141

LA PATRULLA

Al norte de la Dacia

26 de junio de 107 d. C., hora quinta

Estaban cazando, como en tantas otras ocasiones. Alana lideraba un grupo de tres mujeres y una niña. La pequeña era Tamura.

Los hombres sármatas estaban ocupados en la construcción de una fortificación que los protegiera de los ataques romanos. Estaban bastante más al norte de lo que habían vivido nunca, pero la derrota de Decébalo los obligaba a desplazar sus poblados en esa dirección si querían sosiego. En teoría había un acuerdo entre sármatas y romanos para no atacarse, pero si los legionarios encontraban a sármatas los atacaban y, todo había que decirlo, al revés pasaba igual. La única forma de evitar el conflicto era alejarse. Lo malo era que la mejor caza estaba más al sur. Alana, en su afán por regresar con buenas piezas para alimentar a muchos, había encaminado sus pasos hacia el sur. Quizá demasiado. Por su parte, una patrulla de jinetes romanos se había desorientado y habían equivocado su ruta de regreso a su fortificación de Apulum, otra de las nuevas ciudades que construían los romanos al norte del Danubio, y habían ido demasiado lejos, en dirección al territorio sármata. Los accidentes ocurren siempre así: no por un solo error sino por varios errores de diferentes personas que tienen lugar en el mismo momento, en el mismo lugar.

Los jinetes romanos vieron a las mujeres sármatas y primero tuvieron miedo de estar ante una emboscada, pero en cuanto el decurión al mando vio el rostro de terror de las mujeres comprendió que éstas estaban solas. Entonces sonrió. Sí, se habían perdido, pero iban a pasárselo bien. Luego ya encontrarían el camino de regreso.

—Si las cogéis vivas podéis hacer lo que queráis con ellas —dijo el oficial al mando—. Luego, si viven aún, podemos entregarlas como esclavas. Eso calmará a nuestro praefectus castrorum y no nos castigará por el retraso.

Todos asintieron y azuzaron sus caballos. Empezaba la nueva caza.

Alana comprendió que había cometido un grave error al adentrarse demasiado hacia el sur, pero no pensaba añadir una segunda falta a la equivocación ya cometida.

—¡Corre, corre! —gritó mirando a su hija—. ¡Por Bendis, corre!

Y es que la pequeña estaba capacitada para cazar animales, pero no para enfrentarse a un grupo de jinetes romanos armados que, además, las superaba en número. Tamura se quedó mirando a su madre; permanecía inmóvil, petrificada. Ya había perdido a su padre y por nada del mundo quería separarse de su madre. Sin embargo, Alana la miró con rabia por su desobediencia, casi con odio.

—¡Corre, imbécil, corre! —le espetó, con tanta furia que Tamura, al escucharla, sintió que se le partía el corazón, pero hizo caso al fin y echó a correr en dirección a la espesura del bosque.

Alana se volvió entonces para encarar al enemigo. Vio cómo sus compañeras, valientes, hacían lo mismo. Los jinetes cargaban contra ellas. Eran una treintena. No tenían ni una posibilidad. Iban a morir. Pero si resistían, aunque tan sólo fuera un poco, darían tiempo suficiente a la niña para esconderse. Las tres eran madres. Dos habían visto morir de hambre a sus hijos por culpa de los romanos. La tercera era Alana. Las tres desenfundaron las espadas. El jinete que cargaba contra Alana, riendo, apuntaba a la muchacha con la punta de su largo pilum. Alana, justo en el último instante, se hizo a un lado. El jinete romano, inexperto, al no disponer de estribos y no encontrar la oposición física del cuerpo de la mujer a la que pensaba herir primero y violar después, perdió el equilibrio y cayó del caballo partiéndose varios huesos. Alana lo remató con tanta rapidez que casi pareció misericordia en comparación con lo que los romanos tenían pensado hacer con ellas. Pero Alana comprobó que una de sus compañeras sí había sido herida y que varios jinetes habían desmontado para empezar a hacer con ella todo aquello que los romanos hacían cuando apresaban a una mujer bárbara a la que despreciaban. Era el momento de huir, pero cuanto más permanecieran allí, luchando o siendo violadas, la niña tenía más tiempo para escapar.

Alana se vio semirrodeada por una decena de jinetes. Esto es, había como un semicírculo de caballos montados que se le acercaban mientras ella, por su parte, retrocedía sin mirar atrás. Si tropezaba, tropezaba. No podía permitirse perderlos de vista ni un instante.

Estaban en un claro del bosque, en lo alto de una región montañosa que ella conocía bien, y Alana, pese a todo, albergó una esperanza. No se trataba de salvarse, sino de morir, al menos, limpia, sin que aquellos miserables disfrutaran con ella.

—¡Aaaghh! —gritó su amiga, la que aún seguía luchando. La habían herido mortalmente por la espalda. Al menos cuando la violaran ya estaría muerta. Había tenido más suerte que la primera, a quien Alana no podía oír, porque seguramente la habían acallado a puñetazos.

Alana siguió retrocediendo. Ella sabía por qué no la rodeaban del todo. Porque detrás, a su espalda, había un precipicio.