DIES IRAE
—Te equivocas —dijo Clary, pero su voz carecía de convicción—. No sabes nada sobre mí o Jace. Simplemente intentas…
—¿Qué? Intento llegar hasta ti, Clarissa. Hacerte comprender.
No había ningún sentimiento en la voz de Valentine que Clary pudiera detectar más allá de una leve diversión.
—Te estás riendo de nosotros. Crees que puedes utilizarme para hacer daño a Jace, así que te ríes de nosotros. Ni siquiera estás enojado —añadió—. Un auténtico padre estaría enojado.
—Soy un auténtico padre. La misma sangre que corre por mis venas corre por las tuyas.
—Tú no eres mi padre. Luke lo es —replicó Clary, casi con voz cansina—. Ya hemos hablado de esto.
—Sólo consideras a Luke como tu padre por su relación con tu madre…
—¿Su relación? —Clary lanzó una sonora carcajada—. Luke y mi madre son amigos.
Por unos segundos estuvo segura de que veía pasar una expresión de sorpresa por el rostro de Valentine. «Pero ¿es eso verdad?», fue todo lo que él dijo.
—¿Realmente crees que él soportó todo esto… —añadió luego—, Lucian, quiero decir…, esta vida de silencio y de ocultarse y huir, esta devoción a la protección de un secreto que ni siquiera él comprendía por completo, simplemente por amistad? A tu edad sabes muy poco sobre la gente, Clary, y menos sobre los hombres.
—Puedes hacer todas las insinuaciones sobre Luke que desees. No servirá de nada. Estás equivocado respecto a él, igual que te equivocas con Jace. Tienes que darle a todo el mundo motivos egoístas para lo que hacen, porque sólo eres capaz de comprender motivos egoístas.
—¿Es eso lo que sería si él amara a tu madre? ¿Egoísta? —preguntó Valentine—. ¿Qué hay del interesado en el amor, Clarissa? ¿O es que tú sientes, en lo más profundo, que tu precioso Lucian no es ni realmente humano ni realmente capaz de sentimientos como los comprenderíamos nosotros…?
—Luke es tan humano como lo soy yo —le echó en cara ella—. Tú sólo eres un fanático.
—Claro que no —replicó Valentine—. Soy cualquier cosa excepto eso. —Se le acercó un poco más, y ella fue a colocarse frente a la Espada, ocultándola de sus ojos—. Piensas así de mí porque me miras a mí y a lo que hago a través de la lente de tu comprensión mundana del mundo. Los mundanos crean distinciones entre ellos mismos, distinciones que parecen ridículas a cualquier cazador de sombras. Sus distinciones están basadas en la raza, la religión, la identidad nacional, en cualquiera de una docena de indicadores menores e irrelevantes. Para los mundanos estas distinciones entre ellos mismos, distinciones que parecen lógicas, pues aunque no pueden ver, comprender o reconocer la existencia de los mundos demoníacos, enterrada aún en algún lugar de sus antiquísimos recuerdos, poseen la información de que deambulando por esta tierra hay seres que son «distintos», que no pertenecen aquí, y cuya única intención es hacer daño y destruir. Puesto que la amenaza de los demonios es invisible para los mundanos, estos deben asignar la amenaza a otros de su propia especie. Colocan el rostro de su enemigo sobre el rostro del vecino, y de este modo quedan aseguradas generaciones de sufrimiento. —Dio otro paso hacia ella y Clary retrocedió instintivamente; su cuerpo tocaba ya el baúl—. Yo no soy así —siguió él—. Yo puedo ver la verdad. Los mundanos ven como a través de un espejo, oscuramente, pero los cazadores de sombras… nosotros vemos cara a cara. Conocemos la verdad del mal y sabemos que, si bien anda entre nosotros, no es algo nuestro. A lo que no pertenece a nuestro mundo no se le debe permitir echar raíces aquí, crecer como una flor venenosa y extinguir toda vida.
Clary había tenido la intención de ir a por la Espada y luego a por Valentine, pero sus palabras la impresionaron. Tenía una voz tan suave, tan persuasiva, y también ella pensaba que a los demonios no se les debía permitir que permanecieran en la tierra para consumirla y convertirla en cenizas como ya habían consumido tantos otros mundos… Casi tenía sentido lo que él decía, pero…
—Luke no es un demonio —afirmó.
—Me da la impresión, Clarissa —repuso Valentine—, de que has tenido muy poca experiencia sobre lo que es y no es un demonio. Has conocido a unos pocos subterráneos que te han parecido muy amables, y es a través de la lente de su amabilidad que miras el mundo. Los demonios, para ti, son criaturas espantosas que saltan de la oscuridad para desgarrar y matar. Y existen tales criaturas. Pero también existen demonios profundamente sutiles que saben ocultarse muy bien, demonios que deambulan entre humanos sin ser reconocidos y sin que se les ponga trabas. Sin embargo les he visto hacer cosas tan atroces que sus colegas demonios parecían delicadas criaturas en comparación. Conocí a un demonio en Londres que se hacía pasar por un poderoso financiero. Jamás estaba solo, así que me resultó difícil acercarme lo suficiente para matarlo, aunque yo sabía lo que era. Hacía que sus sirvientes le llevaran animales y niños pequeños; cualquier cosa que fuese pequeña e indefensa…
—Para. —Clary se llevó las manos a los oídos—. No quiero oírlo.
Pero la voz de Valentine siguió con su perorata, inexorable, amortiguada, pero no inaudible.
—Los devoraba despacio, a lo largo de muchos días. Tenía sus trucos, sus modos de mantenerlos con vida en medio de las peores torturas imaginables. Si puedes imaginar a un niño intentando arrastrarse hacia ti con la mitad del cuerpo arrancado…
—¡Para! —Clary apartó violentamente las manos de las orejas—. ¡Es suficiente, suficiente!
—Los demonios se alimentan de muerte, dolor y locura —continuó Valentine—. Cuando yo mato, es porque debo. Tú has crecido en un paraíso falsamente hermoso, rodeado de frágiles paredes de cristal, hija mía. Tu madre creó el mundo en el que quería vivir y te crio en él, pero jamás te contó que todo era una ilusión. Y todo el tiempo los demonios aguardaban, con sus armas de sangre y terror, para hacer añicos el cristal y liberarte de la mentira.
—Tú hiciste pedazos esas paredes —musitó Clary—. Fuiste tú quién me arrastró a todo esto. Nadie más que tú.
—¿Y el cristal que te cortó, el dolor que sentiste, la sangre? ¿Me culpas también de eso? No fui yo quién te metió en la prisión.
—Para. Deja ya de hablar.
A Clary le zumbaba la cabeza. Quería gritarle: «¡Tú secuestraste a mi madre, tú lo hiciste, es culpa tuya!». Pero había empezado a ver lo que Luke había querido decir al indicar que no se podía discutir con Valentine. De algún modo, este había hecho que le fuera imposible estar en desacuerdo con él sin sentir que estaba defendiendo a demonios que partían a niños a mordiscos. Se preguntó cómo lo había soportado Jace todos aquellos años, viviendo a la sombra de aquella personalidad exigente y abrumadora. Empezó a ver de dónde provenía la arrogancia de Jace, la arrogancia y las emociones cuidadosamente controladas.
El borde del pequeño baúl se le estaba clavando en la parte posterior de las piernas. Podía sentir el frío que emanaba de la Espada, que hacía que los pelos del cogote se le erizaban.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó a Valentine.
—¿Qué te hace pensar que quiero algo de ti?
—No estarías charlando conmigo de lo contrario. Me habrías dado un porrazo en la cabeza y estarías esperando para… para llevar a cabo cualquiera que sea el siguiente paso después de esto.
—El siguiente paso —respondió él— es que tus amigos cazadores de sombras te localicen y que yo les diga que si quieren recuperarte con vida tendrán que cambiar a la chica loba por ti. Todavía necesito su sangre.
—¡Jamás me cambiarán por Maia!
—Ahí es donde te equivocas —replicó Valentine—. Conocen el valor de un subterráneo comparado con el de un niño cazador de sombras. Harán el trueque. La Clave lo exige.
—¿La Clave? ¿Quieres decir… que es parte de la Ley?
—Codificada en su existencia misma —repuso él—. Ahora ¿lo ves? No somos tan diferentes, La Clave y yo, o Jonathan y yo, o incluso tú y yo, Clarissa. Simplemente tenemos un pequeño desacuerdo respecto al método. —Sonrió y se adelantó para recorrer el espacio que mediaba entre ellos.
Moviéndose con más rapidez de la que se había creído capaz, Clary llevó la mano detrás de ella y agarró la Espada. Era tan pesada como había pensando que sería, tan pesada que casi perdió el equilibro. Extendiendo una mano para estabilizarse, la lanzó y apuntó con la hoja a Valentine.
La caída de Jace finalizó abruptamente cuando se golpeó contra la dura superficie de metal con la fuerza suficiente como para que le castañetearan los dientes. Tosió, notando el sabor a sangre en la boca, y se incorporó penosamente.
Estaba de pie sobre una pasarela de metal pintada de un verde apagado. El interior del barco estaba hueco; era una enorme cámara resonante de metal con oscuras paredes que se curvaban hacia fuera. Al mirar arriba, Jace pudo ver un diminuto pedazo de cielo estrellado a través del agujero humeante del casco, que quedaba a bastante altura.
El vientre del barco era un laberinto de pasarelas y escalas que parecían no conducir a ninguna parte, retorciéndose unas sobre otras como las tripas de una serpiente gigante. Hacía un frío glacial. Jace pudo ver cómo el aliento le surgía en blancas volutas al espirar. Había muy poca luz. Entrecerró los ojos para ver en las sombras; luego metió la mano en el bolsillo para sacar su piedra-runa de luz mágica.
Su resplandor blanco iluminó la penumbra. La pasarela era larga, con una escala en el extremo opuesto que descendía a un nivel inferior. Mientras Jace iba hacia ella, algo centelleó a sus pies.
Se inclinó. Era una estela. No pudo evitar mirar fijamente a su alrededor, casi como si esperara que alguien se materializara surgiendo de las sombras; ¿cómo demonios había ido a parar allí abajo una estela de cazador de sombras? La recogió con cuidado. Todas las estelas poseían una especie de aura, una huella fantasmal de la personalidad del propietario. Aquella le produjo una sacudida de doloroso reconocimiento. Clary.
Una repentina risa queda rompió el silencio. Jace se volvió en redondo, mientras se metía la estela en el cinturón. Bajo el resplandor de la luz mágica, distinguió una figura oscura al final de la pasarela. El rostro quedaba oculto en la sombra.
—¿Quién anda ahí? —llamó.
No hubo respuesta, únicamente la sensación de que alguien se reía de él. Jace se llevó automáticamente la mano al cinto, pero había soltado el cuchillo serafín al caer. Se había quedado sin armas.
Pero ¿qué le había enseñado su padre siempre? Usada correctamente, casi cualquier cosa podía ser una arma. Avanzó despacio hacia la figura, los ojos asimilando los distintos detalles de lo que lo rodeaba: un travesaño al que podía agarrarse para balancearse y lanzar patadas; un saliente retorcido de metal roto contra el que podía lanzar a un adversario, perforándole la columna vertebral. Todos aquellos pensamientos pasaron por su mente en una fracción de segundo, la única fracción de segundo antes de que la figura del final de la pasarela se volviera, con los blancos cabellos brillando bajo la luz mágica, y Jace le reconociera.
Jace se detuvo en seco.
—¿Padre? ¿Eres tú?
Lo primero que notó Alec fue el frío glacial. Lo segundo fue que no podía respirar. Intentó inspirar aire y su cuerpo se convulsionó. Se sentó muy erguido, expulsando sucia agua del río de los pulmones en un amargo vómito que hizo que diera arcadas y se atragantase.
Finalmente pudo respirar, aunque parecía que le ardieran los pulmones. Jadeando, miró a su alrededor. Estaba sentado en una plataforma de metal de chapa… no, estaba en la parte trasera de una camioneta. Una camioneta, que flotaba en medio del río. De los cabellos y la ropa le chorreaba agua helada. Y Magnus Bane estaba sentado frente a él, contemplándole con ambarinos ojos felinos que brillaban en la oscuridad.
Los dientes empezaron a castañetearle.
—¿Qué… qué ha pasado?
—Intentaste beberte el East River —respondió Magnus, y Alec vio, como si fuera por primera vez, que las ropas de Magnus también estaban empapadas y se pegaban al cuerpo como una segunda oscura piel—. Te he sacado.
A Alec le martilleaba la cabeza. Se palpó el cinturón en busca de la estela, pero había desaparecido. Intentó recordar: el barco, invadido de demonios; Isabelle que caía y Jace agarrándola; sangre por todas partes, el demonio que atacaba…
—¡Isabelle! Estaba descendiendo cuando caí…
—Está perfectamente. Ha conseguido llegar a una embarcación. La he visto. —Magnus alargó la mano para tocar la cabeza de Alec—. Tú, por otra parte, podrías padecer una conmoción cerebral.
—Tengo que regresar a la batalla. —Alec le apartó la mano—. Eres un brujo. ¿No puedes, no sé, hacer que vuele de vuelta al barco o algo y arreglar lo de mi conmoción al mismo tiempo?
Magnus, con la mano todavía extendida, se recostó contra el costado de la plataforma de la camioneta. A la luz de las estrellas, sus ojos eran esquilas de color verde y dorado, duras y planas como gemas.
—Lo siento —se disculpó Alec, al notar cómo habían sonado sus palabras, aunque seguía sintiendo que Magnus debería darse cuenta de que llegar al barco era lo más importante—. Sé que no tienes que ayudarnos… Es un favor…
—Para. Yo no te hago favores, Alec. Yo hago cosas por ti porque…, bueno, ¿por qué crees que lo hago?
Algo se alzó en la garganta del muchacho, interrumpiendo su respuesta. Era siempre así cuando estaba con Magnus. Era como si una brújula de dolor o pesar habitara dentro de su corazón, y cuando quería decir algo, cualquier cosa que parecía importante o cierta, se alzaba y ahogaba las palabras.
—Tengo que regresar al barco —repitió, finalmente.
Magnus parecía demasiado cansado para sentirse siquiera enojado.
—Te ayudaría —repuso—. Pero no puedo. Despojar al barco de las salvaguardas protectoras ya ha sido bastante terrible…, es un hechizo poderoso, muy poderoso, con una base demoníaca…, pero cuando has caído, he tenido que colocar a toda prisa un hechizo en la furgoneta para que no se hundiera si yo perdía el conocimiento. Y perderé el conocimiento, Alec. Es sólo cuestión de tiempo. —Se pasó una mano por los ojos—. No quería que te ahogaras —murmuró—. El hechizo debería durar lo suficiente para que consigas llevar la camioneta de vuelta a tierra.
—No… me he dado cuenta.
Alec miró a Magnus, que tenía trescientos años, pero que siempre había parecido intemporal, como si hubiese dejado de envejecer alrededor de los diecinueve años. En aquellos momentos tenía marcadas arrugas en la piel que le rodeaba ojos y boca. El pelo que le colgaba lacio sobre la frente y los hombros hundidos no formaban parte de su acostumbrada postura despreocupada, sino que reflejaba su absoluto agotamiento.
Alec extendió las manos. Bajo la luz de la luna, se veían pálidas y arrugadas por el agua y salpicadas de docenas de cicatrices plateadas. Magnus las contempló, y luego contempló a Alec, con la confusión ensombreciéndole la mirada.
—Cógeme las manos —ofreció Alec—. Y coge también mi energía. La que necesites… para seguir funcionando.
Magnus no se movió.
—Pensaba que tenías que regresar al barco.
—Tengo que pelear —respondió él—. Pero eso es lo que tú estás haciendo, ¿verdad? Participas en la pelea tanto como los cazadores de sombras que hay en el barco… y sé que puedes coger parte de mi energía, he oído hablar de brujos que lo han hecho… así que te la ofrezco. Tómala. Es tuya.
Valentine sonrió. Lucía su coraza negra y unos guanteletes que brillaban como los caparazones de negros insectos.
—Hijo mío.
—No me llames así —replicó Jace, y luego, notando que le empezaban a temblar las manos añadió—: ¿Dónde está Clary?
Valentine seguía sonriendo.
—Me desafió —respondió—. Tuve que darle una lección.
—¿Qué le has hecho?
—Nada. —Valentine se acercó más a Jace, lo bastante cerca para tocarle de haber alargado la mano; no lo hizo—. Nada de lo que no vaya a recuperarse.
Jace cerró el puño con fuerza para que su padre no lo viera temblar.
—Quiero verla.
—¿De veras? ¿Con todo esto en marcha? —Valentine echó un vistazo hacia lo alto, como si pudiese ver a través del casco del barco la carnicería que tenía lugar en la cubierta—. Yo habría pensado que querrías estar combatiendo con el resto de tus amigos cazadores de sombras. Es una lástima que sus esfuerzos sean vanos.
—Eso no lo sabes.
—Sí lo sé. Por cada uno de ellos, puedo invocar a un millar de demonios. Ni siquiera los mejores nefilim pueden resistir ante tal desventaja. Como en el caso —añadió— de la pobre Imogen.
—¿Cómo sabes…?
—Veo todo lo que sucede en mi barco. —Los ojos de Valentine se entrecerraron—. Sabes que es culpa tuya que muriera, ¿verdad?
Jace inspiró con fuerza. Sentía que el corazón le martilleaba como si quisiera saltarle fuera del pecho.
—De no ser por ti, ninguno de ellos habría venido al barco —continuó Valentine—. Creían que te estaban rescatando, ya sabes. Si sólo se hubiese tratado de los dos subterráneos, no se habrían molestado.
Jace casi lo había olvidado.
—Simon y Maia…
—Bueno, están muertos. Los dos. —El tono de Valentine era despreocupado, incluso indulgente—. ¿Cuántos tienen que morir, Jace, antes de que veas la verdad?
Jace sintió como si tuviera la cabeza llena de un remolino de humo. El hombro le ardía de dolor.
—Ya hemos tenido esta conversación. Estás equivocado, padre. Tal vez puedas estar en lo cierto respecto a demonios, incluso puede que tengas razón sobre la Clave, pero este no es el modo…
—Me refiero —le interrumpió Valentine— a ¿cuándo te darás cuenta de que eres igual que yo?
A pesar del frío, Jace había empezado a sudar.
—¿Qué?
—Tú y yo somos iguales —respondió Valentine—. Tal y como me dijiste antes, tú eres lo que yo te hice ser, y te convertí en una copia de mí mismo. Tienes mi coraje. Y posees esa cualidad que hace que otros den su vida por ti sin vacilar.
Algo martilleó en el fondo de la mente de Jace. Algo que debería saber, o que había olvidado; el hombro le ardía…
—¡No quiero que la gente dé su vida por mí! —gritó.
—No. Sí que lo quieres. Te gusta saber que Alec e Isabelle morirían por ti. Que tu hermana lo haría. La Inquisidora sí murió por ti, ¿no es así, Jonathan? Y tú te quedaste a un lado y la dejaste…
—¡No!
—Eres igual que yo… No es de extrañar, ¿verdad? Somos padre e hijo, ¿por qué no deberíamos ser iguales?
—¡No!
Con un movimiento veloz Jace tiró del retorcido saliente de metal, que se desprendió de la pared con un resonante chasquido; el borde roto había quedado serrado y muy afilado.
—¡No soy como tú! —chilló, y hundió el saliente de metal en el pecho de su padre.
Valentine abrió la boca y retrocedió tambaleante, con el extremo del trozo de metal sobresaliéndole del pecho. Por un momento, Jace sólo pudo mirarle, pensando: «Me he equivocado… es realmente él…», pero entonces, Valentine pareció plegarse sobre sí mismo, y él cuerpo fue desmoronándose como si fuese arena. El aire se llenó de olor a quemado mientras el cuerpo de Valentine se convertía en cenizas y se dispersaba en el aire helado.
—Agramon —musitó, y cayó de rodillas sobre la pasarela.
Fueron sólo unos pocos instantes los que pasó arrodillado en el suelo mientras el martilleo de su pulso iba aminorando, pero a Jace le pareció una eternidad. Cuando finalmente se levantó, tenía las piernas agarrotadas por el frío y las yemas de los dedos azules. El aire apestaba a quemado, aunque no había ni rastro de Agramon.
Recuperó el pedazo de metal y, agarrándolo con una mano, Jace se encaminó a la escala situada al final de la pasarela. El esfuerzo de descender penosamente sólo con la mano libre le aclaró la cabeza. Saltó del último travesaño encontrándose una segunda pasarela estrecha que discurría a lo largo de la pared de metal en una enorme bodega. Había docenas de otras pasarelas recorriendo las paredes y toda una variedad de tuberías y maquinaria. Se oían estallidos procedentes del interior de las tuberías, y de vez en cuando alguna de ellas soltaba un chorro de lo que parecía vapor, aunque el aire seguía siendo glacial.
«Vaya la que te has montando aquí, padre», pensó Jace. El desnudo interior industrial del barco no encajaba con el Valentine que él conocía, que era muy quisquilloso incluso respecto al tipo de cristal tallado del que estaban hechas sus licoreras. Jace miró alrededor. Lo que había allí abajo era un laberinto; no habría modo de saber en qué dirección debía salir. Se volvió para descender por la siguiente escala y advirtió una marca roja en el suelo de metal.
Sangre. La rascó con la punta de la bota. Todavía estaba húmeda, ligeramente viscosa. Sangre fresca. Se le aceleró el pulso. Recorrió un tramo más de pasarela, vio otra mancha roja, y luego otra un poco más allá, como un rastro de migas de pan en un cuento de hadas.
Jace siguió la sangre, las botas resonando contra la plancha de metal. La pauta que seguían las salpicaduras de sangre era peculiar, no era como si hubiese habido una lucha, sino más bien como si hubiesen transportado a alguien, sangrando, por la pasarela…
Llegó a una puerta. Estaba hecha de metal negro, con abolladuras y muescas aquí y allá. La huella ensangrentada de una mano estaba alrededor del pomo. Asiendo con más fuerza el irregular trozo de metal, Jace empujó la puerta.
Una oleada de aire aún más frío le golpeó. Jace inhaló con fuerza. La habitación estaba vacía excepto por una tubería de metal que discurría a lo largo de una pared y lo que parecía un montón de arpillera en el rincón. Penetraba un poco de luz a través de un ojo de buey situado muy arriba en la pared. Cuando Jace avanzó con cautela, la luz del ojo de buey cayó sobre el montón del rincón, y el muchacho se dio cuenta de que no era una pila de basura en absoluto, sino un cuerpo.
El corazón de Jace empezó a golpearle en el pecho como una puerta sin cerrar en un vendaval.
El suelo de metal estaba cubierto de sangre pegajosa. Sus botas se soltaban de él con un desagradable sonido de succión mientras cruzaba la habitación e iba a inclinarse junto a la figura hecha un ovillo en el rincón. Un chico moreno vestido con vaqueros y camiseta azul empapada en sangre.
Jace agarró el cuerpo por el hombro y tiró de él. Este se volvió, laxo y sin fuerza, los ojos castaños mirando sin vida hacia el techo. Jace sintió un nudo en la garganta. Era Simon, y estaba blanco como el papel. Tenía un feo tajo en la base de la garganta, y también en ambas muñecas, dejando abiertas heridas irregulares.
Jace cayó de rodillas, sujetando aún el hombro de Simon. Pensó con desesperación en Clary, en su dolor cuando lo descubriera, en el modo en que le había apretado las manos entre las suyas, con tanta fuerza en aquellos dedos pequeños. «Encuentra a Simon. Sé que lo harás».
Y lo había hecho. Pero demasiado tarde.
Cuando Jace tenía diez años, su padre le había explicado todos los modos de matar a un vampiro. Clávale una estaca. Clávale una estaca. Córtale la cabeza y préndele fuego igual que a una fantasmagórica calabaza ahuecada. Deja que el sol lo abrase hasta convertirlo en cenizas. O quítale toda la sangre. Necesitaban sangre para vivir, la necesitaban para funcionar, igual que los coches necesitan gasolina. Contemplando la herida irregular de la garganta de Simon, no era difícil darse cuenta de lo que Valentine había hecho.
Alargó la mano para cerrarle los ojos a Simon. Si Clary tenía que verle muerto, mejor que no le viera así. Bajó la mano hacia el cuello de la camiseta de Simon, para subírsela y cubrir el corte.
Simon se movió. Los párpados temblaron levemente y se abrieron, los ojos se le quedaron en blanco. Luego emitió un borboteo, un sonido tenue, y echó los labios hacia atrás para mostrar las puntas de unos colmillos de vampiro. La respiración vibró en la garganta acuchillada.
A Jace le ascendió una sensación de náusea por la garganta mientras sus manos se cerraban con más fuerza sobre el cuello de la camiseta de Simon. No estaba muerto. Pero ¡cielos!, el dolor debía de ser increíble. No podía curarse, no podía regenerarse, no sin…
No sin sangre. Jace soltó la camisa de Simon y se subió la manga derecha con los dientes. Usando el extremo irregular del metal roto, se hizo un profundo corte longitudinal en la muñeca. La sangre afloró a la superficie. Soltó su improvisada arma, que golpeó el suelo con un sonido metálico. Podía oler su propia sangre en el aire, ácida y ferrosa.
Bajó la mirada hacia Simon, que no se había movido. La sangre descendía ya por la mano de Jace, y la muñeca le escocía. La sostuvo por encima del rostro de Simon, dejando que el líquido le goteara por los dedos y se derramara sobre la boca del muchacho. No hubo reacción. Simon no se movía. Jace se acercó más; ahora estaba arrodillado sobre él, su aliento lanzando blanca volutas al gélido aire. Se inclinó al frente y presionó la muñeca ensangrentada contra la boca de Simon.
—Bebe mi sangre, idiota —musitó—. Bébela.
Por un momento no sucedió nada. Entonces los ojos de Simon se cerraron con un parpadeo. Jace sintió una punzada aguda en la muñeca, una especie de tirón, una presión fuerte… y la mano derecha de Simon se alzó veloz y fue a cerrarse con firmeza sobre el brazo de Jace, justo por encima del codo. La espalda de Simon se arqueó abandonando el suelo, mientras la presión sobre la muñeca de Jace aumentaba a medida que los colmillos de Simon se hundían más profundamente. Un dolor agudo acudió por el brazo del cazador de sombras.
—Ya está bien —dijo—. Ya está bien, es suficiente.
Los ojos de Simon se abrieron. Ya no estaban en blanco, los iris marrón oscuro se clavaron en Jace. Había color en las mejillas, un rubor intenso como una fiebre. Los labios estaban ligeramente entreabiertos, los colmillos blancos manchados de sangre.
—¿Simon? —dijo Jace.
Simon se levantó y se movió con una velocidad increíble, derribando a Jace de costado y rodando a continuación sobre él. La cabeza del cazador de sombras golpeó contra el suelo de metal, y los oídos le zumbaron mientras los dientes de Simon se le hundían en el cuello. Se retorció, intentando liberarse, pero los brazos del otro muchacho eran como abrazaderas de hierro, inmovilizándole contra el suelo, con los dedos clavándosele en los hombros.
Pero Simon no le hacía daño, no en realidad, el dolor, que había empezado siendo agudo, fue perdiendo intensidad hasta convertirse en una especie de sorda quemazón, agradable como la quemadura de la estela en ciertas ocasiones. Una somnolienta sensación de paz se abrió paso por las venas de Jace, y este sintió que los músculos se le relajaban; las manos que habían estado intentando apartar a Simon un momento antes ahora le apretaron más hacia él. Podía sentir el latido de su propio corazón, sentir cómo se aminoraba, el martilleo apagándose para convertirse en un eco más suave. Una oscuridad reluciente penetró furtiva por los bordes de su visión, hermosa y extraña. Jace cerró los ojos…
Y sintió una estocada de dolor en el cuello. Profirió un grito ahogado, y abrió los ojos de golpe. Simon estaba incorporado sobre él, mirándole con los ojos abiertos, ya la mano sobre su propia boca. Las heridas habían desaparecido, aunque sangre fresca le manchaba la parte delantera de la camiseta.
Jace volvía a sentir el dolor de los hombros magullados, el corte en la muñeca, la garganta perforada. Ya no oía los latidos de su corazón, pero sabía que seguía golpeando en el interior del pecho.
Simon apartó la mano de la boca. Los colmillos ya no estaban.
—Podría haberte matado —exclamó, y había una especie de súplica en la voz.
—Y yo te lo habría permitido —repuso Jace.
Simon le miró fijamente, luego emitió un ruidito gutural. Rodó apartándose de Jace y se quedó arrodillado en el suelo, abrazándose los codos. Jace pudo ver las oscuras venas del muchacho a través de la piel pálida de la garganta, ramificándose en líneas azules y púrpura. Venas llenas de sangre.
«Mi sangre». Jace se sentó en el suelo. Buscó torpemente una estela. Pasársela por el brazo fue como tirar de una tubería de plomo a través de un campo de rugby. La cabeza parecía a punto de estallarle. Cuando terminó el iratze, recostó la cabeza contra la pared, respirando penosamente, mientras el dolor le abandonaba a medida que la runa curativa hacía efecto. «Mi sangre en sus venas».
—Lo siento —se lamentó Simon—. Lo siento mucho.
La runa curativa ya hacía efecto. La cabeza de Jace empezó a despejarse, y el golpeteo del corazón aminoró. Se puso en pie con cuidado, esperando sentir el vahído, pero se sintió únicamente un poco débil y cansado. Simon seguía de rodillas, con la mirada clavada en las manos. Jace le cogió por la parte posterior de la camiseta, izándole.
—Deja de disculparte —dijo, soltando a Simon—. Y ponte en marcha. Valentine tiene a Clary, y no tenemos mucho tiempo.
En cuanto los dedos de Clary se cerraron alrededor de la empuñadura de Maellartach, una aguda descarga helada le recorrió el brazo. Valentine la contempló con una expresión levemente interesada mientras ella lanzaba una exclamación ahogada de dolor cuando los dedos se le quedaron ateridos. La muchacha aferró con desesperación el arma, pero esta se le resbaló de la mano y cayó estrepitosamente al suelo a sus pies.
Apenas vio moverse a Valentine. Al cabo de un instante, él estaba frente a ella empuñando la espada. Clary sintió un terrible escozor en la mano. Echó una ojeada y vio que le estaba saliendo un rojo y ardiente verdugón en la palma.
—¿De verdad has pensando —comenzó Valentine, con un deje de indignación en la voz— que te dejaría acercarte a una arma que pensase que podías usar? —Negó con la cabeza—. No has comprendido ni una palabra de lo que te he dicho, ¿cierto? Parece que de mis dos hijos, sólo uno es capaz de comprender la verdad.
Clary cerró la mano herida, agradeciendo casi el dolor.
—Si te refieres a Jace, él también te odia.
Valentine blandió la Espada, alzándola y colocando la punta a la altura de la clavícula de la muchacha.
—Eso es suficiente —dijo—, por tu parte.
La punta de la Espada era afilada; al respirar, le pinchó la garganta, y un hilillo de sangre le empezó a descender por el pecho. El contacto de la Espada pareció derramar frío por sus venas, enviándole crepitantes partículas de hielo a través de los brazos y las piernas, y entumeciéndole las manos.
—Estropeada por tu educación —continuó Valentine—. Tu madre fue siempre una mujer obstinada. Esa era una de las cosas que amé de ella al principio. Pensé que se mantendría leal a sus ideales.
Resultaba extraño, pensó Clary con una especie de horror distante, que la vez que había visto a su padre en Renwick, este había exhibido su considerable carisma personal ante Jace. En esos momentos, no se molestaba en hacerlo, y sin la superficial pátina de encanto, parecía… vacío. Igual que una estatua hueca, con los ojos hundidos para mostrar sólo oscuridad en el interior.
—Dime, Clarissa… ¿te habló alguna vez tu madre de mí?
—Me contó que mi padre estaba muerto.
«No digas nada más —se advirtió a sí misma, pero estaba segura de que él podía leer el resto de las palabras en sus ojos—. Y ojalá hubiese sido cierto».
—¿Y jamás te dijo que eras diferente? ¿Especial?
Clary tragó saliva, y la punta de la hoja le cortó un poco más profundamente. Más sangre le goteó por el pecho.
—Jamás me dijo que yo era una cazadora de sombras.
—¿Sabes por qué —inquirió Valentine, mirándola por encima de la Espada— me dejó tu madre?
Las lágrimas contenidas le abrasaron la garganta y Clary emitió un sonido estrangulado.
—¿Te refieres a que sólo hubo un motivo?
—Ella me dijo —prosiguió él, como si Clary no hubiese hablado— que yo había convertido a su primer hijo en un monstruo. Me abandonó antes de que pudiera hacer lo mismo con el segundo. Tú. Pero lo hizo demasiado tarde.
El frío en la garganta de Clary, y en sus extremidades, era tan intenso que ya no podía ni tiritar. Era como si la espada la estuviese convirtiendo en hielo.
—Ella jamás diría eso —musitó Clary—. Jace no es un monstruo. Ni tampoco yo.
—Yo no hablaba de…
La trampilla sobre sus cabezas se abrió con un fuerte golpe, y dos figuras imprecisas se dejaron caer por el agujero, aterrizando justo detrás de Valentine. El primero, advirtió Clary con una sacudida de alivio, era Jace. El chico surcó el aire como una flecha disparada desde un arco, dirigiéndose certera a su blanco. Aterrizó en el suelo con suavidad. Aferraba un largo trozo de metal manchado de sangre en una mano, con el extremo partido en una afilada punta.
La segunda figura aterrizó junto a Jace con la misma ligereza, si bien no con la misma elegancia. Clary vio el contorno de un muchacho más delgado, de cabellos oscuros, y pensó: «Alec». No comprendió quién era hasta que el chico se irguió y reconoció el rostro familiar.
Se olvidó de la espada, del frío, del dolor en la garganta, se olvidó de todo.
—¡Simon!
Simon miró hacia ella. Los ojos de ambos se encontraron durante apenas un instante, y Clary esperó que él pudiera leer en su rostro su total y abrumadora sensación de alivio. Las lágrimas que habían estado amenazando con brotar comenzaron a salir y se le derramaron por el rostro. No hizo nada para secarlas.
Valentine volvió la cabeza para mirar tras él, y la boca se le desencajó en la primera expresión de sincera sorpresa que Clary había visto jamás en su rostro. Se volvió de cara a Jace y a Simon.
En cuanto la punta de la espada abandonó la garganta de Clary, el helor desapareció, llevándose todas sus energías con él. La muchacha cayó de rodillas, tiritando de un modo incontrolable, y cuando alzó las manos para secarse las lágrimas del rostro, vio que las yemas de los dedos estaban blancas por el inicio de la congelación.
Jace la miró fijamente con horror, luego miró a su padre.
—¿Qué le has hecho?
—Nada —respondió Valentine, recuperando el control de sí mismo—. Aún.
Ante la sorpresa de Clary, Jace palideció, como si las palabras de su padre le hubiesen horrorizado.
—Soy yo quién debería de estar preguntando qué has hecho, Jonathan —continuó Valentine, y aunque habló a Jace, tenía los ojos puestos en Simon—. ¿Por qué sigue vivo? Los vampiros pueden regenerarse, pero no si se quedan con tan poca sangre.
—¿Te refieres a mí? —inquirió Simon.
Clary le miró con sorpresa. Simon sonaba diferente. No como un chiquillo que se insolenta con un adulto; más bien como alguien capaz de enfrentarse a Valentine Morgenstern en igualdad de condiciones.
—Bueno, eso es cierto, me dejaste por muerto. Bien, más muerto aún.
—Cállate. —Jace lanzó una mirada iracunda a Simon; tenía los ojos muy sombríos—. Déjame contestar a mí. —Se volvió hacia su padre—. He dejado que Simon bebiera mi sangre —explicó—. Para salvarlo.
El rostro ya severo de Valentine adquirió una expresión aún más dura, como si los huesos se abrieran paso al exterior a través de la piel.
—¿Has dejado voluntariamente que un vampiro bebiera tu sangre?
Jace pareció vacilar por un momento; dirigió una rápida ojeada a Simon, que estaba mirando a Valentine con una expresión de intenso odio. Luego dijo, con cuidado:
—Sí.
—No tienes ni idea de lo que has hecho, Jonathan —exclamó Valentine en un tono de voz terrible—. Ni idea.
—He salvado una vida —respondió él—. Una que tú intentaste eliminar. Eso sí lo sé.
—No era una vida humana —replicó Valentine—. Resucitaste a un monstruo que no hará más que matar para volver a alimentarse. Su especie está siembre hambrienta…
—Estoy hambriento justo ahora —observó Simon, y sonrió para mostrar que los colmillos habían abandonado sus fundas; los dientes le centellearon blancos y afilados sobre el labio inferior—. No me importaría un poco más de sangre. Desde luego tu sangre probablemente se me atragantaría, ponzoñoso pedazo de…
Valentine lanzó una carcajada.
—Me gustaría verte intentarlo, vampiro —le desafió—. Cuando la Espada-Alma te atraviese, arderás mientras mueres.
Clary vio que los ojos de Jace se posaron en la Espada, y luego en ella. Había una pregunta no formulada en ellos. Rápidamente, dijo:
—La Espada no ha sido convertida —explicó rápidamente—. No del todo. No consiguió la sangre de Maia, así que no pudo finalizar la ceremonia…
Valentine se volvió hacia ella empuñando la Espada, y Clary le vio sonreír. La Espada pareció dar una sacudida en su mano, y a continuación algo la golpeó; fue como ser derribada por una ola, ser abatida y luego alzada en contra de su voluntad y arrojada por los aires. La chica rodó por el suelo, incapaz de detenerse, hasta que golpeó contra el mamparo con dolorosa violencia. Cayó a los pies de Valentine jadeando por la falta de aire y el dolor.
Simon empezó a ir hacia ella a la carrera. Valentine blandió la Espada-Alma y se alzó una cortina de puro fuego que envió a Simon hacia atrás dando traspiés.
Clary se incorporó penosamente sobre los codos. Tenía la boca llena de sangre. Todo le daba vueltas y se preguntó con cuánta violencia se había golpeado la cabeza y si iba a perder el conocimiento. Usó toda su fuerza de voluntad para mantenerse consciente.
El fuego había desaparecido, pero Simon seguía agazapado en el suelo, aturdido. Valentine le dirigió una breve ojeada, y luego miró a Jace.
—Si matas al vampiro ahora —dijo—, todavía puedes deshacer lo que has hecho.
—No —musitó Jace.
—Coge el arma que empuñas y húndesela en el corazón. —La voz de Valentine era queda—. Un simple gesto. Nada que no hayas hecho antes.
Jace respondió con una mirada impávida a la mirada iracunda de su padre.
—Vi a Agramon —dijo—. Tenía tu cara.
—¿Viste a Agramon? —La Espada-Alma centelleó cuando Valentine avanzó hacia su hijo—. ¿Y sigues vivo?
—Lo he matado.
—¿Has matado al Demonio del Miedo pero no quieres matar a un vampiro, ni siquiera si yo te lo ordeno?
Jace se quedó observando a Valentine con el rostro inexpresivo.
—Es un vampiro, es cierto —repuso—. Pero se llama Simon.
Valentine se detuvo frente a Jace con la Espada-Alma en la mano ardiendo con una cruda luz negra. Clary se preguntó por un aterrado instante si Valentine iría a clavársela a Jace allí mismo, y si Jace pensaba permitírselo.
—¿Debo entender, entonces —inquirió Valentine—, que no has cambiado de idea? ¿Lo que me dijiste cuando viniste a verme la otra vez era tu decisión definitiva o te arrepientes de haberme desobedecido?
Jace meneó lentamente la cabeza. Una mano sujetaba aún el puntal roto, pero la otra mano, la derecha, la tenía en la cintura, sacando algo del cinturón. Sus ojos, no obstante, no abandonaron ni por un momento los de Valentine, y Clary no estaba segura de si Valentine veía lo que él estaba haciendo. Esperó que no.
—Sí —respondió Jace—, lamento haberte desobedecido.
«¡No!» pensó Clary, y el corazón se le cayó a los pies. ¿Acaso se había dado por vencido, o quizá pensaba que era el único modo de salvarlos a ella y a Simon?
El rostro de Valentine se dulcificó.
—Jonathan…
—Sobre todo —siguió Jace— porque planeo volver a hacerlo. Justo ahora.
La mano se movió, veloz como el rayo, y algo salió disparado por el aire en dirección a Clary. Cayó a pocos centímetros de esta, golpeando el metal con un tintineo y rodando a continuación. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.
Era la estela de su madre.
Valentine empezó a reír.
—¿Una estela? Jace, ¿es alguna especie de broma? O es que finalmente…
Clary no oyó el resto de lo que dijo; se alzó pesadamente, jadeando por el dolor que le acuchillaba la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la visión se le nubló; alargó una mano temblorosa hacia la estela… y cuando sus dedos la tocaron, oyó una voz dentro de su cabeza, tan claro como si su madre estuviese junto a ella. «Toma la estela, Clary. Úsala. Sabes qué hacer».
Los dedos de Clary se cerraron con fuerza alrededor de la estela. Se sentó en el suelo, haciendo caso omiso de la oleada de dolor que le recorrió la cabeza y le descendió por la espalda. Era una cazadora de sombras, y el dolor era algo con lo que debía vivir. Vagamente, pudo oír a Valentine pronunciar su nombre, sus pisadas acercándose más… y se arrojó contra el mamparo, alargando al frente la estela con tal fuerza que cuando la punta tocó el metal, le pareció oír el chisporroteo de algo que ardía.
Empezó a dibujar. Como sucedía siempre cuando dibujaba, el mundo se desvaneció y sólo quedaron ella, la estela y el metal sobre el que dibujaba. Recordó haber estado fuera de la celda de Jace murmurando para sí, «Abre, abre, abre», y supo que había empleado toda su energía para crear la runa que había roto las cadenas de Jace. Y comprendió que la energía que había puesto en aquella runa no era ni una décima parte, ni una centésima parte de la energía que estaba poniendo en la que estaba dibujando.
Las manos le ardían y gritó mientras arrastraba la estela por el metal, dejando una gruesa línea negra como el carbón tras ella. «Abre».
Todo su desaliento, toda su decepción, toda su rabia pasó a través de sus dedos y penetró en la estela y en la runa. «Abre». Todo su amor, todo su alivio al ver vivo a Simon, toda su esperanza de que todavía podrían sobrevivir. «¡Abre!».
La mano, sosteniendo todavía la estela, le cayó sobre el regazo. Por un momento reinó un silencio total mientras todos ellos, Jace, Valentine, incluso Simon, contemplaban fijamente la runa que ardía sobre el mamparo del buque.
Fue Simon quien habló, volviendo la cabeza hacia Jace.
—¿Qué pone?
Pero fue Valentine quien respondió, sin apartar los ojos de la pared. Tenía una expresión en el rostro… que no era en absoluto la que Clary había esperado, una mezcla de triunfo y espanto, de desesperación y deleite.
—Pone —contestó—: «Mene mene tekel upharsin».
Clary se levantó penosamente.
—Eso no es lo que pone —musitó—. Pone «abre».
Valentine miró a la muchacha a los ojos.
—Clary…
El chillido del metal ahogó sus palabras. La pared sobre la que Clary había dibujado, una pared compuesta de planchas de sólido acero, se combó y se estremeció. Los remaches saltaron de los encajes y chorros de agua penetraron en la habitación.
Clary pudo oír que Valentine gritaba, pero la voz quedó sofocada por los ruidos ensordecedores del metal al ser arrancado a medida por cada clavo, cada tornillo y cada remache que mantenían unido al enorme barco empezaban a soltarse de sus sujeciones.
Intentó correr hacia Jace y Simon, pero cayó de rodillas cuando otra oleada de agua penetró por el agujero de la pared, cada vez más grande. Esta vez la ola la derribó, y el agua helado la empujó hacia abajo. En algún lugar, Jace gritaba su nombre, la voz tronaba desesperada por encima de los chirridos del barco. Ella gritó su nombre sólo una vez antes de verse arrastrada al río a través del irregular agujero del mamparo.
Se agitó y pateó en las aguas negras. La atenazó el terror a la oscuridad total y a las profundidades del río, a los millones de toneladas de agua que la rodeaban, que presionaban sobre ella, arrebatándole el aire de los pulmones. No sabía dónde estaba la superficie ni en qué dirección nadar. Ya no podía seguir conteniendo la respiración. Tragó una bocanada de agua sucia, con el pecho reventándole de dolor y estrellas estrellándole tras los ojos. En sus oídos, el sonido del agua en movimiento fue reemplazado por un agudo, dulce e imposible cántico. «Me estoy muriendo», pensó maravillada. Un par de manos pálidas surgieron de las aguas y la atrajeron hacia sí. Largos cabellos flotaron a su alrededor. «Mamá», pensó Clary, pero antes de que pudiera ver con claridad el rostro de su madre, la oscuridad le cerró los ojos.
Clary recuperó el conocimiento oyendo voces a su alrededor y con luces brillándole en los ojos. Estaba tumbada sobre la espalda encima de la plataforma de la camioneta de Luke. El cielo gris daba vueltas sobre su cabeza. Podía oler el agua del río alrededor, mezclada con el olor a humo y sangre. Rostros blancos flotaban sobre ella igual que globos sujetos a cordeles, pero fueron aclarándose poco a poco cuando pestañeó.
Luke. Y Simon. Ambos la contemplaban con expresiones de ansiosa inquietud. Por un momento pensó que los cabellos de Luke se habían vuelto blancos; luego, pestañeando, comprendió que estaban cubiertos de cenizas. De hecho, también lo estaba el aire, que incluso sabía a ceniza, y su ropa y su piel estaban surcados de mugre negruzca.
Tosió, notando sabor a cenizas en la boca.
—¿Dónde está Jace?
—Está…
Los ojos de Simon se dirigieron hacia Luke, Y Clary sintió que se le contraía el corazón.
—Está bien, ¿verdad? —inquirió; intentó incorporarse y un fuerte dolor le recorrió la cabeza—. ¿Dónde está? ¿Dónde está?
—Estoy aquí.
Jace apareció en el borde de su campo visual, con el rostro en sombras. Se arrodilló junto a ella.
—Lo siento. Debería haber estado aquí cuando despertaste. Es sólo que…
La voz se le quebró.
—¿Es sólo qué?
Le miró fijamente; iluminado por detrás por la luz de las estrellas, sus cabellos eran más plateados que dorados, y los ojos parecían desprovistos de color. Tenía la piel surcada de negro y gris.
—Pensaba que tú también estabas muerta —dijo Luke, y se puso en pie con brusquedad.
Miraba a lo lejos, al río, a algo que Clary no podía ver. El cuello estaba lleno de volutas de humo negro y rojo, como si estuviera en llamas.
—¿Muerta también? ¿Quién más…?
Se interrumpió cuando un dolor nauseabundo se apoderó de ella. Jace vio su expresión y metió la mano en el bolsillo para sacar su estela.
—Quédate quieta, Clary.
Sintió un dolor abrasador en el antebrazo, y a continuación la cabeza se le empezó a despejar. Se incorporó y vio que estaba sentada sobre una tabla húmeda empujada contra la parte posterior de la cabina de la furgoneta. La plataforma estaba cubierta de varios centímetros de agua mezclada con volutas de ceniza que caían del cielo como una fina lluvia negra.
Echó una ojeada a la parte interior del brazo donde Jace había dibujado una Marca curativa. La debilidad que sentía empezaba ya a retirarse, como si la hubiesen puesto una inyección de energía en las venas.
Antes de apartarse, el muchacho resiguió con los dedos la línea del iratze que le había dibujado en el brazo. La mano tenía un tacto tan frío y húmedo como la piel de Clary. El resto de él también estaba mojado; tenía los cabellos húmedos y las ropas empapadas pegadas al cuerpo.
Clary notaba un sabor acre en la boca, como si hubiese lamido el fondo de un cenicero.
—¿Qué ha sucedido? ¿Ha habido un incendio?
Jace echó una ojeada en dirección a Luke, que tenía la vista fija en el oscilante río negro y gris. El agua estaba salpicada aquí y allí de pequeñas embarcaciones, pero no había ni rastro del barco de Valentine.
—Sí —contestó—, el barco de Valentine se ha quemado hasta la línea de flotación. No queda nada.
—¿Dónde está todo el mundo?
Clary miró a Simon, que era el único de ellos que estaba seco. Había un tenue tinte verdoso en su piel, ya de por sí pálida, como si estuviese enfermo o febril.
—¿Dónde están Isabelle y Alec?
—Están en una de las embarcaciones de los cazadores de sombras. Están perfectamente.
—¿Y Magnus? —Torció el cuerpo para mirar al interior de la cabina de la furgoneta, pero estaba vacía.
—Se está ocupando de algunos de los cazadores de sombras; de los más gravemente heridos —respondió Luke.
—Pero ¿todo el mundo está bien? Alec, Isabelle, Maia… Están todos bien, ¿verdad? —A Clary, su voz le resonó débil y apagada en sus propios oídos.
—Isabelle está herida —explicó Luke—. Y también Robert Lightwood. Necesitará bastante tiempo para curar. Muchos de los otros cazadores de sombras, incluidos Malik e Imogen, están muertos. Ha sido una batalla muy dura, Clary, no nos ha ido bien. Valentine ha desaparecido. También la Espada. El Cónclave ha quedado destrozado. No sé…
Se interrumpió. Clary le miró con fijeza. Había algo en su voz que la asustó.
—Lo siento —se disculpó—. Esto ha sido culpa mía. Si yo no hubiese…
—Si tú no hubieses hecho lo que hiciste, Valentine habría matado a todo el mundo en el barco —replicó Jace con ferocidad—. Eres lo único que ha impedido que esto fuese una masacre.
Clary le contempló boquiabierta.
—¿Te refieres a lo que hice con la runa?
—Hiciste pedazos el barco —explicó Luke—. Cada perno, cada remache, cualquier cosa que hubiese podido mantenerlo unido, se partió. Todo él se hizo pedazos de golpe. Los tanques de petróleo también reventaron. La mayoría de nosotros apenas tuvo tiempo de salir al agua antes de que todo empezara a arder. Nadie ha visto nunca nada parecido a lo que has hecho.
—¡Vaya! —exclamó ella con un hilo de voz—. ¿Resultó alguien…? ¿Hice daño a alguien?
—Bastantes de los demonios se ahogaron cuando el barco se hundió —contestó Jace—. Pero ninguno de los cazadores de sombras resultó herido, no.
—¿Salieron a nado?
—Nos rescataron. Las ondinas nos han sacado a todos del agua.
Clary pensó en las manos del agua, en la canción increíblemente dulce que la había rodeado. Así que no había sido su madre después de todo.
—¿Te refieres a las hadas acuáticas?
—La reina de la corte seelie ha cumplido su palabra, a su modo —repuso Jace—. Lo cierto es que nos prometió la ayuda que estuviera en su poder.
—Pero ¿cómo…?
«¿Cómo lo supo?», estuvo a punto de decir Clary, pero pensó en los ojos sabios y astutos de la reina y en Jace arrojando aquel pedazo de papel blanco al agua en la playa de Red Hook y decidió no preguntar.
—Las embarcaciones de los cazadores de sombras empiezan a moverse —avisó Simon, mirando en dirección al río—. Supongo que ya han recogido a todos los que han podido.
—Bien. —Luke irguió los hombros—. Es hora de ponerse en marcha.
Marchó lentamente hacia la cabina del vehículo; cojeaba, aunque parecía estar en su mayor parte ileso.
Se colocó en el asiento del conductor, y un momento después el motor de la furgoneta volvía a ponerse en marcha. Partieron, rozando la superficie del agua, con las gotas que las ruedas lanzaban al aire capturando el gris plateado del cielo, que empezaba a iluminarse.
—Esto es fantástico —exclamó Simon—. Sigo esperando que la furgoneta empiece a hundirse.
—No puedo creer que después de pasar por lo que hemos pasado pienses que esto es precisamente lo fantástico —replicó Jace, pero no había malicia en el tono y tampoco irritación; sonó sólo muy, muy cansado.
—¿Qué les sucederá a los Lightwood? —preguntó Clary—. Después de todo lo que ha sucedido… la Clave…
Jace se encogió de hombros.
—La Clave actúa en modos misteriosos. No sé qué harán. Pero estarán muy interesados en ti. Y en lo que puedes hacer.
Simon profirió un sonido. Clary pensó que era un ruido de protesta, pero cuando le miró con más atención, vio que estaba más verdoso que nunca.
—¿Qué te pasa, Simon?
—Es el río —respondió este—. El agua corriente no es buena para los vampiros. Es pura, y… nosotros no.
—El East River no es precisamente puro —comentó Clary, pero alargó la mano y le tocó el brazo con dulzura, y él sonrió—. ¿No te caíste al agua cuando el barco se hizo pedazos?
—No. Había un pedazo de metal flotando en el agua y Jace me arrojó sobre él. He permanecido fuera del río.
Clary miró por encima del hombro a Jace. Podía verle con algo más de claridad ahora; la oscuridad se desvanecía.
—Gracias —dijo—. ¿Crees que…?
Él enarcó las cejas.
—¿Qué?
—¿… que Valentine podría haberse ahogado?
—Nunca creas que el malo está muerto hasta que veas su cadáver —advirtió Simon—. Eso lleva al infortunio y a emboscadas sorpresa.
—No te equivocas —indicó Jace—. Mi suposición es que no está muerto. De lo contrario habríamos encontrado los Instrumentos Mortales.
—¿Puede seguir adelante la Clave sin ellos tanto si Valentine está vivo como si no? —quiso saber Clary.
—La Clave siempre sigue adelante —repuso Jace—. Eso es todo lo que sabe hacer. —Volvió el rostro hacia el horizonte—. El sol está saliendo.
Simon se quedó rígido. Por un momento, Clary le contempló con sorpresa y luego con espanto. Se volvió para seguir la mirada de Jace. Tenía razón; el horizonte oriental era una mancha de color rojo sangre que se extendía desde un disco dorado. Clary pudo ver el primer reborde del sol tiñendo el agua con sobrenaturales tonalidades de verde, escarlata y dorado.
—¡No! —musitó.
Jace la miró con sorpresa, y luego a Simon, que estaba sentado totalmente inmóvil, contemplando fijamente el sol que se alzaba igual que un ratón atrapado mirando a un gato. Jace se puso en pie a toda prisa y se dirigió a la cabina de la furgoneta. Habló en voz baja. Clary vio que Luke volvía la cabeza para mirarla a ella y a Simon, y luego miraba otra vez a Jace. Asintió con la cabeza.
La camioneta dio un bandazo al frente. Luke debía de haber apretado a fondo el acelerador. Clary alargó las manos hacia el costado del vehículo para sujetarse. En la parte delantera, Jace le gritaba a Luke que tenía que existir algún modo de conseguir que aquella condenada cosa fuera más de prisa, pero Clary sabía que jamás conseguirían dejar atrás el amanecer.
—Tiene que haber algo —dijo Simon.
No podía creer que en menos de cinco minutos hubiese pasado del alivio incrédulo al terror incrédulo.
—Podríamos taparte, tal vez, con nuestras ropas…
Simon seguía con la vista fija en el sol, lívido.
—Un montón de andrajos no servirá —contestó—. Raphael me lo explicó; hacen falta paredes para protegernos de la luz del sol. Penetra a través de la tela.
—Pero tiene que haber algo…
—Clary. —La joven pudo verle con claridad, en la luz gris que precede al amanecer. Simon le tendió las manos—. Ven aquí.
Se dejó caer junto a él, intentando cubrir tanto de su cuerpo como podía con el suyo propio. Sabía que era inútil. Cuando el sol le tocara, se convertiría en cenizas.
Permanecieron sentados durante un momento en total inmovilidad, abrazados. Clary podía sentir cómo ascendía y descendía el pecho de su amigo; lo hacía debido a la costumbre, se recordó, no por necesidad. Quizá ya no respirada, pero todavía podía morir.
—No te dejaré morir —afirmó ella.
—No creo que tengas elección. —Clary notó que él sonreía—. No pensaba que pudiera volver a ver el sol otra vez —siguió él—. Supongo que me equivocaba.
—Simon…
Jace gritó algo. Clary alzó la vista. El cielo estaba inundado de luz rosada, igual que tinte vertido en agua transparente. Simon se tensó debajo de ella.
—Te amo —dijo Simon—. Jamás he amado a nadie excepto a ti.
Hilos de oro surcaron el cielo rosado como vetas doradas en un mármol caro. El agua resplandeció luminosa y Simon se quedó rígido, con la cabeza echada hacia atrás, mientras los ojos abiertos se le llenaban de un color dorado, igual que si un líquido fundido se alzara en un interior. Líneas negras empezaron a aparecerle en la piel igual que grietas en una estatua destrozada.
—¡Simon! —chilló Clary.
Alargó los brazos para cogerle, pero sintió que tiraban de ella hacia atrás; era Jace, que la aferraba por los hombros. Intentó desasirse, pero él la sujetó con fuerza; le decía algo al oído, una y otra vez, y sólo transcurridos unos instantes Clary empezó a comprender lo que decía.
—Clary, mira. Mira.
—¡No!
Se llevó las manos a la cara a toda velocidad y notó el gusto amargo del agua del suelo de la plataforma de la furgoneta en las palmas. Era salado, como las lágrimas.
—No quiero mirar. No quiero…
—Clary.
Jace la cogió por las muñecas y le apartó las manos de la cara. La luz del amanecer le hirió los ojos.
—Mira.
Miró. Y oyó cómo su propia respiración le silbaba áspera en los pulmones al lanzar un grito ahogado. Simon estaba sentado muy erguido en la parte trasera de la furgoneta, en la zona bañada por la luz del sol, boquiabierto y contemplándose con asombro. El sol bailaba en el agua detrás de él, y los extremos de sus cabellos centelleaban como el oro. No se había consumido ni convertido en cenizas, sino que permanecía sentado bajo la luz solar, y la pálida piel de rostro, de los brazos y de las manos estaba totalmente indemne.
Fuera del Instituto, anochecía. El tenue color rojo de la puesta de sol penetraba por las ventanas del dormitorio de Jace mientras este contemplaba fijamente el montón que formaban sus pertenencias sobre la cama. El montón era mucho más pequeño de lo que había pensando que sería. Siete años enteros de su vida pasados en ese lugar, y eso era todo lo que había acumulado: media bolsa de lona llena de ropa, una pequeña pila de libros y unas cuantas armas.
Había estado pensando en si debería llevarse las pocas cosas que había salvado de la casa solariega de Idris cuando se marchara esa noche. Magnus le había devuelto el anillo de plata de su padre, que él ya no se sentía a gusto llevando, y que le colgaba alrededor del cuello de un pedazo de cadena. Al final había decidido cogerlo todo. No tenía sentido dejar nada suyo en aquel lugar.
Estaba llenando la bolsa de ropa cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir, esperando ver a Alec o a Isabelle.
Era Maryse. Vestía un austero vestido negro y llevaba el pelo totalmente recogido detrás de la cabeza. Parecía mayor de lo que recordaba. Dos profundas líneas le descendían de las comisuras de los labios hasta el mentón. Únicamente los ojos tenían algo de color.
—Jace —dijo—. ¿Puedo entrar?
—Puedes hacer lo que quieras —repuso él, regresando a la cama—. Es tu casa. —Agarró un puñado de camisetas y las metió en la bolsa de lona con una fuerza posiblemente innecesaria.
—En realidad es la casa de la Clave —repuso Maryse—. Nosotros sólo somos sus guardianes.
Jace metió libros en la bolsa.
—Lo que sea.
—¿Qué haces?
Si Jace no hubiese sabido que eso era imposible, hubiera pensado que la voz le temblaba ligeramente.
—Estoy recogiendo mis cosas —respondió—. Es lo que la gente acostumbra a hacer cuando se va.
Maryse palideció.
—No te vayas —dijo—. Si quieres quedarte…
—No quiero quedarme. No pertenezco a este lugar.
—¿Adónde iras?
—A casa de Luke —respondió él, y vio que ella se estremecía—. Durante un tiempo. Después de eso, no lo sé. Quizá a Idris.
—¿Es ahí dónde crees que perteneces? —Había una dolorida tristeza en su voz.
Por un momento Jace interrumpió su tarea y miró fijamente la bolsa.
—No sé a dónde pertenezco.
—Tu lugar está con tu familia. —Maryse dio un vacilante paso al frente—. Con nosotros.
—Me echaste. —Jace oyó la aspereza de su propia voz, e intentó suavizarla—. Lo siento —añadió, volviéndose para mirarla—. Siento todo lo que ha sucedido. Pero no me querías antes, y no puedo imaginar que me quieras ahora. Robert estará enfermo durante un tiempo; tendrás que ocuparte de él. Yo no haré más que estorbar.
—¿Estorbar? —Sonó incrédula—. Robert quiere verte, Jace…
—Lo dudo.
—¿Qué hay de Alec? Isabelle, Max… Ellos te necesitan. Si tú no me crees cuando digo que quiero que te quedes… y no me extrañaría si no lo hicieras… debes saber que ellos sí te quieren. Hemos pasado una mala época, Jace. No les hagas más daño del que ya han sufrido.
—Eso no es justo.
—No te culpo si me odias. —La voz de Maryse sí que temblaba, y Jace giró en redondo para mirarla fijamente con sorpresa—. Pero todo lo que hice… incluso echarte… y tratarte como lo hice, fue para protegerte. Y porque tenía miedo.
—¿Me tenías miedo?
Ella asintió.
—Bueno, eso sí que me hace sentir mucho mejor.
Maryse inspiró profundamente.
—Pensaba que me partirías el corazón como hizo Valentine —continuó—. Tú fuiste lo primero que quise, ¿sabes?, después de él, que no tenía mi propia sangre. La primera criatura viva. Y eres simplemente un niño…
—Tú pensabas que yo era otra persona.
—No siempre he sabido exactamente quién eres. Desde la primera vez que te vi bajando del barco procedente de Idris, cuando tenías diez años; te metiste en mi corazón igual que hicieron mis propios hijos cuando nacieron. —Meneó la cabeza—. No puedes comprenderlo. Nunca has sido padre. Uno jamás ama nada como ama a sus hijos. Y nada puede hacerte enfadar más.
—Sí que noté la parte del enfado —repuso Jace, tras una pausa.
—No espero que me perdones —repuso Maryse—. Pero si quisieras quedarte por Isabelle y Alec y Max te estaría muy agradecida…
Fueron las palabras equivocadas.
—No quiero tu gratitud —replicó Jace, y se volvió de nuevo hacia la bolsa de lona.
Ya no quedaba nada que meter en ella. Cerró la cremallera.
—A la claire fontaine —entonó Maryse—, m’en allent promener.
Jace la miró sorprendido.
—¿Qué?
—Il y a longtemps que je t’aime. Jamais je ne t’oublierai… Es la antigua balada francesa que yo les cantaba a Alec y a Isabelle. Aquella sobre la que me preguntaste.
En aquel momento —había muy poca luz en la habitación y en la penumbra— Maryse le miró casi como lo había hecho cuando él tenía diez años, como si ella no hubiese cambiado en absoluto en los últimos siete años. Tenía un aspecto severo y preocupado, ansioso… y esperanzado. Tenía el aspecto de la única madre que había conocido jamás.
—Te equivocas al decir que nunca te la canté —dijo ella—. Es sólo que nunca me oíste.
Jace no dijo nada, pero alargó la mano y abrió de un tirón la cremallera de la bolsa de lona, dejando que sus pertenencias se derramaran sobre la cama.