151

DIVERSIUM

Circo Máximo, Roma

26 de junio del 107 d. C., hora sexta

En los carceres

Instantes antes de que termine la conversación

entre el embajador de los kushan y el emperador Trajano

Los establos del Circo Máximo bullían. Eran un hervidero de gritos, lloros y lamentos, por un lado, y de vítores, felicitaciones y alegría, por otro. Vencedores y vencidos, todos estaban allí. Los aurigatores, conditores, sparsores y armentarii de los victoriosos rojos se arremolinaban alrededor de la cuadriga de Celer. Todos querían estar próximos a aquel auriga y a aquellos caballos que, una vez más, habían conseguido una gran victoria para su corporación. Y no una victoria cualquiera, sino que acababan de vencer en el día del triunfo del emperador Trajano. Estaban emocionados y no era para menos. Aquello se tenía que celebrar a lo grande.

—¡Celer, Celer, Celer!

Además la victoria se había conseguido humillando de nuevo al archienemigo de todos aquellos engrasadores, mozos de cuadra y ayudantes, pues su auriga jefe había derrotado al miserable Acúleo. Era cierto que Celer había hecho cosas extrañas durante la carrera —como si hubiera buscado algo diferente a la victoria cuando cerró en el décimo giro a Acúleo intentando que este último chocara contra la spina central del Circo Máximo—, pero las victorias arrolladoras como aquélla lo borraban todo, cualquier duda, cualquier pregunta. Además, el auriga rojo que se había estrellado nada más comenzar la carrera no había muerto. Tenía varios huesos rotos, pero parecía que podría sobrevivir. Todo estaba bien.

—¡Celer, Celer, Celer!

Un poco más allá, los blancos y los verdes maldecían el abandono al que los tenía abocados en los últimos tiempos la diosa Fortuna y lloraban a sus compañeros muertos en los accidentes de la carrera. Y, justo en el otro extremo de los establos, los azules, serios, callados, engullían su rabia y su ira a partes iguales. No sólo habían sido derrotados una vez más por Celer, sino que dos de sus aurigas también habían muerto. Para la corporación azul aquélla había sido una jornada nefasta.

Acúleo descendió del carro y se quitó el casco de cuero y metal que había estrenado para aquella carrera de resultados tan decepcionantes. Había quedado segundo, pero ser segundo en el Circo Máximo era lo mismo que ser el último. Allí sólo había premio y espacio para los que ganaban. Acúleo presentía que la confianza de los patronos de la corporación en su persona pronto desaparecería ya de forma definitiva. Quizá aquélla fuera su última carrera en Roma. Y eso con suerte. También era posible que los patronos quisieran cobrarse a golpes el dinero que les había hecho perder. Lo mejor sería escapar de Roma esa misma noche y huir hacia Oriente. Había otros circos donde podía correr. Lejos de aquel maldito auriga de los rojos, Celer. El nombre de su eterno contrincante parecía estallar en la cabeza de Acúleo con una furia brutal. Celer. Siempre aquel auriga. Se había salvado de dos juicios de los que nadie hubiera salido vivo jamás. Celer y aquella maldita vestal. Siempre victoriosos, siempre…

Acúleo, justo en aquel instante de derrota absoluta, tuvo una idea. Ninguno de los aurigatores que le estaban ayudando a deshacerse de las riendas que aún tenía ligadas alrededor de su cuerpo entendió por qué o de qué sonreía. No importaba. Acúleo se liberó de las riendas, entregó el casco a los mozos de cuadra y bajó del carro.

—No desenganchéis los caballos —dijo el auriga de los azules—. Esto aún no ha terminado.

Todos se quedaron quietos, inmóviles, como estatuas. Sólo los más veteranos intuyeron qué estaba pasando por la cabeza de Acúleo y, cuando observaron que éste echaba a andar en dirección a la algarabía del establo de los rojos, con paso decidido, abriéndose paso a empujones cuando alguien osaba no apartarse de su camino, vieron confirmada su intuición inicial. Empezaron entonces los cuchicheos entre los engrasadores más mayores de la corporación y varios ayudantes y mozos de cuadra. Los jóvenes, cuando oían lo que decían los veteranos de los azules no daban crédito. Siempre habían oído hablar de ello, pero nunca pensaron que fueran a ver algo así nunca jamás. ¿Era cierto que Acúleo iba a proponérselo a Celer? ¿Aceptaría éste? Sólo un loco haría semejante cosa.

—Haced correr la noticia —dijo uno de los aurigas suplentes de los azules que no había participado en la carrera pero que veía que, tal y como había dicho Acúleo, quizá aquello aún no hubiera terminado—. Ha de llegar a los corredores de apuestas. Si les llega noticia de lo que se va a proponer, presionarán a Celer para que acepte. Habrá aún más dinero en juego que en una carrera normal.

Acúleo, entretanto, ya había cruzado las cuadras de los verdes y los blancos, y se había plantado justo a la entrada de la sección asignada tras los carceres del Circo Máximo para el equipo de los rojos. Los vítores y las aclamaciones a su enemigo victorioso seguían sin descanso.

—¡Celer, Celer, Celer!

Acúleo no tenía miedo de ellos. Sabía que en cuanto lo vieran callarían y luego pasarían a despreciarlo y a reírse de él en su cara. Bien, que lo hicieran. Luego haría su propuesta.

En efecto, así fue. Un aurigator de los rojos vio a Acúleo y lo señaló; luego un mozo de cuadra, un engrasador y así uno a uno, hasta que todos hicieron una especie de círculo irregular alrededor del auriga derrotado de los azules. Y sí, se hizo el silencio. Sólo un instante. Empezaron las risas. Carcajadas que venían desde todas las esquinas de la cuadra de los rojos. Risas incontenibles cargadas de desprecio absoluto.

Acúleo no hizo nada. Sólo permanecía allí de pie, esperando. Los seguidores y los trabajadores de los rojos estaban tan contentos que no hicieron amago alguno de querer golpear a Acúleo. Era más divertido verlo allí, en pie, solo, vencido, humillado y poder reírse de él a gusto.

Celer bajó al fin de su cuadriga. Acarició con cariño sincero a Tigris y Raptore, sus caballos centrales, luego al veloz Orynx y, por fin, se detuvo junto al magnífico y sólido Niger, como siempre la clave de sus victorias. Todos vieron, aun en medio de sus risas, cómo Celer se abrazaba a aquel caballo, y tan intenso pareció aquel gesto que hasta las carcajadas, poco a poco, y los vítores, se fueron silenciando.

Niger —se oyó que decía, una y otra vez con voz suave mientras acariciaba a aquel poderoso animal que siempre lo dirigía hacia la victoria.

Acúleo aprovechó aquel silencio.

—Te crees mejor que todos, pero no lo eres.

Todos los aficionados de los rojos, envalentonados por la última victoria, una más de una larga serie, abuchearon a aquel maldito auriga de los azules que se había atrevido a acercarse hasta allí para decir sinsentidos. Y esgrimían los puños y ya habrían pasado a mayores si no fuera porque, en el fondo, aquellas palabras de Acúleo sonaban a huecas; resultaba tan patético escucharlo que hasta volvieron a callar seguros de que pronto tendrían algo más de lo que reírse.

El auriga de los azules, sin embargo, no se arredró y los miró a todos, como si su desafío fuera a lanzarlo no sólo contra Celer, sino contra todos ellos. Además, varias decenas de los mozos de cuadra de los azules se habían acercado y se situaban justo detrás de su líder. Querían escuchar. Querían ser testigos directos de cómo se lanzaba un desafío como aquél. Lo habían oído contar tantas veces… pero nunca lo habían visto. Para ellos eran sólo historias que se narraban en las tabernas de la Subura, cuentos del pasado. Leyendas.

—Son tus caballos, Celer, y tú lo sabes —continuó Acúleo—; por eso te abrazas a ellos tanto. En eso te reconozco un mínimo de honestidad. Sabes que sin ellos no eres nada. No, no lo eres, Celer. Todas tus victorias se las debes a ese grupo de caballos, sin ellos no vales nada. Serías uno más de nosotros.

—Yo los compré —dijo Celer separándose de Niger.

Acúleo sonreía. Aquel imbécil estaba entrando en el juego.

—No, Celer —le contradijo el auriga de los azules—. Los compraron tus patronos, como en mi caso, como en el caso de todos. Los patronos compran los caballos.

—Yo los adiestré —se defendió Celer. Parecía absurdo que tuviera que defenderse después de haber ganado, pero le incomodaba la desfachatez con la que Acúleo intentaba hacerle de menos tras aquella gran victoria suya.

—Son los caballos, Celer, eso es todo —insistió Acúleo—. No eres mejor que ninguno de nosotros. Esos caballos conseguirían la victoria para cualquiera que los condujera. Son esos caballos y no tú.

—Yo les enseñé todo lo que saben: a girar, a cerrarse en las curvas, a frenar a mi voz, a acelerar… —insistía Celer con desprecio.

—Porque son unos caballos excelentes. Eso lo reconozco, lo reconoce cualquiera, pero tú no eres nada especial. Te paseas por delante de todos nosotros como si fueras mejor, como si fueras un dios, pero no eres nada. Si realmente fueras mejor que todos nosotros ganarías con cualquier cuadriga, con cualquier tiro de caballos.

Otro de los aurigas suplentes de los rojos se aproximó a Celer y lo cogió por el brazo.

—Déjalo —le dijo a Celer, pero este último estaba encendido y henchido de euforia.

—¡Por Marte! ¡Es tu rabia la que te hace decir esas estupideces! —aulló Celer.

Acúleo sonrió de nuevo, dio dos pasos adelante y puso los brazos en jarra.

Diversium! —dijo el auriga de los azules en voz alta.

Celer, que avanzaba hacia él una vez se había zafado del brazo de su compañero, se detuvo en seco.

Diversium! —repitió desafiante Acúleo aún más alto y, luego, mirando fijamente a Celer añadió—: ¿No eres el mejor de todos nosotros? Demuéstralo entonces. Acepta mi reto. Diversium. Seremos tú y yo y los aurigas que han sobrevivido, pero nosotros haremos diversium… si es que te atreves.

—Hay luchas de gladiadores… programadas… —argumentó dubitativo Celer.

—Los corredores de apuestas ya están informados, Celer —dijo uno de los engrasadores de los azules desde detrás de Acúleo—. Ya están negociando con los jueces y se ha corrido la voz por las gradas. Por eso grita la plebe.

—El público querrá verlo —insistió Acúleo—. Les dará igual que se retrasen un poco las luchas de gladiadores. No ha habido un diversium en Roma en años. Y lo quieren ver.

Celer no sabía bien qué decir.

—No aceptes —dijo el otro auriga de los rojos—. No tenemos nada que ganar y mucho que perder. Hoy has conseguido una de las más grandes victorias que se pueden conseguir: una victoria el día en el que el emperador celebra un triunfo. Vámonos. Vámonos de aquí.

—Sí, claro —intervino entonces Acúleo—, que todos sepan que Celer no es nada sin sus propios caballos. Celer, que se cree tan especial, tan mágico, el mejor de todos nosotros, se asusta ante mi propuesta. Pero Celer… —y se acercó hasta quedar junto al auriga de los rojos, separados sólo por un mínimo espacio de aire, hablándole al oído, palabras secretas, asuntos privados, de auriga a auriga—, te lo dije una vez y te lo vuelvo a repetir: por muchas veces que te salven la vida, ya sea en los juicios o antes de una ejecución, Celer, escúchame bien, nunca la tendrás a ella. Ése es tu sueño imposible. Eres sólo un auriga más. Nada. Infame, como todos los que aquí estamos, condenados a esta vida. Ella te está y te estará siempre prohibida. Incluso cuando deje de ser vestal, nunca se casará con un auriga. Ellos, los poderosos, nunca lo hacen ni con gladiadores ni con aurigas. Somos lo peor. Se entretienen con nosotros pero nos desprecian; pagan por vernos pero nos odian. Y ni siquiera eres el mejor de nosotros. Sólo tienes unos buenos caballos. No tienes nada más. No eres nada.

—Soy el mejor auriga de Roma —dijo Celer en alto como respuesta a aquel largo cuchicheo de Acúleo, que había resultado prácticamente inaudible al resto de los presentes. El otro auriga de los rojos miraba al suelo y negaba con la cabeza; Celer se aproximó entonces hacia Acúleo, que había retrocedido un par de pasos—. Si diversium es lo que quieres, diversium tendrás. —Y se volvió hacia los aurigatores de su corporación—. ¡Preparadlo todo!

Diversium, diversium, diversium! —gritaban todos los aficionados de los azules. Y pronto no ya sólo los partidarios de los azules, sino los de los verdes y los de los blancos clamaban por aquel desafío no visto en la ciudad desde… ya no se acordaba nadie.

Diversium, diversium, diversium!

Sólo los aficionados a los rojos veían aquello con más temor que esperanza, pero incluso muchos de ellos fueron impregnándose de aquel cántico que parecía volverlos a todos locos.

El gigantesco Circo Máximo tronaba con aquella palabra.

Diversium, diversium, diversium!

En el palco imperial

Trajano asintió lentamente. Por fin había entendido lo que clamaba el público.

—¡Un diversium! —gritó Dión Coceyo para poder hacerse oír por encima del bramido de la multitud.

—¡Eso parece! —respondió Trajano—. ¡Explícale a nuestro invitado de la India en qué consiste! ¡Estoy seguro de que le interesará! ¡Tú has estado en Alejandría y lo habrás visto!

El filósofo cabeceó afirmativamente.

Y era evidente que el embajador Shaka estaba impresionado ante aquella muchedumbre que no dejaba de gritar, fascinado por la faz roja del emperador, admirado por aquella exhibición de poder y riqueza. Trajano se dio cuenta de todo ello y se sintió satisfecho. Así era como deseaba que se sintiera aquel hombre de Oriente: impresionado.