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LA CAÍDA DE ALANA

Al norte de la Dacia

26 de junio de 107 d. C., hora sexta

Alana tenía que elegir. Había pasado ya suficiente tiempo y Tamura habría alcanzado ya un lugar seguro. No tenía sentido prolongar aquella derrota agónica. Los jinetes seguían frente a ella, sonriendo y cercándola. Era imposible pasar entre ellos sin caer en sus garras. Por detrás sólo estaba el precipicio.

Alana eligió.

Estaba en el mismísimo borde. Lo podía ver con el rabillo del ojo.

Dio un paso grande hacia atrás y el suelo desapareció bajo sus pies.

Empezó a caer.

Los jinetes desmontaron para ver qué ocurría.

Alana se agarraba a los matorrales, helechos y otras plantas que crecían entre la pared de piedra quebrada por la que iba descendiendo vertiginosamente, pero al asir aquellas plantas con las manos sólo ralentizaba la velocidad de su caída. No podía evitar quemarse las palmas de las manos, clavarse espinas o golpearse por todo el cuerpo, pero consiguió que la caída no fuera mortal. Eso sí, al apoyar finalmente sus pies en el suelo sintió un inmenso dolor.

—¡Bendis! —exclamó y cayó de espaldas atenazada por el sufrimiento de un tobillo roto o dislocado o ambas cosas. No podía andar.

Miró hacia arriba. Vio a los romanos que la miraban desde la distancia y se quedó tendida en el suelo, sin moverse, llorando de dolor, pero procurando no emitir sonido alguno. Las lágrimas eran demasiado pequeñas y transparentes como para que las pudieran ver.

—Está muerta —dijo el decurión. Y todos se volvieron para ver qué pasaba con las otras dos. Una era un cadáver y la segunda estaba siendo violada por varios soldados. Cuando acabaron con ella comprobaron que también estaba demasiado malherida para sobrevivir.

La remataron con una lanza.

En el fondo les daba rabia haberse perdido y seguían nerviosos por cómo reaccionarían sus superiores cuando llegaran tarde al campamento.

—Busquemos a la niña que iba con las mujeres —dijo el decurión como si hubiera tenido una revelación—. Las niñas son apreciadas por los mercaderes de esclavos y el praefectus castrorum no se enfadará con nosotros si le llevamos una pequeña sármata con la que se pueda ganar dinero.

A todos les pareció una buena idea y se dividieron en pequeños grupos de dos o tres hombres para peinar el terreno de los alrededores. Una niña sola, perdida en aquellas montañas agrestes, plagadas de barrancos y precipicios, no podía haber ido muy lejos. Estaría escondida, cerca, llorando, asustada.