OSCURIDAD VISIBLE
Clary siempre había odiado las montañas rusas, aquella sensación en la que el estómago parecía caérsele a los pies cuando la vagoneta descendía en picado. Ser arrancada de la furgoneta y arrastrada por los aires como un ratón en las garras de una águila era diez veces peor. Lanzó un sonoro chillido cuando sus pies abandonaron la plataforma del vehículo y su cuerpo se elevó hacia las alturas a una velocidad increíble. Chilló y se retorció…, hasta que miró abajo y vio lo muy por encima que estaba ya del agua y comprendió lo que sucedería si el demonio volador la soltaba.
Se quedó totalmente quieta. La camioneta parecía un juguete allá abajo, flotando en un modo que parecía imposible sobre las olas. La ciudad se balanceaba a su alrededor, como paredes nebulosas de luz resplandeciente. Podría haber resultado hermoso de no haberse sentido tan aterrada. El demonio se ladeó y descendió en picado, y de improviso, en lugar de subir, Clary bajaba. Imaginó a la criatura dejándola caer cientos de metros por el aire hasta chocar contra la helada agua negra y cerró los ojos; pero caer a ciegas era peor. Volvió a abrirlos y vio la cubierta negra del barco alzándose como una mano a punto de sacarlos del cielo de un manotazo. Chilló por segunda vez mientras descendía hacia la cubierta… y a través de un cuadrado oscuro abierto en su superficie. Estaban ya en el interior del barco.
La criatura voladora aminoró la velocidad. Bajaban a través del centro de la nave, rodeados de cubiertas de metal con barandillas. Clary vislumbró maquinaria oscura; ninguna parecía estar en condiciones de funcionar, y había equipos y herramientas abandonados en varios lugares. Si alguna vez había habido iluminación eléctrica, ya no funcionaba, aunque un leve resplandor lo impregnaba todo. Fuera lo que fuera que había propulsado el barco en el pasado, Valentine lo propulsaba en la actualidad con algo distinto.
Algo que había extraído el calor directamente de la atmósfera. Un aire gélido le azotó el rostro cuando el demonio alcanzó la parte inferior de la nave y se metió por un pasillo largo y mal iluminado. El ser no era especialmente cuidadoso con ella, y la rodilla de la muchacha chocó con una tubería cuando la criatura dobló la esquina, enviándole una oleada de dolor pierna arriba. Clary gritó y oyó la risa sibilante del demonio por encima de su cabeza. Entonces él la soltó, y ella cayó. Contorsionándose en el aire, Clary intentó colocar manos y rodillas bajo el cuerpo antes de golpear el suelo. Casi funcionó. Chocó contra el suelo con un impacto estremecedor y rodó a un lado, aturdida.
Yacía sobre una dura superficie de metal, en semioscuridad. Aquello probablemente había sido un lugar de almacenamiento en algún momento, porque las paredes eran lisas y sin puertas. Había una abertura cuadrada muy por encima de su cabeza, a través de la cual se filtraba la única luz disponible. Sentía todo el cuerpo como si fuese un cardenal enorme.
—¿Clary?
La voz era un susurro. Rodó sobre el costado, haciendo un gesto de dolor. Había una sombra arrodillada junto a ella y, a medida que los ojos se le fueron adaptando a la oscuridad, vio una pequeña figura curvilínea, unos cabellos trenzados, unos ojos castaño oscuro. Maia.
—Clary, ¿eres tú?
Esta se sentó en el suelo, haciendo caso omiso del terrible dolor que sentía en la espalda.
—Maia. Maia, Dios mío.
Clavó la mirada en la otra muchacha, luego la paseó frenéticamente por la habitación. Estaba vacía a excepción de ellas dos.
—Maia, ¿dónde está él? ¿Dónde está Simon?
Maia se mordió el labio. Tenía las muñecas ensangrentadas, advirtió Clary, y el rostro surcado de lágrimas secas.
—Clary, lo siento tanto —contestó la muchacha con su voz queda y ronca—. Simon está muerto.
Calado hasta los huesos y medio congelado, Jace se desplomó sobre la cubierta del barco, con el agua chorreando de cabellos y ropas. Alzó los ojos para contemplar el nublado cielo nocturno, respirando entrecortadamente. No había sido tarea fácil trepar por la desvencijada escala de hierro mal atornillada al costado metálico de la nave, en especial con manos resbaladizas y ropas empapadas que lastraban sus movimientos.
De no haber sido por la runa que quitaba el miedo, reflexionó, probablemente le habría inquietado que uno de los demonios voladores lo arrancara de la escala como un pájaro arrancando un insecto de una enredadera. Por suerte, parecían haber regresado al barco una vez que se habían hecho con Clary. Jace no era capaz de imaginar el motivo, pero hacía tiempo que había desistido de intentar entender por qué su padre hacía nada.
Por encima de él apareció una cabeza recortándose contra el cielo. Era Luke, que había alcanzado lo alto de la escala. Este trepó laboriosamente por encima de la barandilla y se dejó caer al otro lado. Bajó la mirada hacia Jace.
—¿Estás bien?
—Perfectamente.
Jace se puso en pie. Tiritaba. Hacía frío en la embarcación, más frío del que había hecho en el agua… y ya no tenía la cazadora. Se la había dado a Clary.
El muchacho miró a su alrededor.
—En algún lugar hay una puerta que conduce al interior del barco. La encontré la última vez. Sólo tenemos que recorrer la cubierta hasta que volvamos a encontrarla.
Luke empezó a andar.
—Deja que yo vaya primero —añadió Jace, colocándose delante de él.
Luke le lanzó una mirada de suma perplejidad, dio la impresión de que iba a decir algo, pero finalmente se puso a andar junto a Jace mientras se aproximaba a la parte delantera del barco, donde el chico había estado con Valentine la noche anterior. El muchacho podía oír el aceitoso chapoteo del agua contra la proa, mucho más abajo.
—Tu padre —comenzó Luke—, ¿qué dijo cuando le viste? ¿Qué te prometió?
—Ya sabes. Lo de costumbre. Una provisión perpetua de entradas para ver a los Knicks. —Jace hablaba quitándole importancia, pero el recuerdo le afectó más que el frío—. Dijo que se aseguraría de que no nos sucedería nada ni a mí ni a nadie que me importase si abandonaba a la Clave y regresaba a Idris con él.
—Crees… —Luke vaciló—, ¿crees que le haría daño a Clary para desquitarse contigo?
Rodearon la proa, y Jace vislumbró brevemente la estatua de la Libertad a lo lejos, un pilar de luz resplandeciente.
—No, creo que la ha cogido para hacernos venir a la nave, para tener una moneda de cambio. Eso es todo.
—No estoy seguro de que necesite una moneda de cambio.
Luke habló en voz queda mientras desenvainaba el kindjal. Jace volvió la cabeza para seguir la dirección de la mirada de su compañero, y por un momento se quedó pasmado.
Había un agujero negro en la cubierta del lado oeste del barco, un agujero como si hubiesen recortado un cuadrado en el metal, y de sus profundidades manaba una oscura nube de monstruos. Jace rememoró la última vez que había estado allí de pie, con la Espada Mortal en la mano, contemplando horrorizado cómo el cielo sobre su cabeza y el mar a sus pies se convertían en arremolinadas masas de seres de pesadilla. Sólo que en aquellos momentos los tenía ante él, una algarabía de demonios: los raum de color blanco hueso que les habían atacado en casa de Luke; demonios oni con sus cuerpos verdes, bocas amplias y cuernos; los sigilosos y negros demonios kuri, demonios araña con sus ocho brazos finalizados en pinzas y los colmillos rezumantes de veneno que les sobresalían de las cuencas de los ojos…
Jace fue incapaz de contarlos. Palpó en busca de Camael y lo sacó del cinturón, iluminando la cubierta con su blanco resplandor. Los demonios sisearon ante su visión, pero ninguno de ellos retrocedió. La runa contra el miedo del omóplato del muchacho empezó a arder, y este se preguntó a cuantos demonios podría matar antes de que el símbolo se consumiera.
—¡Para! ¡Para! —La mano de Luke, cerrada sobre la parte posterior de la camisa de Jace, tiró de este hacia atrás—. Hay demasiados, Jace. Si podemos retroceder hasta la escala…
—No podemos. —Jace se desasió violentamente de la mano del Luke y señaló—. Nos han rodeado por ambos lados.
Era cierto. Una falange de demonios Moloch, con llamas saliendo a chorros de sus ojos vacíos, les cortaba la retirada. Luke empezó a soltar tacos, con fluidez y brutalidad.
—Salta por la borda, entonces. Los contendré.
—Salta tú —replicó Jace—. Yo estoy perfectamente aquí.
Luke echó la cabeza hacia atrás. Sus orejas se habían vuelto puntiagudas, y cuando gruñó a Jace, los labios retrocedieron sobre caninos que eran repentinamente afilados.
—Eres…
Se interrumpió cuando un demonio Moloch saltó sobre él con las garras extendidas. Jace lo acuchilló con tranquilidad en la columna vertebral cuando pasó por su lado, y el ser cayó sobre Luke tambaleándose y aullando. El licántropo lo agarró con manos que eran zarpas y lo arrojó por encima de la barandilla.
—Has usado esa runa que quita el miedo ¿verdad? —inquirió Luke, volviéndose hacia Jace con ojos que brillaban ambarinos.
Se oyó un lejano chapoteo.
—Respuesta correcta —admitió Jace.
—¡Cielos! —exclamó Luke—. ¿Te la has puesto tú mismo?
—No. Clary.
El cuchillo serafín de Jace hendió el aire con fuego blanco; dos demonios drevak cayeron. Pero había docenas avanzando vacilantes hacia ellos, con las manos finalizadas en agujas extendidas.
—Es buena en runas, ya sabes.
—Adolescentes —exclamó Luke, como si fuese la palabra más asquerosa que conocía, y se arrojó sobre la horda que iba hacia ellos.
—¿Muerto? —Clary se quedó mirando a Maia como si esta hubiese hablado en búlgaro—. No puede estar muerto.
Maia no dijo nada, se limitó a contemplarla con ojos tristes y oscuros.
—Yo lo sabría. —Clary se incorporó y se presionó un puño contra el pecho—. Lo sabría aquí.
—También yo pensaba eso —repuso Maia—. En una ocasión. Pero no lo sabes. Uno nunca lo sabe.
Clary se incorporó penosamente. La cazadora de Jace le colgaba de un hombro con la parte posterior casi hecha tiras. Se la sacó con un gesto impaciente y la dejó caer al suelo. Estaba destrozada, la espalda cubierta de una docena de marcas de garras afiladas. «A Jace no le gustará nada que le haya estropeado la cazadora —pensó—. Tendré que comprarle una nueva. Tendré que…».
Aspiró una larga y entrecortada bocanada de aire. Podía oír el martilleo de su propio corazón, pero también eso sonaba distante.
—¿Qué… le sucedió?
Maia seguía arrodillada en el suelo.
—Valentine nos atrapó a los dos —explicó esta—. Nos encadenó juntos en una bodega. Luego vino con un arma… una espada muy larga y brillante, como si refulgiera. Me arrojó polvo de plata para que no pudiese enfrentarme a él, y… y le cortó el cuello a Simon. —Su voz se debilitó hasta convertirse en un susurro—. Luego le cortó las muñecas y vertió sangre en unos cuencos. Algunas de esas criaturas demoníacas suyas entraron y le ayudaron a cogerla. Luego simplemente dejó a Simon allí tirado, sin tripas, como un juguete que ya no sirve para nada. Chillé… pero sabía que estaba muerto. Entonces uno de los demonios me cogió y me trajo aquí abajo.
Clary se apretó el dorso de la mano contra la boca; apretó y apretó hasta que notó la sangre salada. El sabor ácido de la sangre pareció abrirse paso a través de la niebla de su cerebro.
—Tenemos que salir de aquí.
—No quisiera ofender, pero eso es evidente. —Maia se puso en pie con una mueca de dolor—. No hay salida. Ni siquiera para un cazador de sombras. A lo mejor si tú fueses…
—¿Si yo fuese qué? —exigió Clary, deambulando por el espacio cuadrado de la celda que las contenía—. ¿Jace? Bueno, pues no lo soy. —Pateó la pared, que resonó hueca, luego metió la mano en el bolsillo y sacó su estela—. Pero poseo mis propias habilidades.
Apretó la punta de la estela contra la pared y empezó a dibujar. Las líneas parecían fluir de ella, negras y ardientes, igual que la ira furiosa que sentía. Estrelló la estela contra la pared una y otra vez y las líneas negras fluyeron de la punta igual que llamas. Cuando se apartó, respirando laboriosamente, vio que Maia contemplaba atónita con los ojos abiertos.
—Chica —exclamó esta—, ¿qué has hecho?
Clary no estaba segura. Parecía como si hubiese arrojado un cubo de ácido contra la pared. El metal que rodeaba la runa se combaba y goteaba igual que un helado en un día caluroso. Dio un paso atrás, observándolo con cautela mientras un agujero del tamaño de un perro grande se abría en la pared. Pudo ver vigas de acero detrás de él, más partes de las tripas de la nave. Los bordes del agujero chisporroteaban aún, aunque este había dejado de extenderse hacia el exterior. Maia dio un paso al frente, apartando el brazo de Clary.
—Espera. —Clary se sintió repentinamente nerviosa—. El metal fundido… podría ser como… lodo tóxico o algo así.
Maia lanzó un resoplido.
—Soy de Nueva Jersey. Nací en medio de lodo tóxico. —Fue resueltamente hacia el agujero y miró por él—. Hay una pasarela de metal al otro lado —anunció—. Bien…, voy a pasar.
Se dio la vuelta y metió los pies por el agujero, luego las piernas, retrocediendo despacio. Hizo una mueca mientras retorcía el cuerpo para pasar, entonces se quedó muy quieta.
—¡Ay! Me he atascado. ¿Me ayudas? —Le alargó las manos.
Clary le cogió las manos y empujó. El rostro de Maia se puso blanco, luego rojo… y de improviso la muchacha quedó libre, igual que el corcho de una botella de champán al saltar de la botella. Con un chillido, cayó hacia atrás. Se oyó un estrépito, y Clary metió la cabeza por el agujero.
—¿Estás bien?
Maia yacía sobre una estrecha pasarela de metal unos metros más abajo. Rodó sobre sí misma lentamente y se sentó, haciendo una mueca de dolor.
—Mi tobillo…, pero estaré perfectamente —añadió al ver la cara de Clary—. Nosotros también sanamos con rapidez, ya sabes.
—Lo sé. De acuerdo, me toca a mí.
A Clary la estela se le clavó incómodamente en el estómago mientras se inclinaba, preparada para pasar a través del agujero tras Maia. La distancia hasta la pasarela resultaba inquietante, pero no tanto como la idea de aguardar en la bodega a lo que fuera que fuese a buscarlas. Giró sobre sí misma, se tumbó sobre el estómago y fue metiendo los pies por el agujero…
Y algo la agarró por la parte posterior de la camiseta, tirando de ella hacia arriba. La estela se le cayó del cinturón y tintineó al suelo. Clary lanzó un grito entrecortado de sorpresa y dolor; la tira del cuello del suéter se le clavó en la garganta y sintió como si se ahogara. Al cabo de un momento la soltaron y se estrelló contra el suelo, las rodillas golpeando el metal con un hueco sonido metálico. Dando boqueadas, rodó sobre la espalda y miró arriba, sabiendo lo que vería.
Valentine la observaba de pie junto a ella. En una mano sostenía un cuchillo serafín que relucía con una fuerte luz blanca. La otra mano, con la que le había agarrado por la camiseta, estaba cerrada en un puño. El cincelado rostro blanco mostraba una mueca de desprecio.
—Siempre la hija de tu madre, Clarissa —dijo—. ¿Qué has hecho ahora?
Clary se incorporó dolorosamente hasta quedar de rodillas. Tenía la boca llena de sangre procedente del labio que se había desgarrado. Al mirar a Valentine, la rabia contenida floreció como una flor envenenada en su pecho. Aquel hombre, su padre, había matado a Simon y lo había dejado muerto en el suelo como si fuese basura. Ella había pensando que había sentido odio antes en su vida; estaba equivocada. Esto sí era odio.
—La chica loba —prosiguió Valentine, frunciendo el ceño—, ¿dónde está?
Clary se inclinó y le escupió la sangre que tenía en la boca sobre los zapatos. Con una aguda exclamación de repugnancia y sorpresa, él retrocedió alzando el arma que tenía en la mano y, por un momento, Clary vio la furia en sus ojos y pensó que realmente iba a hacerlo, que realmente iba a matarla allí mismo, arrodillada a sus pies, por escupirle en los zapatos.
Lentamente, él bajó el arma. Sin palabras, pasó junto a Clary y fue a mirar con atención por el agujero que esta había abierto en la pared. Clary se volvió despacio, escudriñando el suelo hasta que la vio. La estela de su madre. Alargó el brazo hacia ella, conteniendo la respiración.
Valentine vio lo que hacía y, de una única zancada, cruzó la bodega. Tiró la estela fuera del alcance de Clary de una patada. La estela giró por el suelo de metal y fue a caer por el agujero de la pared. Clary entrecerró los ojos, sintiendo la pérdida de la estela como si volviera a perder a su madre.
—Los demonios encontrarán a tu amiga subterránea —dijo Valentine, con su voz fría y sosegada. Mientras enfundaba el cuchillo serafín—. No hay ningún sitio al que pueda huir. No hay ningún sitio al que ninguno de vosotros pueda ir. Ahora levántate, Clarissa.
Lentamente, Clary se puso en pie. Le dolía todo el cuerpo. Soltó una exclamación de sorpresa cuando Valentine la agarró por los hombros, le dio la vuelta para que le diera la espalda y luego silbó; fue un sonido agudo, cortante y desagradable. El aire se agitó en lo alto y Clary oyó el aleteo repulsivo de alas correosas. Con un gritito intentó desasirse, pero Valentine era demasiado fuerte. Las alas se colocaron alrededor de ambos y a continuación se vieron alzados por los aires juntos, con Valentine sosteniéndola en sus brazos, como si realmente fuera su padre.
Jace había pensando que Luke y él ya estarían muertos a aquellas alturas y no estaba seguro de por qué no era así. La sangre había vuelto resbaladiza la cubierta del barco, y él estaba cubierto de mugre. Incluso tenía los cabellos lacios y pegajosos por el icor y los ojos le escocían debido a la sangre y al sudor. Tenía un corte profundo en la parte superior del brazo derecho carecía de tiempo para grabarse una runa curativa en la piel. Cada vez que alzaba el brazo, un dolor abrasador le recorría el costado.
Se las habían apañado para meterse en un hueco en la pared de metal del barco, y peleaban desde aquel refugio mientras los demonios se abalanzaban sobre ellos. Jace había usado sus dos chakhrams y ya sólo le quedaba el último cuchillo serafín y la daga que le había cogido a Isabelle. No era demasiado; con tan pobre armamento no habría salido siquiera a enfrentarse a unos pocos demonios, y en esos momentos se enfrentaba a una horda. Debería estar asustado, lo sabía, pero apenas sentía nada; únicamente repugnancia por los demonios, que no pertenecían a este mundo, e ira hacia Valentine, que los había convocado. Vagamente, sabía que su falta de miedo no era algo bueno. Ni siquiera le asustaba la gran cantidad de sangre que perdía por el brazo.
Un demonio araña avanzó hacia Jace, chirriando y disparando veneno amarillo. Él se agachó para apartarse, pero no con la rapidez suficiente para evitar que unas cuantas gotas de veneno le salpicaran la camiseta. Esta siseó mientras corroía la tela; Jace fue sintiendo su escozor a medida que le quemaba la carne igual que una docena de diminutas agujas sobrecalentadas.
El demonio araña chasqueó satisfecho y soltó otro chorro de veneno. Jace se agachó y el veneno alcanzó a un demonio oni que iba hacia él desde el otro lado; el oni lanzó un alarido agónico con las zarpas extendidas y, retorciéndose, se abrió paso hacia el demonio araña. Los dos forcejearon, rodando por la cubierta.
Los demonios que los rodeaban se apartaron en tropel del veneno derramado, que creaba una barrera entre ellos y el cazador de sombras. Jace aprovechó el momentáneo respiro para volverse hacia Luke, que estaba a su lado. Luke resultaba casi irreconocible. Las orejas se alzaban hasta finalizar en afiladas puntas lobunas; los labios estaban retirados del enfurecido hocico en un rictus permanente; las manos en forma de zarpas estaban ennegrecidas con icor de demonio.
—Deberíamos ir hacia las barandillas. —La voz de Luke era un medio gruñido—. Salir del barco. No podemos matarlos a todos. A lo mejor Magnus…
—No me parece que nos esté yendo tan mal. —Jace hizo girar el cuchillo serafín, lo que fue una mala idea; la mano estaba húmeda de sangre y el arma estuvo a punto de resbalarle—. Dada la situación.
Luke emitió un sonido que podría haber sido tanto un gruñido como una carcajada, o bien una combinación de ambos. Entonces algo enorme e informe cayó del cielo, derribándolos a ambos. Jace se golpeó con fuerza contra el suelo, y el cuchillo serafín salió despedido de su mano. Chocó contra la cubierta, resbaló por la superficie de metal y cruzó el borde de la cubierta, desapareciendo de la vista. Jace lanzó una palabrota y se incorporó tambaleante. La cosa que había aterrizado sobre ellos era un demonio oni. Era insólitamente grande para uno de su clase; por no mencionar insólitamente listo al haber pensado en trepar al tejado y dejarse caer sobre ellos desde lo alto. El ser estaba sentado encima de Luke, atacándole con los colmillos afilados que le sobresalían de la frente. Luke se defendía lo mejor que podía con sus propias zarpas, pero ya estaba empapado en sangre; su kindjal yacía a unos treinta centímetros de distancia sobre la cubierta. El hombre trató de ir a por él, y el oni lo agarró de una pierna con una mano que era como una pala y tiró de ella doblándola igual que la rama de un árbol sobre la rodilla. Jace oyó el chasquido de hueso al quebrarse al mismo tiempo que Luke gritaba.
El muchacho se lanzó a por el kindjal, lo agarró y rodó hasta ponerse en pie, descargando la daga con fuerza contra el cogote del demonio oni. Esta le cortó con fuerza suficiente como para decapitarla, y la criatura se dobló hacia adelante a la vez que un chorro de sangre negra brotaba del cuello cercenado. Al cabo de un momento, el demonio había desaparecido. El kindjal golpeó la cubierta junto a Luke.
Jace se precipitó hacia él y se arrodilló.
—Tu pierna…
—Está rota. —Luke se sentó con un tremendo esfuerzo, y el rostro se le crispó de dolor.
—Pero vosotros curáis deprisa.
Luke miró alrededor con rostro sombrío. El oni podría estar muerto, pero los otros demonios habían aprendido de su ejemplo y trepaban en tropel al tejado. Jace no podía saber, a la débil luz de la luna, cuántos había… ¿docenas? ¿Cientos? Al llegar a cierto número ya dejaba de importar.
Luke cerró la mano alrededor de la empuñadura del kindjal.
—No lo bastante deprisa.
Jace sacó la daga de Isabelle del cinturón. Era la última de sus armas y parecía patéticamente pequeña. Una aguda emoción le taladró; no era miedo, seguía estando más allá de aquello, sino pesar. Vio a Alec y a Isabelle como si estuviesen de pie ante él, sonriéndole, y luego vio a Clary con los brazos extendidos como si le diera la bienvenida a casa.
Se puso en pie justo cuando los demonios caían desde el tejado en una oleada, en una marea oscura que ocultaba la luna. Se movió para intentar tapar a Luke, pero no sirvió de nada; las criaturas estaban por todas partes. Una se alzó imponente ante él. Era un esqueleto de más de metro ochenta, sonriendo burlón con dientes rotos. Pedazos de banderines de oración tibetanos de brillantes colores le colgaban de los huesos putrefactos. Empuñaba una katana en una mano huesuda, lo que era poco corriente: la mayoría de demonios no se armaban. La hoja, grabada con runas demoníacas, era más larga que el brazo de Jace, curva, afilada y letal.
Jace lanzó la daga. Golpeó la huesuda caja torácica del demonio y se quedó allí atorada. El demonio apenas pareció advertirlo; se limitó a seguir avanzando, inexorable como la muerte. El aire a su alrededor apestaba a muerte y a cementerios. Alzó la katana en una mano que era una garra…
Una sombra gris hendió la oscuridad frente a Jace, una sombra que se movió con un movimiento de rotación preciso y mortífero. El arco descendente de la katana se cortó con un fuerte rechinar de metal contra metal; la figura oscura empujó la katana hacia atrás y con la otra mano lanzó una cuchillada ascendente a una velocidad que el ojo de Jace apenas pudo seguir. El demonio cayó hacia atrás, el cráneo haciéndose pedazos mientras el ser se desmenuzaba y desaparecía. Alrededor Jace pudo oír los alaridos de demonios que aullaban de dolor y sorpresa. Se volvió y vio que docenas de siluetas, siluetas humanas, trepaban por las barandillas, saltaban al suelo y corrían a enfrentarse a los demonios, que reptaban serpenteaban, siseaban y volaban por la cubierta. Empuñaban espadas de luz y vestían las ropas oscuras y resistentes de…
—¿Cazadores de sombras? —soltó Jace tan sorprendido que lo dijo en voz alta.
—¿Quién si no? —Una sonrisa centelleó en la oscuridad.
—¿Malik? ¿Eres tú?
Malik inclinó la cabeza.
—Lamento lo sucedido antes —dijo—. Tenía órdenes.
Jace estaba a punto de decir a Malik que acababa de salvarle la vida, que compensaba más que sobradamente su intento, horas antes, de impedir que Jace saliera del Instituto, cuando un grupo de demonios raum se abalanzó en tropel sobre ellos, azotando el aire con los tentáculos. Malik giró en redondo y arremetió contra ellos con un grito, su cuchillo serafín llameando como una estrella. Jace iba a seguirle cuando una mano lo agarró por el brazo y tiró de él a un lado.
Era un cazador de sombras vestido todo de negro con una capucha ocultando el rostro.
—Ven conmigo.
La mano tiraba insistentemente de su manga.
—Tengo que ir con Luke. Le han herido. —Tiró hacia atrás el brazo—. Suéltame.
—Ah, por el Ángel…
La figura le soltó y alzó las manos para echar hacia atrás la capucha de la larga copa, dejando al descubierto un estrecho rostro blanco y unos ojos grises que llameaban como esquirlas de diamante.
—¿Harás lo que se te ordena ahora, Jonathan?
Era la Inquisidora.
A pesar de la velocidad a la que volaban por los aires, Clary habría pateado a Valentine de haber podido. Pero él la sujetaba como si sus brazos fuesen tiras de hierro. Los pies de la muchacha colgaban sueltos, pero por mucho que forcejeaba, no parecía capaz de alcanzar nada.
Cuando el demonio se inclinó y viró bruscamente, la joven dio un grito y Valentine rio. A continuación se encontraron girando a través de un estrecho túnel de metal y penetrando en el interior de una habitación mucho más grande y amplia. En lugar de soltarles sin miramientos, el demonio volador los depositó con suavidad en el suelo.
Ante la sorpresa de Clary, Valentine la soltó. Ella se apartó violentamente de él y fue hasta el centro de la habitación dando un traspiés y mirando frenética a su alrededor. Era un espacio grande: probablemente, en otro tiempo habría sido alguna especie de sala de máquinas. Todavía había maquinaria bordeando las paredes, apartada para crear un amplio espacio cuadrado en el centro. El suelo era de grueso metal negro cubierto de manchones más oscuros aquí y allí. En medio del espacio vacío había cuatro tinas lo bastante grandes para lavar a un perro en ellas. Los interiores de las dos primeras estaban manchados de un oscuro color marrón óxido. La tercera estaba llena de un líquido rojo oscuro. La cuarta estaba vacía.
Había un pequeño baúl de metal detrás de las tinas, con una tela oscura arrojada sobre él. Cuando se acercó más, vio que encima de la tela descansaba una espada de plata que resplandecía con una luz negruzca, casi una ausencia de iluminación: una radiante oscuridad visible.
Clary se volvió rápidamente y clavó la mirada en Valentine, que la observaba en silencio.
—¿Cómo has podido? —exigió ella—. ¿Cómo has podido matar a Simon? Era sólo un… era sólo un muchacho, sólo un ser humano corr…
—No era humano —cortó Valentine, con su voz sedosa—. Se había convertido en un monstruo. Tú no podías verlo, Clarissa, porque lucía el rostro de un amigo.
—No era ningún monstruo. —Se acercó un poco más a la Espada. Parecía enorme, pesada. Se preguntó si podría alzarla… e incluso si podía, ¿podría blandirla?—. Seguía siendo Simon.
—No creas que no comprendo tu situación —repuso Valentine, que permaneció sin moverse bajo el solitario haz de luz que penetraba por la trampilla del techo—. Me sucedió lo mismo cuando mordieron a Lucian.
—Me lo ha contado —le escupió ella—. Le diste una daga y le dijiste que se matara.
—Eso fue un error —dijo él.
—Al menos lo admites.
—Debí haberle matado yo mismo. Le habría demostrado que él me importaba.
Clary negó firmemente con la cabeza.
—Pero no te importaba. Jamás te ha importado nadie. Ni siquiera mi madre. Ni siquiera Jace. Eran sólo cosas que te pertenecían.
—Pero ¿no es eso el amor, Clarissa? ¿Propiedad? «Yo soy de mi amado y mi amado es mío», como dice el Cantar de los Cantares.
—No. Y no me cites la Biblia. No creo que lo entiendas.
Estaba muy cerca del baúl ya, la empuñadura de la Espada al alcance de la mano. Tenía los dedos húmedos de sudor y se los secó disimuladamente en los vaqueros.
—No es simplemente que alguien te pertenezca, es que tú te entregas a esa persona. Dudo que jamás hayas dado nada a nadie. Excepto tal vez pesadillas.
—¿Darte a alguien? —La fina sonrisa no titubeó—. ¿Cómo tú te has entregado a Jonathan?
La mano de Clary, que se había ido alzando en dirección a la Espada, se cerró en un puño. Se lo llevó al pecho, mirándole con incredulidad.
—¿Qué?
—¿Crees que no he visto cómo os miráis? ¿El modo en que él pronuncia tu nombre? Quizá creas que yo no puedo sentir, pero eso no significa que no pueda ver sentimientos en otros. —El tono de Valentine era frío, cada palabra una astilla de hielo apuñalándole los oídos—. Supongo que sólo podemos culparnos a nosotros mismos, tu madre y yo; habiéndoos mantenido separados tanto tiempo jamás desarrollasteis la relación hacia el otro que habría sido más natural entre hermanos.
—No sé a qué te refieres. —A Clary le castañeteaban los dientes.
—Creo que me explico perfectamente. —Se había apartado de la luz y su rostro era un estudio en sombras—. Vi a Jonathan después de que se enfrentara al demonio del miedo, ¿sabes? Se mostró a él bajo tu aspecto. Eso me dijo todo lo que necesitaba saber. El mayor miedo de Jonathan es el amor que siente por su hermana.
—Yo no hago lo que me ordenan —replicó Jace—. Pero podría hacer lo que usted quiere si lo pide con amabilidad.
La Inquisidora dio la impresión de querer poner los ojos en blanco pero había olvidado cómo hacerlo.
—Necesito hablar contigo.
Jace miró a la Inquisidora con asombro.
—¿Ahora?
Ella le puso la mano sobre el brazo.
—Ahora.
—Está loca.
Jace miró a lo largo del barco. Parecía una reproducción del Infierno de El Bosco. La oscuridad estaba repleta de demonios que avanzaban penosamente, que aullaban, que graznaban y que atacaban con zarpas y dientes. Los nefilim iban de un lado a otro con sus armas brillando en la oscuridad, pero Jace podía ver ya que no había suficientes cazadores de sombras. De ningún modo eran suficientes.
—Ni hablar… Estamos en medio de una batalla…
La huesuda mano de la Inquisidora era sorprendentemente fuerte.
—Ahora.
Le empujó, y él dio un paso atrás, demasiado sorprendido para hacer nada más, y luego otro, hasta que estuvieron en el hueco de una pared. La mujer soltó a Jace y se palpó los pliegues de la oscura capa, extrayendo dos cuchillos serafín. Musitó sus nombres, y luego varias palabras que Jace no conocía, y los arrojó a la cubierta, a cada lado de él. Se clavaron de punta, y una única cortina de luz azul blanquecino surgió de ellos, creando un muro que aislaba a Jace y a la Inquisidora del resto del barco.
—¿Me está volviendo a encerrar? —quiso saber Jace, mirando a la mujer con incredulidad.
—Esto no es una Configuración Malachi. Puedes salir de ella si quieres. —Sus finas manos se entrelazaron con fuerza—. Jonathan…
—Quiere decir Jace. —Él ya no veía la batalla más allá del muro de luz blanca, pero seguía oyendo sus sonidos; los gritos y el aullar de los demonios. Si volvía la cabeza podía vislumbrar una pequeña sección del océano centelleando luminoso como diamantes desperdigados sobre la superficie de un espejo. Había alrededor de una docena de embarcaciones allí abajo, los elegantes trimaranes de múltiples cascos que se usaban en los lagos de Idris. Embarcaciones de cazadores de sombras—. ¿Qué hace aquí, Inquisidora? ¿Por qué ha venido?
—Tú tenías razón —repuso ella—. Sobre Valentine. No ha querido hacer el intercambio.
—Le dijo que me dejara morir. —Jace se sintió repentinamente mareado.
—En cuanto rehusó, reuní al Cónclave y les traje aquí. Te… te debo a ti y a tu familia una disculpa.
—Tomo nota —dijo él, que odiaba las disculpas—. ¿Alec e Isabelle? ¿Están aquí? ¿No se les castigará por ayudarme?
—Están aquí, y no, no se les castigará. —Todavía le miraba fijamente, escudriñándole con los ojos—. No puedo comprender a Valentine —dijo—. Que a un padre no le importe la vida de su hijo, su único hijo…
—Sí —repuso Jace; le dolía la cabeza y deseó que la mujer callase, o que un demonio les atacase—. Es una cuestión intrincada, ya lo creo.
—A menos…
Jace la miró sorprendido.
—A menos que ¿qué?
Ella le dio en el hombro con un dedo.
—¿De cuándo es esto?
Jace bajó la mirada y vio que el veneno del demonio araña le había abierto un agujero en la camiseta, que le dejaba buena parte del hombro izquierdo al descubierto.
—¿La camiseta? De Macy’s. Rebajas de invierno.
—La cicatriz. Esta cicatriz, aquí en el hombro.
—Ah, eso. —A Jace le sorprendió la intensidad de su mirada—. No estoy seguro. Algo que sucedió cuando yo era muy pequeño, según dijo mi padre. Un accidente de alguna clase. ¿Por qué?
La Inquisidora siseó a través de los dientes apretados.
—No puede ser —murmuró—. Tú no puedes ser…
—Yo no puedo ser ¿qué?
Había una nota de incredulidad en la voz de la mujer.
—Todos estos años —continuó—, mientras te hacías mayor… ¿realmente pensabas que eras el hijo de Michael Wayland…?
Una furia intensa recorrió a Jace, convertida en más dolorosa por la diminuta punzada de decepción que la acompañó.
—Por el Ángel —escupió—, ¿me ha arrastrado aparte en medio de la batalla sólo para hacerme las mismas condenadas preguntas otra vez? No me creyó la primera vez y sigue sin creerme. Jamás me creerá, a pesar de todo lo que ha sucedido, incluso aunque todo lo que le dije era la verdad. —Señaló con un dedo en dirección a lo que sucedía al otro lado del muro de luz—. Yo debería estar ahí fuera peleando. ¿Por qué me mantiene aquí? ¿Para que cuando esto acabe, si todavía seguimos vivos, pueda ir a la Clave y contarles que no quise pelear en su bando como mi padre? Buen intento.
Ella había palidecido aún más de lo que él había pensando posible.
—Jonathan, no es eso lo que yo…
—¡Mi nombre es Jace! —gritó él.
La Inquisidora reculó, con la boca entreabierta, como si aún estuviese a punto de decir algo. Jace no quiso oírlo. Pasó por su lado muy digno, casi derribándola, y pateó uno de los cuchillos serafín de la cubierta. Este cayó y la pared de luz desapareció.
Al otro lado reinaba el caos. Formas oscuras pasaban veloces de un lado a otro por la cubierta, demonios gateaban sobre cuerpo desplomados, y el aire estaba lleno de humo y gritos. Se esforzó por ver a alguien conocido en la refriega. ¿Dónde estaba Alec? ¿Isabelle?
—¡Jace! —La Inquisidora corrió tras él, con el rostro contraído por el miedo—. Jace, no tienes un arma, al menos coge…
Se interrumpió cuando un demonio se alzó surgiendo de la oscuridad frente a Jace como un iceberg ante la proa de un barco. No era ninguno que él hubiese visto antes; este tenía el rostro arrugado y las manos ágiles de un mono enorme, pero también una larga cola recubierta de púas de un escorpión. Los ojos giraban de un lado a otro y eran amarillos. Le siseó por entre los dientes afilados como agujas. Antes de que Jace pudiera agacharse, la cola salió disparada al frente con la velocidad de una cobra al atacar. Vio cómo la afilada punta se acercaba a su cara…
Y por segunda vez esa noche, una sombra se interpuso entre él y la muerte. Desenvainando un cuchillo de hoja larga, la Inquisidora se arrojó frente a él, y recibió el aguijón de escorpión en el pecho. Gritó, pero se mantuvo en pie. La cola del demonio chasqueó hacia atrás, lista para otro golpe… pero el cuchillo de la Inquisidora ya había abandonado la mano, volando directo al blanco. Las runas grabadas en la hoja relucieron mientras hendía la garganta del demonio. Con un siseo, como de aire escapando de un globo pinchado, este se dobló sobre sí mismo, contrayendo la cola a la vez que se desvanecía.
La Inquisidora se desplomó sobre la cubierta hecha un ovillo. Jace se arrodilló junto a ella y le puso la mano en el hombro, haciéndola volverse sobre la espalda. La parte delantera de su blusa gris se cubría lentamente de sangre. Tenía el rostro flácido y amarillo, y por un momento Jace pensó que ya estaba muerta.
—¿Inquisidora? —Era incapaz de pronunciar su nombre de pila, ni siquiera en aquel momento.
Los ojos de la mujer se abrieron con un pestañeo. El blanco empezaba ya a perder brillo. Con gran esfuerzo le hizo una seña para que se acercara a ella. Jace se inclinó, lo bastante cerca para oírla susurrarle a la oreja, susurrarle con su último aliento…
—¿Qué? —preguntó Jace, perplejo—. ¿Qué significa eso?
No hubo respuesta. La Inquisidora se había desplomado hacia atrás sobre la cubierta, los ojos muy abiertos y fijos, la boca curvada en lo que casi parecía una sonrisa.
Jace se sentó hacia atrás sobre los talones, petrificado y con la mirada fija. Estaba muerta. Muerta debido a él.
Algo le agarró por la parte posterior de la camiseta y tiró de él para ponerle en pie. Jace se llevó una mano al cinturón, recordó que estaba desarmado, giró en redondo y se encontró con un familiar par de ojos azules que le contemplaban con total incredulidad.
—Estas vivo —exclamó Alec; dos cortas palabras, pero cargadas de sentimiento.
El alivio resultaba evidente en su rostro, igual que el cansancio. A pesar de la frialdad del aire, tenía los cabellos negros pegados a las mejillas y la frente debido al sudor. Ropas y piel estaban surcadas de sangre y había un largo desgarrón en la manga de la chaqueta acorazada. Como si algo irregular y afilado la hubiese rasgado. Asía un guisarme ensangrentado con la mano derecha y el cuello de la camiseta de Jace con la izquierda.
—Parece que sí —admitió Jace—. Sin embargo, no será así durante mucho tiempo si no me das una arma.
Con una veloz mirada a su alrededor, Alec soltó a Jace, sacó un cuchillo serafín del cinturón y se lo pasó.
—Toma —dijo—. Se llama Samandiriel.
Jace apenas acababa de agarrar el arma cuando un demonio drevak de mediano tamaño correteó hacia ellos, chirriando imperiosamente. Jace alzó a Samandiriel, pero Alec ya había despachado a la criatura con una estocada de su guisarme.
—Bonita arma —dijo Jace, pero Alec miraba más allá de él, a la figura gris caída sobre la cubierta.
—¿Es esa la Inquisidora? ¿Está…?
—Está muerta —afirmó Jace.
Alec apretó la mandíbula.
—¡En buena hora! ¿Cómo ha sido?
Jace iba a responder cuando le interrumpió un sonoro grito de «¡Alec! ¡Jace!». Era Isabelle que corría hacia ellos por entre el hedor y el humo. Llevaba una ajustada chaqueta oscura manchada de sangre amarillenta. Cadenas de oro adornadas con amuletos en forma de runas le rodeaban las muñecas y los tobillos, y llevaba el látigo enroscado a ella igual que una red de alambre de electro.
Extendió los brazos.
—Jace, pensábamos…
—No. —Algo hizo que Jace retrocediera, rehuyendo su contacto—. Estoy cubierto de sangre, Isabelle. No lo hagas.
Una expresión herida pasó por el rostro de la joven.
—Pero todos te hemos buscado… Mamá y papá han…
—¡Isabelle! —chillo Jace, pero era demasiado tarde. Un demonio araña enorme se alzó sobre las patas traseras detrás de ella, lanzando veneno amarillo desde los colmillos.
Isabelle chilló cuando el veneno la alcanzó, pero el látigo salió disparado con cegadora velocidad, cortando al demonio en dos. Este cayó pesadamente a la cubierta en dos pedazos, luego desapareció.
Jace corrió hacia Isabelle justo cuando esta se desplomaba. El látigo se le escurrió de la mano mientras él la cogía, acunándola torpemente contra él. Pudo ver cuánta cantidad del veneno la había alcanzado. Este había salpicado principalmente la chaqueta, pero un poco le había alcanzado la garganta, y ahí la piel ardía y chisporroteaba. De un modo apenas audible, la muchacha gimoteó; Isabelle, que jamás demostraba dolor.
—Dámela a mí.
Era Alec, que soltaba ya su arma mientras corría a ayudar a su hermana. Tomó a Isabelle de los brazos de Jace y la depositó con cuidado sobre la cubierta. Arrodillándose junto a ella, estela en mano, alzó los ojos hacia Jace.
—Contén cualquier cosa que venga mientras la curo.
Jace no podía apartar los ojos de Isabelle. La sangre manaba abundantemente del cuello y caía sobre la chaqueta, empapándole el cabello.
—Tenemos que sacarla de este barco —dijo con voz ronca—. Si se queda aquí…
—¿Morirá? —Alec pasaba la punta de su estela tan delicadamente como podía sobre la garganta de su hermana—. Todos vamos a morir. Son demasiados. Nos están masacrando. La Inquisidora merecía morir por esto; esto es culpa suya.
—Un demonio scorpios intentó matarme —explicó Jace, preguntándose por qué lo decía, por qué defendía a quien odiaba—. La Inquisidora se colocó en medio. Me ha salvado la vida.
—¿De verdad? —El asombro era evidente en la voz de Alec—. ¿Por qué?
—Imagino que decidió que yo era digno de ser salvado.
—Pero ella siempre… —Alec se interrumpió, la expresión cambiando a una de alarma—. Jace, detrás de ti… dos…
Jace giró en redondo. Se acercaban dos demonios; un rapiñador, con el cuerpo parecido al de un caimán, los dientes serrados y la cola de escorpión enroscándose por encima del lomo, de un drevak, con la pálida carne de gusano reluciendo a la luz de la luna. Jace oyó cómo Alec, detrás de él, inhalaba asustado; luego Samandiriel abandonó su mano, abriendo una senda plateada en el aire. Rebanó la cola del rapiñador justo por debajo del saco de veneno, al final del largo aguijón.
El rapiñador aulló. El drevak volvió la cabeza, confuso… y el saco de veneno le alcanzó directamente el rostro. El saco se rompió, empapando de veneno al drevak. Este emitió un único alarido incomprensible y se desplomó con la cabeza corroída hasta el hueso. Sangre y veneno salpicaron la cubierta al mismo tiempo que el drevak desaparecía. El rapiñador, con sangre manándole a borbotones del muñón que era la cola, se arrastró unos pocos pasos más antes de desaparecer también.
Jace se inclinó y recogió a Samandiriel con cuidado. La cubierta de metal chisporroteaba aún allí donde el veneno del rapiñador se había derramado sobre ella, abriéndole diminutos agujeros que se iban agrandando.
—Jace. —Alec estaba de pie, sosteniendo a una pálida Isabelle, que se acababa de levantar—. Tenemos que sacar a mi hermana de aquí.
—Perfecto —replicó Jace—. Tú sácala de aquí. Yo voy a ocuparme de eso.
—¿De qué? —preguntó Alec, desconcertado.
—De eso —volvió a decir Jace, y señaló.
Algo iba hacia ellos por entre el humo y las llamas, algo enorme, jorobado y sólido. De lejos parecía ya cinco veces más grande que cualquier otro demonio del barco, con el cuerpo acorazado y numerosas extremidades terminadas en una garra quitinosa afilada como una púa. Tenía la cabeza de un mosquito gigante incluido los ojos de insecto y la trompa colgante rojo sangre para alimentarse.
Alec inhaló con fuerza.
—¿Qué diablos es? —preguntó.
Jace pensó durante un momento.
—Uno grande —dijo finalmente—. Mucho.
—Jace…
Este volvió la cabeza y miró a Alec, y luego a Isabelle. Algo en su interior le dijo que esta podría muy bien ser la última vez que los viera, y sin embargo seguía sin sentir miedo, no por su persona. Quiso decirles algo, tal vez que les quería, que cualquiera de ellos valía más para él que mil Instrumentos Mortales y el poder que pudieran conferir. Pero las palabras no quisieron salir.
—Alec —se oyó decir—, lleva a Isabelle a la escala ahora o todos nosotros moriremos.
Alec le miró a los ojos y le sostuvo la mirada por un instante. Luego asintió y empujó a Isabelle, que seguía protestando, hacia la barandilla. La ayudó a subir a ella y luego a pasar al otro lado, y con un alivio inmenso Jace vio cómo la oscura cabeza de la joven desaparecía a medida que empezaba a descender por la escala.
«Y ahora tú, Alec —pensó—. Vete».
Pero su amigo no se iba. Isabelle, fuera de la vista en aquellos momentos, lanzó un grito agudo de protesta cuando su hermano volvió a bajar de un salto de la barandilla sobre la cubierta del barco. El guisarme de Alec descansaba sobre la cubierta donde lo había dejado caer; lo asió entonces y avanzó para colocarse junto a Jace y enfrentarse al demonio que se aproximaba.
No consiguió llegar tan lejos. El demonio, que se le venía encima a Jace, efectuó un repentino viraje y fue hacia Alec con la ensangrentada trompa chasqueando a un lado y a otro ávidamente. Jace se volvió para cubrir a Alec, pero la cubierta de metal sobre la que estaba, podrida por el veneno, se hundió bajo él. El pie atravesó la plancha de acero, y Jace cayó violentamente sobre la cubierta.
Alec tuvo tiempo de chillar el nombre de Jace antes de que el demonio se abalanzara sobre él. Alec lo acuchilló con el guisarme, hundiendo profundamente el extremo afilado del arma en la carne del demonio. La criatura se echó atrás profiriendo un sobrecogedor alarido humano mientras que una sangre negra comenzaba a brotar a chorros de la herida. Alec retrocedió alargando la mano para coger otra arma justo cuando la garra del demonio le alcanzó con un trallazo, derribándole al suelo. Entonces, la trompa de la criatura se enroscó a su alrededor.
Isabelle chillaba. Jace forcejeó desesperadamente para sacar la pierna del agujero de la cubierta; afilados bordes de metal se le clavaron cuando consiguió liberarse de un tirón y se incorporó tambaleante.
Alzó a Samandiriel. Una potente luz, brillante como una estrella fugaz, surgió del cuchillo serafín. El demonio reculó emitiendo un quedo siseo. Relajó la presión sobre Alec, y por un momento, Jace pensó que tal vez fuera a soltarle. Entonces la criatura echó la cabeza hacia atrás con repentina y sobrecogedora rapidez y lanzó a Alec con una fuerza descomunal. Este chocó contra la cubierta que la sangre volvía resbaladiza, patinó sobre ella… y cayó, con un único grito ronco, por el costado del barco.
Isabelle chillaba a todo pulmón el nombre de su hermano; sus alaridos eran como púas que se clavaban en los oídos de Jace. Samandiriel seguía llameando en su mano. La luz del arma iluminó al demonio, que avanzaba majestuoso hacia él con una mirada de insecto brillante y rapaz, pero lo único que Jace podía ver era a Alec; a Alec cayendo por el costado del barco, a Alec ahogándose en las negras aguas. Le pareció sentir el sabor de agua marina en la boca, o quizá fuera sangre. El demonio estaba casi sobre él; alzó el Samandiriel y lo arrojó. El demonio chilló con un sonido agudo y angustioso. Y entonces la cubierta cedió bajo Jace con un escalofriante chirrido de metal y el muchacho cayó a la oscuridad.