EL SECRETO MEJOR GUARDADO
Una villa al sur de Roma
26 de junio de 107 d. C., hora septima
El carpentum de Menenia quedó aprisionado en una grieta de la calzada y los sirvientes se esforzaban en desatascarlo, pero tardaban demasiado y el corazón de la vestal palpitaba muy rápidamente. No pudo esperar y, para sorpresa de todos, descendió de la carroza y echó a andar en dirección a la casa de la que ahora sabía que era su madre. El polvo del camino se le pegó en el sudor que salpicaba su tersa piel blanca mientras ascendía por el último trecho del sendero que la conducía hasta la puerta de la villa.
Menenia entró por segunda vez en su vida en el atrio de aquella domus en la que residía la antigua emperatriz de Roma. Domicia Longina se levantó de su asiento nada más verla en los arcos del peristylium.
—Has vuelto —dijo Domicia.
—Sí —respondió Menenia mientras se detenía a unos pasos de la anterior emperatriz y se secaba el sudor con un pañuelo de seda blanca. El caso es que Menenia no sabía bien cómo dirigirse a ella. Quizá debería haber dicho «Sí, madre», pero para ella su madre había sido siempre Cecilia y aún se le hacía extraño dirigirse a otra mujer de esa forma.
Domicia Longina percibió las dudas, el recelo, la inquietud en el rostro de su hija y dio unos pasos atrás.
—¿Por qué no tomas asiento? Pareces cansada —sugirió al tiempo que ella se acomodaba en su solium a modo de ejemplo. Menenia, muy despacio, la imitó.
Volvían a estar frente a frente.
—El carpentum… se ha atascado en la calzada —aclaró Menenia mientras recuperaba el resuello—. He hecho el último trecho del camino andando. Eso es todo.
—¿Quieres agua?
—No, estoy bien.
Hubo un silencio largo durante el que no apareció ningún esclavo. Domicia había dado orden expresa de que no se las importunase mientras durara aquella visita. La vestal había enviado un mensajero el día anterior anunciando que había solicitado permiso a Trajano para volver a verla y Domicia estaba segura de que el emperador iba a concedérselo, así que la entrevista con su hija era algo esperado.
—Llevas un hermoso pañuelo —dijo la emperatriz.
—Es de seda blanca, traído de Xeres; un regalo del emperador para cada una de las vestales.
—El César es un hombre generoso y de buen gusto —comentó Domicia mirando apreciativamente aquel paño blanco y suave que la vestal sostenía en su mano derecha.
Menenia asintió. Hubo otro silencio.
—El emperador me ha dicho que eres mi madre —dijo Menenia al fin.
Otra lenta pausa sin palabras.
—Así es —confirmó Domicia.
La joven vestal miraba a la antigua emperatriz con tantas preguntas en los ojos que no pudo evitar formular alguna de las que palpitaban con más urgencia en el seno de su corazón, pero reservando siempre, posponiendo siempre, la pregunta cuya respuesta más temía. Había otras cosas que aclarar antes. Eso se decía. Así se engañaba.
—¿Por qué? —preguntó la joven.
—¿Por qué te alejé de mí? ¿Por qué te entregué a Menenio y su familia? Pensaba que el emperador te habría explicado eso también.
—Me ha dicho que lo hiciste para protegerme de… —Aquí Menenia no supo cómo continuar, no sabía si lo correcto era decir Domiciano o «mi padre» y esa duda, esa terrible duda era la que la había traído hasta allí, más que ninguna otra pregunta, eso y no otra cosa era lo que más la atormentaba en ese momento, pero no se atrevía a plantearlo.
—Para protegerte de Domiciano, sí, por eso te separé de mí —respondió Domicia. Menenia suspiró algo aliviada. Su madre no se había referido a Domiciano como su padre. Quizá sólo fuera hija de un actor. Ésa era su máxima esperanza, pero Domicia continuó hablando—. Separarme de ti es lo más duro que he hecho en mi vida, lo más difícil, y mira que he hecho cosas, algunas de ellas realmente difíciles. —La antigua emperatriz de Roma apartó la mirada y se volvió hacia la fuente, como si ya no hablara con Menenia, como si simplemente recordara el pasado tormentoso de su vida en voz alta, a solas, para sí misma—. Sí, algunas cosas difíciles, otras increíbles, y todas siempre con enorme sufrimiento. —Pero detuvo sus pensamientos y se volvió de nuevo para mirar fijamente a su hija—. Era absolutamente necesario separarte de mí. Tú no puedes saber exactamente lo que era aquello, lo que era vivir con un loco todos los días. Todo lo que estaba a mi alrededor que yo pudiera querer, amar, o sencillamente apreciar, era destruido fulminantemente. Perdí un niño por la dejadez de… del emperador… perdí a mi primer marido primero y, luego a mi gran amor, al gran emperador Tito, después, por intervención de Domiciano, y fui testigo de cómo ese miserable martirizaba a la hija del mismísimo Tito, a mi sobrina; lo tuve que ver con estos ojos y pensé… cuando te vi entre mis brazos, nada más nacer, no pude evitarlo, pensé en que Domiciano sería capaz de hacer lo mismo contigo, sin importarle quién fueras tú. No, mucho peor: te habría hecho aún más daño que a la pobre Flavia Julia si hubiera sabido quién eras tú en verdad. Por eso tuve que alejarte de mí. Todo lo que estaba a mi alrededor moría, Menenia, todo moría. Y de formas terribles. Te alejé de mí para salvarte.
La vestal escuchaba como una esfinge de piedra. Había oído la misma explicación, muy parecida, de boca del emperador Trajano, pero en la voz de su madre era aún más estremecedora.
—Por Vesta, comprendo lo que ha pasado —dijo Menenia y vio cómo su madre suspiraba y se permitía relajarse apenas un ápice—. Lo entiendo y lo… lo agradezco… —No sabía si elogiar a su madre de adopción, a sus padres adoptivos sería oportuno; sólo quería subrayar ante su madre real que su decisión de separarla para protegerla había sido lógica y había funcionado bien y que ella no había sufrido por ello—. Mis padres, quiero decir, el senador Menenio y su esposa, Cecilia, me trataron siempre bien y luego en el Atrium Vestae, en la Casa de las Vestales, las Vestales Máximas, Cornelia primero y luego Tullia, y las otras sacerdotisas que me educaron también fueron buenas conmigo. Muy buenas. He sido afortunada en esta vida. Y eso debo agradecértelo a ti y quería que lo supieras.
Domicia sonrió levemente.
—¿Incluso si has tenido que renunciar a un amor como el de ese auriga?
Menenia tardó unos instantes en responder, pero cuando lo hizo lo hizo con decisión.
—Incluso así. Sí. Estoy agradecida por la vida que he tenido… que tengo. Y, en cualquier caso, ser vestal fue algo forzado por Domiciano, no por ti.
—Eso es cierto —confirmó Domicia—. Lo hizo porque empezaba a sospechar, pero actuamos… se actuó con rapidez y, por fin, se acabó con su tiranía y su crueldad, y así no pudo arrebatarte una vida razonablemente feliz, según dices.
—No, no pudo —respondió Menenia.
La antigua emperatriz de Roma se levantó entonces y paseó más tranquila junto a la fuente. Todo estaba hablado y su hija no parecía guardarle rencor. Siempre había tenido la esperanza de que la niña, ahora toda una mujer, comprendiera lo necesario de aquel alejamiento en el pasado, pero no era menos cierto que siempre había temido aquel encuentro en el que todo tuviera que saberse. La muchacha podía haber reaccionado mal… Fue entonces cuando la última pregunta de Menenia la cogió por sorpresa.
—Soy hija de Paris, ¿verdad? Ese actor.
Domicia Longina se dio cuenta de que aún quedaba algo importante, algo clave para su hija. No lo había pensado, pero era lógico también: la niña tendría pavor a sentirse hija del terrorífico Domiciano. ¿Quién no lo tendría? La antigua emperatriz se detuvo y se volvió para mirar a su hija. Menenia tenía derecho a saberlo todo. Se lo había ganado por su nobleza y su valentía y tenía ya edad para afrontarlo.
—Entiendo todo lo que ha pasado —insistió la vestal—, pero creo que ahora es tiempo de que se me diga la verdad completa sobre mi origen. No me importa ser la hija de un actor. No me importa en realidad, porque es eso lo que soy, ¿verdad?
Domicia Longina se sentó frente a Menenia. A la muchacha sólo le faltaba decir que cualquier cosa sería mejor que ser la hija de Domiciano.
—Tienes que entender, Menenia, esto es importante, que una emperatriz de Roma no podría rebajarse a engendrar una hija con un actor. Me acosté con Paris para humillar a… para hacer daño a Domiciano, pero no, no eres hija de Paris, no eres hija de ese actor, eres hija de un emperador de Roma —dijo Domicia.
Le dolió nada más haberlo dicho; no había estado afortunada en la elección de las palabras, pero antes de que pudiera decir nada vio cómo su hija se arrugaba, cómo se encogía en la silla. Si hubiera estado de pie habría caído desfallecida por aquel golpe.
Menenia se sentía morir. Aquello no podía ser cierto, ¿o sí? Quizá eso explicara por qué había sentido lo que una vestal no debía sentir nunca por un hombre; por eso había estado tan cerca del crimen incesti, aunque siempre hubiera podido controlarse; por eso estuvo a punto de decir que sí a Celer y escapar con él y huir de Roma cuando le pidió ayuda para enviar un mensaje al emperador Trajano. En su interior pugnaban dos fuerzas contrapuestas: la sangre de su madre contra la sangre de su terrible padre, la sangre del divino Augusto contra la sangre del más vil de los Césares. Menenia estaba tan absorbida por aquel torrente de pensamientos que apenas podía oír a su madre, que seguía hablando cada vez en voz más alta para intentar recuperar su atención. La joven se dejó caer al suelo, y arrodillada, encogida sobre su propio dolor, empezó a hablar también negándose a aceptar la realidad, sacudiendo la cabeza a un lado y a otro de forma frenética, como si con aquel gesto pudiera cambiar su vida, su origen, Roma entera.
—¡No, no, no soy hija de Domiciano, ni tú eres mi madre, soy hija de Menenio y de su esposa Cecilia y todo esto es un mal sueño! ¡Una pesadilla, esto no me está ocurriendo, esto no es verdad! ¡No lo es! ¡Tú mientes, el emperador Trajano miente! ¡Todos mentís! ¡Mentíais antes y mentís ahora! ¡No quiero saber más, no quiero! ¡No quiero escuchar más! ¡No quiero hablar más!
Rompió a llorar desconsoladamente y se llevó las manos a las orejas para tapárselas y no oír más, mientras que en su cabeza retumbaba de nuevo, como si cabalgara un caballo descomunal en el interior de sus pensamientos, la carcajada de Domiciano cuando habló con ella la noche que la sacaron de la casa de Menenio: «Vendré a por ti, pequeña, puedes estar segura de que más tarde o más temprano, incluso si te crees ya fuera de mi alcance, regresaré a por ti aunque tenga que hacerlo desde el mismísimo reino de los muertos.» Ella creyó haberse salvado de aquella maldición el día en el que fue absuelta de la acusación de crimen incesti y, sin embargo, ahora veía cómo su padre venía a por ella desde el mismísimo reino de los muertos. Tal y como había predicho.
Sólo quería morir. El suicidio le pareció una bendición y levantó la mirada en busca de alguna daga, de un cuchillo, de cualquier cosa con la que poder cortarse las venas.