152

LA CARTA DE CELER

En las afueras de Roma

26 de junio de 107 d. C., hora sexta

Menenia releía de nuevo la carta de Celer mientras el carpentum traqueteaba por las piedras de la calzada que debía conducirla en poco tiempo, por segunda vez en su vida, a las puertas de la villa de Domicia Longina. Sólo que ahora sabía que la antigua emperatriz era su madre, y también la corroía por dentro el temor creciente de que su padre no fuera otro que el terrible Domiciano. En medio de la zozobra de aquel horrible presentimiento sobre su origen secreto, la relectura de las palabras de Celer suponía un bálsamo para su desasosegado ánimo. Una carta que él le había hecho llegar la víspera del triunfo del César.

Querida Menenia:

Sé que no soy merecedor de que dediques ni un instante de tu existencia a leer estas palabras, pero aun así, con la esperanza de quien te ha conocido bien en el pasado y que sabe bien de tu nobleza, confío en que esa misma nobleza y generosidad te conduzca a leer un mensaje de quien tantas veces te ha traicionado.

No merezco ni tu perdón ni tu lástima. Primero te amenacé y te chantajeé para que cometieras la vileza de abandonar tu sacerdocio sagrado y huyeras conmigo. Luego te ofendí juntándome con una persona, Helva, de baja condición, pero, pese a ello, de aún más valía que yo mismo. Ella perdió su vida en un vano intento por salvarme y yo nunca supe ver lo que ella sentía realmente por mí. Sé que estropeo todo lo que toco, todo lo que se acerca a mí. Helva murió por mí y a ti intenté arrastrarte a la perdición por puro egoísmo. No, no merezco tu perdón.

Pero te escribo porque ahora que me siento solo he pensado que quizá tú te habrás sentido así muchos años en el servicio a Vesta, y quería que supieras que aunque estemos separados y aunque haya cometido actos que claramente me han alejado de ti, has de saber que, si alguna vez me vuelves a necesitar, como cuando me requeriste para enviar un mensaje al emperador, puedes contar con mis servicios. Y esta vez ya no pediré nada a cambio.

Quiero que sepas que no sé si me has salvado para morir finalmente hoy en el Circo Máximo. Voy a acometer ese acto que una sacerdotisa no puede ni imaginar, pero que un ser como yo, infame de condición, sí puede permitirse: la venganza. Y no sé si sobreviviré, pero es importante que llegue hasta ti que si en efecto sobrevivo, dedicaré el resto de mi vida a esperarte. Sin prisa, con paciencia infinita. Puede que aún corra algo en el Circo, pero sobre todo cuidaré y adiestraré caballos, algo parecido a lo que te propuse hacer cuando te dije que huyeras conmigo, pero lo haré aquí, solo, en Roma, esperándote hasta el día en que dejes de ser vestal y seas libre y ese día, si lo deseas, como cuando éramos niños y te sacaron los pretorianos de casa de tus padres, ese día te volveré a abrazar y ya nunca más estarás sola.

Menenia dejó de leer y llevó aquel papiro hasta su pecho. Las lágrimas brotaban limpias de sus ojos mientras el carro seguía avanzando en dirección sur. Celer se consideraba infame por su condición de auriga y se dirigía a ella como si fuera un ser perfecto, pero Menenia sabía que ella podía ser hija de Domiciano.

Hija de Domiciano.

El pensamiento, la duda, la abrumaban.

El enigma iba a resolverse muy pronto, pero si en efecto era hija de Domiciano ése sería un horror que ni el más cálido de los abrazos podría borrar nunca. Quizá Celer muriera aquella mañana. Quizá ella terminara quitándose la vida. Quizá allí fuera su reencuentro: en la muerte.