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EL SORTEO

Circo Máximo, Roma

26 de junio de 107 d. C., hora quinta

El desfile del cortejo triunfal estaba terminando y el emperador había dado órdenes precisas de que la carrera se iniciase en cuanto la pista quedara despejada. El César no quería que ocurriera como en el caso del triunfo de Vespasiano, en el que todo se hizo demasiado largo y lento y, al final, hasta el mismísimo emperador se aburrió.

Así que en los establos del Circo Máximo ya se habían reunido todos los aurigas de las cuatro corporaciones, tres de cada una, como era la costumbre durante los últimos años, hasta completar un total de doce cuadrigas en competición.

Uno de los jueces sacó la vasija que contenía los números de los carceres para que cada auriga extrajera el que le correspondería como punto de salida, pero, nada más llegar, Celer arrebató la vasija al juez y la estrelló contra el suelo.

—¡Por Júpiter! —exclamó el árbitro enfurecido, pero Celer no se amilanó lo más mínimo. Ya le habían juzgado dos veces pidiendo la pena de muerte y dos veces había declarado Acúleo en su contra. Puede que al final de esta nueva carrera o bien pereciera él o bien volvieran a juzgarlo, pero esta vez, al menos, ya no sería inocente de nada.

—¡Mirad las tablillas y aseguraos de que están los doce números! —gritó a los aurigatores de su equipo señalando los restos de la vasija rota. Éstos, veloces, recogieron las doce tablillas y comprobaron que estaban los doce números.

—¡Esto es un ultraje! —insistió el juez, pero Celer se le acercó y le habló a un dedo de su cara.

—Esto es una carrera del Circo Máximo en la que el sorteo, por una vez, por una sola vez, va a ser limpio. —Y se volvió hacia sus aurigatores con rapidez—. Mostrad los doce números a los de los otros equipos y que traigan una vasija nueva vacía. Y comprobad que esté vacía antes de echar las tablillas dentro.

Acúleo iba a intervenir, pero observó que los aurigas de los blancos y los verdes asentían, como si lo que proponía Celer, aunque fuera de otra corporación, no les pareciera mal. Y es que normalmente eran los azules los que se venían beneficiando de los sobornos a los jueces en casi todas las carreras, así que era lógico que un poco de más equidad agradara a los otros competidores.

Acúleo hizo un gesto a uno de sus aurigatores para que fuera también a comprobar que todo estaba correcto.

Hechas las comprobaciones pertinentes, los aurigatores de los rojos, acompañados por asistentes de cuadra de las otras tres corporaciones, entregaron la nueva vasija al juez.

—Esto no quedará sin penalización… —empezó a decir el árbitro mientras cogía la nueva vasija, pero se percató de que la mirada de Celer contenía tanto odio y tanta rabia que concluyó que mejor era no decir nada más. Quizá el propio Circo Máximo, de una vez por todas, acabara con aquel presuntuoso auriga. A fin de cuentas, la mayoría de ellos terminaba estrellándose en uno de aquellos brutales giros de la gran pista de carreras.

—El orden de extracción, de acuerdo al número de victorias de las últimas carreras, será: primero los rojos, luego los azules, seguirán los verdes y terminarán sacando tablillas los blancos —precisó otro juez que se mantenía algo más sereno.

Celer fue, como mejor auriga de su corporación, el primero en sacar una tablilla.

—El VII —dijo él mirándola antes de entregársela al juez.

No era ni la mejor ni la peor posición para salir. Faltaba ver si Acúleo tenía más suerte o menos, ahora que el sorteo estaba siendo limpio. A continuación metieron la mano en la vasija los otros dos aurigas de los rojos.

—El II y el XII —dijeron ellos, imitando a Celer y mirando la tablilla antes de entregarla al juez. Los rojos iban a estar repartidos por todo el arco de salida: el segundo de ellos en el II, una muy buena posición, Celer por el centro y el tercero de ellos en peor extremo, en el carcer XII. Al estar tan separados los unos de los otros, esto les impedía preparar una salida como equipo. Cada uno tendría que apañárselas como pudiera desde el carcer que tenían asignado.

Acúleo dio un paso al frente e introdujo su mano en la vasija. Había pactado con los jueces que la número I tendría un pequeño extremo áspero y lo buscaba con avidez, pero o no lo encontraba o, seguramente, los aurigatores de los rojos, siguiendo instrucciones de Celer, habían cambiado todas las tablillas y utilizado otras nuevas cuando habían sustituido la vasija. Un truco astuto de aquellos miserables.

—La carrera es hoy —dijo Celer sonriendo, pues ya imaginaba qué pasaba, como otros muchos de los presentes. Todos los mozos de cuadra de los rojos, los armentarii, los sparsores y los conditores, y también muchos de los verdes y los blancos no pudieron evitar echarse a reír.

Acúleo apretó los dientes mientras su faz se tornaba carmesí, pero contuvo su ira y extrajo una tablilla, por una maldita vez, al azar.

—IX —dijo sin ocultar su decepción, y la entregó a un juez que sabía que había perdido mucho dinero aquella mañana.

Luego siguieron los otros dos azules y extrajeron los números I y IV, respectivamente. Si Celer hubiera estado pensando en ganar, aquello habrían sido malas noticias, pero a él no le importaba que dos aurigas azules hubieran sido afortunados en el sorteo. A él sólo le interesaba que Acúleo estaba en peor posición que él y que en consecuencia él, Celer, saldría por delante. Sólo tendría que esperarlo. Sólo eso.

El resto de corredores continuó extrayendo más tablillas y a los verdes les correspondieron los carceres III para el primero de su equipo, el XI para el segundo y el X para el tercero; mientras que a los blancos se les asignaron los números VIII para el primer auriga, VI para el segundo y, finalmente, el V para el tercero. Las posiciones de salida estaban dispuestas.

Posición de salida

Imagen

—¡A los carceres! —exclamó otro juez que acababa de entrar en las cuadras—. ¡A los carceres! ¡El desfile triunfal ha terminado! ¡La carrera va a empezar!