LA ESPADA MORTAL
Un quedo murmullo recorrió al grupo. Los que iban encapuchados se echaron las capuchas hacia atrás, y Clary pudo ver, por las expresiones de Jace, Alec e Isabelle, que muchos de los cazadores de sombras les eran conocidos.
—Por el Ángel. —La mirada incrédula de Maryse pasó de Alec a Jace, cruzó por encima de Clary y regresó a su hija. Jace se había apartado de Alec cuando Maryse comenzó a hablar, y se mantenía un poco alejado de los otros tres, con las manos en los bolsillos. Isabelle retorcía nerviosamente el látigo que tenía en las manos. Alec parecía juguetear con su teléfono móvil, aunque Clary no podía ni imaginar a quién estaría llamando—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Alec? ¿Isabelle? Ha habido una llamada de auxilio procedente de la Ciudad Silenciosa…
—Nosotros respondimos a ella —contestó Alec.
La mirada del muchacho se movió ansiosamente por el grupo allí reunido. Clary no podía culparle por su nerviosismo. Se trataba del grupo más grande de cazadores de sombras adultos, bueno de cazadores de sombras en general, que ella había visto nunca. No dejaba de mirar de rostro en rostro, registrando las diferencias entre ellos: variaban ampliamente en edad, raza y aspecto general, y sin embargo todos daban la misma impresión de poder inmenso y contenido. Podía percibir sus sutiles miradas puestas en ella, examinándola, evaluándola. Uno de ellos, una mujer con ondulantes cabellos canosos, la miraba fijamente con una fiereza que no tenía nada de sutil. Clary parpadeó y apartó los ojos.
—No estabas en el Instituto… —prosiguió Alec— y no podíamos ponernos en contacto con nadie… así que vinimos nosotros.
—Alec…
—No importa, de todos modos —concluyó Alec—. Están muertos. Los Hermanos Silenciosos. Están todos muertos. Los han asesinado.
Esta vez no surgió ningún sonido de los allí reunidos. Todos se quedaron inmóviles, del mismo modo en que una manada de leones podría quedarse inmóvil al descubrir una gacela.
—¿Muertos? —replicó Maryse—. ¿Qué quieres decir con que están muertos?
—Creo que está muy claro lo que quiere decir. —Una mujer que llevaba un largo abrigo gris había aparecido de improviso junto a Maryse. Bajo la parpadeante luz, a Clary le pareció una especie de caricatura de Edward Gorey, toda ángulos agudos, cabellos recogidos hacia atrás y ojos igual que pozos negros cavados en la cara. Sostenía un refulgente pedazo de luz mágica sujeto a una larga cadena de plata, pasada a través de los dedos más delgados que Clary había visto nunca.
—¿Están todos muertos? —preguntó, dirigiéndose a Alec—. ¿No habéis hallado a nadie con vida en la Ciudad?
Alec negó con la cabeza.
—No que nosotros viéramos, Inquisidora.
De modo que esa era la Inquisidora, pensó Clary. Ciertamente parecía alguien capaz de arrojar a un chico adolescente a una mazmorra sin más motivo que el no gustarle su actitud.
—Que vierais —respondió la Inquisidora, con los ojos igual que centelleantes cuentas, antes de volver la cabeza hacia Maryse—. Aún podría haber supervivientes. Yo enviaría a tu gente al interior de la Ciudad para que hicieran una comprobación a fondo.
Maryse apretó los labios. Por lo poco que Clary había averiguado sobre Maryse, sabía que a la madre adoptiva de Jace no le gustaba que le dijesen qué hacer.
—Muy bien —aceptó Maryse.
Se volvió hacia el resto de cazadores de sombras, que no eran tantos como Clary había pensado en un principio; más cerca de veinte que de treinta, aunque la impresión que le había causado su aparición los había hecho parecer una multitud ingente.
Maryse habló con Malik en voz baja. Él asintió y, cogiendo por el brazo a la mujer de cabellos plateados, condujo a los cazadores de sombras hacia la entrada de la Ciudad de Hueso. A medida que uno tras otro descendían por la escalera, con sus respectivas luces mágicas en la mano, el resplandor del patio empezó a desvanecerse. La última en bajar fue la mujer de cabello canoso. A mitad de la escalera, la mujer se detuvo, se volvió y miró hacia atrás… directamente a Clary. Sus ojos estaban cargados de un terrible anhelo, como si ansiase desesperadamente decirle algo. Después de un momento, volvió a echarse la capucha sobre el rostro y desapareció en las sombras.
Maryse rompió el silencio.
—¿Por qué querría nadie asesinar a los Hermanos Silenciosos? No son guerreros, no llevan Marcas de combate…
—No seas ingenua, Maryse —le cortó la Inquisidora—. Esto no ha sido un ataque al azar. Puede que los Hermanos Silenciosos no sean guerreros, pero son ante todo guardianes, y muy buenos en su trabajo. Por no decir difíciles de matar. Alguien quería algo de la Ciudad de Hueso y estaba dispuesto a matar a los Hermanos Silenciosos para obtenerlo. Esto ha sido premeditado.
—¿Qué hace que estés tan segura?
—¿Esa pérdida de tiempo que nos ha llevado a todos a Central Park? ¿La niña hada muerta?
—Yo no llamaría a eso pérdida de tiempo. A la niña hada le habían sacado toda la sangre, como a los otros. Estos asesinatos podrían ocasionar serios problemas entre los Hijos de la Noche y otros subterráneos…
—Distracciones —replicó la Inquisidora, desdeñosa—. Quería que estuviéramos fuera del Instituto para que nadie respondiera a los Hermanos cuando llamaran pidiendo ayuda. Ingenioso, en realidad. Pero claro, él siempre fue muy ingenioso.
—¿Él? —Fue Isabelle quién habló, con el rostro pálido entre las negras alas de sus cabellos—. Se refiere…
Las siguientes palabras de Jace provocaron una sacudida en Clary, como si hubiese entrado en contacto con una corriente eléctrica.
—Valentine —dijo el muchacho—. Valentine ha cogido la espada Mortal. Por eso ha matado a los Hermanos Silenciosos.
Una fina y repentina sonrisa se curvó en el rostro de la Inquisidora, como si Jace hubiese dicho algo que la complaciera enormemente.
Alec dio un brinco y se volvió para mirar a Jace boquiabierto.
—¿Valentine? Pero tú no nos habías dicho que estaba aquí.
—Nadie me lo ha preguntado.
—Pero él no puede haber matado a los Hermanos. Los han hecho pedazos. Ninguna persona podría haber hecho todo eso.
—Probablemente tuvo ayuda demoníaca —repuso la Inquisidora—. Ya ha usado antes demonios para que le ayuden. Y con la protección de la Copa, podría invocar a algunas criaturas muy peligrosas. Más peligrosas que los rapiñadores —añadió haciendo una mueca con el labio, y aunque no miró a Clary al decirlo, las palabras fueron, en cierto modo, un bofetón verbal; la tenue esperanza de Clary de que la Inquisidora no la hubiese visto o reconocido se desvaneció—. O los patéticos repudiados.
—No sé nada sobre eso. —Jace estaba muy pálido, con manchas rojizas como de fiebre en los pómulos—. Pero ha sido Valentine. Lo he visto. De hecho, llevaba la Espada cuando bajó a las celdas y se burló de mí a través de los barrotes. Era como una película mala, sólo le ha faltado retorcerse el bigote.
Clary le miró preocupada. Hablaba demasiado de prisa, pensó y parecía mantenerse en pie con dificultad.
La Inquisidora no pareció advertirlo.
—¿Así que dices que Valentine te ha contado todo esto? ¿Te ha contando que mató a los Hermanos Silenciosos porque quería la Espada del Ángel?
—¿Qué más te ha contado? ¿Te dijo adónde iba? ¿Qué planea hacer con los dos Instrumentos Mortales? —preguntó apresuradamente Maryse.
Jace negó con la cabeza.
La Inquisidora avanzó hacia él, con el abrigo arremolinándose a su alrededor como humo en movimiento. Los ojos grises y la boca eran tirantes líneas horizontales.
—No te creo —dijo.
Jace se limitó a mirarla.
—No esperaba que lo hiciera.
—Dudo que la Clave te crea.
—Jace no es un mentiroso… —empezó a decir Alec con vehemencia.
—Usa tu cerebro, Alexander —replicó la Inquisidora, sin apartar los ojos de Jace—. Deja a un lado tu lealtad hacia tu amigo por un momento. ¿Qué probabilidades existen de que Valentine pasara por la celda de su hijo para una charla paternal sobre la Espada-Alma y no mencionara lo que planeaba hacer con ella, o incluso adónde iba?
—S’io credesse che mia risposta fosse —dijo Jace en un idioma que Clary no conocía—, a persona che mai tornasse al mondo…
—Dante. —La Inquisidora pareció fríamente divertida—. El Inferno. Aún no estás en el infierno, Jonathan Morgenstern, aunque si insistes en mentirle a la Clave, desearás estarlo. —Volvió la cabeza hacia los demás—. ¿Y no le parece curioso a nadie que la Espada-Alma haya desaparecido la noche antes de que Jonathan Morgenstern tenga que someterse a juicio por su hoja… y que haya sido su padre quien la ha cogido?
Jace pareció escandalizado, y sus labios se entreabrieron ligeramente en una expresión de sorpresa, como si eso jamás se le hubiera ocurrido.
—Mi padre no ha cogido la Espada por mí. La ha cogido para él. Dudo que supiese siquiera lo del juicio.
—Que terrible conveniente para ti, no obstante. Y para él. No tendrá que preocuparse de que cuentes sus secretos.
—Claro —replicó Jace—, le aterra que le cuente a todo el mundo que en realidad siempre ha querido ser una bailarina de ballet. —La Inquisidora se limitó a mirarle fijamente—. No conozco ninguno de los secretos de mi padre —afirmó, con menos acritud—. Jamás me contó nada.
La Inquisidora le contempló con algo parecido al tedio.
—Si tu padre no ha cogido la Espada para protegerte, entonces, ¿por qué?
—Es un Instrumento Mortal —dijo Clary—. Es poderosa. Como la Copa. A Valentine le gusta el poder.
—La Copa tiene una utilidad inmediata —replicó la Inquisidora—. Puede usarla para crear un ejército. La Espada se utiliza en juicios. No veo cómo podría interesarle.
—Podría haberlo hecho para desestabilizar la Clave —sugirió Maryse—. Para socavar nuestra moral. Para indicar que no hay nada que podamos proteger de él si lo desea lo suficiente. —Era un argumento sorprendentemente bueno, pensó Clary, pero Maryse no sonaba muy convencida—. El hecho es que…
Pero nunca llegaron a oír cuál era el hecho, porque en ese momento Jace alzó la mano como si fuera a hacer una pregunta, puso cara de sorpresa y se sentó en la hierba de golpe, como si sus piernas hubiesen cedido. Alec se arrodilló junto a él, pero Jace desechó su inquietud con un ademán.
—Déjame tranquilo. Estoy perfectamente.
—No lo estás.
Clary se unió a Alec, mientras Jace la contemplaba con unos ojos de pupilas enormes y oscuras, a pesar de la luz mágica que iluminaba la noche. La muchacha echó un vistazo a la muñeca de Jace, donde Alec le había dibujado el iratze. La Marca había desaparecido, ni siquiera quedaba una leve cicatriz para mostrar que había funcionado. Sus ojos se encontraron con los de Alec y vio su propia ansiedad reflejada allí.
—Algo le pasa —dijo—. Algo malo.
—Probablemente necesita una runa curativa. —La Inquisidora daba la impresión de estar exquisitamente molesta con Jace por estar herido durante este acontecimiento de tal importancia—. Un iratze, o…
—Ya hemos probado eso —explicó Alec—. No está funcionando. Creo que hay algo de origen demoníaco actuando aquí.
—¿Cómo veneno de demonio? —Maryse avanzó como si tuviera intención de ir junto a Jace, pero la Inquisidora la retuvo.
—Está fingiendo —afirmó la mujer—. Debería estar en las celdas de la Ciudad Silenciosa en estos momentos.
Alec se puso en pie al oír aquello.
—Pero ¿qué está diciendo?… ¡Mírele! —Señaló a Jace, que había vuelto a desplomarse sobre la hierba, con los ojos cerrados—. Ni siquiera puede mantenerse en pie. Necesita médicos, necesita…
—Los Hermanos Silenciosos están muertos —dijo la Inquisidora—. ¿Estás sugiriendo un hospital mundano?
—No. —La voz de Alec sonó tensa—. Pensaba que podría ir a que le viera Magnus.
Isabelle profirió un sonido situado en algún punto entre un estornudo y una tos. Se volvió hacia otro lado mientras la Inquisidora miraba a Alec sin comprender.
—¿Magnus?
—Es un brujo —respondió Alec—. En realidad es el Gran Brujo de Brooklyn.
—Te refieres a Magnus Bane —dijo Maryse—. Tiene una reputación como…
—Me curó después de que peleara contra un Demonio Mayor —replicó Alec—. Los Hermanos Silenciosos no pudieron hacer nada, pero Magnus…
—Es ridículo —replicó la Inquisidora—. Lo que quieres es ayudar a Jonathan a escapar.
—No se encuentra lo bastante bien como para escapar —intervino Isabelle—. ¿Es que no lo ve?
—Magnus jamás permitiría que eso sucediera —afirmó Alec, acallando con una mirada a su hermana—. No está interesado en contrariar a la Clave.
—¿Y qué haría para impedirlo? —La voz de la Inquisidora rezumaba ácido sarcasmo—. Jonathan es un cazador de sombras; no es tan fácil mantenernos bajo llave.
—Quizás debería preguntárselo —sugirió Alec.
La Inquisidora sonrió con aquella cortante sonrisa suya.
—Por supuesto. ¿Dónde está?
Alec echó una ojeada al teléfono que tenía en la mano y luego volvió a mirar a la delgada mujer gris situada ante él.
—Está aquí —contestó, y alzó la voz—. ¡Magnus! Magnus, acércate.
Incluso las cejas de la Inquisidora se alzaron violentamente cuando Magnus cruzó majestuosamente la verja. El Gran Brujo vestía pantalones de cuero negro, un cinturón con una hebilla enjoyada en forma de «M» y una chaqueta militar prusiana azul cobalto abierta sobre una camisa blanca de encaje. Relucía cubierto de capas de purpurina. Su mirada descansó por un momento en el rostro de Alec con expresión divertida y una insinuación de algo más antes de ir hacia Jace, que estaba tendido bocabajo sobre la hierba.
—¿Está muerto? —preguntó—. Parece muerto.
—No —le espetó Maryse—. No está muerto.
—¿Lo habéis comprobado? Puedo patearle si queréis. —Magnus avanzó hacia Jace.
—¡Basta! —chilló airada la Inquisidora, sonando como la profesora de tercero de Clary cuando le ordenaba que dejara de garabatear en el pupitre con un rotulador—. No está muerto, pero está herido —añadió, casi de mala gana—. Se requieren tus habilidades médicas. Jonathan necesita estar en condiciones para el interrogatorio.
—Estupendo, pero eso tiene un precio.
—Yo lo pagaré —repuso Maryse.
—Muy bien. —La Inquisidora ni siquiera pestañeó—. Pero no puede quedarse en el Instituto. El hecho de que la Espada haya desaparecido no significa que el interrogatorio no vaya a tener lugar como estaba planeado. Y entretanto, el muchacho debe permanecer bajo observación. Existe un claro riesgo de fuga.
—¿Riesgo de fuga? —inquirió Isabelle—. Lo dice como si él hubiese intentando escapar de la Ciudad Silenciosa…
—Bueno —replicó la mujer—. Ya no está en su celda ahora, ¿verdad?
—¡Eso no es justo! ¡No esperaría dejarlo ahí abajo rodeado de cadáveres!
—¿No es justo? ¿No es justo? ¿De verdad esperas que me crea que el motivo por el que tú y tu hermano habéis ido a la Ciudad de Hueso fue por una llamada de auxilio, y no para liberar a Jonathan de lo que sin duda consideráis un confinamiento innecesario? ¿Y esperas que me crea que no vais a intentar liberarlo otra vez si se le permite permanecer en el Instituto? ¿Crees que podéis engañarme tan fácilmente como engañáis a vuestros padres, Isabelle Lightwood?
La muchacha enrojeció. Magnus intervino antes de que la chica pudiera replicar.
—Mirad, no hay ningún problema —dijo—. Jace se puede quedar en mi casa.
La Inquisidora volvió la cabeza hacia Alec.
—¿Sabe tu brujo —dijo— que Jonathan es un testigo de la mayor importancia para la Clave?
—Él no es mi brujo. —Los angulosos pómulos de Alec enrojecieron violentamente.
—He tenido a prisioneros de la Clave anteriormente —indicó Magnus, y el deje burlón había abandonado su voz—. Creo que descubrirá que tengo un excelente historial en ese terreno. El tipo de contrato que ofrezco es uno de los mejores.
¿Fue la imaginación de Clary, o los ojos de Magnus realmente se entretuvieron un instante en Maryse cuando dijo aquello? Clary no tuvo tiempo para conjeturar; la Inquisidora emitió un sonido agudo que podría haber sido de diversión o disgusto.
—Solucionado —dijo—. Hazme saber cuando esté lo bastante bien como para hablar, brujo. Todavía tengo muchas preguntas para él.
—Desde luego —respondió Magnus, pero a Clary le dio la impresión de que en realidad no la escuchaba.
Magnus cruzó el césped con elegancia y se detuvo junto a Jace; era tan alto como delgado, y cuando Clary alzó los ojos para mirarle, le sorprendió cuántas estrellas tapaba.
—¿Puede hablar? —preguntó Magnus a Clary, señalando a Jace.
Antes de que esta pudiera responder, los ojos del muchacho se abrieron lentamente y alzó la mirada hacia el brujo, aturdido y mareado.
—¿Qué estás haciendo tú aquí?
Magnus dedicó una sonrisa burlona al muchacho, y sus dientes centellearon como diamantes afilados.
—Hola, compañero de piso —saludó.