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Y LOS LABIOS Y LA LENGUA Y LAS ENCÍAS

Alpes Bastarnicae,[32] nordeste de la Dacia

Agosto de 106 d. C.

Caballería dacia de Decébalo

Llevaban semanas huyendo. Se habían refugiado en las fortalezas del norte, primero en Piatra Carvii y luego en Harghita, pero los pocos víveres y el hecho de que algunos de sus muros aún no se habían reconstruido bien desde la primera guerra contra Trajano forzaron a Decébalo a continuar su viaje hacia el norte. Había dejado el oro a su espalda, cerca de Sarmizegetusa, pero como estaba en lugar seguro Trajano no podría encontrarlo nunca y eso le permitía jugar con la promesa de recuperarlo y dar una parte a los sármatas y a otros pueblos que lo ayudaran a persistir en la lucha. Todavía podía ganarse aquella guerra. Todavía.

Y, sin embargo, cada vez eran menos. Los romanos parecían estar por todas partes y había habido varias escaramuzas en las que había perdido a muchos hombres. Apenas le quedaban cien guerreros leales en aquella huida, pero tenía la esperanza de reunir un gran ejército más al norte, junto con otros dacios fieles y todos aquellos bastarnas, roxolanos y sármatas que desconfiaban de los romanos que habían vuelto a cruzar el Danubio.

Los caballos estaban exhaustos, pero no podían detenerse. Sus perseguidores estaban cerca. Decébalo aún no había perdido el instinto de la caza, sólo sabía que ahora ya no era él el cazador, sino la presa, y toda la caballería de las legiones de Roma andaba tras él. Podía olerlos. Estaban ahí.

Vanguardia de la caballería romana

Tiberio Claudio Máximo había recibido la orden de rodear aquellos montes y salir al encuentro del rey dacio por el extremo norte de aquel valle. No había sido un encargo sencillo, pues para adelantar al enemigo habían tenido que cabalgar toda la noche por aquel territorio agreste y desconocido para ellos. Llevaban dos guías dacios que se habían pasado al bando romano con la esperanza de salvaguardarse de la aniquilación de su reino. Tiberio dudaba de su lealtad, pero fuera como fuese, rodearon los montes sin que nadie les tendiera una emboscada y aparecieron al amanecer al otro lado del valle. Tiberio ordenó que los jinetes pusieran pie a tierra y descansaran un rato. El combate sería inminente, pero si los hombres podían relajarse aunque sólo fuera un poco, eso les vendría bien y les daría fuerzas. Eran ochenta jinetes. Tiberio engullía un cuenco con agua que le había acercado uno de los jinetes que transportaba un odre grande para saciar la sed de aquellas turmae.

—Aaaaah —dijo cuando devolvía el recipiente vacío al soldado que se lo había acercado.

La luz del amanecer se esparció por las copas de los árboles y por el camino que serpeaba entre ellos.

—Están ahí —dijo uno de los jinetes y señaló hacia el centro del valle.

Caballería de Decébalo

—Nos cortan el paso, mi señor —dijo Vezinas.

Decébalo, incrédulo, oteó el horizonte desde lo alto de su caballo. No podía ser, era imposible, pero allí estaban.

—No son demasiados. Podremos con ellos —replicó el rey con aplomo.

—Es posible —admitió Vezinas—, pero el combate nos retrasará y el grueso de su caballería nos alcanzará.

—¡Ya lo sé, imbécil! —exclamó Decébalo colérico, pues veía cómo todos sus planes se desbarataban en cadena—. ¿Qué otra cosa sugieres?

Vezinas lo tenía claro pero no se atrevió a decirlo. La palabra rendición no parecía una posibilidad que el rey contemplara, aunque para él era la única sensata.

Decébalo miró a su alrededor y rápidamente encontró lo que buscaba: Mario Prisco, encaramado en lo alto de un caballo dacio, con las muñecas atadas con cuerdas en la espalda y cara de esperanza.

—¿Tú de qué te alegras? —le preguntó con violencia el rey al tiempo que detenía la marcha de su caballo y ponía pie a tierra.

El resto de guerreros lo imitaron, excepto Vezinas, que empezaba a valorar la posibilidad de echar a galopar hacia los montes y abandonar al rey de la Dacia a su suerte. Entretanto, mientras decidía bien qué hacer, fingió que se mantenía en lo alto de su caballo para seguir vigilando los movimientos de la patrulla enemiga que, muy lentamente, empezaba a aproximárseles, aunque aún estaban lejos. Aunque estuvieran igualados en número, esa patrulla no parecía que fuera a regir el combate.

Decébalo llegó junto al caballo de Prisco y se detuvo al lado del prisionero romano que seguía en lo alto del animal.

—Sé lo que piensas, por Zalmoxis —le dijo el rey dacio mirándolo con desprecio—. Te alegras porque crees que pronto nos van a apresar los romanos y eso supondrá tu liberación, pero nada más lejos de la realidad. —Y sin dudarlo un instante, lo cogió por un brazo y tiró de él con fuerza de forma que el romano se despeñó del caballo y dio con sus huesos sobre el polvo del camino. Se oyó un crac de algo duro que se partía.

—¡Agggghh! —aulló Prisco. Sabía que se había roto algo, quizá un brazo, no estaba seguro y el dolor era infernal, pero tenía que resistir. La liberación, en efecto, estaba muy próxima, aunque tenía que pensar en cómo contener la ira del rey dacio un poco más, sólo un poco más… Se puso de rodillas, con esfuerzo, pero lo consiguió. Le costaba respirar. El brazo le hervía por dentro. De pronto, sintió el aliento de Decébalo.

—Vamos a entrar en combate, quizá nuestro último combate, quizá no, eso no lo sé, pero antes vamos a matarte —dijo el rey con determinación inapelable, y desenfundó su sica curva.

—¡No, mi rey, no…! —empezó a gritar Mario Prisco—. ¡Yo puedo interceder ante el emperador de Roma! —Hablaba muy rápido, a toda velocidad, pues sus ojos veían cómo la daga mortífera de Decébalo se le aproximaba y sólo tenía una ínfima fracción de tiempo para detenerlo; lo había conseguido en el pasado, cuando falló el plan de asesinar a Trajano y se le ocurrió lo del secuestro de Longino, y podría conseguirlo de nuevo. Prisco, pese a lo desesperado de su situación, aún tenía la esperanza de los que se han salvado decenas de veces de su merecido destino y están acostumbrados a burlar la ira de aquellos a los que más daño han hecho. Y volvería a hacerlo—. ¡Yo puedo hablar ante Trajano! ¡Diremos que el plan de intentar asesinarlo fue idea de Bacilis, de ese imbécil que yace muerto junto a los muros de Sarmizegetusa! ¡Y yo mismo diré que fue también Bacilis… No, eso no sería creíble, necesitamos a alguien, a alguien dacio… —Y miró hacia la ladera del monte por donde Vezinas, solo, se alejaba galopando aprovechando que todos estaban atentos a lo que el rey hacía con el prisionero romano—. ¡Sí, acusaré a Vezinas de que fue él quien decidió secuestrar a Longino y quien lo mató al final en un ataque de ira o rabia u odio! —Y como sus ojos miraban hacia los montes, Decébalo se volvió y comprobó que Vezinas huía hacia el bosque. Otro traidor más. Luego se ocuparía de él, pero ahora tenía que terminar con aquel romano que seguía hablando y hablando sin parar—. ¡Vezinas cargará con la culpa de todo y yo diré una y otra vez a Trajano que el rey de la Dacia trató siempre con respeto y dignidad a Longino, a su amigo! ¡Eso le hará ser magnánimo al César, pero ahora el rey de la Dacia me necesita, me necesita! ¡Sólo yo puedo interceder ante Trajano! ¡Soy uno de ellos, uno de sus senadores! ¡El emperador me escuchará y Decébalo salvará la vida, incluso puede que pueda persuadirlo de que se le deje ir al norte o quedarse en Sarmizegetusa! ¡Conmigo vivo todo es posible y el rey lo sabe, lo sabe! ¡Si me matas, te quedarás sin nada con lo que negociar!

Decébalo detuvo su daga. Lo que decía el romano podía tener sentido. Sí, quizá tuviera razón. Quizá ésa fuera su única posibilidad de seguir vivo.

Prisco vio cómo sus palabras habían surtido el efecto que deseaba. El dolor del brazo roto seguía mortificándolo, pero la felicidad de haber conseguido burlar, una vez más, al destino, era tan grande que actuaba como bálsamo.

Decébalo seguía meditando en silencio. Podía oír el ruido de los cascos de los caballos romanos acercándose. Pronto entrarían en combate con aquella patrulla enemiga que les cortaba el paso. Sí, quizá, a su pesar, el prisionero romano llevara razón.

O quizá no.

Súbitamente, Prisco sintió una punzada primero y luego un mar de dolor en el bajo vientre. Su mirada había viajado hacia las turmae de jinetes de las legiones que se les aproximaban al galope, pero al sentir aquel nuevo e inesperado sufrimiento bajó los ojos y encontró la sica del rey dacio hundida en su cuerpo hasta la empuñadura penetrando en sus intestinos. Y cuando el monarca del norte del Danubio extrajo el arma rasgando todo el bajo vientre el dolor aún fue mayor.

—¡Aaggghh! —aulló Prisco mientras caía de rodillas y se acurrucaba en el suelo intentando de esa forma, en vano, detener la hemorragia por donde se le escapaban, como una ristra de pedazos de carne fresca, los intestinos, que se esforzaba por retener dentro de su cuerpo.

—No, senador romano. Ya no te creo —le dijo Decébalo al oído—. Todos tenemos un final y quizá el mío esté muy próximo, pero éste ha sido el tuyo. Más grande del que mereces: muerto por la mano del rey Decébalo. Eso sí, es una herida mortal pero lenta en el último viaje; ya lo verás. —Y miró a sus hombres—. ¡Pateadlo antes de montar, pero no lo matéis y luego desatadlo: cuanto más intente mantener sus vísceras dentro más sufrirá! ¡Todos lo intentan! ¡Vamos, al ataque! ¡Nos abriremos paso como hemos hecho siempre! ¡Por Zalmoxis, por la Dacia!

Y propinó un puntapié al moribundo Prisco antes de dirigirse junto a su caballo y montar en él. Una docena de sus leales lo imitaron y Mario Prisco fue pateado brutalmente, pero con cuidado de no matarlo. Acto seguido, uno de ellos cortó las cuerdas que mantenían a Prisco maniatado y se fueron a por sus caballos. A ellos también les parecía bien que aquel romano sufriera lo más posible. Nunca les gustó.

El viejo senador, acurrucado en el suelo, pudo ver el polvo que levantaban los jinetes dacios en su galope hacia el enemigo.

Pensó en Trajano, mientras que, instintivamente, se llevaba las manos al bajo vientre y sintió sus intestinos empapados de sangre esparciéndose por el suelo.

Maldijo al emperador de Roma con rabia. Luego maldijo a Decébalo.

No podía creer que se estuviera muriendo.

Perplejo ante aquel giro del destino se dio cuenta de que, de pronto, sólo sentía dolor por todas partes. Ni siquiera lo habían rematado para que sufriera más. Volvió a maldecir a Decébalo y esbozó un amago de sonrisa. La ira de Trajano terminaría por alcanzar al rey de la Dacia. De pronto, se convulsionó y echó espumarajos de sangre y bilis por la boca. Sintió asco de sí mismo. ¿Por qué no se moría de una vez si sentía sus manos llenas de sus propios intestinos? Luchaba una y otra vez por empujarlos hacia dentro, pero le faltaban fuerzas y, al fin, abandonó aquel intento: vio entonces cómo gran parte del interior de su cuerpo se derramaba sobre el polvo de aquel camino y lo impregnaba todo de rojo y pedazos retorcidos de sus entrañas.

Fue entonces cuando vio los buitres sobrevolando su cuerpo en un lento descenso. Aquellas aves llevaban días planeando sobre ellos, como si adivinaran que todos pronto serían buen alimento. Prisco observó mientras seguía agonizando cómo una de aquellas deleznables aves descendía lentamente hasta posarse a sólo unos pasos de él.

«No, eso no», pensó desesperado, pero ya lo había dicho Decébalo: aquella herida producía una muerte lenta. Así, el ex senador de Roma fue testigo de cómo el buitre se acercaba muy muy despacio hacia sus intestinos derramados por el suelo de la Dacia, hasta que el funesto animal empezó a picotearlos con avidez. Prisco quiso mover los brazos para alejar a aquella bestia alada de sus entrañas, pero simplemente no tenía energía alguna para mover ni uno solo de sus músculos. Pensó entonces en cerrar los ojos, pero no entendía bien por qué pero ni siquiera eso podía hacer. Así, sin desearlo, veía cómo aquel buitre empezaba a devorarle las entrañas mientras otras aves descendían para sumarse a aquel festín haciendo un corro alrededor de su cuerpo. Pudo sentir picotazos no ya en su vientre desparramado, sino en sus piernas y en sus manos. Y aunque su mente estaba ya más allá del dolor, aquel espectáculo macabro de asistir a su propia muerte lenta en manos de aquellas aves inmisericordes le proporcionó el mayor de los horrores imaginables. Ni siquiera él había concebido nunca nada tan retorcido.

De pronto dejó de ver, pero no porque hubiera cerrado los ojos, sino porque uno de los buitres acababa de arrancárselos. Las partes blandas eran las más jugosas. Y todavía, con sus últimos estertores, pudo sentir que le arrancaban los labios y la lengua y las encías…