LA CARTA DE IGNACIO
Una casa modesta de Roma
26 de junio de 107 d. C., hora septima
—Acércate —dijo Evaristo en un susurro.
Alejandro se aproximó al obispo enfermo. Con el griterío que llegaba hasta ellos desde el Circo Máximo era difícil entender aquellas palabras que mascullaba su viejo preceptor.
—Es mejor que descanses y no malgastes energías en hablar. Mañana habrá pasado la fiebre —dijo Alejandro, pero su interlocutor negó con la cabeza.
—No, amigo mío. El Señor me reclama en su presencia. Éste es el viaje final, pero mi muerte no es importante. Somos gotas de agua en un gran mar. Lo importante, Alejandro, es ese mar y hacia dónde fluyen sus aguas, ¿me entiendes?
—Sí, claro —respondió Alejandro, aunque no estaba muy seguro de interpretar bien aquella metáfora.
—Escúchame, Alejandro. Escúchame bien porque mi tiempo se acaba. Vas a reemplazarme en el puesto de Pedro. No, no digas nada. Lo he hablado con el resto y todos están de acuerdo. Serás el siguiente en continuar la tarea que inició Pedro. Serás el responsable de que el mensaje de Cristo siga llegando a todos, de que no se olvide. Eso es lo esencial. El Imperio romano es el mar, pero sus aguas están estancadas, repletas de anticristos, de malos cristianos y de gente perdida. Nuestra obligación es mantener el mensaje. Escúchame bien: Ignacio me ha escrito. La carta llegó hace poco. —Y señaló con el índice un papiro doblado encima de una pequeña mesa.
Alejandro se levantó y cogió el papiro. Iba a leerlo, pero el enfermo volvió a hablar.
—Tendrás tiempo de leerla una y mil veces, como he hecho yo. Es una carta enigmática, pero importante. Y serás tú quien desentrañe su mensaje escondido. Ignacio nos anuncia la visita de un hombre. Vendrá desde Oriente como comerciante. Nos dice que allí, este hombre ha dado mucho dinero a las comunidades cristianas y que se aparece a todos como un buen cristiano que quiere ayudar, contribuir lo máximo posible a preservar el mensaje de Cristo.
—Esto son buenas noticias —comentó Alejandro, aunque intuía que había algo que preocupaba al anciano obispo.
—Sí, en principio lo son. Toda ayuda es bien recibida. Nos hace falta mucho apoyo para mantenernos donde estamos y para poder llegar a más pueblos, pero el caso, y ahí está el enigma, es que Ignacio dice que ese hombre que nos envía tiene un plan, un plan secreto para preservar las palabras de Cristo. Pero… hemos de ser cautos.
—¿Qué plan? ¿Y cómo se llama ese hombre?
—Tengo la garganta seca, Alejandro. Dame un poco de agua.
Le acercó un vaso y el anciano bebió un par de sorbos.
—Ya nada me sacia la sed, pero no he de perder el tiempo con mis infortunios corporales. Este hombre se llama Marción y llegará pronto a Roma como te he dicho. No sé cuándo exactamente, pero la carta de Ignacio se ha demorado y decía que Marción preparaba ya su venida hasta aquí. El plan lo desconozco. Eso es lo que tendrás que averiguar tú a su llegada y ponderar si realmente es una buena idea o un dislate. Y tendrás que ir con mucha precaución con este hombre de Oriente.
—¿Por qué tanta prevención si este hombre, si este… Marción nos ha ayudado ya tanto?
—Porque Ignacio insiste una y otra vez en su carta que no está seguro de si nos envía a un ángel del Señor o… a Satanás.