4

EL CUCLILLO EN EL NIDO

—Zumo de naranja, gelatina, huevos… Pero todo caducado hace semanas… y algo que parece una especie de lechuga.

—¿Lechuga? —Clary miró por encima del hombro de Simon al interior de la nevera—. Ah. Eso es un poco de mozzarella.

Simon se estremeció y cerró de una patada la nevera de Luke.

—¿Pedimos una pizza?

—Ya lo he hecho —indicó Luke, entrando en la cocina con el teléfono inalámbrico en la mano—. Una grande vegetal y tres refrescos. Y he llamado al hospital —añadió, colgando el teléfono—. No ha habido cambios en Jocelyn.

—Ah —suspiró Clary.

Se sentó en la mesa de madera de la cocina de Luke. Por lo general, Luke era muy pulcro, pero en esos momentos la mesa estaba cubierta de correo sin abrir y montones de platos sucios. La bolsa de lona verde de Luke estaba colgada del respaldo de una silla. La muchacha sabía que debería estar ayudando en la limpieza, pero últimamente no había tenido la energía para hacerlo. La cocina de Luke era pequeña y un poco lúgubre, en el mejor de los casos; él no era muy buen cocinero, como evidenciaba el hecho de que el especiero que colgaba sobre la anticuada cocina de gas estuviera vacío de especias. En su lugar, lo usaba para sostener paquetes de café y té.

Simon se sentó junto a ella mientras Luke retiraba los platos sucios de la mesa y los dejaba en el fregadero.

—¿Estás bien? —preguntó Simon en voz baja.

—Estoy perfectamente. —Clary forzó la sonrisa—. No esperaba que mi madre se despertara hoy, Simon. Tengo la sensación de que está… esperando algo.

—¿Sabes qué?

—No, simplemente falta algo. —Alzó los ojos hacia Luke, pero este estaba absorto en fregar enérgicamente los platos—. O a alguien.

Simon la miró con curiosidad, luego se encogió de hombros.

—Así que parece que la escena en el Instituto fue muy dura.

Clary se estremeció.

—La madre de Alec e Isabelle da miedo.

—¿Me repites su nombre?

May-ris —dijo Clary, copiando la pronunciación de Luke.

—Es un antiguo nombre de cazador de sombras. —Luke se secó las manos en un paño de cocina.

—¿Y Jace decidió quedarse allí y vérselas con esta Inquisidora? ¿No quiso marcharse? —preguntó Simon.

—Es lo que tiene que hacer si quiere tener una vida como cazador de sombras —respondió Luke—. Y ser eso, uno de los nefilim, lo significa todo para él. Conocí a otros cazadores de sombras como él, allá en Idris. Si le quitasen eso…

Se oyó el familiar zumbido del timbre de la puerta. Luke arrojó el paño sobre la encimera.

—Regresaré en seguida.

—Es realmente increíble pensar en Luke como en alguien en que en una ocasión fue un cazador de sombras —dijo Simon en cuanto Luke salió de la cocina—. Más increíble de lo que es pensar en él como un hombre lobo.

—¿De verdad? ¿Por qué?

Simon se encogió de hombros.

—He oído hablar de hombres lobo antes. Son una especie de elemento conocido. Así que se convierte en lobo una vez al mes, ¿y qué? Pero eso de ser cazador de sombras…, son como una secta.

—No son como una secta.

—Ya lo creo que lo son. Es toda su vida. Y menosprecian a los demás. Nos llaman mundanos. Como si ellos no fuesen seres humanos. No hacen amistad con la gente corriente, no van a los mismos sitios, no cuentan los mismos chistes, creen que están por encima de nosotros. —Simon alzó una pierna larguirucha y retorció el deshilachado borde del agujero de la rodilla de los vaqueros—. Hoy he conocido a otro ser lobo.

—No me digas que anduviste con Freaky Pete en La Luna del Cazador.

Clary sintió una sensación de inquietud en la boca del estómago, pero no podría haber dicho exactamente qué la provocaba. Probablemente la tensión.

—No, una chica —dijo Simon—. De nuestra edad. Se llama Maia.

—¿Maia?

Luke entró en la cocina con una caja blanca de pizza. La dejó caer sobre la mesa, y Clary alargó la mano para alzar la tapa. El aroma a masa caliente, salsa de tomate y queso le recordó lo hambrienta que estaba. Arrancó un pedazo, sin esperar a que Luke le pasara un plato. Él se sentó con una sonrisa burlona, sacudiendo la cabeza.

—Maia es un miembro de la manada ¿cierto? —preguntó Simon, tomando también un pedazo.

Luke asintió.

—Ya lo creo. Es una buena chica. La he tenido aquí unas cuantas veces ocupándose de la librería mientras he estado en el hospital. Deja que le pague en libros.

Simon miró a Luke por encima de su pizza.

—¿Anda mal de dinero?

Luke se encogió de hombros.

—El dinero nunca ha sido importante para mí, y la manada cuida de los suyos.

—Mi madre siempre decía —dijo Clary—, que cuando nos hiciera falta dinero, vendería una de las acciones de mi padre. Pero puesto que el tipo que yo pensaba que era mi padre no era mi padre, y dudo que Valentine tuviera acciones…

—Tu madre se iba vendiendo las joyas poco a poco —explicó Luke—. Valentine le había dado algunas de las alhajas de la familia, joyas que habían estado con los Morgenstern durante generaciones. Incluso una joya pequeña conseguiría un precio elevado en una subasta. —Suspiró—. Ahora han desaparecido; aunque Valentine podría haberlas recuperado de los escombros de vuestro apartamento.

—Bueno, espero que a ella le produjera alguna satisfacción, de todos modos —dijo Simon—. Vender sus cosas así.

Tomó un tercer pedazo de pizza. Era realmente asombroso, se dijo Clary, lo mucho que los chicos adolescentes eran capaces de comer sin engordar ni enfermar.

—Debe de haber sido extraño para ti —comentó a Luke—. Ver a Maryse Lightwood de ese modo, después de tanto tiempo.

—No precisamente extraño. Maryse no es tan distinta ahora de cómo era entonces; de hecho, es más como ella misma que nunca, si eso tiene sentido.

Clary pensó que lo tenía. El aspecto que había mostrado Maryse Lightwood le había recordado a la delgada muchacha morena de la fotografía que Hodge le había dado, la que tenía la barbilla ladeada en un gesto altanero.

—¿Qué crees que siente hacia ti? —preguntó—. ¿Realmente crees que esperaban que estuvieses muerto?

Luke sonrió.

—Tal vez no por odio, no, pero habría sido más conveniente y menos complicado para ellos si yo hubiese muerto, por supuesto. No creo que esperaran que, además de estar vivo, liderara a la manada del centro. Al fin y al cabo, su trabajo es mantener la paz entre los subterráneos… y aquí aparezco yo, con una historia con ellos y muchísimas razones para desear venganza. Les preocupará que yo pueda ser impredecible.

—¿Lo eres? —preguntó Simon. Se habían quedado sin pizza, así que alargó la mano sin mirar y tomó una de las cortezas mordisqueadas de Clary. Sabía que ella odiaba las cortezas—. Impredecible, quiero decir.

—No hay nada impredecible en mí. Soy imperturbable. Soy de mediana edad.

—Excepto que una vez al mes te conviertes en un lobo, y te vas a desgarrar y matar cosas —indicó Clary.

—Podría ser peor —repuso él—. Se sabe de hombres de mi edad que compran coches caros y se acuestan con supermodelos.

—Sólo tienes treinta y ocho años —señaló Simon—. Eso no es ser de mediana edad.

—Gracias, Simon, te lo agradezco. —Luke abrió la caja de la pizza y, al verla vacía, la cerró con un suspiro—. Aunque te has comido toda la pizza.

—Sólo he cogido cinco porciones —protestó Simon, inclinando la silla hacia atrás y balanceándose precariamente sobre las dos patas traseras.

—¿Cuántas porciones creías que había en una pizza, ganso? —quiso saber Clary.

—Menos de cinco porciones no es una comida. Es un tentempié. —Simon miró con aprensión a Luke—. ¿Significa eso que te vas a convertir en lobo y devorarme?

—Desde luego que no. —Luke se puso en pie y arrojó la caja de pizza a la basura—. Estarías lleno de nervios y resultarías difícil de digerir.

—Pero sería kosher —señaló Simon alegremente.

—Me aseguraré de enviarte al primer licántropo judío que encuentre. —Luke se apoyó con la espalda en el fregadero—. Pero para responder a tu anterior pregunta, Clary, sí que ha sido extraño ver a Maryse Lightwood pero no por ella. Ha sido el entorno. El Instituto me ha recordado demasiado el Salón de los Acuerdos de Idris; he sentido toda la fuerza de las runas del Libro Gris a mi alrededor, por todas partes, tras quince años de intentar olvidarlas.

—¿Y pudiste? —preguntó Clary—. ¿Conseguiste olvidarlas?

—Hay algunas cosas que no se olvidan. Las runas del libro son más que ilustraciones. Se convierten en parte de ti. En parte de tu piel. Ser un cazador de sombras jamás te abandona. Es un don que se lleva en la sangre, y te resulta tan imposible cambiarlo como cambiar tu grupo sanguíneo.

—Me preguntaba —dijo Clary—, si quizá debería ponerme algunas Marcas.

Simon dejó caer la corteza de pizza que mordisqueaba.

—Estás de broma.

—No, claro que no. ¿Por qué iba a bromear sobre algo así? ¿Y por qué no debería tener Marcas? Soy una cazadora de sombras. Quizás valdría la pena que buscara toda la protección que pueda obtener.

—¿Protección contra qué? —inquirió Simon, inclinándose hacia delante de modo que las patas delanteras de la silla golpearon el suelo con un fuerte estrépito—. Pensaba que todo eso sobre cazar sombras había terminado. Pensé que intentabas llevar una vida normal.

—No estoy seguro de que exista eso de una vida normal —repuso Luke en tono afable.

Clary se miró el brazo, donde Jace le había dibujado la única Marca que había recibido nunca. Todavía podía ver los blancos trazos que había dejado atrás; eran más un recuerdo que una cicatriz.

—Desde luego, quiero apartarme de las cosas raras. Pero ¿y si las cosas raras vienen a mí? ¿Y si no tengo elección?

—O a lo mejor no tienes tantas ganas de alejarte de las cosas raras —masculló Simon—. No mientras Jace siga metido en ellas, al menos.

Luke carraspeó.

—La mayoría de nefilim pasan por varios niveles de adiestramiento antes de recibir sus Marcas. Yo no te recomendaría tener ninguna hasta que hayas recibido cierta instrucción. Y si quieres hacerlo es cosa tuya, desde luego. No obstante, hay algo que deberías tener. Algo que todo cazador de sombras debe tener.

—¿Una detectable actitud arrogante? —se burló Simon.

—Una estela —respondió Luke—. Todo cazador de sombras debe tener una.

—¿Tú tienes una? —preguntó Clary, sorprendida.

Sin contestar, Luke salió de la cocina. Regresó a los pocos instantes sosteniendo un objeto envuelto en tela negra. Lo puso sobre la mesa, desenrolló la tela y dejó al descubierto un reluciente instrumento con aspecto de varita mágica, fabricado en pálido cristal opaco. Una estela.

—Bonita —murmuró Clary.

—Me alegro de que te guste —repuso Luke—, porque quiero que la tengas.

—¿Tenerla? —Le miró atónita—. Pero es tuya, ¿no es cierto?

Él negó con la cabeza.

—Esta era de tu madre. No quería tenerla en el apartamento por si la encontrabas casualmente, así que me pidió que se la guardara.

Clary levantó la estela. Tenía un tacto frío, aunque sabía que podía calentarse hasta resplandecer cuando se usaba. Era un objeto extraño, ni lo bastante largo como para ser una arma, ni lo bastante corto para ser manipulado con la facilidad de un lápiz. Supuso que el curioso tamaño era sencillamente algo a lo que uno se acostumbraba con el tiempo.

—¿Me la puedo quedar?

—Claro. Es un modelo antiguo, desde luego, desfasado en casi veinte años. Puede que hayan perfeccionado los diseños desde entonces. Con todo, es muy fiable.

Simon la observó sostener la estela como la batuta de un director, trazando suavemente dibujos invisibles en el aire entre ellos.

—Esto me recuerda la vez en que mi abuelo me dio sus viejos palos de golf.

Clary rio y bajó la mano.

—Ya, sólo que tú nunca los has usado.

—Y yo espero que tú nunca tengas que usar eso —repuso Simon, y desvió rápidamente la mirada antes de que ella pudiera replicar.

Se alzaba humo de las Marcas en negras espirales, y él olió el asfixiante aroma de su propia piel al quemarse. Su padre le vigilaba sosteniendo la estela; la punta refulgía roja como la de un atizador que ha estado demasiado tiempo en el fuego.

—Cierra los ojos, Jonathan —dijo—. El dolor es sólo lo que tú le permitas que sea.

Pero la mano de Jace se cerró sobre sí misma, de mala gana, como si su piel se contrajera, se retorciera para alejarse de la estela. Oyó el chasquido de un hueso de su mano al romperse, y luego otro…

Jace abrió los ojos y pestañeó en la oscuridad, mientras la voz de su padre se desvanecía como humo en un viento cada vez más fuerte. Notó un dolor, con sabor metálico, en la lengua. Se había mordido la parte interior del labio. Se incorporó haciendo una mueca de dolor.

El chasquido volvió a sonar e, involuntariamente, bajó los ojos hacia la mano. No tenía marcas. Reparó en que el sonido provenía de fuera de la habitación. Alguien que llamaba, si bien con cierta vacilación, a la puerta.

Rodó fuera de la cama, tiritando cuando los pies descalzos tocaron el suelo helado. Se había quedado dormido vestido, y contempló la camiseta arrugada con desagrado. Probablemente todavía olía a lobo. Y le dolía todo el cuerpo.

La llamada volvió a oírse. Jace cruzó la habitación a grandes zancadas y abrió la puerta de golpe. Pestañeó sorprendido.

—¿Alec?

Este, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, se encogió de hombros, cohibido.

—Siento que sea tan temprano. Mamá me ha enviado a buscarte. Quiere verte en la biblioteca.

—¿Qué hora es?

—Las cinco de la mañana.

—¿Qué diablos haces levantado?

—No me he acostado.

Parecía decir la verdad. Tenía los ojos azules rodeados de sombras oscuras.

Jace se pasó una mano por los cabellos despeinados.

—De acuerdo. Espera un momento mientras me cambio la camiseta.

Fue al armario y rebuscó entre cuadradas pilas pulcramente dobladas hasta que encontró una camiseta azul oscuro de manga larga. Con cuidado se sacó la camiseta que llevaba puesta, ya que en algunas partes estaba pegada a la carne con sangre seca.

Alec desvió la mirada.

—¿Qué te ha pasado? —Su voz sonaba extrañamente tímida.

—Tuve una bronca con una manada de hombres lobo. —Jace se pasó la camiseta azul por la cabeza; una vez vestido, salió sin hacer ruido al pasillo tras Alec—. Tienes algo en el cuello —comentó.

La mano de Alec salió disparada a la garganta.

—¿Qué?

—Parece la marca de un mordisco —comentó Jace—. ¿Qué has estado haciendo fuera toda la noche?

—Nada. —Rojo como un tomate y con la mano aún pegada al cuello, Alec empezó a recorrer el pasillo, seguido por Jace—. Fui a pasear al parque. Intentaba despejarme la cabeza.

—¿Y tropezaste con un vampiro?

—¿Qué? ¡No! Me caí.

—¿Sobre el cuello? —Alec profirió un sonido, y Jace decidió que era mucho mejor dejar de lado el tema—. Vale, lo que sea. ¿Y de qué querías despejarte la cabeza?

—Tú. Mis padres —respondió Alec—. Vinieron y nos explicaron lo de Hodge. Gracias por no contármelo, por cierto.

—Lo siento. —Ahora le tocó el turno de enrojecer a Jace—. No me veía capaz de hacerlo.

—Bueno, la cosa no pinta muy bien. —Alec retiró finalmente la mano del cuello y dedicó una mirada acusadora a Jace—. Da la impresión de que estés ocultando cosas. Cosas sobre Valentine.

Jace se detuvo en seco.

—¿Crees que he mentido? ¿Sobre no saber qué Valentine era mi padre?

—¡No! —Alec pareció sobresaltado, bien por la pregunta o por la vehemencia de Jace al hacerla—. Y tampoco me importa quién era tu padre. Me da igual. Sigues siendo la misma persona.

—Quienquiera que esa sea.

Las palabras le surgieron llenas de frialdad, antes de que él pudiera reprimirlas.

—Lo que estoy diciendo —el tono de Alec era apaciguador—, es que puedes ser un poco… áspero a veces. Simplemente piensa antes de hablar, eso es todo lo que te pido. Aquí nadie es tu enemigo, Jace.

—Bien, gracias por el consejo —respondió él—. Puedo recorrer yo sólo el resto del camino hasta la biblioteca.

—Jace…

Pero este ya se había ido, dejando atrás la angustia de Alec. Jace no soportaba que otras personas se preocuparan por él. Le hacía pensar que tal vez hubiera algo de lo que preocuparse.

La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Sin molestarse en llamar, Jace entró. Siempre había sido una de sus estancias favoritas del Instituto; había algo reconfortante en su anticuada mezcla de accesorios de madera y de latón, y en los libros encuadernados en cuero y terciopelo, alineados a lo largo de las paredes como viejos amigos aguardando su regreso. Una ráfaga de aire frío le azotó en cuanto la puerta se abrió. El fuego, que por lo general llameaba en la chimenea durante todo el otoño y el invierno, era un montón de cenizas. Las lámparas estaban apagadas. La única luz entraba a través de las estrechas ventanas con persianas de lamas y por la claraboya de la torre, en lo alto.

Sin quererlo, Jace pensó en Hodge. De vivir él aún allí, la chimenea estaría encendida, y las lámparas de gas también, proyectando tamizados charcos de luz dorada sobre el suelo de parquet. El mismo Hodge estaría repantigado en un sillón junto al fuego, con Hugo en un hombro, un libro apoyado a su lado…

Pero sí había alguien en el viejo sillón de Hodge. Un alguien delgado y gris que se alzó del asiento, desenroscándose como la misma gracilidad que la cobra de un encantador de serpientes, y se volvió hacia él con una sonrisa fría.

Era una mujer. Vestía una larga y anticuada capa gris oscuro que descendía hasta la parte superior de sus botas. Debajo llevaba un traje entallado color negro pizarra con un cuello mandarín, cuyas almidonadas puntas le presionaban el cuello. El cabello era de una especie de rubio pálido incoloro, firmemente recogido hacia atrás con pinzas, y los ojos eran inflexibles esquirlas grises. Jace pudo sentirlos, como el contacto con agua helada, cuando la mirada de la mujer pasó de los vaqueros mugrientos y salpicados de lodo al rostro magullado, a los ojos, y se quedó fija allí.

Por un segundo, algo radiante titiló en la mirada, como el resplandor de una llama atrapada bajo el hielo. Luego desapareció.

—¿Eres el chico?

Antes de que Jace pudiera responder, otra voz contestó: era Maryse, que había entrado en la biblioteca detrás de él. Jace se preguntó cómo era que no la había oído acercarse, y se fijó que Maryse había cambiado los tacones altos por unas zapatillas. Vestía una larga bata de seda estampada, y sus labios formaban una fina línea.

—Sí, Inquisidora —respondió—. Este es Jonathan Morgenstern.

La Inquisidora avanzó hacia Jace como un humo gris flotando en el aire. Se detuvo frente a él y extendió una mano; los dedos largos y blancos recordaron al chico a una araña albina.

—Mírame, muchacho —ordenó, y de improviso aquellos dedos largos estaban bajo su barbilla, obligándolo a alzar la cabeza; la mujer era increíblemente fuerte—. Me llamarás Inquisidora. No me llamarás ninguna otra cosa. —La piel alrededor de los ojos era un laberinto de finas líneas igual que grietas en pintura. Dos surcos estrechos discurrían desde los bordes de la boca hasta la barbilla—. ¿Entendido?

Durante la mayor parte de su vida, la Inquisidora había sido una figura distante y medio mística para Jace. Su identidad e incluso muchos de sus deberes quedaban envueltos en el secretismo de la Clave. Jace siempre había imaginado que sería como los Hermanos Silenciosos, con su poder independiente y sus misterios ocultos. No había imaginado a alguien tan directo… o tan hostil. Los ojos parecían rebanarle, cortar en tajadas su coraza de seguridad y burla, desnudándole por completo.

—Mi nombre es Jace —dijo él—. No chico. Jace Wayland.

—No tienes derecho al nombre de Wayland —replicó ella—. Eres Jonathan Morgenstern. Reivindicar el nombre Wayland te convierte en un mentiroso. Igual que tu padre.

—A decir verdad —repuso Jace—, prefiero pensar que soy un mentiroso en un modo que me es propio.

—Ya veo. —Una sonrisita curvó la pálida boca, y no fue una sonrisa agradable—. No toleras la autoridad, igual que hacía tu padre. Como el ángel cuyo nombre lleváis los dos. —Le sujetó la barbilla con una repentina ferocidad, clavándole dolorosamente las uñas—. Lucifer recibió su recompensa por haberse rebelado cuando Dios lo arrojó a los infiernos. —Su aliento era agrio como el vinagre—. Si desafías mi autoridad, puedo prometerte que envidiarás su destino.

Soltó a Jace y retrocedió. Este pudo sentir el lento hilillo de sangre que le brotaba del lugar donde las uñas le habían herido el rostro. Las manos le temblaron de cólera, pero se negó a alzar una para limpiarse la sangre.

—Imogen… —empezó Maryse, luego se corrigió—. Inquisidora Herondale. Ha aceptado un juicio por la Espada. Puedes averiguar si está diciendo la verdad.

—¿Sobre su padre? Sí, sé que puedo. —El almidonado cuello del vestido de la Inquisidora Herondale se le clavó en la garganta cuando volvió la cabeza para mirar a Maryse—. Sabes, Maryse, la Clave no está contenta con vosotros. Robert y tú sois los guardianes del Instituto. Simplemente tenéis la suerte de que vuestra hoja de servicios a lo largo de los años ha estado relativamente limpia. Pocos disturbios demoníacos hasta recientemente, y todo ha estado tranquilo durante los últimos días. No hay informes, ni siquiera desde Idris, así que la Clave se siente benévola. En ocasiones nos hemos preguntado si en realidad rescindisteis vuestra lealtad para con Valentine. Por lo que se ve, os puso una trampa y caísteis directamente en ella. Se podría pensar que deberíais ser más listos.

—No hubo trampa —terció Jace—. Mi padre sabía que los Lightwood me criarían si pensaban que era el hijo de Michael Wayland. Eso es todo.

La Inquisidora le contempló como si fuese una cucaracha parlante.

—¿Sabes lo que hace el cuclillo, Jonathan Morgenstern?

Jace se preguntó si ser la Inquisidora, que no podía ser un trabajo agradable, habría trastornado un poco a Imogen Herondale.

—¿El qué?

—El cuclillo —repitió ella—. Ya sabes, los cuclillos son parásitos. Ponen sus huevos en los nidos de otros pájaros. Cuando la cría nace, el bebé cuclillo tira a todas las otras crías fuera del nido. Los pobres padres pájaro se matan a trabajar intentando encontrar comida suficiente para alimentar a la enorme cría de cuclillo que ha asesinado a sus pequeños y ocupado su lugar.

—¿Enorme? —dijo Jace—. ¿Me acaba de llamar gordo?

—Era una analogía.

—No estoy gordo.

—Y yo —intervino Maryse— no quiero tu lástima, Imogen. Me niego a creer que la Clave me castigara a mí o a mi esposo por decidir criar al hijo de un amigo muerto. —Irguió los hombros—. No es como si no les hubiéramos dicho lo que estábamos haciendo.

—Y yo jamás he hecho daño a los Lightwood en ningún modo —dijo Jace—. He trabajado duro, y me he preparado duro; diga lo que quiera sobre mi padre, pero me convirtió en un cazador de sombras. Me he ganado mi lugar aquí.

—No defiendas a tu padre ante mí —replicó la Inquisidora—. Le conocí. Fue… es… el más vil de los hombres.

—¿Vil? ¿Quién dice «vil»? ¿Qué significa eso siquiera?

Las pestañas incoloras de la Inquisidora le rozaron las mejillas cuando entrecerró los ojos, con expresión especulativa.

—Eres realmente arrogante —dijo por fin—. E intolerante. ¿Te enseñó tu padre a comportarte así?

—No con él —respondió Jace, cortante.

—Le estás imitando. Valentine era uno de los hombres más arrogantes e irrespetuosos que he conocido jamás. Supongo que te educó para ser igual que él.

—Sí —replicó Jace, incapaz de contenerse—, se me entrenó para ser un genio malvado desde una edad temprana. Arrancando las alas a las moscas, envenenando el suministro de agua en la tierra…, me dedicaba a estas cosas en el jardín de infancia. Supongo que tenemos suerte de que mi padre fingiera su propia muerte antes de que llegara a la parte de mi educación dedicada a la violación y el saqueo, o nadie habría estado a salvo.

Maryse profirió un sonido muy parecido a un gemido de horror.

—Jace…

Pero la Inquisidora la atajó.

—Y exactamente igual que tu padre, no puedes controlar tu genio —dijo—. Los Lightwood te han mimado y han permitido que sus peores cualidades crecieran sin freno. Tal vez tengas el aspecto de un ángel, Jonathan Morgenstern, pero sé exactamente lo que eres.

—No es más que un muchacho —indicó Maryse.

¿Le estaba defendiendo? Jace le dirigió un fugaz vistazo, pero Maryse tenía los ojos vueltos hacia otro lado.

—Valentine no fue más que un muchacho en una ocasión. Ahora, antes de que empecemos a hurgar en esa cabeza rubia tuya para descubrir la verdad, sugiero que calmes tu mal genio. Y sé exactamente dónde puedes hacerlo mejor.

Jace pestañeó.

—¿Me está enviando a mi habitación?

—Te estoy enviando a las prisiones de la Ciudad Silenciosa. Tras una noche allí, sospecho que te mostrarás muchísimo más cooperativo.

Maryse lanzó una exclamación ahogada.

—¡Imogen… no puedes!

—Claro que puedo. —Sus ojos brillaban como cuchillas—. ¿Tienes algo que decirme, Jonathan?

Jace únicamente podía mirarla sorprendido. Existían niveles y niveles en la Ciudad Silenciosa, y él sólo había visto los dos primeros, donde se guardaban los archivos y donde los Hermanos se reunían en asamblea. Las celdas de la prisión estaban en el nivel más inferior de la ciudad, por debajo del cementerio, donde miles de cadáveres de cazadores de sombras descansaban enterrados en silencio. Las celdas estaban reservadas a los peores criminales: vampiros convertidos en delincuentes, brujos que violaban la Ley de la Alianza, cazadores de sombras que derramaban la sangre de sus propios compañeros. Jace no era ninguna de esas cosas. ¿Cómo podía ella sugerir siquiera enviarle allí?

—Muy sabio, Jonathan. Veo que ya estás aprendiendo la mejor lección que la Ciudad Silenciosa puede enseñarte. —La sonrisa de la Inquisidora era como una calavera sonriente—. Cómo mantener la boca cerrada.

Clary estaba ayudando a Luke a limpiar los restos de la cena cuando el timbre de la puerta volvió a sonar. Se irguió y dirigió rápidamente la mirada a Luke.

—¿Esperas a alguien?

Él arrugó la frente, secándose las manos en el paño de cocina.

—No. Esperad aquí.

Le vio alargar la mano para coger algo de uno de los estantes mientras abandonaba la estancia. Algo que centelleó.

—¿Has visto ese cuchillo? —silbó Simon, levantándose de la mesa—. ¿Espera problemas?

—Creo que estos días siempre espera problemas —contestó Clary.

Miró al otro lado de la puerta de la cocina, tiró de ella hacia atrás.

—Mantente alejada de la puerta. ¿Es que estás loca? ¿Y si hay algún ser demoníaco ahí fuera?

—Entonces, probablemente a Luke le iría bien nuestra ayuda. —Bajó la mirada hacia la mano de él—. ¿Ahora te has vuelto sobreprotector? Eso es encantador.

—¡Clary! —Llamó Luke desde la puerta de la calle—. Ven aquí. Quiero que conozcas a alguien.

Clary palmeó la mano de Simon y la apartó.

—Vuelvo en seguida.

Luke estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados. El cuchillo había desaparecido por arte de magia. Había una chica en los peldaños de la entrada, una chica de rizados cabellos castaños peinados en múltiples trenzas y una chaqueta de pana color canela.

—Esta es Maia —dijo Luke—. La chica de la que os hablaba justo ahora.

La muchacha miró a Clary. Los ojos, bajo la brillante luz del porche, eran de un curioso verde ambarino.

—Tú debes de ser Clary.

Clary asintió.

—Así que aquel chaval… el chico de los cabellos rubios que destrozó La Luna del Cazador… ¿es tu hermano?

—Jace —replicó Clary, concisa, disgustándole la impertinente curiosidad de la muchacha.

—¿Maia?

Era Simon, acercándose por detrás de Clary, con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora vaquera.

—Sí. Eres Simon, ¿verdad? Soy fatal para los nombres, pero te recuerdo. —La muchacha miró más allá de Clary y le sonrió.

—Estupendo —soltó Clary—. Ahora todos somos amigos.

Luke tosió y se irguió.

—Quería que os conocieseis porque Maia estará trabajando en la librería durante las próximas semanas —explicó—. Si la ves entrar y salir, no te preocupes. Tiene una llave.

—Y yo estaré ojo avizor por si hay algo raro —prometió Maia—. Demonios, vampiros, lo que sea.

—Gracias —repuso Clary—, ahora me siento mucho más segura.

Maia pestañeó.

—¿Estás siendo sarcástica?

—Estamos todos un poco tensos —intervino Simon—. Yo me alegro de saber que alguien andará por aquí cuidando de mi novia cuando no haya nadie más en la casa.

Luke enarcó las cejas, pero no dijo nada.

—Simon tiene razón —repuso Clary—. Lamento haberte hablado con brusquedad.

—No pasa nada. —Maia se mostró comprensiva—. He oído lo de tu madre. Lo siento.

—También yo —dijo Clary, que se volvió y regresó a la cocina.

Se sentó ante la mesa y hundió el rostro en las manos. Al cabo de un momento Luke la siguió.

—Lo siento —dijo—. Imagino que no estabas de humor para conocer a nadie.

Clary le miró a través de los dedos separados.

—¿Dónde está Simon?

—Hablando con Maia —respondió Luke, y Clary pudo oír sus voces, quedas como murmullos, desde el otro extremo de la casa—. Pensé que te iría bien tener una amiga.

—Tengo a Simon.

Luke se subió las gafas por el caballete de la nariz.

—¿Le he oído llamarte novia?

Ella casi lanzó una carcajada ante su expresión desconcertada.

—Supongo que sí.

—¿Es eso nuevo, o es algo que ya se suponía que no sabía, pero que he olvidado?

—Yo misma no lo había oído antes.

Apartó las manos del rostro y se las miró. Pensó en la runa, el ojo abierto, que decoraba el dorso de la mano derecha de todo cazador de sombras.

—La novia de alguien —dijo—. La hermana de alguien, la hija de alguien. Todas estas cosas que nunca supe que era, y todavía sigo sin saber realmente qué soy.

—¿No es esa siempre la cuestión? —repuso Luke. Clary oyó cómo se cerraba la puerta en el otro extremo de la casa, y las pisadas de Simon acercándose a la cocina.

El olor a aire nocturno frío entró con él.

—¿Habría algún inconveniente en que me quedara a dormir aquí esta noche? —preguntó—. Es un poco tarde para irme a casa.

—Ya sabes que siempre eres bienvenido. —Luke echó un vistazo a su reloj—. Voy a dormir un poco. Tengo que levantarme a las cinco para estar en el hospital a las seis.

—¿Por qué a las seis? —preguntó Simon, después de que Luke hubiese abandonado la cocina.

—Es cuando empieza el horario de visitas —respondió Clary—. No tienes que dormir en el sofá. No si no quieres hacerlo.

—No me importa quedarme para hacerte compañía mañana —dijo él, apartándose los oscuros cabellos de los ojos con gesto impaciente—. En absoluto.

—Lo sé. Quiero decir que no tienes por qué dormir precisamente en el sofá si no quieres hacerlo.

—Entonces, ¿dónde…? —Su voz se apagó, y los ojos se le abrieron mucho tras las gafas—. Ah.

—Es una cama doble —explicó ella—. En la habitación de invitados.

Simon sacó las manos de los bolsillos. Un intenso rubor le cubrían sus mejillas. Jace habría intentado hacerse el interesante; Simon ni siquiera lo probó.

—Estás segura.

—Segurísima.

Él cruzó la cocina hacia ella, e inclinándose, la besó leve y torpemente los labios. Sonriendo, ella se puso en pie.

—Se acabaron las cocinas —dijo—. No más cocinas.

Y agarrándole con firmeza las muñecas, tiró de él, fuera de la estancia, en dirección a la habitación de invitados.