció las palabras como una disculpa—. Jace… es una petición de la corte seelie…, sería una estupidez hacer caso omiso de ella. Además, Isabelle probablemente ya les ha dicho que iríamos.
—No hay la menor posibilidad de que vaya a dejarte hacer esto, Alec —afirmó Jace con un tono de voz amenazador—. Te tiraré al suelo si tengo que hacerlo.
—Aunque eso suena tentador —intervino Magnus, subiéndose las largas mangas—, existe otro modo.
—¿Qué otro modo? Esto es una directriz de la Clave. No puedo escaquearme.
—Pero yo si puedo. —Magnus sonrió burlón—. Jamás dudes de mis habilidades para escaquearme, cazador de sombras, ya que son épicas y memorables en su alcance. Encanté específicamente el contrato con la Inquisidora de modo que pudiera dejarte salir por un corto espacio de tiempo si lo deseaba, siempre y cuando otro de los nefilim estuviera dispuesto a ocupar tu lugar.
—¿Dónde vamos a encontrar a otro…? ¡Ah! —exclamó Alec dócilmente—. Te refieres a mí.
Las cejas de Jace se alzaron de golpe.
—Vaya, ¿ahora resulta que no quieres ir a la corte seelie?
Alec se sonrojó.
—Creo que es más importante que vayas tú que yo. Eres el hijo de Valentine, estoy seguro de que eres a quién la reina realmente desea ver. Además, tú eres encantador.
Jace le miró furioso.
—Quizás no en este momento —corrigió Alec—. Pero eres encantador por lo general. Y las hadas son muy susceptibles al encanto.
—Además, si te quedas aquí, tengo toda la primera temporada de La isla de Gilligan —tentó Magnus a Alec.
—Nadie podría rechazar esa oferta —bromeó Jace, que seguía sin querer mirar a Clary.
—Isabelle puede reunirse con vosotros en el parque junto al Estanque de la Tortuga —propuso Alec—. Conoce la entrada secreta a la corte. Os estará esperando.
—Y una última cosa —indicó Magnus, dándole un toque a Jace con un dedo lleno de anillos—. Intenta no hacer que te maten en la corte seelie. Si mueres, tendré que dar muchas explicaciones.
Al oír eso, Jace sonrió burlón. Fue una sonrisa inquietante, no divertida, sino como el destello de un cuchillo desenvainado.
—¿Sabes? —dijo—, tengo la sensación de que eso va a pasar tanto si acabo muerto como si no.
Gruesos zarcillos de musgo y plantas rodeaban el borde del Estanque de la Tortuga como una orla de encaje verde. La superficie del agua estaba calmada, ondulada aquí y allá por la estela que dejaban los patos al nadar o rizada por el plateado golpeteo veloz de la cola de un pez.
Había un pequeño cenador de madera erigido sobre el agua: Isabelle estaba sentada en él mirando fijamente al otro lado del lago. Parecía una princesa de un cuento de hadas aguardando en lo alto de su torre a que alguien llegara a caballo y la rescatara.
Aunque el comportamiento tradicional de una princesa no era lo que podía esperarse de Isabelle en absoluto. Ella, con su látigo, botas y cuchillos, haría pedazos a cualquiera que intentara encerrarla en lo alto de una torre, construiría un puente con los restos y se marcharía despreocupadamente hacia la libertad, sin siquiera despeinarse en ningún momento. Por eso costaba que Isabelle cayera bien, aunque Clary lo intentaba.
—Izzy —llamó Jace, mientras se acercaban al estanque, y ella se alzó de un salto y se volvió en redondo; su sonrisa fue deslumbrante.
—¡Jace!
Corrió hacia él y le abrazó. Bien, así era como se suponía que actuaban las hermanas, se dijo Clary. No de un modo estirado, raro y peculiar, sino alegre y cariñoso. Observando a Jace abrazar a Isabelle, intentó aleccionar a sus facciones para aprender a mostrar una expresión feliz y cariñosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Simon, con cierta inquietud—. Estás bizqueando.
—Estoy perfectamente. —Clary abandonó el intento.
—¿Estás segura? Parecías como… crispada.
—Algo que he comido.
Isabelle se puso en marcha, con Jace un paso por detrás de ella. Vestía un largo vestido negro con botas y un abrigo chaqué, aún más largo, de suave terciopelo verde, el color del musgo.
—¡No puedo creer que lo hicierais! —exclamó—. ¿Cómo habéis conseguido que Magnus dejara salir a Jace?
—Lo cambiamos por Alec —respondió Clary.
Isabelle pareció levemente alarmada.
—¿No permanentemente?
—No —repuso Jace—, sólo durante unas pocas horas. A menos que yo no regrese —añadió pensativo—. En cuyo caso, quizá sí que tendrá que quedarse a Alec. Piensa en ello como un usufructo con una opción de compra.
Isabelle pareció tener sus reservas.
—Mamá y papá no estarán nada contentos si lo descubren.
—¿Que liberaste a un posible criminal intercambiándolo por tu hermano a un brujo que parece una especie de Sonic el Erizo en versión gay y se viste como el Roba Niños de Chitty Chitty Bang Bang? —preguntó Simon—. No, probablemente no.
Jace le miró pensativo.
—¿Existe alguna razón concreta para que estés aquí? No estoy seguro de que debamos llevarte a la corte seelie. Odian a los mundanos.
Simon puso los ojos en blanco.
—Otra vez no.
—¿Qué «otra vez no»? —preguntó Clary.
—Cada vez que le molesto se refugia en su casita del árbol con el rótulo de«No Se Admiten Mundanos». —Señaló a Jace con un dedo—. Deja que te recuerde que la última vez que quisiste dejarme atrás, os salvé la vida a todos.
—Desde luego —dijo Jace—. Por una vez…
—Las cortes de las hadas son peligrosas —interrumpió Isabelle—. Ni siquiera tu habilidad con el arco te ayudará. No es esa clase de peligro.
—Puedo cuidar de mí mismo —replicó Simon.
Se había levantado un viento cortante, que empujó hojas marchitadas por la grava hasta los pies del grupo e hizo que Simon se estremeciera. Hundió las manos en los bolsillos forrados de lana de la chaqueta.
—No tienes que venir —dijo Clary.
Él la miró, con una mirada firme y mesurada. Clary le recordó en casa de Luke, llamándola «mi novia» sin la menor duda o indecisión. Aparte de cualquier otra cosa que pudiera decirse sobre Simon, sin duda sabía lo que quería.
—Sí —repuso—, quiero ir.
Jace emitió un ruidito por lo bajo.
—Entonces supongo que estamos listos —indicó—. No esperes ninguna consideración especial, mundano.
—Míralo por el lado bueno —replicó Simon—. Si necesitan un sacrificio humano, siempre podéis ofrecerme a mí. No estoy seguro de que el resto de vosotros reúna los requisitos necesarios.
Jace se animó.
—Siempre es agradable cuando alguien se ofrece a ser el prisionero en colocarse ante el paredón.
—Vamos —instó Isabelle—. La puerta está a punto de abrirse.
Clary echó un vistazo alrededor. El sol se había puesto por completo y la luna había salido, una cuña de un blanco cremoso que proyectaba su reflejo sobre el estanque. No estaba llena del todo, sino ensombrecida en un extremo, lo que le daba la apariencia de un ojo con medio párpado. El viento nocturno hacía traquetear las ramas de los árboles, golpeándolas entre sí con un sonido parecido a huesos huecos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Clary—. ¿Dónde se encuentra la puerta?
La sonrisa de Isabelle fue como un secreto musitado.
—Seguidme.
Descendió hasta el borde del agua, dejando profundas huellas en el barro con las botas. Clary la siguió, contenta de haberse puesto vaqueros y no una falda. Isabelle se alzó el abrigo y el vestido por encima de las rodillas, dejando las delgadas piernas blancas al descubierto por encima de las botas. Tenía la piel cubierta de Marcas que parecían lengüetazos de fuego negro.
Simon, detrás de ella, lanzó una palabrota y resbaló en el barro; Jace avanzó automáticamente para sujetarle mientras todos se volvían. Simon echó el brazo atrás con energía.
—No necesito tu ayuda.
—Dejadlo ya —Isabelle dio un golpecito con uno de los pies enfundados en botas en las aguas poco profundas del borde del lago—. Los dos. De hecho, los tres. Si no nos mantenemos unidos en la corte seelie, estamos perdidos.
—Pero yo no he… —empezó a decir Clary.
—Tal vez no lo has hecho, pero el modo en que dejas que esos dos actúen… —Isabelle indicó a los muchachos con un desdeñoso ademán.
—¡No puedo decirles qué tienen que hacer!
—¿Por qué no? —exigió la otra muchacha—. Francamente, Clary; si no empiezas a utilizar un poco de tu superioridad femenina natural, simplemente no sé que voy a hacer contigo. —Se volvió hacia el estanque y luego se volvió de nuevo hacia ellos—. Y por si lo olvido —añadió con severidad—, por el amor del Ángel, no comáis ni bebáis nada mientras estemos bajo tierra, ninguno de vosotros. ¿De acuerdo?
—¿Bajo tierra? —inquirió Simon con aire preocupado—. Nadie dijo nada de estar bajo tierra.
Isabelle alzó las manos exasperada y penetró en el estanque con un chapoteo. El abrigo de terciopelo verde se extendió a su alrededor como una enorme hoja de nenúfar.
—Vamos. Sólo tenemos hasta que la luna se mueva.
«La luna ¿qué?». Meneando la cabeza, Clary entró en el estanque. El agua era poco profunda y transparente; bajo la brillante luz de las estrellas, podía ver las formas oscuras de peces diminutos que pasaban raudos ante sus tobillos. Apretó los dientes mientras penetraba más en el interior del estanque. El frío era intenso.
Detrás de ella, Jace avanzó al interior del agua con una elegancia contenida que apenas onduló la superficie. Simon, detrás de él, chapoteaba y maldecía. Isabelle, tras alcanzar el centro del estanque, se detuvo, con el agua a la altura del tórax. Alargó una mano hacia Clary.
—Detente.
Clary se detuvo. Justo frente a ella, el reflejo de la luna brillaba trémulo en el agua como un enorme plato de plata. Alguna parte de ella sabía que aquello no funcionaba así; se suponía que la luna se alejaba de ti a medida que te acercabas, siempre retrocediendo. Pero sin embargo ahí estaba, flotando justo sobre la superficie del agua como si estuviera anclada allí.
—Jace, ve tú primero —indicó Isabelle, y le llamó con una seña—. Vamos.
Jace pasó junto a Clary, oliendo a cuero húmedo y carbón de leña. La joven le vio sonreír mientras se volvía de espaldas, entonces entró en el reflejo de la luna… y desapareció.
—Vaya —exclamó Simon en tono serio—. Vaya, eso ha sido increíble.
Clary le miró un instante. El agua le llegaba sólo a la cadera, pero tiritaba y se abrazaba los codos con las manos. Le sonrió y dio un paso atrás, sintiendo una sacudida de frío aún más gélido al introducirse en el reluciente reflejo plateado. Se tambaleó por un momento, como si hubiese perdido el equilibrio en el travesaño más alto de una escalera… y a continuación cayó de espaldas hacia la oscuridad como si la luna la hubiese engullido.
Cayó sobre tierra apisonada, dio un traspié y sintió una mano sujetándola por el brazo. Era Jace.
—Ve con cuidado —dijo él, y la soltó.
Clary estaba empapada, con riachuelos de agua helada descendiéndole por la parte posterior de la camisa y el cabello húmedo pegado a la cara. Las ropas mojadas parecían pesar una tonelada.
Estaban en un corredor de tierra excavado en el subsuelo, iluminado por musgo que resplandecía tenuemente. Una maraña de enredaderas colgantes formaba una cortina en un extremo del pasillo y largos zarcillos peludos colgaban del techo igual que serpientes muertas. Raíces de árboles, comprendió Clary. Estaban bajo tierra. Y hacía frío allí abajo, frío suficiente para hacer que su aliento surgiera en volutas de helada bruma cuando espiraba.
—¿Frío?
Jace estaba calado hasta los huesos también, los cabellos claros casi incoloros allí donde se le pegaban a las mejillas y la frente. El agua le recorría por los vaqueros y la cazadora mojados, y convertía en transparente la camiseta blanca que llevaba. La muchacha pudo ver las líneas oscuras de sus Marcas permanentes y la tenue cicatriz del hombro a través de ella.
Desvió la mirada rápidamente. El agua se le adhería a las pestañas, empañando su visión igual que lágrimas.
—Estoy perfectamente.
—No tienes aspecto de estar perfectamente —repuso Jace.
Se acercó más a ella, y la joven sintió el calor que emanaba de él incluso a través de la ropa mojada de ambos, descongelando su carne helada.
Una forma oscura pasó volando a toda velocidad, justo en el campo visual del rabillo de su ojo, y chocó contra el suelo con un golpe sordo. Era Simon, también calado hasta los huesos. Rodó sobre las rodillas y miró frenéticamente a su alrededor.
—Mis gafas…
—Las tengo yo. —Clary estaba acostumbrada a recuperar las gafas de Simon durante los partidos de fútbol. Estas siempre parecían caer justo bajo los pies del muchacho donde, inevitablemente, eran pisadas—. Aquí las tienes.
Él se las puso después de limpiar de tierra las lentes.
—Gracias.
Clary pudo sentir como Jace los observaba con atención: notó su mirada como un peso sobre los hombros. Se preguntó si Simon también lo sentía. Este se puso en pie arrugando el ceño, justo cuando Isabelle caía de las alturas, aterrizando de pie con elegancia. El agua le corría por los largos cabellos sueltos y lastraba el grueso abrigo de terciopelo, pero ella apenas parecía advertirlo.
—¡Aaaah, esto ha sido divertido!
—Este año por Navidad voy a regalarte un diccionario —bromeó Jace.
—¿Por qué?
—Para que puedas buscar «divertido». No estoy seguro de que sepas lo que significa.
Isabelle tiró hacia adelante la larga y pesada masa que eran sus cabellos empapados y los escurrió como si fueran una sábana.
—Me estás aguando la fiesta —dijo.
—Ya está bastante aguada, por si no lo has notado —Jace miró alrededor—. Ahora ¿qué? ¿En qué dirección?
—En ninguna —respondió Isabelle—. Aguardamos aquí, y ellos vienen a buscarnos.
A Clary no le gustó demasiado esa idea.
—¿Cómo saben que estamos aquí? ¿Hay un timbre que tenemos que pulsar o algo?
—La corte sabe todo lo que sucede en estas tierras. Nuestra presencia no pasará desapercibida.
Simon la miró con suspicacia.
—¿Y cómo es que sabes tantas cosas sobre hadas y la corte seelie?
Isabelle, ante la sorpresa de todos, se ruborizó. Al cabo de un momento, la cortina de enredaderas se hizo a un lado y una hada varón pasó al otro lado, echándose hacia atrás los largos cabellos. Clary había visto a algunos de aquellos seres antes, en la fiesta de Magnus, y le había llamado la atención tanto su fría belleza como un cierto salvaje aire sobrenatural, que conservaban incluso cuando bailaban y bebían. Esta hada no era una excepción: los cabellos le caían en capas de un negro azulado alrededor de su rostro impasible, anguloso y hermoso; los ojos tenían el verde de las enredaderas o el musgo y lucía la forma de una hoja, bien una marca de nacimiento o un tatuaje, sobre uno de los pómulos. Vestía una coraza de un marrón plateado como la corteza de los árboles en invierno, y cuando se movía, la coraza relampagueaba con una multitud de colores: negro, turba, verde musgo, gris ceniza, azul cielo.
Isabelle lanzó un grito y saltó a sus brazos.
—¡Meliorn!
—¡Ah! —exclamó Simon, en voz baja y no sin cierta burla—. Así que es por eso que lo sabe.
El hada, Meliorn, contempló a Isabelle con seriedad, luego la apartó de él y la empujó con suavidad.
—Este no es momento para el afecto —dijo—. La reina de la corte seelie ha solicitado una audiencia con los tres nefilim que hay entre vosotros. ¿Queréis venir?
Clary pasó una mano protectora sobre el hombro de Simon.
—¿Qué hay de nuestro amigo?
Meliorn se mostró impasible.
—No se permite la presencia de humanos mundanos en nuestra corte.
—Ojalá alguien hubiese mencionado eso antes —contestó Simon, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Debo suponer entonces que tengo que aguardar aquí fuera hasta que las enredaderas empiecen a crecer sobre mí?
Meliorn lo consideró.
—Eso podría proporcionar una diversión considerable —dijo.
—Simon no es un mundano corriente. Se puede confiar en él —intervino Jace, sorprendiendo a todos, y sobre todo a Simon.
Clary se dio cuenta de que Simon estaba sorprendido porque se quedó mirando fijamente a Jace sin ofrecer ni un solo comentario agudo.
—Ha librado muchas batallas con nosotros —insistió Jace.
—Querrás decir una batalla —masculló Simon—. Dos si se cuenta aquella en la que yo era una rata.
—No entraremos en la corte seelie sin Simon —afirmó Clary, con la mano todavía sobre el hombro del chico—. Tu reina pidió esta audiencia con nosotros, ¿recuerdas? No fue idea nuestra venir aquí.
Hubo una pizca de regodeo en los ojos verdes de Meliorn.
—Como deseéis —repuso—. Que no se diga que la corte seelie no respeta los deseos de sus invitados.
Giró sobre los talones de sus botas y empezó a conducirlos por el pasillo sin detenerse a comprobar si le seguían, Isabelle apresuró el paso para andar junto a él, dejando que Jace, Clary y Simon los siguieran en silencio.
—¿Se os permite salir con hadas? —preguntó finalmente Clary a Jace—. ¿Le importaría a vuestros… les importaría a los Lightwood que Isabelle y comosellame…?
—Meliorn —terció Simon.
—¿… Meliorn salieran?
—No estoy seguro de que salgan —contestó Jace, remarcando la última palabra con una ironía nada sutil—. Me imagino que principalmente se quedan dentro. O en ese caso, debajo.
—Da la impresión de que lo desapruebas. —Simon apartó la raíz de un árbol.
Habían pasado de un pasillo de paredes de tierra a uno revestido de piedras lisas con únicamente alguna que otra raíz colándose entre las piedras desde lo alto. El suelo era de alguna clase de material duro pulido, no mármol sino piedra veteada y salpicada de líneas de copos de material reluciente que parecían piedras preciosas pulverizadas.
—No lo desapruebo exactamente —respondió Jace en voz baja—. Las hadas son conocidas por coquetear ocasionalmente con mortales, pero siempre acaban por abandonarlos, por lo general no en muy buen estado.
Las palabras provocaron un escalofrío en la espalda de Clary. En aquel momento Isabelle rio, y Clary pudo ver entonces por qué Jace había bajado la voz, ya que las paredes de piedra les devolvían la voz de Isabelle amplificada, rebotando en las paredes.
—¡Eres tan divertido!
La joven dio un traspié cuando el tacón de la bota se le metió entre dos piedras, y Meliorn la sujetó y estabilizó sin cambiar de expresión.
—No entiendo cómo vosotros, humanos, podéis andar con zapatos tan altos.
—Es mi divisa —repuso Isabelle con una sonrisa seductora—. Nada de menos de quince centímetros.
Meliorn la contempló impávido.
—Estoy hablando de mis tacones —dijo ella—. Es un chiste. Ya sabes. Un juego de…
—Vamos —dijo el caballero hada—. La reina empezará a impacientarse. —Siguió corredor adelante sin dedicar a Isabelle otra mirada.
—Me había olvidado —masculló la joven mientras el resto la alcanzaba—. Las hadas carecen de sentido del humor.
—Bueno, yo no diría eso —bromeo Jace—. Hay un club nocturno de duendecillos en el centro, llamado Alas Picantes. Tampoco —añadió— es que yo haya estado allí jamás.
Simon miró a Jace, abrió la boca como si tuviese intención de hacerle una pregunta, pero pareció pensárselo mejor. Cerró la boca de golpe justo cuando el corredor fue a dar a una amplia sala con suelo de tierra y paredes recubiertas de altos pilares de piedra entrecruzados por completo de enredaderas y flores de intensos colores. Entre los pilares colgaban finas telas, teñidas de un azul tenue que tenía casi el tono exacto del cielo. La habitación estaba llena de luz, aunque Clary no pudo ver ninguna antorcha, y el efecto general era el de un pabellón de verano bajo una brillante luz solar en algún lugar de una sala subterránea de tierra y piedra.
La primera impresión de Clary fue que se encontraba al aire libre; la segunda, que la sala estaba llena de gente. Sonaba una extraña música suave, afeada por notas agridulces, una especie de equivalente auditivo de miel mezclada con zumo de limón, y había un círculo de hadas bailando al son de la música, con los pies apenas rozando el suelo. Sus cabellos —azules, negros, castaños y escarlatas, dorados metálicos y blancos hielo— ondeaban como estandartes.
Pudo ver cómo les llamaban también los seres bellos, pues realmente eran muy bellos con sus preciosos rostros pálidos, las alas color lila, dorado y azul; ¿cómo podía haber creído Jace cuando había dicho que su intención era hacerles daño? La música, que al principio le había enervado, sonaba sólo melodiosa, y Clary sintió el impulso de agitar los cabellos y mover los pies al compás de la danza. La música le decía que si lo hacía, también ella sería tan ligera que sus pies apenas tocarían el suelo. Dio un paso al frente…
Y una mano le agarró por el brazo y tiró violentamente de ella hacia atrás. Jace la miraba iracundo, con los ojos dorados brillantes como los de un gato.
—Si bailas con ellos —dijo en una voz queda—, bailarás hasta morir.
Clary le miró pestañeando. Se sentía como si la hubiesen arrancado de un sueño, atontada y despierta a medias. Arrastró la voz al hablar.
—¿Queeé?
Jace emitió un ruido impaciente. Sostenía su estela en la mano; ella no le había visto sacarla. El muchacho la agarró la muñeca y grabó una veloz Marca punzante sobre la piel de la parte interior del brazo.
—Ahora mira.
Ella volvió a mirar… y se quedó helada. Los rostros que le habían parecido tan bellos seguían siendo bellos, sin embargo bajo ellos acechaba algo vulpino, casi salvaje. La muchacha de las alas rosas y azules la llamó con una seña, y Clary vio que sus dedos eran ramitas cubiertas de hojas cerradas. Tenía los ojos totalmente negros, sin iris ni pupila. El muchacho que bailaba junto a ella tenía la piel color verde veneno y unos cuernos enroscados le nacían en las sienes. Mientras bailaban, el abrigo que llevaba se abrió, y Clary vio que su pecho era una caja torácica vacía. Había cintas entrelazadas por los huesos pelados de las costillas, posiblemente para darle un aspecto más festivo. A Clary le dio un vuelco el estómago.
—Vamos.
Jace la empujó, y ella avanzó dando un traspié. Cuando recuperó el equilibrio, pasó ansiosamente la mirada alrededor en busca de Simon. Este iba por delante de ellos, y vio que Isabelle lo llevaba bien sujeto. En esta ocasión, no le importó. Dudó de que Simon hubiese conseguido atravesar esa sala por sí solo.
Bordeando el círculo de bailarines, se encaminaron al extremo opuesto de la estancia y cruzaron una cortina doble de seda azul. Fue un alivio estar fuera de la sala y en otro pasillo, este tallado en un lustroso material marrón como el exterior de una avellana. Isabelle soltó a Simon, y este se detuvo inmediatamente; cuando Clary lo alcanzó, vio que Isabelle le había atado su pañuelo sobre los ojos. El muchacho manoseaba nerviosamente el nudo cuando Clary llegó junto a él.
—Déjame a mí —dijo, y él se quedó quieto mientras ella lo desataba y devolvía el pañuelo a Isabelle, dándole las gracias con un movimiento de cabeza.
Simon se echó los cabellos atrás; estaban húmedos allí donde el pañuelo los había aplastado.
—Eso sí era música —comentó él—. Un poco de country, un poco de rock and roll.
Meliorn, que se había detenido para esperarles, les miró con el cejo fruncido.
—¿No os ha gustado?
—Me ha gustado un poco demasiado —contestó Clary—. ¿Qué se suponía que era eso, alguna clase de prueba? ¿O una broma?
Él se encogió de hombros.
—Estoy acostumbrado a mortales que se dejan influenciar fácilmente por nuestros hechizos de hadas; no tanto los nefilim. Pensé que llevabas protecciones.
—Las lleva —indicó Jace, trabando la mirada verde jade de Meliorn con la suya.
Meliorn se limitó a encogerse de hombros otra vez y empezó a andar de nuevo. Simon se mantuvo a la altura de Clary durante unos pocos instantes sin hablar.
—Así pues, ¿qué me he perdido? —preguntó luego—. ¿Chicas bailando desnudas?
Clary pensó en las costillas al descubierto del hada varón y se estremeció.
—Nada tan agradable.
—Existen modos de que un humano tome parte en los festejos de las hadas —intervino Isabelle, que les había estado escuchando disimuladamente—. Si ellas te dan un distintivo, como una hoja o una flor, para que lo lleves, y lo conservas toda la noche, estarás perfectamente por la mañana. O si vas con un hada como compañera…
Dirigió una veloz mirada a Meliorn, pero este había llegado a una frondosa mampara colocada en la pared y se detuvo allí.
—Estos son los aposentos de la reina —informó—. Ha venido desde su corte en el norte para ocuparse de la muerte de la pequeña. Si tiene que haber guerra, quiere ser ella quién la declare.
De cerca, Clary pudo ver que la mampara estaba hecha de enredaderas tupidamente entretejidas, con gotitas de ámbar ensartadas. Meliorn apartó las enredaderas y los hizo pasar a la estancia situada al otro lado.
Jace cruzó el primero, agachando la cabeza para pasar. Le siguió Clary, que se irguió al llegar al otro lado, mirando alrededor con curiosidad.
La habitación era sencilla, con las paredes terrosas adornadas con tela clara. Fuegos fatuos resplandecían en jarras de cristal. Una mujer bellísima estaba recostada en un sofá bajo, rodeada por lo que debían de ser sus cortesanos: una variopinta variedad de hadas, desde duendecillos diminutos hasta lo que parecían espléndidas muchachas humanas de largos cabellos… si se pasaba por alto sus ojos negros sin pupilas.
—Mi reina —dijo Meliorn, haciendo una profunda reverencia—, os he traído a los nefilim.
La reina se incorporó. Tenía una larga melena escarlata que parecía flotar como hojas otoñales en una brisa. Los ojos eran de un azul transparente como el cristal, y la mirada afilada como una cuchilla.
—Tres de estos son nefilim —afirmó ella—. El otro es un mundano.
Meliorn pareció echarse hacia atrás, pero la reina ni siquiera le miró; su mirada estaba puesta en los cazadores de sombras. Clary sentía un peso, como si la tocara. No obstante su hermosura… no había nada de frágil en la reina. Era tan luminosa y difícil de contemplar como una estrella ardiente.
—Nuestras disculpas, mi señora. —Jace se adelantó, colocándose entre la reina y sus compañeros. Su voz había cambiado de tono; había algo en el modo en que hablaba ahora, algo cuidadoso y delicado—. El mundano es nuestra responsabilidad. Le debemos protección. Por lo tanto lo mantenemos con nosotros.
La reina ladeó la cabeza, como un pájaro interesado. En esos momentos tenía toda la atención puesta en Jace.
—¿Una deuda de sangre? —murmuró—. ¿Con un mundano?
—Me salvó la vida —respondió Jace.
Clary notó como Simon se tensaba a su lado, sorprendido, y deseó que no lo demostrara. Las hadas no podían mentir, había dicho Jace, y Jace tampoco mentía: Simon sí le había salvado la vida. Simplemente no era por eso por lo que le habían llevado con ellos. Clary empezó a apreciar lo que Jace había querido dar a entender con aquello de decir la verdad de un modo creativo.
—Por favor, mi señora. Esperábamos que lo comprendierais. Hemos oído que sois tan bondadosa como hermosa, y en ese caso… bien —prosiguió Jace—, vuestra bondad debe de ser inmensa.
La reina mostró una sonrisita de suficiencia, se inclinó y con el refulgente cabello cayó hacia adelante, ensombreciéndole el rostro.
—Eres tan encantador como tu padre, Jonathan Morgenstern —repuso, e indicó con un gesto los almohadones desperdigados por el suelo—. Venid, sentaos junto a mí. Comed algo. Bebed. Descansad. La conversación es mejor con los labios húmedos.
Por un momento Jace pareció desconcertado. Vaciló. Meliorn se inclinó hacia él y le habló en voz baja.
—Sería imprudente rehusar la prodigalidad de la reina de la corte seelie.
Los ojos de Isabelle se movieron veloces hacia él, y luego esta se encogió de hombros.
—No pasará nada por sentarnos.
Meliorn los condujo a un montón de almohadones sedosos cerca del diván de la reina. Clary se sentó con cuidado, medio esperando que hubiese alguna especie de enorme raíz afilada aguardando para clavarse en su trasero. Parecía ser la clase de broma que la reina encontraría graciosa. Pero no sucedió nada. Los cojines eran muy mullidos; se acomodó con los demás a su alrededor.
Un duendecillo de piel azulada fue hacia ellos transportando una bandeja con cuatro copas de plata en ella. Cada uno tomó una copa de líquido dorado con pétalos de rosa que flotaban en la superficie.
Simon depositó su copa en el suelo junto a él.
—¿No quieres un poco? —preguntó el duendecillo.
—La última bebida de hadas que tomé no me sentó bien —masculló él.
Clary apenas le oyó. La bebida tenía un aroma embriagador, más intenso y delicioso que las rosas. Sacó un pétalo del líquido y lo aplastó entre el índice y el pulgar, liberando más el perfume.
Jace le empujó el brazo.
—No bebas ni una gota —dijo por lo bajo.
—Pero…
—Limítate a no hacerlo.
La muchacha depositó la copa en el suelo, como había hecho Simon. Tenía el índice y el pulgar teñidos de rosa.
—Bien —comenzó la reina—, Meliorn me dice que afirmáis saber quién mató a nuestra pequeña en el parque anoche. Aunque ya os digo que a mí no me parece ningún misterio. ¿Un hada niña sin una gota de sangre? ¿Acaso me traéis el nombre en este caso, al quebrantar la Ley, y deberían ser castigados en consecuencia? No obstante, aunque lo pueda parecer, no somos tan quisquillosos.
—Ah, vamos —dijo Isabelle—. No son los vampiros.
Jace le lanzó una mirada.
—Lo que Isabelle quiere decir es que estamos casi seguros de que el asesino es otra persona. Creemos que podría estar intentando arrojar sospechas sobre los vampiros para protegerse.
—¿Tenéis pruebas de eso?
El tono de Jace era tranquilo, pero el hombro que rozó el de Clary estaba tirante por la tensión.
—Anoche asesinaron también a los Hermanos Silenciosos, y a ninguno de ellos le quitaron la sangre —continuó Jace.
—¿Y esto tiene que ver con nuestra pequeña? ¿Cómo? Nefilim muertos son una tragedia para los nefilim, pero no significa nada para mí.
Clary sintió un fuerte aguijonazo en la mano izquierda. Al bajar la mirada, vio a un diminuto gnomo huyendo veloz entre los almohadones. Una roja gota de sangre le había aparecido en el dedo. Se lo llevó a la boca con una mueca de dolor. Los gnomos eran monos, pero mordían de un modo desagradable.
—También robaron la Espada-Alma —siguió Jace—. ¿Conocéis la existencia de Maellartach?
—La espada que obliga a los cazadores de sombras a decir la verdad —dijo la reina con sombrío regocijo—. Nosotros, los seres fantásticos, no tenemos necesidad de un objeto así.
—Se la llevó Valentine Morgenstern —explicó Jace—. Mató a los Hermanos Silenciosos para obtenerla, y creemos que también mató al hada. Necesitaba la sangre de una hada niño para llevar a cabo una transformación en la Espada. Para convertirla en una herramienta que pueda usar.
—Y no se detendrá —añadió Isabelle—. Necesita más sangre además de esa.
Las elevadas cejas de la reina se enarcaron aún más.
—¿Más sangre del Pueblo Mágico?
—No —contestó Jace, lanzando una mirada a Isabelle que Clary no consiguió interpretar por completo—. Más sangre de subterráneos. Necesita la sangre de un hombre lobo y de un vampiro…
Los ojos de la reina brillaron reflejando la luz.
—Eso no parece precisamente algo que sea de nuestra incumbencia.
—Mató a uno de los vuestros —dijo Isabelle—. ¿No queréis venganza?
La mirada de la reina la acarició como el ala de una mariposa nocturna.
—No inmediatamente —respondió—. Somos gente paciente, ya que disponemos de todo el tiempo del mundo. Valentine Morgenstern es un viejo enemigo nuestro…, pero tenemos enemigos más antiguos aún. Nos contentamos con aguardar y observar.
—Está invocando demonios —explicó Jace—. Creando un ejército…
—Demonios —repuso la reina en tono ligero, mientras sus cortesanos parloteaban a su espalda—. Los demonios son cosa vuestra, ¿no es cierto, cazador de sombras? ¿No es por eso que poseéis autoridad sobre todos nosotros, porque vosotros sois los que matáis a los demonios?
—No estoy aquí para daros órdenes en nombre de la Clave. Vinimos cuando nos lo pedisteis, creyendo que si sabíais la verdad, nos ayudaríais.
—¿Eso fue lo que pensasteis? —La reina se inclinó hacia adelante en su asiento, la larga melena ondulante y llena de vida—. Recuerda, cazador de sombras, algunos de nosotros nos sentimos irritados bajo el gobierno de la Clave. Tal vez estamos cansados de librar vuestras guerras por vosotros.
—Pero no es sólo nuestra guerra —replicó Jace—. Valentine odia a los subterráneos más de lo que odia a los demonios. Si nos derrota, luego irá a por vosotros.
Los ojos de la reina le taladraron.
—Y cuando lo haga —siguió Jace—, recordad que fue un cazador de sombras quien os advirtió de lo que se avecinaba.
Se hizo el silencio. Incluso la corte había enmudecido, observando a su señora. Por fin, la reina se recostó en sus almohadones y tomó un trago de un cáliz de plata.
—Advertirme sobre tu propio progenitor —dijo—. Había pensado que vosotros, los mortales, erais capaces de sentir afecto filial, al menos, y sin embargo no pareces sentir lealtad hacia Valentine, tu padre.
Jace no dijo nada. Parecía, para variar, haberse quedado sin palabras.
—O quizás esta hostilidad tuya sea fingida —siguió diciendo la reina con dulzura. El amor convierte en mentirosos a los de tu especie.
—Pero nosotros no amamos a nuestro padre —intervino Clary, mientras Jace permanecía aterradoramente silencioso—. Le odiamos.
—¿De verdad? —La reina parecía casi aburrida.
—Ya sabéis cómo son los vínculos familiares, mi señora —replicó Jace, recobrando la voz—. Se aferran con la fuerza de enredaderas. Y en ocasiones, igual que enredaderas, se aferran con la fuerza suficiente para matar.
Las pestañas de la reina aletearon.
—¿Traicionarías a tu propio padre por la Clave?
—Lo haría, señora.
Ella rio, un sonido claro y gélido como carámbanos.
—¿Quién iba a pensar —ironizó— que los pequeños experimentos de Valentine se volverían contra él?
Clary miró a Jace, pero notó por la expresión de su rostro que este no tenía ni idea de a qué se refería la reina.
Fue Isabelle quien habló.
—¿Experimentos?
La reina ni siquiera la miró. Su mirada, de un azul luminoso, estaba fija en Jace.
—Los seres mágicos son un pueblo de secretos —explicó—. Los nuestros, y los de otros. Pregunta a tu padre, la próxima vez que le veas, qué sangre corre por tus venas, Jonathan.
—No pensaba preguntarle nada la próxima vez que lo viera —respondió él—. Pero si así lo deseáis, mi señora, se hará.
Los labios de la reina se curvaron en una sonrisa.
—Creo que eres un mentiroso. Pero de lo más encantador. Lo bastante encantador para que te jure esto: Haz esa pregunta a tu padre y te prometo aquella ayuda que esté en mi poder, si pretendes ir contra Valentine.
—Vuestra generosidad es tan extraordinaria como vuestra hermosura, señora —repuso él con una sonrisa.
Clary emitió un ruidito ahogado, pero la reina pareció complacida.
—Y creo que hemos terminado por ahora —añadió Jace, alzándose de los almohadones.
Su bebida seguía en el suelo, donde la había depositado al principio, junto a la de Isabelle. Todos se levantaron detrás de él. Isabelle se puso a conversar con Meliorn en una esquina, junto a la puerta de enredaderas. El ser mágico parecía ligeramente acorralado.
—Un momento. —La reina se puso en pie—. Uno de vosotros debe quedarse.
Jace se detuvo a medio camino de la puerta, y se volvió hacia la reina.
—¿Qué queréis decir?
Ella alargó una mano para indicar a Clary.
—Una vez que nuestra comida o bebida cruza labios mortales, el mortal es nuestro. Sabes eso, cazador de sombras.
Clary estaba atónita.
—¡Pero yo no he bebido nada! —Se volvió hacia Jace—. Está mintiendo.
—Las hadas no mienten —afirmó; confusión y una naciente ansiedad se daban caza en su rostro mientras volvía a mirar a la reina—. Me temo que os equivocáis, señora.
—Mira sus dedos y dime si no se los ha lamido.
Simon e Isabelle la miraron boquiabiertos. Clary se miró la mano.
—La sangre —explicó—. Uno de los gnomos me mordió el dedo… sangraba…
Recordó el sabor dulce de la sangre, mezclado con el zumo que tenía en el dedo. Aterrada, fue hacia la puerta de enredaderas, y se detuvo cuando lo que parecieron manos invisibles la empujaron de vuelta al interior de la habitación. Se volvió hacia Jace, horrorizada.
—Es cierto.
Jace tenía el rostro enrojecido.
—Supongo que debería haberme esperado un truco así —dijo Jace a la reina, sin rastro del anterior coqueteo—. ¿Por qué lo hacéis? ¿Qué queréis de nosotros?
La voz de la reina era suave como pelusa de araña.
—Quizá sólo sea curiosidad —respondió—. No sucede a menudo que tenga a cazadores de sombras jóvenes dentro de mi esfera de acción. Como nosotros, vosotros remontáis vuestra ascendencia a los cielos; eso me intriga.
—Pero a diferencia vuestra —replicó Jace—, no hay nada de infierno en nosotros.
—Sois mortales; envejecéis; morís —se burló la reina—. Si eso no es el infierno, te ruego me digas qué es.
—Si lo que queréis es estudiar a un cazador de sombras, no os seré de mucha utilidad —terció Clary; la mano le dolía allí donde el gnomo la había mordido, y reprimió el impulso de chillar o echarse a llorar—. No sé nada sobre cazar sombras. Apenas he empezado mi preparación. Habéis escogido a la persona equivocada.
«Sin lugar a dudas», añadió en silencio.
Por primera vez, la reina la miró directamente, y Clary sintió deseos de retroceder.
—Lo cierto es, Clarissa Morgenstern, que eres precisamente la persona correcta. —Sus ojos centellearon al advertir la inquietud de la muchacha—. Gracias a los cambios que tu padre realizó en ti, no te pareces a ningún otro cazador de sombras. Tus dones son distintos.
—¿Mis dones? —Clary estaba perpleja.
—El tuyo es el don de palabras que no pueden pronunciarse —le dijo la reina—, y el de tu hermano es el don del propio Ángel. Vuestro padre se aseguró de ello cuando tu hermano era un niño y antes de que tú nacieras siquiera.
—Mi padre jamás me dio nada —declaró Clary—. Ni siquiera me dio un nombre.
Jace parecía tan perplejo como Clary.
—Si bien los seres mágicos no mienten —dijo el chico—, se les puede mentir. Creo que habéis sido víctima de un truco o una broma, mi señora. No hay nada especial en mí o en mi hermana.
—Con qué destreza quitas importancia a tus encantos —replicó la reina con una carcajada—. Aunque debes de saber que no perteneces a la clase corriente de muchacho humano, Jonathan…
Pasó la mirada de Clary a Jace y a Isabelle —que cerró la boca que había mantenido abierta de par en par—, y volvió a mirar a Jace.
—¿Es posible que no lo sepas? —murmuró.
—Sé que no dejaré a mi hermana en vuestra corte —contestó Jace—, y puesto que no hay nada que averiguar ni de ella ni de mí, ¿quizá nos haríais el favor de liberarla? —prosiguió con voz cortés y fría como el agua, aunque sus ojos dijeron:
«¿Ahora que ya os habéis divertido?».
La sonrisa de la reina fue amplia y terrible.
—¿Y si os dijera que puede ser liberada mediante un beso?
—¿Queréis que Jace me bese? —inquirió Clary, perpleja.
La reina soltó una carcajada, e inmediatamente, los cortesanos copiaron su alborozo. Las carcajadas fueron una singular e inhumana mezcla de risotadas, chillidos y cloqueos, como los agudos alaridos de animales que sufren.
—A pesar de los encantos del joven —repuso la reina—, ese beso no liberaría a la muchacha.
Los cuatro se miraron entre sí, sobresaltados.
—Podría besar a Meliorn —sugirió Isabelle.
—No. A nadie de mi corte.
Meliorn se apartó de Isabelle, que miró a sus compañeros y alzó las manos.
—No pienso besar a ninguno de los tres —declaró Clary con firmeza—. Que quede claro.
—Ni falta que hace —dijo Simon—. Si un beso es todo…
Fue hacia Clary que estaba paralizada por la sorpresa. Cuando la tomó por los codos, esta tuvo que contener el impulso de apartarle de un empujón. No es que no hubiese besado a Simon antes, pero esa hubiera sido una situación muy peculiar, incluso si ella se sintiera cómoda besándole, que no era el caso. Y sin embargo era la respuesta lógica, ¿no? Sin ser capaz de evitarlo, dirigió una veloz mirada por encima del hombro a Jace y le vio poner mala cara.
—No —dijo la reina, en una voz que era como el tintineo del cristal—. Tampoco es el beso que quiero.
Isabelle puso los ojos en blanco.
—Ah, por el Ángel. Mirad, si no hay otro modo de salir de aquí, besaré a Simon. Lo he hecho antes, no es tan malo.
—Gracias —dijo este—. Resulta de lo más halagador.
—Es una lástima —respondió la reina de la corte seelie, y su expresión estaba cargada de una especie de cruel placer, que hizo que Clary se preguntase si lo que deseaba no era tanto un beso como contemplarles a todos presas del desasosiego—, pero me temo que ese tampoco servirá.
—Bueno, pues yo no voy a besar al mundano —indicó Jace—. Preferiría quedarme aquí abajo y pudrirme.
—¿Para siempre? —dijo Simon—. Para siempre es una barbaridad de tiempo.
Jace enarcó las cejas.
—Lo sabía —repuso—. Quieres besarme, ¿verdad?
Simon alzó las manos con exasperación.
—Claro que no. Pero si…
—Imagino que es cierto lo que dicen —observó Jace—. No hay heterosexuales en las trincheras.
—Es ateos, imbécil —exclamó Simon, enfurecido—. No hay ateos en las trincheras.
—Aunque todo esto es muy gracioso —intervino la reina con frialdad, inclinándose hacia adelante—, el beso que liberará a la muchacha es el beso que más desea. —El placer cruel presente en su rostro y su voz se habían intensificado, y las palabras parecieron clavarse en los oídos de Clary como agujas—. Únicamente ese y nada más.
Simon tenía la misma expresión que si la mujer le hubiese pegado. Clary quiso tenderle la mano, pero se quedó paralizada, demasiado horrorizada para moverse.
—¿Por qué hacéis esto? —exigió Jace.
—Yo más bien creía que te hacía un favor.
Jace enrojeció, pero no dijo nada. Evitó mirar a Clary.
—Eso es ridículo —indicó Simon—. Son hermanos.
La reina se encogió de hombros con una delicada elevación.
—El deseo no siempre se ve reducido por la repugnancia. Ni tampoco se puede conferir, como un favor, a aquellos que más lo merecen. Y puesto que mis palabras obligan a mi magia, de ese modo podréis saber la verdad. Si ella no desea su beso, no será libre.
Simon dijo algo, enfadado, pero Clary no le oyó: los oídos le zumbaban como si tuviera un enjambre de abejas enfurecidas dentro de la cabeza. Simon la miró, con expresión furiosa.
—No tienes que hacerlo, Clary, es un truco… —dijo.
—Un truco no —aseguró Jace—. Una prueba.
—Bueno, yo no sé tú, Simon —intervino Isabelle en un tono impaciente—, pero a mí me gustaría sacar a Clary de aquí.
—Como si tú fueras a besar a Alec —replicó él—, sólo porque la reina de la corte seelie te lo pidiera.
—Claro que lo haría —parecía molesta—. Si la otra opción fuese quedarme atrapada en la corte seelie para siempre. ¿A quién le importa, de todos modos? Es sólo un beso.
—Es cierto. —Era Jace. Clary le vio, por el rabillo del ojo, mientras iba hacia ella y le ponía una mano sobre el hombro para hacerla volverse de cara a él—. No es más que un beso —repitió el muchacho, y aunque el tono era áspero, las manos eran inexplicablemente delicadas.
Clary dejó que la moviera y alzó la mirada hacia él. Los ojos de Jace estaban muy oscuros, tal vez porque había poca luz en la corte, tal vez por otro motivo. Clary vio su reflejo en ambas pupilas dilatadas, una imagen diminuta de sí misma dentro de los ojos de Jace.
—Puedes cerrar los ojos y pensar en Inglaterra, si quieres —sugirió Jace.
—Nunca he estado en Inglaterra —repuso ella, pero bajó los párpados.
Sintió la húmeda pesadez de las propias ropas, frías y picantes contra la piel; el empalagoso aire dulce de la cueva, más frío aún, y el peso de las manos de Jace sobre los hombros, lo único que resultaba cálido. Y entonces él la besó.
Clary notó la caricia de sus labios, leve al principio, y luego los suyos se abrieron automáticamente bajo la presión. Casi contra su voluntad sintió que se tornaba dúctil, estirándose hacia arriba para rodearle el cuello con los brazos tal y como un girasol busca la luz. Los brazos de Jace se deslizaron a su alrededor, las manos anudándose a sus cabellos, y el beso dejó de ser delicado y se convirtió en fiero, todo en un único momento como la chispa convirtiéndose en llama. Clary oyó un sonido parecido a un suspiro extendiéndose raudo por la corte como una ola, en torno a ella. Pero no significó nada, se perdió en el violento discurrir de la sangre por sus venas, en la mareante sensación de ingravidez del cuerpo.
Las manos de Jace se apartaron de sus cabellos y le resbalaron por la espalda; sintió la fuerte presión de las palmas del muchacho contra los omóplatos… y a continuación él se apartó, soltándose con suavidad, retirando las manos de la joven de su cabello y retrocediendo. Por un momento, Clary pensó que iba a caer; sintió como si le hubiesen arrancado algo esencial, un brazo o una pierna, y se quedó mirando a Jace con confuso asombro; ¿qué sentía él?, ¿no sentía nada? No creía que pudiera soportar que él no sintiera nada.
Él le devolvió la mirada, y cuando la muchacha vio la expresión de su rostro, reconoció los ojos que había visto en Renwick, cuando él había contemplado cómo el Portal que le separaba de su hogar se rompía en mil pedazos. Él le sostuvo la mirada por una fracción de segundo, luego apartó los ojos de ella mientras los músculos de su garganta se movían. Tenía los puños pegados a los costados.
—¿Ha sido eso lo bastante bueno? —inquirió, volviendo la cabeza para mirar a la reina y a los cortesanos situados tras ella—. ¿Os ha divertido?
La reina tenía una mano sobre la boca, medio ocultando una sonrisa.
—Mucho —respondió—. Pero no creo que tanto como a vosotros dos.
—Adivino —replicó Jace— que las emociones mortales os divierten porque carecéis de propias.
La sonrisa desapareció del rostro de la mujer.
—Cálmate, Jace —dijo Isabelle, y se volvió hacia Clary—. ¿Puedes marchar ahora? ¿Eres libre?
Clary fue hacia la puerta y no le sorprendió no hallar ninguna resistencia que le cerrara el paso. Se quedó de pie con la mano entre las enredaderas y volvió la cabeza hacia Simon. Este la miraba fijamente como si no la hubiese visto nunca antes.
—Deberíamos irnos —dijo Clary—. Antes de que sea demasiado tarde.
—Ya es demasiado tarde —repuso él.
Meliorn los condujo fuera de la corte seelie y los llevó de vuelta al parque, todo ello sin decir una sola palabra. Clary pensó que la espalda del hada parecía rígida y desaprobadora. El hada les abandonó en cuanto hubieron dejado el estanque, sin siquiera despedirse de Isabelle, y desapareció en el interior del reflejo tembloroso de la luna.
Isabelle le contempló marcharse con un rictus.
—Todo ha terminado —soltó.
Jace emitió un sonido parecido a una carcajada ahogada y se levantó el cuello mojado de la chaqueta. Todos tiritaban. La noche era fría olía como a tierra, plantas y urbe humana; a Clary casi le pareció que podía olfatear el hierro en el aire. El anillo urbano que rodeaba el parque chisporroteaba lleno de luces intensas: azul hielo, verde relajante, rojo violento, y el estanque lamía en silencio las orillas sucias. El reflejo de la luna se había trasladado al extremo opuesto y temblaba allí como si les tuviera miedo.
—Será mejor que regresemos. —Isabelle se arrebujó más en su abrigo, todavía mojado—. Antes de que muramos congelados.
—Tardaremos una eternidad en regresar a Brooklyn —comentó Clary—. Quizá deberíamos tomar un taxi.
—O simplemente podríamos ir al Instituto —sugirió Isabelle que, al ver la expresión de Jace, añadió rápidamente—: No hay nadie allí de todos modos; están todos en la Ciudad de Hueso, buscando pistas. Sólo tardaremos un segundo en pasar por allí y coger ropa seca. Además, el Instituto todavía es tu hogar, Jace.
—Perfecto —accedió Jace, ante la evidente sorpresa de la joven—. De todos modos hay algo que necesito de mi habitación.
Clary vaciló.
—Yo no sé qué hacer. Podría tomar un taxi con Simon.
Quizá si pasaban un rato juntos ella podría explicarle lo que había sucedido en la corte seelie, y que no era lo que él pensaba.
Jace, que había estado examinando su reloj por si el agua lo había dañado, la miró, enarcando las cejas.
—Eso podría ser un poco difícil —replicó—, puesto que él ya se ha ido.
—Él ¿qué?
Clary giró en redondo y se quedó atónita. Simon se había ido; los tres estaban solos junto al estanque. Corrió un corto trecho colina arriba y gritó su nombre. A lo lejos, consiguió verle, alejándose con zancadas decididas por el sendero de cemento que conducía a la salida del parque y a la avenida. Volvió a llamarle, pero él no se inmutó.