EL PODER DE UNA VESTAL
Al pie de la colina Capitolina, Roma
20 de julio de 106 d. C., hora quarta
Menenia oyó los gritos de la gente y supo que algo terrible acababa de ocurrir. La vestal se volvió hacia el lictor y sus otros sirvientes, quienes por orden de la sacerdotisa permanecían a cierta distancia de ella, y de inmediato comprendieron lo que la vestal deseaba. Uno de ellos partió raudo para intentar averiguar qué había ocurrido y al poco tiempo regresó con la información, que transmitió en voz baja al lictor.
—Los pretorianos han matado a una mujer que se interponía en su camino, mi señora —dijo el lictor hablando a toda velocidad—. Dice la gente que era una mujer, Helva de nombre, que amaba al auriga y la han matado por intentar detenerlos. Mi señora, debemos irnos de aquí. Esto es una locura. Esos pretorianos no se detienen ante nada.
—Se detendrán ante una vestal —dijo ella con la seguridad de quien sabe que tras la noche viene el día, ocultando la lástima que sentía por la muerte de la joven Helva.
El lictor negaba con la cabeza y miraba al suelo mientras se alejaba de nuevo al recibir, una vez más, la instrucción de la sacerdotisa de que la dejaran sola en medio de la calle. Los pretorianos que abrían la ruta de las centurias que custodiaban al condenado giraron por la esquina del Vicus Iugarius. Menenia los miró y apretó los labios. Los pretorianos, apostados a ambos de lados de la calle, contenían a una muchedumbre cada vez mayor de gente que se arracimaba para poder asistir a la ejecución y la miraban como quien contempla a alguien que ha perdido la razón, pero no se molestaron en decirle nada. Estaban seguros de que ya se ocuparían los hombres de las centurias bajo el mando directo del jefe del pretorio de apartarla de allí… ¿o no? Había pretorianos germanos y britanos y de otras regiones del Imperio, pero también los había nacidos en la misma Roma, y latinos que desde siempre respetaban a las vestales como algo escrupulosamente sagrado. Y hasta los pretorianos extranjeros, que habían conocido el poder de las magas y hechiceras en sus lugares de origen, tenían identificadas a las vestales de Roma como las mayores hechiceras de un Imperio que había sometido sus propios territorios. Así que, ya fuera por un motivo o por otro, por respeto o por temor, ningún pretoriano se tomaba a la ligera la presencia de una vestal. Y todos sabían perfectamente que era sacrilegio en Roma el simple hecho de tocarlas, así que muchos se preguntaban: «¿Cómo hará el jefe del pretorio para apartar del camino a alguien a quien no puedes tocar si esa persona no desea hacerse a un lado?»
Tiberio Claudio Liviano, para su desesperación, comprobó que, de nuevo, las centurias de vanguardia se detenían imposibilitando al resto de soldados continuar su marcha hacia la roca Tarpeya. Una vez más llegó hasta él el tribuno para informar de lo que ocurría ahora.
—Hay… —El oficial tenía claro que lo que iba a decir no iba sentar bien a su superior, pero la mirada asesina de Liviano no dejaba margen a dilatar mucho tiempo su informe—. Se trata de otra mujer…
—¡Pues la apartáis y si tenéis que matarla a ésta o a cien más, las matáis a todas! ¡Por Hércules! ¿Cuándo se han visto cuatro centurias pretorianas detenidas por una mujer y que a cada instante se me pregunte sobre cómo actuar? ¿A quién tengo a mi mando? ¿A niños asustadizos o a la guardia del emperador?
Liviano entendía que sus hombres se sintieran incómodos teniendo que enfrentarse a mujeres, pero los pretorianos bajo su mando parecía que no terminaran de entender que se trataba de hacer cumplir la ley. Si los tribunales eran corruptos o no, si el juicio había sido justo o no, ése no era su problema. Ya se ocuparían los senadores o el mismísimo César de solucionar todo eso si estaba mal. A él le correspondía ejecutar las leyes. Si cedían a las lágrimas de una mujer, o de mil que llorasen por la vida de un auriga, de un infame a fin de cuentas, ¿qué leyes quedarían para sostener a Roma? Además era común que un auriga victorioso despertara pasiones absurdas entre las mujeres de Roma, pero éste en cuestión estaba condenado a muerte y nada ni nadie…
—Esta vez se trata de una vestal, vir eminentissimus —añadió el tribuno interrumpiendo la cadena de ideas que bullían en la cabeza de su superior.
Tiberio Claudio Liviano dejó de pensar.
Era como si, de pronto, se hubiera quedado en blanco.
Se dio cuenta, al mismo tiempo, de que la gente empezaba a dejar de gritar.
Era la presencia de la vestal.
Sólo eso podía acallar los gritos de rabia, odio o desprecio que se habían estado emitiendo por unos y otros hasta hacía tan sólo un momento.
—Hay una vestal —se decían en susurros unos a otros los ciudadanos que rodeaban a los pretorianos de Liviano, de forma que el jefe del pretorio, con los gritos silenciados, pudo oír aquellos murmullos con claridad. La gente ya no se atrevía a insultar. Liviano se pasó el dorso de la mano por los labios resecos.
—¿Una vestal? —preguntó el jefe del pretorio.
—Es la vestal Menenia, vir eminentissimus.
Liviano tragó saliva. Se trataba de la vestal predilecta del emperador. Aquella jornada, definitivamente, se había complicado del todo. Suspiró. Inspiró profundamente y echó a andar. Adelantó por un lado al condenado, el auriga, que, aterrorizado, parecía intentar estirarse todo lo que podía para ver qué ocurría. Liviano continuó avanzando, dejando atrás a todos y cada uno de sus hombres hasta alcanzar la vanguardia de las unidades pretorianas. Justo allí, en medio de la calle, cubierta con su túnica blanca y un fino velo del mismo color, estaba la sacerdotisa de Vesta, inmóvil.
—Hemos de pasar —dijo Liviano, pero con un tono suave, conciliador. Sabía que todo el mundo, sus hombres, la plebe, senadores que se habían acercado al lugar, jueces, sacerdotes, libertos y esclavos, pues la ejecución había congregado a personas de toda condición, lo escuchaban atentos. Y lo último que quería Liviano era que un acto improcedente suyo ante una sacerdotisa de Vesta pudiera generar nuevos altercados en Roma. Y menos con aquella vestal protegida de Trajano.
—Por supuesto —respondió Menenia con una serenidad fría, ¿calculada o natural? Difícil saberlo—. Pero, vir eminentissimus, todo el mundo en Roma debe ceder el paso a una vestal —continuó la joven—, así que son tus hombres los que han de apartarse, ¿no crees? He salido a dar un paseo por la ciudad y hasta ahora nadie había osado ni tan siquiera hacerme esperar tanto tiempo antes de hacerse a un lado.
Liviano exhaló todo el aire que, sin él saberlo, tenía retenido en su pecho de puro alivio. La sacerdotisa sólo quería que la dejaran pasar. Bueno, era un poco absurdo que ella se hubiera dirigido hasta allí, tan cerca del lugar donde iba a celebrarse una ejecución pública, pero quizá todo lo que buscara aquella vestal era notoriedad forzando que los pretorianos se apartaran con rapidez y le cedieran el paso de acuerdo a la ley. Si eso era todo, Liviano no veía problema alguno en ello.
—Ésa es, en efecto, una ley de Roma —respondió Liviano con seguridad, y elevando el tono de voz, mirando a todos cuantos allí se habían congregado, continuó hablando para que todos pudieran oírlo bien—: ¡Y mi misión no es otra que la de que las leyes de Roma se cumplan fielmente! ¡Por Júpiter y por el César! —Se volvió hacia sus hombres—. ¡Apartaos, malditos! ¡Apartaos ante una vestal de Roma!
Y los pretorianos de las centurias que custodiaban a Celer rápidamente abrieron un pasillo por el que Menenia echó a andar.
—Yo mismo escoltaré a la sacerdotisa mientras pasa entre mis hombres —dijo Liviano en un intento por congraciarse algo con la plebe mostrando el debido respeto a una sacerdotisa de Vesta.
El lictor y los sirvientes de la sacerdotisa siguieron al jefe del pretorio también sin ser molestados. Lo ortodoxo hubiera sido que ellos abrieran el camino, en particular el lictor, pero Menenia aquella mañana, aunque luchaba por las leyes y, más aún, por la justicia, que no es lo mismo, no estaba conduciéndose de un modo completamente ajustado a la costumbre. Para ella, aquella jornada, lo importante era la esencia de las cosas, no su apariencia externa. Sin embargo el lictor, que temía que alguien dijera luego que no cumplía bien con sus funciones, aceleró el paso hasta situarse justo por delante de la vestal abriéndole el camino por aquel pasillo de pretorianos armados.
Llegaron al lugar donde el auriga, en pie, encadenado, seguía detenido en medio de la calle. Aquí Menenia se detuvo y miró a los ojos a Celer.