LAS LÁGRIMAS DE LA DACIA
Sarmizegetusa
25 de julio de 106 d. C., hora quarta
No hubo tiempo suficiente para trasladar todos los alimentos ni el agua a la ciudadela de Sarmizegetusa. Los romanos aprovecharon la retirada de las murallas de la zona sur de la ciudad para superarlas con su gigantesco agger de piedra, desde el que tendieron grandes pasarelas de madera que les dieron el acceso directo a los muros desiertos de defensores en el sector abandonado por los dacios. En poco tiempo toda la zona de la ciudad que quedaba fuera de la ciudadela norte estaba repleta de legionarios que, casa por casa, mataban y asesinaban a aquellos incautos que no hubieran tenido la agilidad de seguir a sus guerreros y su princesa en el repliegue a la zona fortificada interior. Dochia retornó a la misma torre que apenas hacía unos días había sido su prisión, para utilizarla ahora, sin embargo, como su último bastión de defensa.
Trajano, por su parte, estaba inquieto. Aquel dacio malherido, que habían encontrado en la ruta por donde había huido Decébalo, había repetido una y mil veces la palabra aurum. Y eso hacía pensar al emperador que quizá el monarca de la Dacia se hubiera llevado consigo todo su oro. Desde que se llevaran al herido con Critón, el médico griego, apenas había recobrado el conocimiento y no habían podido averiguar nada. Y Trajano quería aquel oro. También buscaba vengarse de aquel pueblo que había conducido a su leal amigo Longino a la muerte, en particular quería la cabeza de Decébalo, pero el emperador tampoco olvidaba la parte práctica de toda aquella carnicería: conseguir el oro de los dacios; el gigantesco tesoro del que siempre se había enorgullecido Decébalo supondría el final de los problemas financieros del Imperio para muchos años. Trajano sabía que si ponía las manos en aquellas riquezas podría proteger militarmente todas las fronteras de Roma en el mundo, hacer muchos puentes, nuevos edificios y calzadas, monumentos y financiar las más impresionantes carreras de cuadrigas y luchas de gladiadores que se hubieran hecho nunca; pero ¿y si Decébalo había huido con aquel oro y con él conseguía recuperar el apoyo de roxolanos y sármatas? Por eso Trajano había dado orden expresa a todos los tribunos y centuriones que avanzaban por las derruidas calles de Sarmizegetusa que se buscara palacio a palacio, santuario a santuario, casa por casa, el oro de la Dacia. Lo necesitaba. Lo quería. Era lo mínimo que podía ofrecer a Longino: oro suficiente para crear una nueva provincia y para exhibir una riqueza en un desfile triunfal en Roma como nunca antes se hubiera visto. Longino no podía haber muerto por menos.
Trajano caminaba protegido por Aulo y la guardia pretoriana por la calzada empedrada del centro de Sarmizegetusa mientras que los legionarios del ejército romano al norte del Danubio destruían todo a su paso en busca del tesoro que anhelaba su emperador.
—¿Siguen sin encontrar nada? —preguntó el César a Celso, que regresaba de las posiciones de vanguardia en el avance de las tropas por el interior de la ciudad en dirección a la ciudadela.
—Nada, augusto.
Los muros de la ciudadela apenas supusieron un obstáculo para el empuje de Roma. El camino empedrado facilitó el acceso de la maquinaria pesada de asedio, incluida una nueva torre, y con ella todo fue más fácil. Además la resistencia fue débil no por falta de coraje ni por falta de buenas murallas, sino por carencia de suficientes guerreros para protegerlas. Los dacios habían muerto por centenares desde el último y desesperado ataque de Diegis. El resto eran cadáveres frente a las murallas orientales o guerreros que huían con su rey hacia los montes del norte.
La guardia pretoriana iba abriendo el camino al emperador y, al poco tiempo, estaban bajo la gran torre de la ciudadela. Sabían que allí se escondían los últimos defensores y quizá alguna de las pocas autoridades dacias que hubieran decidido quedarse en la ciudad en lugar de huir con Decébalo.
—Ya han reventado la puerta, augusto —dijo Aulo—, pero conviene que el César espere un poco a que los legionarios de la VII se aseguren de que no hay guerreros vivos en el interior.
Trajano asintió.
Tercio Juliano, seguido por dos centurias de las cohortes más experimentadas de su legión, pasó a toda velocidad a su lado y se adentró en la torre. Se oyeron gritos y un gran clamor de lucha, pero todo fue bastante rápido. Al poco, un centurión enviado por Tercio Juliano acudió para informar.
—Todo está seguro, César —dijo el oficial—. Sólo nos queda una puerta de bronce en lo alto de la torre que da acceso a la última cámara, pero el legatus confía abrirla pronto.
—Vamos allá, entonces —dijo Trajano. Tenía ganas de ver la ciudad que habían tomado desde lo alto de aquella torre, pero Aulo se interpuso un instante.
—Quizá fuera mejor esperar a que el legatus descubra qué hay tras esa puerta, César.
Trajano negó con la cabeza y apartó con decisión, pero sin malos modos, a Aulo de su camino.
—Está bien que veles por mi seguridad, pero tampoco puedo permanecer siempre escondido tras la guardia pretoriana.
Aulo asintió y siguió al emperador en su veloz ascenso por la escalera de aquella gran torre de piedra. Se encontraron con numerosos cadáveres de guerreros dacios atravesados por los gladios y los pila de los legionarios, y había sangre por todas partes: por paredes, suelo, escaleras… También encontraron algunos legionarios heridos o muertos.
—Hay que reconocerles valor a esta gente —dijo Trajano mientras seguía subiendo por la escalera rodeado por Aulo y un nutrido grupo de pretorianos—. Los que no han huido luchan hasta la última gota de sangre.
Llegaron entonces al último rellano donde se abría una gran estancia. Allí estaba Tercio con unos cuarenta hombres golpeando la última puerta con un gran ariete de madera reforzado en su punta con hierros.
—Pronto la derribaremos, augusto —dijo Tercio en cuanto vio al emperador acercándosele. Trajano comprobó que el legatus tenía sangre por todo el uniforme y por sus brazos y piernas.
—La lucha ha sido encarnizada, por lo que veo —dijo.
—Combaten con fuerza, sí —admitió Tercio Juliano, que, cada vez más, apreciaba la bravura de los dacios—. El combate ha sido rápido porque estaban exhaustos. De lo contrario todo habría sido más difícil. Mis legionarios son los más veteranos, pero además estaban descansados. Aun así, he perdido algunos hombres valientes de esta cohorte, César.
—Has dirigido bien a tus hombres, legatus —añadió el emperador para satisfacción de Tercio Juliano.
De súbito, se oyó un gigantesco y perturbador clamor metálico. La puerta de bronce había saltado de sus enganches con los muros de la torre y había caído a plomo hacia el interior de la cámara a la que daba acceso.
Todos guardaron silencio.
No se oía nada.
Trajano frunció el ceño esperanzado. ¿Sería aquí donde estaba el tesoro de la Dacia? ¿Qué podían defender si no con tanto ahínco?
A un gesto de Tercio, una decena de legionarios entraron. Al momento salió uno de ellos.
—Hay una mujer.
Marco Ulpio Trajano empezó entonces a andar. Aulo, que continuaba desconfiando de la situación, lo siguió de cerca junto con una docena de pretorianos. Los legionarios se hicieron a un lado. Sólo Tercio Juliano siguió a la guardia imperial.
En el interior Trajano encontró una cámara austera con un sarcófago en el centro y una mujer sentada encima de él. Tras la estilizada silueta femenina se veía un gran balcón, apenas a unos pasos del sarcófago, por donde entraba el aire fresco de la Dacia, pues la mujer u otra persona había abierto las puertas de dicha balconada de par en par.
El emperador y los pretorianos se encontraban a unos diez pasos de la mujer, pero, ante la quietud del César, todos permanecieron por detrás sin moverse.
—Llevas una toga púrpura —dijo entonces la mujer con una voz hermosa y un muy claro latín—. Debes de ser, por tanto, el emperador de Roma.
—Así es —respondió Trajano, y antes de que pudiera preguntar quién era ella, la mujer se alzó lentamente y volvió a hablar, pero siempre sin moverse del sarcófago de piedra lisa.
—Yo soy Dochia, hermana del rey Decébalo, princesa de la Dacia y, seguramente, uno de los pocos dacios que sigan vivos en esta ciudad, aunque seguiré viva por poco tiempo ya.
Marco Ulpio Trajano tragó saliva. Incluso él era incapaz de permanecer impasible ante la belleza de Dochia. Quizá él no la percibiera de la misma forma que se veía en los ojos de Aulo o Tercio y el resto de pretorianos, pero cualquier hombre o mujer apreciaría la hermosura de Dochia en cualquier circunstancia y, en medio de aquella derrota absoluta de su pueblo, la serenidad de la joven parecía engrandecer aún más su belleza.
—Ha sido una guerra cruenta —empezó a argumentar Trajano, también sin moverse de su sitio.
—¿Qué guerra no lo es? —preguntó ella, pero no esperó respuesta, sino que siguió hablando—. La locura de mi hermano y la ira de Trajano han conducido a la destrucción de mi pueblo. Las guerras son siempre así: locura e ira desatadas, pero todo eso ya no importa. —Bajó entonces un instante la mirada hacia el sarcófago y luego volvió a fijar sus cautivadores ojos azules en el emperador—. Antes de morir quería que el César supiera que aquí, en este sarcófago, está su amigo el legatus Cneo Pompeyo Longino. El único romano que conseguí apreciar. Y creo que también él, de algún modo, empezó a valorar lo mucho de bueno que existía en la Dacia.
Trajano se sintió doblemente conmovido: primero por saber que el cuerpo de Longino aún era recuperable pues, por lo que se veía, no había sido pasto de los buitres o de una hoguera desconocida, como siempre había imaginado; y, en segundo lugar, porque detectó un destello de emoción en la voz de aquella princesa al mencionar a Longino. Nadie se había atrevido a pronunciar el nombre de su amigo caído desde su muerte y, en boca de cualquier otro, la ira que lo había conducido durante toda aquella segunda guerra contra los dacios se habría vuelto a encender; sin embargo, escuchar el nombre de Longino en los labios dulces de aquella mujer parecía un bálsamo de paz.
—¿Su cuerpo está ahí? —preguntó Trajano en busca de confirmación de un hecho que, por inesperado, le parecía aún más inverosímil.
—Aquí está, en efecto, por Zalmoxis —insistió Dochia—. No todos en Sarmizegetusa despreciábamos la presencia de Longino en nuestra ciudad. Le pedí a mi hermano que me permitiera enterrarlo en un lugar discreto y me concedió ese deseo porque, por aquel entonces, aún quería tenerme contenta y a su lado, apoyándolo en esta locura de la guerra. No quise tentar ni sus celos ni su envidia, así que el sarcófago es sencillo, pero aquí yace, sin que nadie haya perturbado su descanso eterno, el amigo del emperador de Roma. Y he de decir que Longino fue, a ojos de muchos, un hombre valiente.
Trajano tuvo que contenerse para no mostrar la emoción de escuchar aquellas palabras y se percató, al fin, de que estaba ante la única persona en el mundo que había apreciado a Longino tanto como él. Quizá más. Quizá no. Quizá de otra forma, con otros sentimientos o, a lo mejor, con exactamente los mismos sentimientos. De pronto, la mujer empezó a caminar rodeando el sarcófago a la vez que volvía a hablar.
—Ahora que sé que el cuerpo de Longino está en las manos correctas, creo que ha llegado el momento de mi final. —Siguió andando hasta encontrarse ya al otro lado del sarcófago y empezar a caminar hacia el balcón abierto.
—¡Un momento! ¡Por Júpiter, espera! —dijo Trajano, pero la muchacha seguía avanzando resuelta hacia el balcón—. ¡Detente un instante, al menos! —Y como todas las palabras fueran inútiles, Marco Ulpio Trajano, por primera vez desde que tenía a su mando todas las legiones de Roma pronunció unas palabras casi olvidadas en el vocabulario de un César—: ¡Te lo ruego!
Dochia se detuvo. Y se volvió.
Los pretorianos habían empezado a rodear al César por detrás e intentaban aproximarse hacia el sarcófago, pero la voz de su emperador los contuvo de inmediato.
—¡Todos quietos! —gritó Trajano a sus hombres.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Dochia ya muy cerca del balcón de la torre.
Trajano se atrevió a dar un par de pasos hacia adelante, pero no más para que la muchacha no siguiera avanzando hacia el balcón.
—No tienes por qué morir. La Dacia será ahora una provincia romana, pero tú podrás permanecer aquí como uno de sus gobernantes. Algo me dice que no eres como tu hermano. El mero hecho de que no hayas huido lo prueba. No tienes por qué morir.
—¿Me quieres acaso exhibir en tu gran triunfo por las calles de Roma, cubierta de cadenas, para luego devolverme aquí como un reina títere, sujeta a los designios de Roma? ¿Es eso lo que me ofreces? Porque si es eso, no puedo aceptarlo. En lo único en lo que coincido con mi hermano es en que ningún noble dacio debe dejarse atrapar para ser exhibido como un trofeo en un triunfo del emperador de Roma.
—No, nadie te llevará encadenada a Roma. Mi ofrecimiento es sincero. Intuyo que has sentido amistad por Longino y que seguramente él sintió algo parecido; de lo contrario no te habrías tomado tantas molestias con su cadáver. Yo nunca podría hacer daño a una amiga de Longino. El ofrecimiento es sincero.
Dochia sonrió levemente, pero con más tristeza que alegría.
—Era Longino, sin duda alguna, un gran amigo del César, para que el emperador se muestre tan generoso cuando lo único que le entrego es su cadáver, pero el ofrecimiento llega tarde, como todo en esta maldita guerra. La Dacia ha sido destruida, mi hermano huye, aunque seguro que será capturado y ejecutado. Él no es consciente aún del poder de la ira de Trajano; infravaloró a los enemigos de la Dacia en varias ocasiones y esto ha supuesto nuestra destrucción. Mis amigos han muerto o eso creo… —Y de pronto cerró los ojos; cuando los abrió miró al César con interés renovado—. Sólo hay un hombre de quien me gustaría saber algo.
Trajano dio otro pequeño paso al frente. Quería sinceramente agradar a aquella princesa y detenerla antes de que se arrojara por el balcón abierto por el que seguía entrando el aire de aquella mañana sangrienta del último verano de la Dacia.
—Pregunta lo que quieras.
—Diegis, uno de mis nobles, ¿qué ha sido de él? El emperador lo conoce porque ha servido de mensajero en varias ocasiones ante el mismísimo César en Roma y aquí mismo no hace muchos días.
Trajano recordó a aquel hombre: un guerrero siempre altivo y decidido, pero también cauto e inteligente; alguien sin duda valiente para ofrecerse a ser mensajero en circunstancias siempre complicadas. De pronto, la altivez de aquel noble dacio que en el pasado reciente lo había irritado parecía más bravura al pensar que aquel guerrero servía a una mujer tan hermosa como Dochia.
—Recuerdo a ese hombre, pero no estoy seguro de saber qué ha sido de él… —Trajano miró a su alrededor en busca de información. Tercio Juliano dio un paso al frente.
—Ese noble dacio ha… muerto —confirmó el legatus no sin cierta tristeza, pero añadió algo en un intento porque aquella información fuera algo menos terrible—. Este dacio luchó con una bravura especial hasta el final. Un hombre digno de su pueblo, César.
Trajano asintió un par de veces y se volvió de inmediato hacia Dochia. La mujer miraba al suelo.
—Diegis sólo podía morir así. Zalmoxis estará ahora con él y esto confirma que es el momento correcto para que yo realice el último viaje. —Y echó a andar de nuevo hacia el balcón.
—¡Detenedla! —ordenó Trajano.
Los pretorianos iniciaron una veloz carrera, pero todo fue en vano, pues la joven era ágil y rápida y en un momento estaba en pie en lo alto de la barandilla de piedra de aquella balconada de la torre más alta de la ciudad sitiada y arrasada de Sarmizegetusa Regia.
Dochia miró un instante hacia abajo: el fuego y el humo y los gritos trepaban por las paredes lisas de la torre. Todo era sufrimiento y destrucción a su alrededor. La Dacia había desaparecido para siempre. El mundo que ella había conocido, en el que había sido feliz y en el que había sido infeliz también, pero su mundo al fin y al cabo, había dejado de existir por completo. El dolor que se siente por la pérdida de un ser querido es mortífero, pero el sufrimiento que se siente cuando todo tu mundo desaparece es demoledor, incontestable. Contra el primero, el paso del tiempo puede restañar las heridas, al menos en parte, pero cuando ya no existe nada de lo que fuiste, de quien fuiste, de lo que ibas a seguir siendo, la existencia carece de sentido alguno. Dochia dio un paso al frente, en el vacío. Su cuerpo vaciló una fracción infinitesimal de tiempo eterno, como si Zalmoxis aún estuviera pensando si era apropiado o no permitir que la princesa más valiente de la Dacia caminara hacia su fin absoluto; pero al fin, en el momento clave, el dios supremo de aquella región del mundo dio su brazo a torcer y descendió para ubicarse justo al pie de la torre de Sarmizegetusa Regia.
Dochia voló por el aire con los brazos abiertos, como si fuera un pájaro cuyas alas, agotadas, se resisten a emprender el ascenso y fue cayendo velozmente, cortando un aire que, no obstante, le henchía los pulmones de serenidad, pues era el aire de los bosques gigantescos de la Dacia, el aire de sus ríos y montes, el aire de su viento y sus tormentas, de sus estíos cálidos y sus valles inconmensurables. Dochia cerró los ojos y recordó las palabras valerosas de Diegis en su despedida, o la mirada de perdón completo de Longino en su agonía final y se asió a aquellos dos recuerdos con cada una de sus manos, que cerró en puños prietos que se agarraban a las dos únicas muestras de auténtica lealtad humana que había conocido en toda su existencia. Dos recuerdos, no obstante, lo suficientemente intensos como para sentirse arropada en aquel descenso interminable en paralelo a aquella última torre del último bastión del último día de un reino indómito.
Su cuerpo reventó contra el suelo y estalló por dentro quebrando su mente y dejando todo en blanco.
Zalmoxis, arrodillado al pie de la torre, la cogió entonces con la fuerza perenne de sus brazos y, él sí con la energía del dios supremo, ascendió lenta pero tenazmente hacia el cielo más alto del mundo llevando en su regazo el cuerpo de la princesa.
En el interior, el emperador estaba en pie junto al sarcófago. Uno de los pretorianos se volvió hacia el César y confirmó lo evidente.
—Ha muerto, augusto.
Trajano asintió al tiempo que apretaba los labios.
—Dejadme solo —dijo—; quiero estar a solas con Longino. —Poco a poco fue sentándose.
Primero los pretorianos y luego Tercio Juliano salieron de la estancia, pero Aulo se acercó al César.
—Estamos en una torre enemiga en medio de una ciudad enemiga, César —dijo—. Creo que mi deber es permanecer al lado del emperador.
La reacción inicial de Trajano iba a ser la de gritar a Aulo para que éste lo dejara solo de una vez, pero recordó la valentía de aquel tribuno luchando junto a él, cuando, por su estupidez, se había puesto en peligro mortal en aquella cacería absurda en Moesia. Trajano se contuvo.
—Llevas razón —admitió y suspiró—, pero aléjate un poco. —Y señaló hacia la puerta de bronce, que permanecía destrozada en el suelo.
Aulo obedeció y se situó allí, a una distancia prudencial de Trajano.
El emperador seguía sentado y miraba al suelo. Su espalda estaba apoyada en la piedra del sarcófago de Longino. Suspiró profundamente. Su ira se deshacía como el viento que empuja las nubes hasta desvanecerlas en el cielo.
—Di a todos que detengan la matanza —pronunció Trajano como si exhalara dolor en estado puro por la boca—. Ya ha habido bastante muerte. Que los legionarios se contengan. Es suficiente.
Aulo asintió un par de veces. Dudó, porque no quería dejar al César a solas, pero tenía que transmitir esa orden. No estaba seguro de si abandonar, aunque sólo fuera por un instante, al emperador allí solo, era una buena idea, pero debía transmitir aquella instrucción. Aulo salió raudo por la puerta y se dirigió a Tercio Juliano, que esperaba junto a los legionarios de la VII Claudia.
—El emperador ha ordenado que se detengan las matanzas. Dice que es suficiente.
El legatus se llevó el puño al pecho y partió por la escalera para iniciar un descenso rápido seguido por sus hombres.
Aulo entró de nuevo en la sala del sarcófago y contempló algo que pensó que nunca vería y de lo que nunca jamás dijo nada a nadie: Marco Ulpio Trajano, sentado junto al enorme contenedor de piedra que custodiaba el cuerpo del legatus Longino, lloraba en un sollozo silencioso pero desgarrador como nunca antes había visto Aulo en su vida.
El tribuno pretoriano levantó la mirada para no observar al emperador y paseó sus ojos por los diferentes rincones de la estancia para asegurarse de que no hubiera ningún enemigo escondido en ningún resquicio de aquel lugar donde tanto sufrimiento se acumulaba.
Tercio Juliano avanzaba entre las casas de la ciudadela donde los habitantes de Sarmizegetusa intentaban esconderse del hierro y el odio de los legionarios que campaban a sus anchas por toda la ciudad.
—¡Detened la matanza! —gritaba a todos sus oficiales—. ¡Detened las muertes por orden imperial!
En algunos casos los legionarios dejaban de atravesar con sus gladios a hombres, mujeres o niños, pero los había tan encendidos por el ansia de la venganza, después de dos campañas durísimas en la Dacia, después de haber perdido a amigos en el combate, de haber padecido penurias tremendas en aquella larga contienda, que no atendían ni a razones ni a órdenes. El legatus sabía por experiencia que en la guerra siempre era más fácil empezar a matar que dejar de hacerlo. Tercio vio en ese momento cómo un grupo de legionarios quebraba a puntapiés una puerta de madera y se adentraba en una de las casas próximas. El legatus, siempre seguido por sus hombres de más confianza, irrumpió en el interior de aquella casa tras el grupo de legionarios que parecía o no oír o no querer escuchar las órdenes. Ambas cosas eran inadmisibles para Tercio Juliano: un legionario sordo no valía para el combate y uno que se finge sordo para eludir lo que debe hacerse sólo merecía el desprecio y el castigo.
Los legionarios que habían irrumpido en la casa acababan de matar a un anciano y estaban desnudando a dos mujeres jóvenes a las que les habían arrebatado varios niños pequeños que se acurrucaban en una esquina aterrados.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Tercio Juliano a gritos.
—¡Este viejo ha intentado matarnos! —espetó con desdén uno de los legionarios, el más altivo: un hombre no muy veterano, moreno, con el pelo algo rizado asomando por debajo del casco.
Tercio Juliano vio un pequeño cuchillo de cortar comida en la mano de aquel viejo dacio muerto. Luchaban hasta el final por proteger a sus mujeres y sus niños. Recordó entonces las palabras de Diegis y recordó también su promesa.
Tercio Juliano propinó un puntapié despiadado en el bajo vientre del legionario del pelo rizado. Éste se dobló de inmediato aturdido por un dolor insufrible. Acto seguido, Tercio Juliano repartió sendos puñetazos a otros dos legionarios que acompañaban al legionario rebelde que, de tan sorprendidos como estaban, ni siquiera se movieron del sitio ni levantaron las manos para protegerse. Una vez que los tres legionarios estaban derribados, gimoteando de dolor, Tercio escupió en el suelo y les habló a gritos.
—¡He dicho que se acabó la matanza! ¡Por Júpiter! ¿Cuántas veces he de repetir una orden? —Luego se dirigió a sus hombres—: ¡Llevaos a esta escoria! ¡Están arrestados! —Y como vio algo de duda en sus más leales y supo interpretar certeramente que lo de matar a mujeres y niños dacios a ellos no les parecía tan mal y supo entrever que pensaban que se estaba haciendo débil o, peor, demasiado sentimental, Tercio Juliano, en lugar de apoyarse sólo en la orden imperial, añadió algunas palabras más—: Roma necesita esclavos, imbéciles. Si los vais matando mermáis el botín de esta victoria, y además contravenís una orden del emperador. ¿Queréis afrontar la ira de Trajano? Los dacios lo intentaron y ya veis cómo están.
Más rápidos que una centella del cielo, los legionarios de la VII arrastraron a los otros fuera de la casa. Tercio miró entonces a las mujeres, las cogió de la mano y las llevó junto a sus niños que, como si tuvieran algún resorte automático en sus cuerpos, se aferraron a sus madres a toda velocidad.
Tercio Juliano se quedó mirando aquellas miradas de agradecimiento infinito de las mujeres dacias pero no dijo nada. Salió de allí y se pasó toda la tarde frenando matanzas similares. Le había prometido a aquel guerrero dacio moribundo que mató junto al agger que haría todo lo que pudiera por salvar a mujeres y niños dacios y él era hombre de palabra. Incluso si se la había dado a un enemigo. A veces, Tercio Juliano sentía que lo único que le quedaba a un legionario de Roma era su palabra.