EL RÍO
Al norte de la Dacia
26 de junio de 107 d. C., hora sexta
Al cabo de un buen rato, Alana ya no oía ningún movimiento ni a su alrededor ni en lo alto de la montaña desde la que se había precipitado agarrándose a las plantas. Se sentó y se llevó las manos al tobillo izquierdo. Le dolía terriblemente y también tenía raspaduras por los brazos y las piernas, pero lo más grave era lo del tobillo. Se arrastró hasta llegar a la pared de la montaña y, apoyándose en ella, consiguió incorporarse. Tendría que andar para escapar de allí. Curiosamente, al apoyarse en el suelo, quizá por el ansia de la necesidad, descubrió que el dolor era fuerte pero soportable. Así, cojeando, echó a andar. Tenía que encontrar el rastro de Tamura. A los pocos pasos oyó el fragor de un río. Se abrió camino con la espada desbrozando helechos y matorrales y descubrió aquel cauce, ancho y con más agua de lo esperable para aquellas fechas del verano. El pánico volvió a apoderarse de ella. Tamura tenía ocho años y, aunque pequeña, sabía moverse por el bosque, pero no sabía nadar y aquel río era enormemente ancho y turbulento. Si Tamura había ido en esa dirección y huía a todo correr podría no haber visto el agua, oculta como estaba por los helechos de las riberas, y quizá… Alana cogió la rama de un haya, estiró de ella, la arrancó y la hundió en el agua. Y desapareció toda, hasta que ella misma hundió su brazo y no tocaba fondo. Empezó a desesperarse. Si Tamura había caído allí…
De súbito se quedó pálida. El corazón le latía a mil por hora. Un pequeño trozo de tela del mismo color verde de la túnica pequeña que llevaba Tamura estaba enganchado en una de las ramas bajas de un árbol cuyas raíces se hundían en las turbulencias del río.
El amor nos hace vulnerables y la desesperación, torpes. Cuando ambos se combinan la mezcla es mortífera, haciendo que uno cometa errores fatales. Alana, la Alana fuerte, la guerrera invencible, la luchadora nata, sabía que no debía gritar ni hacer ruido. Aunque los romanos, probablemente, habrían decidido regresar hacia su campamento, hacia el sur, existía también la posibilidad de que no hubieran hecho eso y hubieran decidido ir a por la niña. Por eso su instinto sármata le dictaba que debía ser cauta y sigilosa y prudente, pero el corazón destrozado, el amor de madre que temía lo peor para su niña, se rebelaba con una furia tan incontenible que ni el más desarrollado de los instintos guerreros podía doblegarlo. Y Alana cometió un error imperdonable, pero la historia de todos y cada uno de nosotros está llena de ellos.
—¡Tamuraaaaa! ¡TAMURAAAA!
Y gritó una y otra vez el nombre de su hija con la esperanza de que la niña la oyera y, si estaba en situación de peligro, si necesitaba su ayuda, que respondiera.
—¡TAMURAAAA!
—¡Para! —dijo uno de los dos legionarios que cabalgaban juntos en busca de la niña sármata.
—¿Qué pasa? —preguntó el otro.
—¡Calla!
Se hizo el silencio. Se oyó un grito, en la lejanía. Se confundía con el viento.
—¿No lo oyes? —insistió el jinete romano que había detenido a su compañero.
—No.
—Calla y escucha.
El grito se hizo más nítido y se impuso al ruido de las hojas mecidas por la brisa del norte.
—Sí, ahora sí —respondió el otro.
—Es voz de mujer.
—Vamos allá.
Y los dos golpearon con los talones los costados de sus caballos para que empezaran un trote rápido en dirección opuesta al viento que les había traído hasta sus oídos aquellos gritos del enemigo.