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EL DÍA DE LA EJECUCIÓN DE CELER

Roma

25 de julio de 106 d. C., hora quarta

Castra praetoria

Tiberio Claudio Liviano estaba bastante inquieto. Todo aquel asunto del auriga, su juicio extraño y su condena a muerte no habían hecho otra cosa que traer tensión a la ciudad. Como jefe del pretorio poseía el control efectivo de la urbe, pero se había visto obligado a ordenar que varias cohortes de la guardia pretoriana patrullaran toda la ciudad, en particular la Subura y los aledaños al Circo Máximo, lugares donde había habido algunos enfrentamientos entre partidarios del auriga de los rojos y aficionados de otras corporaciones, en especial la de los azules, es decir, la de los caballos supuestamente envenenados por Celer. ¿O era sólo un caballo? Daba igual; para el caso era lo mismo. Liviano había insistido mucho en dominar toda la ciudad. Otros habrían dejado la Subura sin guardias, pero él no estaba dispuesto a dar la más mínima muestra de debilidad. Trajano le había entregado una Roma en perfecto estado y en paz y él pensaba devolvérsela al emperador exactamente igual. Si para ello tenía que llevarse por delante a unos centenares de ciudadanos enloquecidos no le temblaría el pulso lo más mínimo.

Liviano, no obstante, había optado por trasladar al prisionero a los castra praetoria, al norte de la ciudad, donde le era posible controlar la situación mucho más que en las prisiones vetustas del centro de la ciudad, demasiado próximas a los barrios conflictivos. Pero había llegado ya el día de la ejecución. Tiberio Claudio Liviano salió de sus dependencias en el cuartel de la guardia pretoriana perfectamente uniformado y con el casco reluciente brillando bajo un rayo de sol que se filtraba entre las nubes. Miró al cielo. Amenazaba lluvia. Una tormenta de verano. Aquellos destellos de Apolo no durarían demasiado. Todo estaba encapotado, ya miraras hacia el sur, el norte, hacia Occidente u Oriente. Quizá eso desanimaría a muchos y no salieran a las calles tantos como de seguro lo harían de ser un magnífico día soleado. Sí, una buena tormenta henchida de rayos y truenos sería lo mejor para todos.

—¿Está todo preparado? —preguntó el jefe del pretorio.

—Sí, vir eminentissimus —confirmó un tribuno pretoriano a su superior—. El prisionero está encadenado y llevaremos doscientos cuarenta hombres: dos centurias abriendo el camino y otras dos detrás. Además toda la guardia está distribuida a lo largo del camino y la colina Capitolina es infranqueable para cualquiera al que no se quiera dejar pasar.

—Bien —respondió Liviano satisfecho.

En su momento dejarían que accedieran un par de cientos de personas, quizá algunos más, hasta la roca Tarpeya, pero de entrada era mejor tenerlo todo así. Si las cosas se ponían mal, Liviano estaba decidido a que la sentencia se cumpliera ante una plaza vacía. Se trataba de una condena a muerte. Nada lo obligaba a transformarlo en un espectáculo. El pueblo tendría su dosis adicional de divertimento si sabían comportarse, pero de lo contrario sólo habría justicia. ¿Justicia? Liviano, como tantos otros, era de la opinión de que aquel auriga era, una vez más, objeto de una trama de venganza por sus victorias en el Circo Máximo, pero si los jueces eran corruptos y esto indignaba al emperador, ya se encargaría Trajano de tomar medidas a su regreso. Por su parte, él pensaba limitarse a que las sentencias de los tribunales se cumplieran en paz.

El sol se ocultó. Liviano volvió a mirar al cielo.

—Vamos allá —dijo, y las puertas del gran campamento de la guardia pretoriana de Roma se abrieron de par en par.

Celer echó a andar con las muñecas encadenadas y la mirada arrastrándose por el suelo. Sabía que no tenía sentido pensar en conseguir vengarse por todo aquello, pero no dejaba de jurarse a sí mismo que si por algún portento de los dioses conseguía salir vivo, no pararía hasta matar al miserable de Acúleo como fuera. No podía borrar de su mente a aquel miserable declarando, de nuevo, en su contra en otro juicio amañado, y aquella sonrisa criminal que le dedicó cuando salía de la basílica. No, no era probable que sobreviviera a aquella funesta jornada, pero en la desesperación cada uno busca consuelo donde puede. Y pensar en una venganza contra Acúleo era lo único que le daba fuerzas para no llorar de rabia e impotencia. En su cabeza sólo había sitio para una carrera más en el Circo Máximo: una carrera mortal.

Atrium Vestae

Menenia miraba al cielo con prevención. La antigua emperatriz de Roma la había advertido: no debía intentar lo que iba a intentar si el día estaba poblado de nubes. Ella había estado esperanzada en que todo ocurriría bajo un resplandeciente sol de finales de julio, pero, al final, todo se había torcido.

—Va a llover —le dijo otra de las vestales más jóvenes con la que Menenia más había intimado en los últimos meses. Su nombre era Claudia y ella sabía que le hablaba de corazón—. No deberías intentarlo. Es demasiado peligroso.

—No pienso permitir que la injusticia gobierne Roma —respondió Menenia—. ¿Están el lictor y los hombres que me han de escoltar preparados?

—Sí, y el carpentum: el carro de dos ruedas cubierto será más seguro esta mañana que una litera.

—Y más rápido —añadió Menenia mientras terminaba de ajustarse el velo sobre su rostro.

Claudia asintió, pero con tristeza. El carro cubierto, un lictor y media docena de sirvientes apenas eran hombres suficientes para detener a los pretorianos de Liviano o, peor aún, a los exaltados de las corporaciones de cuadrigas. Menenia se percató del miedo en el rostro de su compañera de sacerdocio.

—Nadie se atreverá a tocar a una vestal —dijo Menenia y salió de la casa de las vestales para dirigirse al Templo de Vesta, donde pensaba realizar un sacrificio antes de seguir con su plan.

Claudia no podía por menos que admirarse ante aquel temple. Menenia tenía la capacidad de hacer creer que lo imposible, simplemente, puede ser posible, pero en cuanto la muchacha se quedó sola, el miedo retornó a su corazón.

Menenia, una vez ya dentro del más especial de los santuarios de Roma, se arrodilló ante la llama sagrada e imploró a Vesta por su protección. Luego se alzó despacio, salió del Templo y al pie de la escalera la recibieron los sirvientes mientras el lictor abría la puerta de la carroza cubierta.

—Cuando yo os lo ordene dejadme sola. Lo que he de hacer lo he hacer yo, sin ayuda de nadie.

Todos se inclinaron ante la joven vestal.

Oeste de Roma, avance de la guardia pretoriana

En cuanto llegaron a la porta Collina, Liviano ordenó que giraran hacia la via Nomentana, para desde allí rodear la colina Hortorum y pasar por debajo del acueducto del Aqua Virgo a la altura de la Via Pinciana. Su idea era muy clara: alejarse de la ciudad, bordeando la mayor parte de la zona edificada de Roma, para entrar de nuevo en la urbe desde el oeste. Por eso no cruzó la Porta Sanqualis, que lo habría conducido ya de forma directa a la colina Capitolina, sino que de allí dirigió a la guardia hacia las termas de Agripa. Luego descendió hasta el teatro de Pompeyo y aún más al sur hasta alcanzar la gran biblioteca del Porticus Octaviae. Los problemas podrían empezar a partir de ese punto, porque la proximidad con la roca Tarpeya era mucha y ya se veían a centenares de personas a ambos lados de la calle. Los pretorianos que cubrían toda la ruta constituían, por el momento, una eficaz barrera que nadie se atrevía a cruzar, pero los gritos a favor y en contra del ajusticiado no dejaban de oírse constantemente. También había quien insultaba a la guardia pretoriana, pero Liviano había dado orden de no responder a ningún tipo de provocación. Se trataba de cumplir una sentencia y punto.

—¡Traidores, miserables! ¡Que los dioses os confundan!

—¡Que lo maten! ¡Ahora no se te ve tan rápido, auriga de los rojos! ¿Por qué no corres? —Había carcajadas o insultos a partes iguales.

En el interior de la biblioteca, en la sala del archivo, con puertas y ventanas cerradas, en un intento inútil por conseguir silencio, Cayo Suetonio Tranquilo continuaba con sus trabajos de archivo de los papiros de Roma. Sabía que el mundo, allí fuera, estaba trastornado por reyertas y enfrentamientos entre los conductores de cuadrigas. Él, por su parte, intentaba preservar para las futuras generaciones de romanos el mayor número de textos posibles. Quizá cuando se cansaran de matar y de matarse, algunos tendrían el ansia por volver a leer. Y, en cualquier caso, el emperador quería un informe detallado sobre las necesidades de las bibliotecas. Suetonio estaba decidido a explicarle al César que Roma precisaba de un nuevo gran edificio para conservar correctamente todo lo que se había salvado de los diferentes incendios que habían asolado la ciudad en los últimos años… pero en el exterior seguían los gritos. ¿No iban a terminar nunca con aquel ajusticiamiento? Así no había forma de trabajar.

En la calle, a las puertas de la biblioteca, de pronto, uno de los tribunos se aproximó al jefe del pretorio.

—Una mujer se ha situado en medio de la calle y no parece que vaya a apartarse.

Liviano inspiró profundamente. Los problemas empezaban.

—Que nadie se detenga. Si no se aparta por las buenas la cogéis y la empujáis a un lado.

—¿Y si se resiste?

Liviano engulló rabia, inspiró aire y, por fin, dio la orden.

—Si es preciso, la matáis. Nada va a detenernos.

—Sí, vir eminentissimus.

Al pie de la colina Capitolina

Menenia estaba frente a la larga escalinata de piedra que conducía hasta la roca Tarpeya. No había sido fácil llegar allí porque la guardia pretoriana tenía puestos de guardia en cada esquina, pero como ella imaginaba, en cuanto veían que se trataba de una vestal se hacían a un lado y la dejaban pasar.

—Éste es un buen sitio —dijo para sí misma, y a continuación se dirigió a los sirvientes que la acompañaban—. Dejadme sola.

Los hombres dudaron mientras veían cómo la joven se situaba en medio de la calle, con la muchedumbre a ambos lados y la interminable hilera de pretorianos vigilando en cada parte, pero se quedaron quietos. Debían obediencia a aquella sacerdotisa incluso si ésta decidía encaminarse a su propia muerte. No podían detenerla. Nadie tenía derecho a hacerlo, pero los pretorianos de Liviano estaban a punto de llegar. Lo que les preocupaba a aquellos hombres, en particular al lictor de la vestal, era que muchos de aquellos guardias imperiales ni tan siquiera habían nacido en Roma. Muchos venían de Germania o de Helvetia, incluso los había de Britania, Iliria y otras regiones remotas del Imperio. ¿Respetarían esos hombres lo más sagrado que había en Roma?

Al final del Porticus Octaviae

La gran biblioteca había quedado atrás.

Todo fue rápido. Los momentos más terribles son en ocasiones fugaces, aunque sus consecuencias duren para siempre, aunque el dolor que causen sea perenne. Un instante fatal y todo había terminado. La señal de aquella porción de tiempo funesta fue un grito de mujer que rasgó la calle.

Luego un clamor de la multitud que se agolpaba en las calles se extendió como una mancha de aceite sobre el agua. Pero para Liviano todo aquello era secundario: pudo ver que sus hombres de vanguardia, que se habían detenido por unos instantes por culpa de aquella inoportuna mujer, obligando a su vez a que el resto de pretorianos se detuviera también, volvían a avanzar. Y eso para él era lo único importante. Ya deberían haber resuelto el problema de la mujer que se interponía en su ruta.

El tribuno regresó junto a Liviano para informar. Venía con la espada desenfundada manchada de sangre.

Celer, tremendamente asustado, pues había escuchado la conversación anterior y temía enormemente por la vida de Menenia, miraba hacia aquella espada y se esforzaba por entender las palabras que intercambiaban en ese momento el jefe del pretorio y su subordinado, pero no le resultó posible porque la plebe seguía insultando o clamando por justicia. Continuaban caminando. El tribuno retornaba hacia la vanguardia y el jefe del pretorio miraba al suelo como si no estuviera satisfecho con lo que había ocurrido. Pero los gritos estaban cambiando a medida que avanzaban y Celer pudo oír con nitidez lo que clamaba el pueblo.

—¡La han matado! ¡Esos miserables la han matado! ¡Dioses!

—¡Por Cástor y Pólux! ¡Por Hércules! ¡La han matado!

Y seguían caminando. Los pretorianos pisaban con sus sandalias el suelo de Roma con la potencia inflexible que no se detiene ante nada ni ante nadie. Sólo aquella exhibición de fuerza mantenía a la plebe a ambos lados de la calle, sometida bajo las armas desenfundadas de todos aquellos guardias del emperador.

—¡Miserables, traidores, asesinos! ¡La han matado como a un perro!

Y Celer la vio, tumbada a un lado del camino, desangrándose lentamente, sin que los pretorianos dejaran que nadie se acercara a la muchacha ni tan siquiera para cubrir su rostro.