UN PUENTE EN EL FIN DEL MUNDO
Drobeta, Moesia Superior
Marzo de 107 d. C.
Tercio Juliano salió del campamento porque le apetecía caminar y casi sin darse cuenta terminó junto a la ribera del río. Al poco, estaba frente a los muros de la fortificación de piedra que daba acceso al gran puente que habían construido sobre el Danubio. Los legionarios se hicieron a un lado en cuanto lo vieron. Tercio Juliano pasó por todos los puestos de guardia sin decir nada, limitándose a cabecear ligeramente cuando los centinelas lo saludaban. Llegó al inicio del puente y observó que un hombre estaba en medio del mismo. No necesitó que nadie lo identificara.
—¿Lleva ahí mucho tiempo? —preguntó Tercio a un legionario.
—Un buen rato, sí, legatus —respondió el centinela.
Tercio asintió y echó a andar por el gran puente sobre el Danubio.
Era una experiencia difícil de explicar el hecho de poder caminar por encima de aquellas caudalosas aguas que nunca se detenían en su pertinaz tránsito hacia el Ponto Euxino. Aquélla era una obra de ingeniería como nunca antes se había soñado. El legatus no dejaba de mirar a un lado y a otro mientras recorría aquellos quinientos pasos que lo separaban de la solitaria figura que permanecía detenida en el centro del puente.
—Es una obra impresionante —dijo Tercio en cuanto llegó junto al arquitecto.
Apolodoro, que estaba apoyado con los brazos en la barandilla del puente, se volvió un instante. Estaba tan concentrado que no había reparado en la aproximación del legatus.
—Sí lo es —respondió retomando la posición inicial, apoyado en la barandilla, mirando hacia el río. Tercio lo imitó y los dos hombres compartieron unos momentos de silencio. Sólo se oía el flujo del agua por entre los enormes pilares de piedra.
—Para serte sincero, nunca pensé que pudiera construirse un puente de estas dimensiones, aquí, en el fin del mundo —añadió Tercio Juliano.
—Sólo que el emperador se ha llevado ahora el fin del mundo más al norte —completó Apolodoro—. Pocos hay capaces de modificar tanto las fronteras.
El legatus asintió y los dos hombres volvieron a quedarse callados un rato contemplando el Danubio.
—Han ascendido a Cincinato —dijo Tercio, retomando la conversación interrumpida, siempre mirando al río, sorprendiéndose a sí mismo de que al final de todo lo pasado fuera aquel arquitecto la persona con la que compartiera aquella gran noticia personal que tanto lo había satisfecho. Siempre era un honor que ascendieran a subordinados suyos—. Ahora es praefectus castrorum. —Y tardó un instante en añadir unas palabras más, pero sintió que debía hacerlo—: En el nombramiento se hace mención expresa a tus informes favorables sobre su trabajo aquí en Drobeta. Estoy seguro de que eso ha influido mucho en este ascenso. Es un hombre feliz, pero demasiado orgulloso para… —Pero como tardó un poco en encontrar la palabra adecuada, fue el arquitecto quien terminó la frase:
—Para venir a darle las gracias a un extranjero no militar como yo.
—Exacto —confirmó Tercio con una media sonrisa en la boca.
Compartieron un rato más de silencio.
—Ha trabajado bien. El ascenso es justo —dijo Apolodoro al fin, siempre con cierto aire meditabundo, como ausente.
—Tengo la sensación, no obstante —añadió Tercio—, de que no siempre te ha sido fácil trabajar con él… o conmigo.
—Cincinato es un tribuno, bueno, un praefectus castrorum, con muy mal humor —dijo Apolodoro también con una leve sonrisa en el rostro, aunque ésta desapareció tan pronto que Tercio no estaba seguro de haberla visto—. Y tú, el legatus de la VII Claudia, en efecto, también resultas difícil… en ocasiones.
—Sí, no soy fácil… Creo que por eso me es complicado relacionarme con mujeres o con cualquier persona. Creo que ni mis hombres me aprecian en exceso. Soy demasiado estricto. Sé que eso es lo que dicen de mí.
Apolodoro negó con la cabeza.
—Son los hombres como tú los que vigilan las fronteras del mundo y así mantienen a salvo el gran Imperio romano. Eso lo sabe el César, cuyo juicio debe ser más acertado que el de ningún otro en este aspecto pues ha sido y es un militar, desde siempre; y eso lo saben también los oficiales y legionarios que están bajo tu mando. Saben que con Tercio Juliano se hacen las cosas bien o no se hacen; saben que con Tercio Juliano se entra en combate y, si se es disciplinado, en la mayoría de los casos se regresa vivo al campamento. Y así se sobrevive. Y eso no es poco cuando se está en la frontera. Lo saben.
El legatus estaba conmovido por la generosidad de las palabras del arquitecto. Nunca pensó que pudiera pasar algo así. Quizá por el hecho de que las circunstancias habían cambiado por completo, con la guerra concluida y el puente terminado, estaban los dos más relajados.
—¿Y a ti no te ha ascendido el César? —preguntó entonces el arquitecto, que veía a Tercio con la mirada fija en el río.
—El emperador me ha propuesto para un cargo en Roma, pero le he pedido quedarme aquí. Al final, después de tanto quejarme, he descubierto que es aquí, en la frontera, donde mi vida tiene algo de sentido.
—¿Y ha accedido el César a tu petición?
—Sí, aunque igual me reclama en el futuro, eso ha dicho.
—El emperador aún planea otras campañas —dijo el arquitecto en voz baja—. Eso debe de ser.
—Es posible.
Otro silencio. Un trueno sonó a lo lejos. El cielo estaba encapotándose por momentos.
—¿Quizá sea por alguna otra cosa que el legatus de Vinimacium desea permanecer en la Dacia? —inquirió el arquitecto—. ¿Por una mujer, acaso?
—No, no. —Y Tercio Juliano sonrió, esta vez abiertamente—. No hay mujer que me aguante. Ya te lo he dicho. Tengo una esclava. No quiero más y apenas la requiero por las noches. Esto —y se señaló a sí mismo— ya no es lo que era.
—Dicen que Catón el Viejo se casó con una esclava suya muy joven cuando él ya era muy anciano.
—Era hombre de palabras, yo soy hombre de combate y se ve que quemo mis energías en los campos de batalla. Pero ¿qué vas a hacer ahora que el puente está terminado y el trazado de los principales edificios de Ulpia Traiana también? —preguntó Tercio algo cansado de hablar sobre su vida íntima. La interrogante, no obstante, la planteaba con interés sincero. No tenía ni idea de cómo era la vida de un arquitecto imperial. Y nunca hasta entonces había sentido la más mínima curiosidad por ello.
—Yo también he recibido noticias del emperador. Órdenes más bien, como en tu caso: el César quiere construir varios edificios nuevos en Roma. Habla de baños, mercados, acueductos, y de terminar la ampliación del puerto de Ostia. Ahora dispone de dinero para financiarlo todo. Ah, y también quiere un gran monumento que celebre su victoria sobre los dacios. Supongo que en cierta forma esto es un ascenso también para mí.
—Por todos los dioses, así me lo parece —confirmó Tercio que, tras una breve pausa, intrigado, preguntó algo más—: ¿Y cómo ha de ser ese monumento para celebrar la gran victoria sobre Decébalo? Un arco de triunfo, imagino, como el del emperador Tito.
Pero Apolodoro negaba de nuevo con la cabeza mientras respondía.
—No, no. El César ha sido muy preciso en que no quiere competir con el arco de Tito. Me ha pedido algo diferente, algo original, algo que no se haya hecho nunca.
—¿Y ya sabes qué vas a hacer?
—No estoy seguro aún. En eso estaba pensando cuando has llegado con las noticias del ascenso de Cincinato. Este lugar, en el centro del río al que hemos conseguido vencer, me parecía un buen sitio para meditar.
—Sí, es un buen sitio.
El legatus calló. Se sentía algo culpable por haber interrumpido los pensamientos del arquitecto. Había aprendido que cuando aquel hombre pensaba no lo hacía como los demás, sino que era capaz de ir más allá que el resto, de imaginar que lo imposible sí era posible, que lo que nunca se había hecho sí podía hacerse. Fue el arquitecto el que volvió a hablar.
—Y se me ha ocurrido alguna idea. He de meditarlo más aún, pero imagino que el viaje de regreso a Roma me deparará muchas horas en las que poder pensar sin interrupciones —dijo, pero lo hizo con una nueva sonrisa, esta vez más clara, hasta que, de pronto, la borró del rostro—. Sólo una cosa me preocupa.
—¿Y qué es, arquitecto?
—El puente. Temo por él. Te parecerá absurdo que ahora que se ha conseguido la gran victoria sobre los dacios y que todo parece controlado al norte del río sienta este temor, pero lo tengo y no sé por qué. Y esa sensación me incomoda.
—No debes temer por ello. Mi misión ahora incluye, entre otras cosas, proteger esta construcción de cualquier ataque. Y como has dicho, los dacios han sido aniquilados; los sármatas están desperdigados y han huido hacia el norte. Y tengo varias unidades de caballería patrullando por esas montañas para que nunca se atrevan a acercarse ni a Ulpia Traiana ni mucho menos a este puente. Y el resto de pueblos han visto de lo que es capaz el emperador de Roma. No se atreverán a atacarnos. No, al menos, en mucho tiempo. Este puente no caerá nunca. No veo a nadie con fuerzas suficientes para destruirlo.
—Nunca es una palabra demasiado contundente para los altibajos de la vida —respondió el arquitecto lacónicamente, aunque agradecido también por la defensa que hacía Tercio sobre la supervivencia de aquella obra en la que tanto tiempo y energía habían invertido los dos—. Me quedo más tranquilo sabiendo que el valeroso y malhumorado Tercio Juliano será el encargado de proteger este puente.
Apolodoro se inclinó entonces levemente ante el legatus y empezó a andar sin esperar a que el veterano oficial romano se le uniera. Tercio interpretó que el arquitecto deseaba regresar solo a su tienda y, seguramente así, retomar sus pensamientos sobre aquel monumento triunfal que debía levantar en Roma en honor a Trajano. De esa forma, el legatus de Vinimacium, y pronto de la Dacia, se quedó a solas en medio del gran puente sobre el Danubio. El día se había nublado ya por completo y el viento del río empezaba a soplar con fuerza, pero la estructura de piedra y madera resistía sin aparente dificultad las inclemencias del variable clima de la región. No, ese puente no debía caer nunca. Tercio Juliano asintió en silencio, para sí mismo. Si alguna vez alguien destruía el gran puente sobre el Danubio ése sería el principio del final de un sueño, el gran sueño del emperador Marco Ulpio Trajano.