PROOEMIUM

Hora prima

de las idus de marzo del año 710 ab urbe condita,

desde la fundación de Roma

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El amanecer del 15 de marzo de 44 a. C.

Centro de Roma

Residencia de Cayo Julio César, dictador y Pontifex Maximus

Julio César se llevó las yemas de los dedos índice y pulgar de la mano derecha a los párpados cerrados. Llevaba una hora trabajando en la mesa del tablinum, su despacho particular en su gran domus del centro de la ciudad. Se reclinó hacia atrás y suspiró. Luego dejó caer la mano derecha sobre la superficie plana de la mesa, encima de uno de los mapas donde había estado realizando anotaciones. Se inclinó de nuevo sobre aquellos planos y sus ojos repasaron las posiciones que había señalado para las legiones. ¿Serían suficientes tropas para aquel proyecto? No estaba seguro. Tendría que meditarlo con más sosiego antes de emprender aquella marcha hacia Oriente. Quizá los cálculos no fueran los adecuados y un error sobre ese mapa podría suponer una derrota de la que Roma nunca podría recuperarse. Tenía que revisar aquellas cifras de nuevo, pero cuando estuviera más descansado. Aquella noche apenas había dormido. De lo que estaba seguro, no obstante, era de que el plan podía ejecutarse. Ése y el que había preparado con relación al Danubio. Todo podía hacerse. Sólo había que hacer bien los cálculos sobre las tropas necesarias y disponer de una auténtica determinación, una creencia absoluta en las posibilidades de éxito de aquellas empresas, acometiéndolas con el mismo ímpetu con el que inició su conquista de las Galias. Y bien, sí, se requería valor. Pero podía hacerse. Debía hacerse. Golpeó con el puño cerrado sobre los planos.

Sintió algo de fresco. La primavera aún no había llegado a Roma. Se levantó y plegó los mapas con cuidado. Le había costado mucho obtener aquellas copias fiables de todas las remotas regiones más allá de las fronteras romanas. Una vez enrollados, introdujo los papiros en un cesto grande y lo depositó en una estantería de su despacho. Tenía una reunión pactada con varios senadores. Suspiró. Venían con una petición. Julio César sacudió la cabeza. No, no se fiaba de ellos, pero no podía dar muestras de temor. No debía dar nunca esa impresión. «Sólo se debe temer al miedo», pensó. Además, había acordado con Marco Antonio que éste lo acompañaría al encuentro con aquellos senadores.

—Sí —dijo en el silencio de aquel amanecer de marzo. Era una afirmación para sí mismo. Primero resolvería el asunto de aquella incómoda reunión y luego hablaría con Marco Antonio sobre sus planes para el Danubio y para Oriente. Cada cosa a su debido tiempo.

Había habido malos presagios y su propia esposa Calpurnia le había insistido en que no fuera a ese encuentro con los miembros del Senado, pero Cayo Julio César salió con resolución del tablinum. A su espalda quedaron las estanterías con aquel cesto y aquellos mapas. Tenía decidido volver sobre ellos esa misma noche.

Él no podía saberlo, pero veintitrés puñaladas impedirían que ya nunca más pudiera trazar un plan de conquista.

El cesto quedó olvidado por todos y nadie nunca leería el contenido de aquellas notas.

¿Nadie?