NÚMERO IMPAR
Ludus Magnus, Roma
26 de junio de 107 d. C., hora quinta
Todas las celdas del Ludus Magnus habían quedado vacías, o al menos eso parecía. No se oía nada más que el zumbido de unas abejas que pululaban alrededor de unos restos de miel que había pegados a la superficie de la mesa donde Trigésimo había apuntado sus listas de emparejamientos de gladiadores para los combates que debían celebrarse en cada uno de los munera.
El lanista salió del Ludus Magnus meditabundo. Hoy era el gran día del triunfo de Trajano y los juegos gladiatorios en honor al emperador victorioso se habían trasladado al Circo Máximo, donde se podía dar cabida a mucho más público. Además esto evitaba molestias al César, pues primero celebraría su desfile triunfal, luego haría los sacrificios correspondientes y al final sólo tendría que regresar al Circo Máximo donde ya se quedaría el resto de la jornada para ver las carreras de cuadrigas por la mañana y las luchas de gladiadores por la tarde. Aunque los combates no fueran hasta la tarde, Trigésimo había decidido llevar a sus luchadores a los edificios contiguos a los establos y carceres de las cuadrigas, para tener allí ya a todos sus gladiadores. El triunfo de Trajano le había dado una excelente excusa para vaciar el Ludus Magnus. Si a su regreso, por la noche, el anfiteatro Flavio estaba limpio de las amenazas de aquel maldito bestiarius o si, por el contrario, como era más probable, sólo encontraban el cadáver despedazado de un gladiador, era algo que averiguaría en su momento.
Así, las celdas estaban vacías.
Menos una.
Los gladiadores del colegio de lucha eran número impar.
Uno no podría luchar aquella memorable jornada.
Trigésimo decidió que fuera aquel al que llamaban Senex.
Marcio se levantó despacio. Había dormido mal por aquel asqueroso olor a cadáver, pero no había otra. Trigésimo había dicho que dejar aquellos trozos de carne escondidos en otro lugar habría llamado la atención y seguramente el lanista llevaba razón.
El viejo gladiador se sentó en el borde de su jergón de paja seca. Se levantó. Dio media vuelta, se agachó y extrajo un bulto grande de debajo de su cama. Era una especie de túnica gris repleta de manchas de sangre. Desenvolvió el macabro paquete y descubrió los dos brazos humanos que había pedido al lanista y la espada. Cogió el arma y la secó lo mejor que pudo con una esquina de la misma túnica gris que había servido de envoltorio. También cogió un cuchillo de caza que tenía oculto entre la paja de su lecho y se lo ciñó a la cintura. Todo hierro afilado podría ser útil aquel día.
Volvió a sentarse en el borde del jergón y blandió la espada cortando el aire en un par de rápidos movimientos. Tenía buen temple y no era demasiado pesada. Miró al suelo. Acercó el filo de la espada a uno de los brazos amputados, justo en la parte final, allí donde había sido desgajado del cuerpo, y hundió la punta del arma. La espada cortaba.
—Bien —dijo en la soledad de su celda.
Los brazos, además, tenían las manos completas, con todos sus dedos, tal y como él había solicitado. Y el cocinero también había traído lo que había pedido. No había excusas. Terminó sus preparativos con rapidez y se levantó. Se acercó a la puerta de la celda y la empujó despacio. Ésta, con un chirrido agudo por el óxido del tiempo, anunció que estaba sin cerrar y se abrió poco a poco.
Con la espada en una mano y los brazos cortados envueltos de nuevo en la túnica gris sucia, Marcio echó a andar, cruzando en silencio la arena desierta del colegio de lucha. Caminó hasta detenerse justo al otro extremo, donde, en una pared, colgaban las espadas de madera y las lanzas para los entrenamientos. Cogió dos jabalinas. Abrió de nuevo el bulto, extrajo uno de los brazos y lo clavó en una de las lanzas, de forma que la mano quedara en el extremo sin que la punta de la jabalina asomara. Y repitió la operación con la segunda lanza. Cuando estuvo satisfecho volvió a coger su espada con su mano derecha y las dos lanzas, terminadas ahora en aquellas dos tétricas manos humanas muertas, con la otra. Y así, equipado con esas extrañas armas, una espada y un cuchillo, se puso en marcha en dirección al túnel de acceso al gran anfiteatro Flavio.
Por causa del triunfo de Trajano la guardia pretoriana del Ludus Magnus y del anfiteatro estaba reducida a mínimos. Bastaba con tener los guardias imperiales necesarios distribuidos por los accesos exteriores al complejo para que nadie pudiera entrar o salir de él. Lo que ocurriera aquella jornada en el interior del anfiteatro no era importante. Para nadie. Además, los pretorianos habían sido requeridos por Liviano para situarse a ambos lados de toda la ruta triunfal del emperador para controlar al enorme gentío que debía de atestar ya todas las grandes avenidas de Roma. Sí, lo que pasara hoy en el anfiteatro no importaba a nadie.
Marcio caminaba despacio.
Él era nadie.
Alguien le había contado un día la historia de un tal Ulises que engañó a un cíclope gigantesco diciéndole que se llamaba Nadie. Cuando Ulises cegó al Cíclope, el monstruo fue gritando que «Nadie» lo atacaba, que «Nadie» lo había cegado; en consecuencia, nadie vino en su ayuda y Ulises y los suyos pudieron escapar. O algo así. Él se sentía aquella mañana como el Ulises de aquella historia, con la diferencia de que él estaba solo.
Se detuvo a la entrada del santuario de Némesis. Dejó sus macabras lanzas en la puerta y entró en el pequeño templo subterráneo. Rogó a la diosa con fervor en lo que pensaba que quizá fuera la última oración de su vida.
Se sentía viejo. Y cansado. Y había tenido malos sueños por la noche. Él los había achacado al mal olor de los brazos humanos de debajo de su lecho, pero arrastraba toda la mañana un mal presentimiento.
Salió del santuario de Némesis, recogió las lanzas culminadas en aquellos brazos y, esgrimiendo la espada, entró en el túnel más oscuro que se abría en un lateral y que conducía al corazón del hipogeo: el reino de pasadizos ocultos de Carpophorus. De pronto, como un rayo, tuvo el más horrible de los pensamientos: ¿y si su mal presentimiento de aquella mañana no fuera por él, sino por Alana y Tamura?