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LA LEALTAD DE LUCIO QUIETO

Roma

26 de junio de 107 d. C., hora secunda

—Roma entera está en las calles, César —fueron las palabras con las que Lucio Quieto saludó al emperador.

Trajano sonrió. ¿Sería que, por fin, el pueblo realmente le había «perdonado» no ser romano y que ya no les importaba su origen hispano, o que estaban agradecidos por su más que generoso congiarium, un donativo de 500 denarios para cada persona censada en Roma que tuviera la ciudadanía plena? Se trataba del congiarium más generoso hecho por ningún emperador hasta la fecha. Muchos podían pensar que era perder gran parte del dinero conseguido en la Dacia, pero él estaba seguro de que obtener el aprecio del pueblo le permitiría moverse con toda libertad en el futuro, sin que los senadores pudieran ya ponerle ninguna cortapisa a sus planes. Porque sí, tenía planes, tan grandes como… Pero los esclavos empezaron a pintarle la cara de rojo, el color de los inmortales, y la molestia del pigmento cayendo sobre un párpado lo obligó a cerrar los ojos y a dejar de pensar en el futuro por un instante.

—Lo siento, augusto —dijo el esclavo con miedo.

—Sigue, sigue —le espetó el emperador—. Han traído esta pintura de minio desde el río Minium[35] en el norte de Hispania especialmente para este triunfo, así que no vamos a desaprovecharla, esclavo. Hay que hacerlo y se hace. —Continuó hablando con Quieto mientras los sirvientes seguían esparciendo bien la pintura roja por todo su rostro—. Lucio, quiero que vengas detrás de mí, junto con Adriano, Nigrino, Celso, Palma, Sura y los demás.

Quieto se vio sorprendido por aquella instrucción del César. Y dudó un instante, pero, al fin, formuló en palabras lo que le incomodaba de aquella propuesta u… ¿orden imperial?

—Ir justo detrás del César puede malinterpretarse por el pueblo, por el Senado, por la familia del emperador, por todos, augusto. Ése es el lugar reservado para los hijos del imperator.

Trajano, reclinado en un triclinium mientras los esclavos seguían con la pintura roja, le respondía con los ojos cerrados.

—Sabes que no tengo hijos.

—Pero está Adriano…

Trajano abrió los ojos, separó con sus brazos a los esclavos de él y se levantó.

—Es suficiente. —Y los sirvientes dejaron la pintura en una pequeña mesita junto al triclinium mientras iban a recoger una tunica palmata y una toga picta. Primero ayudaron al César a que se pusiera la túnica con cuidado de que no se manchara de pintura y lo mismo hicieron a continuación con la toga, que, como siempre, requería de más tiempo y trabajo—. ¿No crees que ya he pensado en eso? Sé lo que piensa todo el mundo sobre Adriano como mi posible sucesor, pero quizá sea hora de ir haciendo ver al pueblo de Roma, a los senadores y a mi propia familia, que quizá haya otras alternativas en mi cabeza. ¿Acaso tienes… miedo?

—Miedo… no. Ésa no es la palabra, augusto. Abrumado. Me siento abrumado por tanta confianza y tanta responsabilidad. Ni siquiera soy nacido en Roma.

—Yo tampoco —replicó Trajano de forma tajante—, pero te quiero bien seguro antes de avanzar más en mis planes. Te necesito bien decidido. Por de pronto quiero que vayas junto con Adriano, detrás de mí. Quizá tengas razón y situarte por delante de él sea excesivo. Quiero que vayas con él, y detrás de vosotros, en el triunfo, Celso, Nigrino, Palma, Sura, Laberio Máximo y los demás oficiales de alto rango que se hayan distinguido en la campaña. Pero sobre todo los que te he mencionado ahora. Tercio Juliano debería haber estado, pero ha declinado el puesto que le ofrecía en Roma y, en el fondo, nos ha hecho un favor porque nos viene bien tener a alguien de su valía y lealtad en la Dacia recién conquistada. Con él allí, sé que podremos dedicarnos a otros proyectos. ¿Habéis terminado ya? —preguntó algo irritado a los esclavos, que parecían no estar nunca satisfechos por la forma en la que caían algunos dobleces de la toga picta.

—Sí, augusto, sí, por supuesto, César. —Y se desvanecieron casi como por ensalmo. Sabían cuándo la paciencia del emperador se agotaba y por prudencia nunca habían querido averiguar qué pasaba si se tensionaba un poco más al emperador.

Los dos hombres estaban solos en la tienda del praetorium. Trajano se acercó a Lucio Quieto que, aún abrumado por las implicaciones de todo lo que estaba diciéndole el César, daba pequeños pasos de un lado a otro mirando al suelo.

—Ven aquí —le dijo Trajano—, y lo cogió por el brazo, casi como quien coge a un niño para ayudarlo a hacer algo para lo que no se siente capaz—. Quiero que veas esto.

Levantó con un tirón suave una tela de seda traída de Xeres[36] que cubría unos textos escritos en unos papiros viejos.

—Sí, quiero que veas esto —continuó el emperador—. Es el momento. Tienes que decirme lo que piensas. Tienes que decirme si crees que podemos hacerlo.

Quieto examinó los textos con atención. Había numerosos comentarios y anotaciones, cifras que él en seguida supo reconocer como movimientos de tropas por los números que identificaban las legiones y las vexillationes que había que trasladar, aunque algunos nombres de las unidades no parecían estar actualizados o eran nomenclaturas que ya no se usaban hacía muchos años, pero, pese a todo, la esencia del plan era clara.

—¿El emperador realmente cree que esto puede hacerse? —preguntó Quieto con asombro, incredulidad, admiración.

—Yo sí lo creo, él también lo pensaba, la cuestión es si tú crees que es posible, porque se trata de un proyecto demasiado ambicioso para el que hacen falta dos vidas. Con una sola no será suficiente. Yo puedo empezarlo, pero ya soy mayor y temo que no pueda terminarlo, pero sé que si tengo a alguien a mi lado que cree en el proyecto, Lucio, si tú me dices que crees en ello, entonces lo haremos. Los dos juntos, ¿me entiendes? Los dos.

—Habrá quien se oponga en el Senado.

—Cada vez menos. Roma va a disfrutar hoy de un triunfo como nunca antes se ha visto y el pueblo tendrá carreras de cuadrigas y luchas de gladiadores durante meses, años si es necesario. Y nosotros podremos hacer lo que nadie se ha atrevido en siglos. Desde Alejandro Magno. Sólo el que escribió esos papiros pensó que podía hacerse, igual que trazó antes otro plan para conquistar la Dacia, Lucio. Plan que ya hemos ejecutado con éxito.

Por fin, Lucio hizo la pregunta que le corroía por dentro.

—¿Quién es el autor de estos papiros?

—Augusto los escondió hace años y Suetonio, el procurator bibliothecae augusti, los encontró en el Porticus Octaviae y me los entregó. Me llevé conmigo los papiros que tenían que ver con el ataque a la Dacia a la campaña de estos años, pero dejé el resto, los que ahora ves sobre la mesa, el plan más ambicioso, en el santuario de Opis, custodiados por una vestal. Sólo los hemos visto tú y yo y el bibliotecario. Suetonio es un hombre discreto. Y ahora necesito que tú seas un hombre valiente. ¿Quién diseñó el plan expuesto en esos papiros? —Y Trajano hizo una breve pausa—. Fue el divino Julio César. Él pensaba que era posible. Hemos comprobado que con la Dacia no se equivocaba, aunque nos han hecho falta dos campañas y no una, y yo creo que con este otro plan puede pasar algo parecido. Temo no tener fuerzas suficientes en mis venas para culminarlo, por eso te necesito a mi lado, desde el principio hasta el fin. ¿Qué me dices, Lucio Quieto? ¿Te ves con arrestos suficientes para seguirme hasta el final, incluso para acabar lo que yo empiece?

Lucio Quieto respondió con aplomo, con convicción, con lealtad indomeñable.

—Hasta el final, César, siempre estaré con Marco Ulpio Trajano. Pase lo que pase, pero…

—Dime, Lucio. Cualquier duda que tengas, éste es el momento de plantearla.

—No es una duda, augusto. Es sólo que necesitaremos un motivo para iniciar algo tan grande.

Aquí Trajano sonrió.

—No te preocupes, Lucio. Este proyecto interesa a Roma militar y económicamente. El motivo surgirá. Sólo tenemos que estar preparados para cuando se dé la oportunidad.

Lucio miraba intensamente aquellos planos.

—Estaremos preparados, César —sentenció el norteafricano—. Lo estaremos.