5

LOS PECADOS DE LOS PADRES

La oscuridad de las prisiones de la Ciudad Silenciosa era más profunda que cualquier oscuridad que Jace hubiese conocido jamás. No podía ver la forma de su propia mano frente a los ojos; no podía ver el suelo o el techo de su celda. Lo que sabía de la celda, lo sabía por una primera ojeada fugaz que había dado a la luz de la antorcha, al ser conducido allí abajo por un grupo de Hermanos Silencios, que le habían abierto la puerta de los barrotes de la celda y le habían hecho entrar como si fuera un vulgar delincuente.

Aunque claro, eso era probablemente lo que pensaban que era.

Sabía que la celda tenía un suelo de losas de piedra, que tres de las paredes estaban talladas en la roca y que la cuarta estaba hecha a base de barrotes espaciados de electro, cada extremo profundamente hundido en la piedra. Sabía que había una puerta en aquellos barrotes. También sabía que una larga barra de metal discurría a lo largo de la pared este, porque los Hermanos Silenciosos habían cerrado una de las manillas de un par de esposas de plata a la barra y la otra a su muñeca. Podía dar de arriba abajo unos pocos pasos en la celda, tintineando como el fantasma de Marley en Un cuento de Navidad, pero eso era todo lo lejos que podía llegar. Ya se había despellejado la muñeca derecha tirando imprudentemente de la esposa. Por suerte era zurdo: un pequeño punto brillante en la impenetrable negrura. No era que importase, pero resultaba tranquilizador tener libre la mano con la que peleaba mejor.

Inició otro lento paseo a lo largo de la celda, arrastrando los dedos por la pared al andar. Resultaba desalentador no saber qué hora era. En Idris, su padre le había enseñado a saberlo por el ángulo del sol, la longitud de las sombras por la tarde, la posición de las estrellas en el cielo nocturno. Pero aquí no había estrellas. De hecho, había empezado a preguntarse si volvería a ver el cielo alguna vez.

Se detuvo. Vaya, ¿por qué se había preguntado eso? Desde luego que volvería a ver el cielo. La Clave no iba a matarle. La pena de muerte estaba reservada a los asesinos. Pero el aleteo del miedo permaneció con él, justo bajo la caja torácica, extraño como una inesperada punzada de dolor. Jace no era precisamente propenso a ataques de pánico fortuitos; Alec habría dicho que no le habría ido mal sentir un poco más de cobardía constructiva. El miedo no era algo que le hubiese afectado mucho nunca.

Pensó en Maryse diciendo «Tú nunca has tenido miedo a la oscuridad».

Era cierto. La ansiedad que sentía en esos momentos no era natural, no era en absoluto propia de él. Tenía que haber algo más que simple oscuridad. Volvió a tomar una leve bocanada de aire. Sólo tenía que pasar la noche. Una noche. Eso era todo. Dio otro paso al frente con las esposas tintineando sombríamente.

Un sonido cortó el aire, deteniéndole en seco. Era un aullido agudo y ululante, un sonido de puro y ciego terror. Pareció seguir y seguir como una única nota arrancada a un violín, volviéndose más sonoro, fino y afilado hasta que se interrumpió bruscamente.

Jace lanzó una palabrota. Le zumbaban los oídos y notaba el sabor del terror en la boca como un metal amargo. ¿Quién habría pensado que el miedo tenía sabor? Apoyó la espalda contra la pared de la celda, esforzándose por tranquilizarse.

El sonido regresó, más fuerte esta vez, y luego hubo otro grito, y otro. Algo cayó estrepitosamente en lo alto y Jace se agachó involuntariamente antes de recordar que estaba a varios niveles bajo tierra. Oyó otro estrépito, y una imagen se le formó en la mente: puertas de mausoleos haciéndose añicos al abrirse; los cadáveres de cazadores de sombras muertos hacía siglos saliendo tambaleantes al exterior, simples esqueletos sujetos por tendones resecos que avanzaban penosamente por los suelos blancos de la Ciudad Silenciosa con dedos de huesos descarnados…

«¡Basta!». Jadeando por el esfuerzo, Jace obligó a la visión a desaparecer. Los muertos no regresaban. Y además, eran los cadáveres de nefilim como él, de sus hermanos y hermanas asesinados. No tenía nada que temer de ellos. Entonces, ¿por qué estaba tan asustado? Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Aquel pánico era impropio de él. Lo dominaría. Lo aplastaría. Inspiró una profunda bocanada de aire, llenándose los pulmones, justo cuando sonó otro alarido, muy potente. El aire le salió con un chirrido del pecho cuando algo se estrelló contra el suelo con un fuerte estrépito, muy cerca de él, y vio una repentina fluorescencia luminosa, una ardiente flor de fuego que le acuchillaba los ojos.

El hermano Jeremiah apareció tambaleante ante él; con la mano derecha aferraba una antorcha que todavía ardía, y la capucha color pergamino, caída hacia atrás, mostraba un rostro convulsionado en una grotesca mueca de terror. La boca, que había estado cosida, estaba abierta de par en par en un grito mudo, y los ensangrentados hilos de los desgarrados puntos le colgaban de los labios hechos jirones. Sangre, negra a la luz de la antorcha, le salpicaba la túnica de color claro. Dio unos pocos pasos bamboleándose hacia el frente, con las manos extendidas… y luego, mientras Jace le observaba con total incredulidad, Jeremiah se desplomó de bruces sobre el suelo. Cuando el cuerpo del archivero golpeó el suelo, Jace oyó el sonido de huesos al quebrarse y la antorcha chisporroteó, rodando fuera de la mano de Jeremiah hacia el canalón de piedra excavado en el suelo justo fuera de la puerta de barrotes de la celda.

Jace se arrodilló al instante, estirándose todo lo que le permitió la cadena, y alargó los dedos para coger la antorcha. La luz se desvanecía con rapidez, pero bajo su menguante resplandor, Jace pudo ver el rostro sin vida de Jeremiah vuelto hacia él, con la sangre rezumando aún por la boca abierta. Los dientes eran retorcidos rasgones negros.

Jace sintió como si algo pesado le presionara el pecho. Los Hermanos Silenciosos jamás abrían la boca, jamás hablaban o reían o chillaban. Pero aquel había sido el sonido que Jace había oído, ahora estaba seguro: los alaridos de hombres que no habían chillado en medio siglo, el sonido de un terror más profundo y poderoso que la antigua runa del silencio. Pero ¿cómo podía ser? ¿Y dónde estaban los demás Hermanos?

Jace quiso gritar pidiendo ayuda, pero el peso seguía sobre su pecho y le impedía conseguir aire suficiente. Se lanzó otra vez hacia la antorcha y notó como uno de los huesecillos de la muñeca se le hacía añicos. Un fuerte dolor le recorrió el brazo, pero le proporcionó el centímetro extra que necesitaba. Agarró rápidamente la antorcha y se puso en pie. Al mismo tiempo que la llama volvía a cobrar vida, oyó otro ruido. Un ruido espeso, una especie de arrastre desagradable y penoso. Los pelos del cogote se le erizaron, afilados como púas. Avanzó la antorcha al frente; la temblorosa mano lanzó violentos parpadeos luminosos que danzaron por paredes e iluminaron intensamente las sombras.

Allí no había nada.

No obstante, en lugar de alivio sintió que su terror aumentaba. En aquellos momentos inspiraba a grandes bocanadas, igual que si hubiese estado bajo el agua. El temor era mucho peor, porque le resultaba conocido. ¿Qué le había sucedido? ¿Se había convertido en un cobarde de repente?

Dio un violento tirón a las esposas, esperando que el dolor le aclarara la cabeza. No lo hizo. Volvió a oír el ruido, el roce de algo que se arrastraba, y ahora estaba cerca. También había otro sonido, detrás del culebreo, un susurro quedo y constante. Jamás había oído ningún sonido tan malévolo. Medio enloquecido de espanto, retrocedió tambaleante hasta la pared y alzó la antorcha con una mano que temblaba violentamente.

Por un momento, brillante como la luz del día, vio toda la sala: la celda, la puerta de barrotes, las losas desnudas más allá y el cuerpo sin vida de Jeremiah, hecho un guiñapo sobre el suelo. Había otra puerta, justo detrás de Jeremiah, y se estaba abriendo lentamente. Algo avanzaba con un gran esfuerzo por ella. Algo enorme, oscuro e informe. Ojos que eran como hielo ardiente, hundidos profundamente en oscuros pliegues, contemplaron a Jace con hosca burla. De repente la cosa se abalanzó hacia delante. Una gran nube de turbulento vapor se alzó ante los ojos de Jace como una ola barriendo la superficie del océano. Lo último que vio fue la llama de la antorcha que se extinguía con un brillo verde y azul antes de ser engullida por la oscuridad.

Besar a Simon era agradable. Era agradable de un modo apacible, como estar tumbada en una hamaca un día de verano con un libro y un vaso de limonada. Era algo que podía seguir haciendo y no sentirse ni aburrida, ni inquieta, ni desconcertada, ni fastidiada por nada aparte de por la barra de metal del sofá cama que se le clavaba en la espalda.

—¡Ay! —exclamó Clary, intentando apartarse de la barra sin conseguirlo.

—¿Te he hecho daño?

Simon se puso sobre el costado, con expresión preocupada. O tal vez fuera, que sin las gafas, sus ojos parecían el doble de grandes y oscuros.

—No, no tú… la cama. Es como un instrumento de tortura.

—No me he dado cuenta —repuso él, sombrío, mientras agarraba una almohada del suelo, adonde había caído, y la metía debajo de ellos.

—Claro. —La chica lanzó una carcajada—. ¿Por dónde íbamos?

—Bueno, mi cara estaba aproximadamente donde está ahora, pero la tuya estaba muchísimo más cerca. Eso es lo que yo recuerdo, al menos.

—¡Qué romántico!

Tiró de él sobre ella, y Simon se equilibró sobre los codos. Ambos cuerpos descansaban perfectamente alineados, y Clary notaba los latidos del corazón del muchacho a través de las dos camisetas. Las pestañas de Simon, por lo general ocultas tras las gafas, le acariciaron las mejillas cuando se inclinó para besarla. Ella soltó una risita incierta.

—¿Te resulta raro esto? —susurró.

—No. Creo que cuando te imaginas algo muy a menudo, la realidad resulta…

—¿Anticlimática?

—No. ¡No! —Simon se echó hacia atrás, mirándola con miope convicción—. Ni lo pienses. Esto es lo contrario de anticlimático. Esto es…

Risitas contenidas borboteando en el pecho de Clary.

—Vale, quizá tampoco quieras decir eso.

Él entrecerró los ojos, y la boca se le curvó en una sonrisa.

—De acuerdo, lo que quiero ahora es responderte con algo sabihondo, pero todo lo que se me ocurre es…

Ella le sonrió burlona.

—¿Qué quieres sexo?

—Para. —Le agarró las manos, se las inmovilizó sobre la colcha y la contempló con severidad—. Que te amo.

—O sea que no quieres sexo.

Él le soltó las manos.

—No he dicho eso.

Ella rio y le empujó el pecho con ambas manos.

—Deja que me levante.

Él pareció alarmado.

—Quería decir que no sólo quería sexo…

—No es eso. Quiero ponerme el pijama. No puedo darme el lote en serio mientras aún llevo puestos los calcetines.

Simon la contempló afligido mientras ella sacaba el pijama de la cómoda e iba al cuarto de baño. Mientras cerraba la puerta, Clary le dedicó una mueca.

—Vuelvo en seguida.

Lo que fuera que él dijo en respuesta se perdió cuando ella cerró la puerta. Clary se cepilló los dientes y luego dejó caer agua en el lavabo durante un buen rato, mirándose fijamente en el espejo. Tenía el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. ¿Contaba eso como estar resplandeciente? Se suponía que las personas enamoradas resplandecían, ¿no era cierto? O tal vez se trataba de las embarazadas, no podía recordarlo exactamente, pero sin duda se suponía que ella tenía que parecer distinta. Al fin y al cabo, era la primera auténtica sesión de besos que había tenido nunca… y era agradable, se dijo, segura, placentera y cómoda.

Desde luego, había besado a Jace, la noche de su cumpleaños, y aquello no había sido seguro ni cómodo ni placentero, en absoluto. Había sido como abrir una vena de algo desconocido dentro de su cuerpo, algo más caliente, dulce y amargo que la sangre. «No pienses en Jace», se dijo con ferocidad, pero al contemplarse en el espejo vio que sus ojos se oscurecían y supo que su cuerpo recordaba aunque la mente no quisiera hacerlo.

Dejó correr el agua hasta que salió fría y se mojó el rostro antes de alargar la mano hacia el pijama. «Fabuloso», se dijo, había cogido los pantalones del pijama pero no la camiseta. Por mucho que a Simon pudiera gustarle, parecía algo pronto para empezar a dormir en topless. Regresó al dormitorio, y se encontró con que Simon se había quedado dormido en el centro de la cama, abrazando la almohada como si fuese un ser humano. Ahogó una carcajada.

—Simon… —susurró; entonces oyó el agudo pitido de dos tonos que indicaba que acababa de llegar un mensaje de texto a su móvil.

El teléfono estaba cerrado sobre la mesilla de noche. Clary lo levantó y vio que el mensaje era de Isabelle.

Alzó la tapa del teléfono e hizo avanzar rápidamente el texto. Lo leyó dos veces, sólo para estar segura de que no se lo estaba imaginando. Luego corrió al armario a coger el abrigo.

—Jonathan.

La voz surgió de la oscuridad, lenta, sombría, familiar como el dolor. Jace abrió los ojos pestañeando y no vio más que oscuridad. Tiritó. Yacía hecho un ovillo sobre el helado suelo de losas. Sin duda se había desmayado. Sintió una punzada de ira ante su propia debilidad, su propia fragilidad.

Rodó sobre un costado, y sintió un dolor punzante en la muñeca rota rodeada por la esposa.

—¿Hay alguien ahí?

—Seguramente reconoces a tu propio padre, Jonathan —se oyó la voz otra vez, y Jace sí la reconoció: su sonido a hierro viejo, su suave casi atonalidad. Intentó incorporarse, pero las botas resbalaron en un charco de algo, patinó hacia atrás y se golpeó violentamente contra la dura pared de piedra. Las esposas tintinearon como un carrillón de acero.

—¿Estás herido?

Una luz llameó hacia arriba, quemándole los ojos a Jace. Parpadeó lágrimas ardientes y vio a Valentine de pie al otro lado de los barrotes, junto al cuerpo del hermano Jeremiah. Una refulgente luz mágica en una mano proyectaba un potente resplandor sobre la habitación. Jace pudo ver las manchas de sangre antigua en las paredes… y de sangre más fresca, un pequeño charco, que había brotado de la boca abierta de Jeremiah. Sintió que el estómago se le revolvía y se le hacía un nudo, y pensó en la masa negra e informe, con los ojos igual que gemas ardientes que había visto antes.

—Esa cosa —dijo casi sin voz—. ¿Dónde está? ¿Qué era?

—Estás herido —Valentine se acercó más a los barrotes—. ¿Quién ordenó que te encerraran aquí? ¿Fue la Clave? ¿Los Lightwood?

—Fue la Inquisidora.

Jace se miró. Había más sangre en las perneras de los pantalones y en la camiseta. No podía decir si era suya. La sangre le caía lentamente de debajo de las esposas.

Valentine le contempló pensativo por entre los barrotes. Era la primera vez en años que Jace veía a su padre vestido con un auténtico traje de batalla: las prendas de cazador de sombras de grueso cuero, que permitían libertad de movimientos a la vez que protegían la piel de la mayoría de venenos demoníacos; las protecciones recubiertas de electro de los brazos y las piernas, cada una marcada con una serie de glifos y runas. Llevaba una correa amplia cruzada sobre el pecho, y la empuñadura de una espada le brillaba por encima del hombro. Valentine se acuclilló, colocando los fríos ojos negros a la altura de los de Jace. Al muchacho le sorprendió no ver ira en ellos.

—La Inquisidora y la Clave son la misma cosa. Y los Lightwood jamás deberían haber permitido que sucediera esto. Yo jamás habría permitido que nadie te hiciese esto.

Jace presionó los hombros contra la pared; era todo lo que la cadena le permitía alejarse de su padre.

—¿Has bajado aquí a matarme?

—¿Matarte? ¿Por qué iba a querer matarte?

—Bueno, ¿por qué has matado a Jeremiah? Y no te molestes en soltarme alguna historia de que pasabas por aquí casualmente justo después de que él muriera espontáneamente. Sé que lo has hecho tú.

Por primera vez, Valentine echó una mirada al cadáver del hermano Jeremiah.

—Sí que lo he matado, y al resto de los Hermanos Silenciosos también. He tenido que hacerlo. Tenían algo que necesitaba.

—¿Qué? ¿Un sentido de la decencia?

—Esto —contestó Valentine, y sacó la espada de la vaina del hombro con un veloz movimiento—. Maellartach.

Jace reprimió la exclamación de sorpresa que le subía por la garganta. La reconocía perfectamente: la enorme espada de gruesa hoja de plata con la empuñadura en forma de alas extendidas era la que colgaba sobre las Estrellas Parlantes en la sala del consejo de los Hermanos Silenciosos.

—¿Has cogido la espada de los Hermanos Silenciosos?

—Jamás fue suya —replicó Valentine—. Pertenece a todos los nefilim. Esta es la espada con la que el Ángel expulsó a Adán y Eva del jardín. «Y colocó en el este del jardín del Edén querubines, y una espada encendida que se movía en todas direcciones» —citó, bajando la mirada hacia la hoja.

Jace se lamió los labios resecos.

—¿Qué vas a hacer con ella?

—Te lo contaré —repuso Valentine—, cuando crea que puedo confiar en ti y sepa que tú confías en mí.

—¿Confiar en ti? ¿Después de que te escabulleras a través del Portal en Renwick y lo hicieras pedazos para que no pudiera ir tras de ti? ¿Y de que intentaras matar a Clary?

—Nunca habría lastimado a tu hermana —replicó él, con un ramalazo de cólera—. Del mismo modo que no te lastimaría a ti.

—¡Lo único que has hecho ha sido lastimarme! ¡Fueron los Lightwood quienes me protegieron!

—No soy yo quién te ha encerrado aquí. No soy yo quien te amenaza y desconfía de ti. Son los Lightwood y sus amigos de la Clave. —Valentine hizo una pausa—. Viéndote así, viendo cómo te han tratado y que sin embargo sigues mostrándote estoico, me siento orgulloso de ti.

Sorprendido, Jace alzó los ojos, tan de prisa que sintió un vahído. La mano le lanzó una punzada insistente. Reprimió el dolor y lo frenó hasta que su respiración se relajó.

—¿Qué? —soltó.

—Me doy cuenta ahora de que me equivoqué en Renwick —siguió Valentine—. Te veía como el muchachito que dejé en Idris, obediente a todos mis deseos. En su lugar encontré a un joven testarudo, independiente y valeroso, y sin embargo te traté como si todavía fueses un niño. No me sorprende que te rebelases contra mí.

—¿Me rebelase?…

A Jace se le hizo un nudo en la garganta, que impidió el paso a las palabras que deseaba pronunciar. La cabeza le había empezado a martillear siguiendo el ritmo del dolor agudo de la mano.

—Nunca tuve la oportunidad de explicarte mi pasado —continuó diciendo Valentine—, de contarte por qué he hecho las cosas que he hecho.

—No hay nada que explicar. Mataste a mis abuelos. Mantuviste prisionera a mi madre. Mataste a otros cazadores de sombras para favorecer tus propios designios. —Cada palabra le sabía a Jace a veneno.

—Únicamente conoces la mitad de los hechos, Jonathan. Te mentí cuando eras un niño porque eras demasiado joven para comprender. Ahora eres lo bastante mayor como para que se te cuente la verdad.

—En ese caso, cuéntame la verdad.

Valentine alargó el brazo por entre los barrotes de la celda y posó la mano sobre la cabeza de Jace. La textura áspera y encallecida de los dedos tenía exactamente el mismo tacto que había tenido cuando Jace tenía diez años.

—Quiero confiar en ti, Jonathan —dijo—. ¿Puedo?

Jace quiso responder, pero las palabras no salieron. Sentía como si le estuvieran cerrando lentamente un aro de hierro alrededor del pecho, dejándole sin respiración.

—Desearía… —musitó.

Sonó un ruido por encima de ellos. Un ruido parecido al golpe de una puerta de metal; a continuación, Jace oyó pisadas, susurros que resonaban en las paredes de piedra de la Ciudad. Valentine se puso en pie, cerrando la mano sobre la luz mágica hasta que esta sólo fue un tenue resplandor y él mismo una sombra apenas recortada.

—Más rápido de lo que pensé —murmuró, y bajó los ojos para mirar a Jace por entre los barrotes.

Jace miró más allá de él, pero no pudo ver otra cosa que la oscuridad al otro lado de la tenue iluminación de la luz mágica. Pensó en la turbulenta forma oscura que había visto antes, extinguiendo toda luz ante ella.

—¿Qué se acerca? ¿Qué es? —exigió saber, arrastrándose al frente de rodillas.

—Debo marcharme —repuso Valentine—. Pero no hemos terminado, tu y yo.

Jace colocó la mano en los barrotes.

—Quítame la cadena. Sea lo que sea eso, quiero poder luchar.

—Quitarte las cadenas ahora no sería precisamente un favor.

Valentine cerró la mano por completo alrededor de la piedra de luz mágica. Esta se extinguió, sumiendo la sala en la oscuridad. Jace se arrojó contra los barrotes de la celda en medio de violentas protestas y dolor de su muñeca rota.

—¡No! —chilló—. Padre, por favor.

—Cuando quieras encontrarme —dijo Valentine—, me encontrarás.

Y a continuación sólo hubo el sonido de sus pisadas que retrocedían veloces y la propia respiración irregular de Jace mientras se dejaba caer contra los barrotes.

Durante el viaje en metro hasta la zona residencial, Clary fue incapaz de sentarse. Paseó de arriba abajo del vagón casi vacío, con los auriculares de su iPod colgándole del cuello. Isabelle no había contestado al teléfono cuando Clary le había llamado, y una sensación irracional de inquietud corroía las tripas de la muchacha.

Pensó en Jace en La Luna del Cazador, cubierto de sangre. Mientras mostraba los dientes gruñendo encolerizado, había parecido más un hombre lobo que un cazador de sombras encargado de proteger a los humanos y mantener a los subterráneos a raya.

Subió como una exhalación las escaleras de la parada de la calle Noventa y seis, y aminoró la marcha al aproximarse a la esquina desde donde el Instituto se veía como una enorme sombra gris. Había hecho calor en los túneles, y el sudor del cogote le cosquilleaba helado mientras recorría el agrietado camino de cemento hasta la puerta principal del Instituto.

Alargó la mano hacia el descomunal tirador de la campanilla que colgaba del arquitrabe, luego vaciló. Ella era una cazadora de sombras, ¿verdad? Tenía derecho a estar en el Instituto, igual que lo tenían los Lightwood. Con una nueva determinación, asió el picaporte intentó recordar las palabras que Jace había pronunciado.

—En el nombre del Ángel, soli…

La puerta se abrió de par en par a una oscuridad iluminada por las llamas de docenas de velas diminutas. Mientras pasaba presurosa por entre los bancos, las velas parpadearon como si se rieran de ella. Llegó al ascensor, cerró la puerta de metal a su espalda y presionó los botones con un dedo tembloroso. Deseó que su nerviosismo se calmara, ¿estaba preocupada por Jace, o simplemente preocupada por tener que ver a Jace? El rostro de la muchacha, enmarcado por el cuello subido del abrigo, se veía muy blanco y pequeño, los ojos grandes y de un verde oscuro, los labios pálidos y mordidos. «Nada bonita», se dijo consternada, y se obligó a borrar esa idea. ¿Qué importaba el aspecto que tuviese? A Jace no le importaba. A Jace no podía importarle.

El ascensor se detuvo con un chasquido metálico, y Clary abrió la puerta. Iglesia la esperaba en el vestíbulo y la saludó con un maullido contrariado.

—¿Qué es lo que sucede, Iglesia?

La voz de la muchacha sonó anormalmente fuerte en la silenciosa estancia. Se preguntó si habría alguien en el Instituto. Quizá sólo estuviese ella. La idea le dio escalofríos.

—¿Hay alguien en casa?

El gato persa de color azul le dio la espalda y se alejó por el pasillo. Pasaron ante la sala de música y la biblioteca, ambas vacías, antes de que Iglesia doblara otra esquina y se sentara frente a una puerta cerrada. «Bien. Pues, aquí estamos», parecía indicar su expresión.

Antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió, y apareció Isabelle de pie en el umbral, descalza y vestida con unos vaqueros y un suave suéter violeta. Se sobresaltó al ver a Clary.

—Me ha parecido oír a alguien por el pasillo, pero no pensaba que serías tú —dijo—. ¿Qué haces aquí?

Clary la miró fijamente.

—Tú me has enviado un mensaje de texto. Decías que la Inquisidora había metido a Jace en la cárcel.

—¡Clary! —Isabelle echó una rápida mirada a un lado y otro del pasillo, luego se mordió el labio—. No quería decir que debieras venir corriendo.

Clary estaba horrorizada.

—¡Isabelle! ¡La cárcel!

—Sí, pero… —Con un suspiro de derrota, Isabelle se hizo a un lado e indicó con una seña a Clary que entrara en la habitación—. Mira, será mejor que entres. Y tú, fuera —dijo, agitando una mano en dirección a Iglesia—. Ve a custodiar el ascensor.

Iglesia le dedicó una mirada terrible, se tumbó, y se dispuso a dormir.

—Gatos —rezongó Isabelle, y dio un portazo.

—Hola, Clary. —Alec estaba sentado en la cama deshecha de Isabelle, con las botas colgando por el lado—. ¿Qué haces aquí?

Clary se sentó en el taburete acolchado frente al tocador espléndidamente desordenado de Isabelle.

—Tu hermana me ha enviado un mensaje de texto. Me ha dicho lo que le ha pasado con Jace.

Isabelle y Alec intercambiaron una mirada expresiva.

—Bueno, Alec —exclamó Isabelle—. Pensé que debía saberlo. ¡No contaba con que viniera aquí a toda velocidad!

A Clary el estómago le dio un vuelco.

—¡Pues claro que he venido! ¿Jace está bien? ¿Por qué demonios lo ha metido la Inquisidora en la prisión?

—No es una prisión exactamente. Está en la Ciudad Silenciosa —explicó Alec; se sentó muy erguido y se colocó uno de los almohadones de Isabelle sobre el regazo para dedicarse a juguetear despreocupadamente con el fleco de cuentas cosido a los bordes.

—¿En la Ciudad Silenciosa? ¿Por qué?

Alec vaciló.

—Hay celdas debajo de la Ciudad Silenciosa. A veces encierran criminales antes de deportarlos a Idris para ser juzgados ante el Consejo. Personas que han hecho cosas realmente malas. Asesinos, renegados, vampiros. Cazadores de sombras que quebrantan los Acuerdos. Ahí es donde está Jace ahora.

—¿Encerrado con un puñado de asesinos? —Clary volvía a estar de pie, escandalizada—. ¿Qué es lo que os pasa a todos vosotros? ¿Por qué no estáis más enfadados?

Alec e Isabelle intercambiaron otra mirada.

—Es sólo por una noche —repuso Isabelle—. Y no hay nadie más allí abajo con él. Lo hemos preguntado.

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho Jace?

—Se insolentó con la Inquisidora. Eso fue todo, hasta donde yo sé —contestó Alec.

Isabelle se sentó en el borde del tocador.

—Es increíble —exclamó.

—Entonces, la Inquisidora debe estar loca —declaró Clary.

—No, la verdad es que no lo está —repuso Alec—. Si Jace estuviera en vuestro ejército mundano, ¿crees que se le permitiría insolentarse con sus superiores? Por supuesto que no.

—Bueno, no durante una guerra. Pero Jace no es un soldado.

—Nosotros sí somos soldados. Jace tanto como el resto de nosotros. Existe una jerarquía de mando, y la Inquisidora está cerca de la cúpula. Jace está cerca de la base. Debería haberla tratado con más respeto.

—Si estáis de acuerdo con que debe estar en la cárcel, ¿por qué me habéis pedido que viniera aquí? ¿Sólo para convencerme de que os diera la razón? No le veo el sentido. ¿Qué queréis que haga?

—No hemos dicho que debería estar en la cárcel —le espetó Isabelle—. Sólo que no debería haberle replicado a uno de los miembros de más alto rango de la Clave. Además —añadió en algo más parecido a un hilo de voz—. Se me ocurrió que a lo mejor podrías ayudar.

—¿Ayudar? ¿Cómo?

—Ya te lo he dicho antes —dijo Alec—. La mitad del tiempo parece que Jace esté intentando que lo maten. Tiene que aprender a mirar por sí mismo, y eso incluye cooperar con la Inquisidora.

—¿Y crees que puedo ayudar obligándole a hacerlo? —inquirió Clary, con voz incrédula.

—No estoy segura de que nadie pueda obligar a Jace a hacer nada —repuso Isabelle—. Pero creo que puedes recordarle que tiene algo por lo que vivir.

Alec bajó la mirada a la almohada que tenía en la mano y dio un tirón repentino y salvaje al fleco. Las cuentas tintinearon por la manta de Isabelle como una cortina de lluvia.

—Alec, no hagas eso —le riñó su hermana, frunciendo el entrecejo.

Clary quiso decirle a Isabelle que ellos eran la familia de Jace, que ella no lo era, que sus voces tenían más peso en él del que la suya tendría jamás. Pero no dejaba de oír la voz de Jace en la cabeza, diciendo: «Jamás sentí como si perteneciera a ninguna parte. Pero tú me hiciste sentir como si perteneciera».

—¿Podemos ir a la Ciudad Silenciosa y verle?

—¿Le dirás que coopere con la Inquisidora? —quiso saber Alec.

Clary lo consideró.

—Primero quiero oír lo que él tiene que decir.

Alec tiró la almohada sobre la cama y se puso en pie. Antes de que pudieran decir nada, llamaron a la puerta. Isabelle se apartó del tocador y fue a abrir.

Era un chico menudo de cabellos oscuros, con los ojos medio ocultos por unas gafas. Llevaba vaqueros y una sudadera extra grande y sostenía un libro en una mano.

—Max —exclamó Isabelle, con cierta sorpresa—, pensaba que dormías.

—Estaba en la habitación de las armas —respondió el chico; que sin duda era el hijo menor de los Lightwood—. Pero se oían ruidos que venían de la biblioteca. Creo que alguien podría estar intentando ponerse en contacto con el Instituto. —Miró detenidamente por detrás de Isabelle a Clary—. ¿Quién es esa?

—Es Clary —contestó Alec—. La hermana de Jace.

Los ojos de Max se abrieron como platos.

—Pensaba que Jace no tenía hermanos.

—Eso era lo que todos pensábamos —afirmó Alec; recogió el suéter que había dejado echado sobre una de las sillas de Isabelle y se lo pasó rápidamente por la cabeza. Los cabellos le rodeaban la cabeza como un suave halo oscuro, chisporroteando con electricidad estática. Tiró de la prenda con impaciencia—. Será mejor que vaya a la biblioteca.

—Iremos los dos —dijo Isabelle; sacó su látigo de oro, que estaba enroscado en forma de reluciente soga, de un cajón y se pasó el mango por el cinturón—. A lo mejor ha sucedido algo.

—¿Dónde están vuestros padres? —preguntó Clary.

—Les llamaron al exterior hace unas pocas horas. Han asesinado a un hada en Central Park. La Inquisidora se ha ido con ellos —explicó Alec.

—¿No quisisteis ir?

—No se nos invitó. —Isabelle se enrolló las dos oscuras trenzas sobre la cabeza y atravesó el rodete de pelo con una pequeña daga de cristal—. Cuida de Max, ¿quieres? Volvemos en seguida.

—Pero… —protestó Clary.

—Volvemos en seguida.

Isabelle salió al pasillo a toda velocidad, con Alec pegado a sus talones. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Clary se sentó en la cama y contempló a Max con aprensión. Nunca había pasado mucho tiempo con niños porque su madre nunca le había permitido hacer de canguro, y lo cierto era que no estaba segura de cómo hablarles o qué podría divertirles. La ayudó un poco que ese niño en concreto le recordara a Simon a esa edad, con los brazos y las piernas delgaduchos, y gafas que parecían demasiado grandes para su rostro.

Max la devolvió la mirada con una ojeada evaluativa propia, no tímida, sino pensativa y contenida.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó finalmente.

Clary se quedó atónita.

—¿Cuántos parece que tenga?

—Catorce.

—Tengo dieciséis, pero la gente siempre piensa que soy más joven de lo que soy porque soy baja.

Max asintió.

—A mí también me pasa —dijo—. Tengo nueve pero la gente siempre piensa que tengo siete.

—Yo te veo con aspecto de nueve —indicó Clary—. ¿Qué es lo que sostienes? ¿Un libro?

Max sacó la mano de detrás de la espalda. Sujetaba un libro en rústica ancho y plano, aproximadamente del tamaño de una de aquellas revistas pequeñas que se vendían en los mostradores de las tiendas. Este tenía una cubierta de vivos colores con escritura kanji japonesa debajo de las palabras en inglés. Clary lanzó una carcajada.

Naruto —leyó—. No sabía que te gustaba el manga. ¿Dónde lo has conseguido?

—En el aeropuerto. Me gustan los dibujos pero no tengo ni idea de cómo leerlo.

—A ver, dámelo. —Lo abrió rápidamente, mostrándole las páginas—. Se lee hacia atrás, de derecha a izquierda en lugar de hacerlo de izquierda a derecha. Y se leen las páginas en el sentido de las agujas del reloj, ¿sabes lo que eso significa?

—Desde luego —repuso él.

Por un momento a Clary le inquietó la posibilidad de haberle irritado, pero Max parecía más que complacido cuando recuperó el libro y pasó las hojas desde la última.

—Este es el número nueve —indicó—. Creo que debería conseguir los otros ocho antes de leerlo.

—Es una buena idea. Quizá puedas conseguir que alguien te lleve a Midtown Comics o a Planeta Prohibido.

—¿Planeta Prohibido?

Max pareció desconcertado, pero antes de que Clary pudiera explicarse, Isabelle entró por la puerta como una exhalación, jadeante.

—Era alguien intentando contactar con el Instituto —explicó, antes de que Clary pudiera preguntar—. Uno de los Hermanos Silenciosos. Algo ha sucedido en la Ciudad de Hueso.

—¿Qué clase de algo?

—No lo sé. Nunca antes había oído que los Hermanos Silenciosos pidieran ayuda.

Isabelle estaba claramente angustiada. Volvió la cabeza hacia su hermano.

—Max, ve a tu habitación y quédate ahí, ¿de acuerdo?

—¿Vais a salir tu y Alec? —inquirió él, con expresión obstinada.

—Sí.

—¿A la Ciudad Silenciosa?

—Max…

—Quiero ir.

Isabelle meneó negativamente la cabeza; la empuñadura de la daga detrás de la cabeza centelleó como un punto llameante.

—Rotundamente no. Eres demasiado joven.

—¡Vosotros tampoco tenéis los dieciocho!

Isabelle se volvió hacia Clary con una expresión mitad de ansiedad y mitad de desesperación.

—Clary, ven aquí un segundo, por favor.

Esta se puso en pie con curiosidad…, e Isabelle la agarró del brazo y la sacó violentamente de la habitación, dando un portazo. Se oyó un golpe sordo cuando Max se lanzó contra la puerta.

—¡Maldita sea! —exclamó Isabelle, sujetando el pomo—, ¿puedes coger mi estela por mí, por favor? Está en el bolsillo…

A toda prisa, Clary le tendió la estela que Luke le había dado horas antes aquella noche.

—Usa la mía.

Con unos pocos trazos rápidos, Isabelle grabó en un instante una runa de cierre sobre la puerta. Clary todavía podía oír las protestas de Max desde el otro lado cuando Isabelle se apartó de la puerta, haciendo una mueca, y le devolvió su estela.

—No sabía que tenías una de estas.

—Era de mi madre —respondió Clary, luego se regañó mentalmente. «Es de mi madre. Es de mi madre».

—Ya. —Isabelle golpeó la puerta con un puño—. Max, hay algunas barritas energéticas en el cajón de la mesilla de noche si tienes hambre. Regresaremos en cuanto podamos.

Del otro lado de la puerta se oyó otro alarido indignado; encogiéndose de hombros, Isabelle se volvió y comenzó a caminar a toda prisa por el pasillo, con Clary junto a ella.

—¿Qué decía el mensaje? —quiso saber la muchacha—. ¿Sólo que había problemas?

—Que era un ataque. Eso.

Alec las esperaba fuera de la biblioteca. Vestía una armadura de cuero negro de cazador de sombras sobre la ropa. Llevaba guantelete protegiéndole los brazos y Marcas alrededor de garganta y muñecas. Cuchillos serafín, cada uno con el nombre de un ángel, centelleaban en el cinturón que le rodeaba la cintura.

—¿Estás lista? —dijo a su hermana—. ¿Te has ocupado de Max?

—Está perfectamente. —La muchacha extendió los brazos—. Márcame.

Mientras trazaba los dibujos de runas a lo largo de los dorsos de las manos de Isabelle y la parte interior de las muñecas, Alec echó una ojeada a Clary.

—Probablemente deberías marcharte a casa —dijo—. Es mejor que no estés aquí sola cuando la Inquisidora regrese.

—Quiero ir con vosotros —repuso Clary; las palabras se le habían escapado antes de poder contenerlas.

Isabelle retiró una de las manos que le sostenía Alec y sopló sobre la piel marcada como si enfriara una taza de café demasiado caliente.

—Pareces Max.

—Max tiene nueve años. Yo tengo vuestra edad.

—Pero no tienes preparación —arguyó Alec—. Sólo serían un lastre.

—No, no lo seré. ¿Habéis estado alguno dentro de la Ciudad Silenciosa? —inquirió ella—. Yo sí. Sé cómo entrar. Sé cómo moverme por ella.

Alec se irguió, guardando su estela.

—No creo que…

—No va desencaminada —terció Isabelle—. Creo que debería venir si quiere.

Alec pareció desconcertado.

—La última vez que nos enfrentamos a un demonio se limitó a agazaparse y a chillar. —Al ver la expresión agria de Clary, le lanzó una rápida mirada de disculpa—. Lo siento, pero es verdad.

—Creo que necesita una oportunidad para aprender —replicó Isabelle—. Ya sabes lo que Jace siempre dice: en ocasiones no tienes que buscar el peligro, en ocasiones el peligro te encuentra a ti.

—No podéis encerrarme como habéis hecho con Max —añadió Clary, viendo que la determinación de Alec flaqueaba—. No soy una niña. Y sé donde está la Ciudad de Hueso, puedo llegar hasta allí sin vosotros.

Alec se apartó de ella, meneando la cabeza y mascullando algo sobre chicas. Isabelle tendió una mano hacia Clary.

—Dame tu estela —dijo—. Es hora de que recibas algunas Marcas.