UNA NUEVA SALIDA
Circo Máximo, Roma
26 de junio de 107 d. C., hora septima
En el palco imperial
—¿Qué gritan? —preguntó Plotina con aire distraído, pero realmente intrigada.
—Diversium —respondió Trajano a su esposa.
—¿Diversium? —repitió la emperatriz a modo de pregunta—. ¿De qué se trata?
—Es una vieja forma de competir, un juego de aurigas con el que dirimen quién de entre todos ellos es el mejor —explicó el emperador.
—Para eso están las carreras, ¿no? —dijo la emperatriz.
—Digamos… —apostilló Trajano divertido al ver que su mujer no sabía de qué iba todo aquello—, digamos que ésta será una carrera especial.
Carceres del Circo Máximo
La actividad en los establos del gran estadio era febril: los blancos y los verdes conducían, de nuevo, los carros y los caballos de sus corporaciones, esto es, los que habían sobrevivido a los terribles accidentes de la carrera anterior hacia los carceres, hacia cada uno de los compartimentos de salida que habían ocupado en la competición que acababa de terminar, pues no se iba a hacer un nuevo sorteo. Todo iba a repetirse, pero con un pequeño gran cambio: el de los aurigas Celer y Acúleo, que intercambiarían sus posiciones de salida. Así, los compartimentos I a V quedaban vacíos porque todas esas cuadrigas se habían estrellado en la carrera anterior. El segundo de los blancos volvía al carcer VI, el primero de los blancos al VIII, mientras que el tercero de los verdes regresaba al número X, el segundo de esa misma corporación se situaba otra vez en el cajón XI y el tercero de los rojos en el XII. Entretanto Acúleo, asistido por sus propios aurigatores, se subía en la cuadriga roja de Niger, Tigris, Raptore y Orynx, situada en el cajón VII, mientras que Celer hacía lo propio subiendo por primera vez en su vida a una cuadriga diferente a la de su corporación de siempre, en este caso en el carcer IX, donde ya habían vuelto a introducir el carro que hasta ese momento había conducido Acúleo.
Posiciones de nueva salida
En el palco imperial
—Dicen que van a repetir la carrera —preguntó Vibia Sabina acercándose al emperador; como era habitual Vibia procuraba no hablar con su esposo Adriano—, ¿es eso cierto, César? ¿Van a correr otra vez los mismos aurigas? No lo entiendo.
Trajano se reclinó ligeramente hacia atrás para poder volverse hacia su sobrina-nieta favorita y aclaró las dudas de la joven. A ella sí.
—Se trata de un diversium. Correrán los mismos que antes, es decir, aquellos que hayan sobrevivido a la carrera anterior, pero con toda seguridad algún auriga habrá intercambiado su carro con otro. —Miró a Liviano—. ¿Se sabe ya quién ha cambiado de cuadriga?
El jefe del pretorio estaba hablando con algunos pretorianos de la guardia. Había previsto la pregunta y ya había enviado a Aulo a averiguar el asunto con los corredores de apuestas, mucho mejor informados siempre que los jueces. Y el tribuno acababa de regresar e informar al jefe del pretorio.
—Sí, César —respondió Liviano—. Parece ser que Acúleo ha retado a Celer al diversium y este último, el auriga de los rojos, ha aceptado.
A Trajano no le sorprendió. Si iba a tener lugar un diversium aquella jornada estaba seguro de que Celer estaría implicado y eso significaba que también lo estaría Acúleo.
—Será interesante ver qué ocurre —admitió el emperador.
—Pero no lo entiendo, ¿qué puede ganar el auriga Celer con esto? —insistió Vibia Sabina.
Plotina observó cómo Trajano no se exasperaba con aquellas preguntas y cómo les dedicaba un tiempo y una atención que el César no empleaba cuando era ella, la emperatriz, la que preguntaba. ¿Cuánto había averiguado Trajano? Ella y Adriano deberían distanciarse, ser más discretos, aunque no estaba segura de que el impulsivo Adriano fuera a entender la necesidad de aquella prevención.
—El auriga de los rojos ha ganado muchas veces con sus cuadrigas y en especial con esos caballos —continuaba explicándose el emperador mirando hacia Vibia—. Si fuera capaz Celer de volver a vencer, pero ahora no con su cuadriga, sino con el carro de su enemigo Acúleo que, a su vez, dispondrá de los magníficos caballos de los rojos, eso probaría, sin duda, que es Celer, el auriga, y no sus caballos, el que es absolutamente mejor a todos los demás. Además, imagino que habrá mucho dinero apostado. —Y miró a Liviano.
—Varias decenas de miles de sestercios, César —confirmó el jefe del pretorio—, según me acaban de decir.
—Eso es una barbaridad, una locura —dijo Plotina.
—¿El qué? —preguntó Trajano—. ¿El dinero apostado o el diversium?
—Ambas cosas —respondió la emperatriz de forma categórica.
—La vida misma está llena de locuras —dijo entonces Trajano—, lo que pasa es que la emperatriz es siempre una persona prudente y procura no cometer nunca una locura y ésa es una forma sabia de conducirse en Roma, ¿verdad?
Plotina tragó saliva y no dijo más.
—Los aurigas, por el contrario, augusto —dijo Plinio, que se aventuró a intervenir en la conversación— son gente infame, como los gladiadores, y están acostumbrados a estos dislates.
—En todo caso yo he visto más de un diversium en el pasado —comentó Dión Coceyo, que acababa de traducir al embajador de los kushan lo que estaba aconteciendo—. En Oriente es práctica habitual.
—¿Y cuál suele ser el resultado? —preguntó Vibia Sabina, cuyo interés por aquella peculiar carrera había ido en constante aumento.
—Dicen que casi siempre gana el que corre con el carro que ha vencido antes —respondió el filósofo griego, satisfecho de que el emperador pareciera haber olvidado sus comentarios sobre la futilidad de las carreras de cuadrigas.
—Entonces no tiene sentido esta carrera —comentó Vibia Sabina.
—Bueno, el hecho de que nuestro filósofo —añadió el emperador— sólo haya visto ganar a los que corren con los caballos que han vencido la carrera anterior no quiere decir que no haya pasado alguna vez al contrario, que sea el auriga quien sea mejor. Si bien es cierto que yo tampoco he visto un caso en el que ocurra tal cosa, he oído hablar de que sí ha pasado alguna vez. —Y Trajano miró a su alrededor en busca de algún testimonio en ese sentido.
—Un amigo mío me comentó que vio ganar a un mismo auriga con carros diferentes en carreras consecutivas en Alejandría —comentó Plinio—, pero no recuerdo el nombre del auriga.
A Dión Coceyo también le sonaba aquello, pero estaba demasiado ocupado traduciendo al embajador como para volver a entrar en la conversación.
—Curiosamente, César, las apuestas están muy parejas —dijo Liviano, a quien Aulo y el resto de pretorianos seguían suministrándole información para que se la proporcionara al emperador.
—Es increíble lo que el fanatismo puede hacer —dijo Adriano interviniendo por primera vez en aquel debate.
Trajano clavó entonces su mirada en su sobrino. No tenía pruebas sobre todo lo que sabía acerca de las maquinaciones de Adriano y quizá de Plotina, y no era momento ni lugar de arremeter contra él, pero cómo le encantaría, dioses, sí, cómo le encantaría humillarlo allí, aunque sólo fuera una vez, delante de todos. Y Trajano pensó, veloz, con la agilidad de la mente del militar acostumbrado a tomar las más graves decisiones en apenas un instante, en medio de la más terrible de las batallas y, en muchos casos, a acertar, aunque siempre cabía la posibilidad del error fatal. Trajano calculó y pensó en Acúleo, innoble hasta la médula, que había mentido en dos juicios ante dos tribunales diferentes, y en Niger, noble hasta las entrañas, incapaz de nada desleal para con quien fuera buen jinete o auriga, y concluyó que esa combinación de contrarios nunca podría funcionar. Y decidió olvidarse de las palabras de Celer, que le había aconsejado no apostar por él aquella jornada. Trajano se condujo en aquel instante no por la fuerza de la razón, sino por puro instinto.
—Pues yo apuesto por Celer —fue la réplica del emperador a su sobrino—, si es que hay alguien que está dispuesto a aceptar la apuesta…
Adriano sonrió. Lo tuvo claro: el auriga de los rojos, ese al que llamaban Celer, estaba demasiado resentido para ni tan siquiera intentar ganar. Ya lo había demostrado en la carrera anterior. Sólo había buscado matar con su carro a Acúleo y no era improbable que de nuevo pusiera por delante su ansia de venganza a su empeño en la victoria; además, había vencido por pura casualidad, porque los carros que iban delante se habían estrellado en las últimas vueltas. No, ese Celer no era tan bueno. Eran los caballos.
—Yo, César —dijo Adriano, pero pronunciando «César» con ese tono particular que usaba que tanto irritaba a Trajano—. Sí, yo acepto ese reto y apuesto diez mil sestercios a favor de Acúleo.
Se hizo un gran silencio en el palco imperial, que contrastaba con la algarabía general que se oía por todas las gradas del Circo Máximo. Diez mil sestercios era una suma de dinero notable incluso para un emperador de Roma. Trajano, no obstante, no se arredró. Lo de menos era el dinero.
—Acepto —dijo el César.
Adriano, que seguía sonriendo, borró ese gesto de su faz cuando observó los ojos fríos de Plotina clavados en él. El sobrino segundo del emperador bajó entonces la mirada. ¿Qué culpa tenía él si el César quería perder diez mil sestercios? Mejor que los ganara él a que terminaran en manos de alguien ajeno a la familia imperial.
Adriano no tuvo que mantener la mirada en el suelo por mucho tiempo. Se oyeron trompetas. El diversium estaba a punto de empezar.
Carceres del Circo Máximo
Los caballos piafaban y relinchaban nerviosos en los cajones. Sólo había tranquilidad en los cinco primeros carceres, todos ellos vacíos, pero del VI al XII todo eran bufidos de los animales, sudor en la piel de los aurigas y tensión.
Posiciones de salida
En la arena
De pronto se abrieron las compuertas y los caballos salieron disparados como si fueran leones hambrientos a la caza de una presa. Acúleo se beneficiaba esta vez de una mejor posición de salida que Celer. Así, Acúleo lo tenía fácil para ponerse por delante de Celer desde un principio, pero el primer auriga de los blancos, que había quedado cuarto en la carrera anterior, anhelaba mejorar e incluso pugnar por la victoria y cruzó su carro frente al de Acúleo. Este último no tuvo reflejos suficientes para refrenar a los caballos y, si de él hubiera dependido, se habría estrellado con la cuadriga de los blancos en la misma salida, pero Niger, que estaba justo en el lado por donde venía aquel carro de los blancos, sí que tuvo los reflejos y la velocidad de reacción de un rayo para obligar a Tigris, Raptore y Orynx a frenarse y evitar el choque. El primer auriga de los blancos también se dio cuenta del peligro que había generado su maniobra y estiró las riendas. Fue Celer el que se aprovechó de toda aquella confusión para adelantar en la salida al propio Acúleo y al primer auriga de los blancos enfilando la recta del Circo Máximo, que se extendía frente al palco imperial en segunda posición, sólo por detrás del segundo auriga de los blancos que, al partir del cajón más próximo a la spina, se había beneficiado de la maniobra de su compañero, quien había bloqueado la salida de Acúleo. Después de todo, quizá aquel bloqueo a Acúleo por parte del primero de los blancos no había sido una casualidad, sino una buena estrategia de la corporación blanca para dejar el camino expedito de competidores al corredor de su equipo que partía desde un cajón mejor ubicado. Y si así era, les había salido bien.
En el palco imperial
—Lo han hecho adrede —dijo Plinio—. Los blancos han preparado su carrera al margen del diversium. Acúleo y Celer creen competir solos, pero están los demás también.
—¿Y lo que ha hecho el auriga blanco cerrando a Acúleo es válido? —preguntó Vibia Sabina, como siempre, al emperador.
—Aquí vale todo —respondió Trajano—. La mayor parte de las leyes que nos gobiernan no rigen en la arena del Circo Máximo.
En la recta principal del Circo Máximo
El segundo auriga de los blancos pasó frente al palco imperial a toda velocidad, seguido pero a bastante distancia por Celer, arropado con los vítores de todos los que se habían atrevido a apostar por él. El otro auriga de los blancos seguía la estela de Celer y, a continuación Acúleo, con el carro del que tiraban Niger, Tigris, Raptore y Orynx. Los dos aurigas de los verdes y el otro auriga de los rojos cerraban la carrera.
Situación de carrera
En el palco imperial
—No parece que Acúleo tenga muchas posibilidades, pese a lo que podíamos haber esperado de él —dijo Dión Coceyo, que más allá de sus consideraciones filosóficas sobre las carreras no podía evitar sentirse imbuido de cierta emoción ante aquel desafío entre aurigas.
—No, no parece que tenga muchas posibilidades —confirmó Adriano con rabia contenida. ¿Quién le mandaba apostar diez mil sestercios?
Trajano, por su parte, estaba concentrado en ver cómo el auriga de los blancos que lideraba la carrera se acercaba al primer giro y cómo Celer, hábilmente, apuraba al máximo, de forma que no frenara a sus animales hasta el último instante, para acercarse todo lo posible al líder de la carrera recortándole distancia. El emperador empezó a pensar, como muchos en el Circo Máximo, como todos en el palco imperial, que Celer iba a conseguirlo: ganar con el carro de otro corredor. Casi nadie pensaba que Acúleo, aunque llevara la cuadriga con los caballos rojos adiestrados por Celer, pudiera tener opciones en aquella nueva carrera. Ni siquiera el propio Acúleo lo pensaba.
El emperador se acomodó en el trono imperial que presidía el Circo Máximo. Iba a ganar la apuesta y humillar al petulante Adriano. Iba a disfrutar mucho con aquella carrera. Por fin, algo de felicidad el día de su triunfo.
Pero todos se olvidaban de alguien.
Niger.
Niger iba en cuarta posición, en efecto, y dirigido por un auriga incompetente, sólo que Niger no entendía de derrotas.