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AURUM

Sarmizegetusa

Julio de 106 d. C.

Interior del recinto amurallado de Sarmizegetusa

Con el rey huido y Diegis muerto, los pocos oficiales que quedaban entre las tropas supervivientes se volvieron hacia Dochia, a quien habían liberado de la torre en cuanto se supo que Decébalo los había abandonado. Ella no lo dudó y asumió con rapidez el mando de la defensa de Sarmizegetusa o, mejor, dicho, de lo que quedaba de ella.

—No tenemos suficientes guerreros para defender el perímetro de toda la ciudad —dijo Dochia a los oficiales dacios reunidos en el salón de un trono sin monarca—. Creo que lo mejor será abandonar la parte baja de la ciudad y concentrar a todo el mundo en la ciudadela. Allí podremos defendernos mejor. Y habrá que trasladar también toda la comida y el agua que aún nos quede.

A la princesa no se le ocurrió nada mejor, pero todos los pileati allí reunidos convinieron en que la idea de Dochia era lo más razonable.

—Luego intentaremos negociar de nuevo con el emperador romano —añadió la princesa, pero a eso nadie dio respuesta porque nadie pensaba ya que el emperador de Roma estuviera dispuesto a negociar nada que no fuera la rendición absoluta, y eso sólo podía significar la muerte para muchos y la esclavitud para los supervivientes. No les quedaba más que rezar a Zalmoxis, aunque hubieran concluido hacía ya días que el dios supremo los había abandonado.

Circumvallatio, zona noroccidental del asedio

Trajano había desmontado y paseaba junto con Aulo y otros pretorianos por la parte de la empalizada que había sido destruida por los guerreros de Decébalo en su huida hacia los montes.

—Eran muchos para los legionarios que teníamos apostados en esta parte de la circumvallatio —dijo Nigrino—. Unos mil jinetes, quizá más, César.

—Eso son todas sus fuerzas de caballería, augusto —añadió Tercio Juliano.

Adriano, Sura, Celso y Palma se habían quedado con las legiones en el sector oriental de la muralla de Sarmizegetusa. Quieto seguía recuperándose de sus heridas.

Trajano asintió como si aceptara los comentarios de sus dos legati.

—Quiero que tomes el mando de toda la caballería de las legiones, Nigrino, y que sigas a Decébalo.

Nigrino se puso firme al escuchar aquella orden. Pensaba que el emperador había perdido la confianza en él tras su no demasiado exitosa participación en la primera campaña contra los dacios, pero ahora veía que le encomendaba una misión con la que redimirse por completo.

—Llévate a los mejores oficiales, los que tú veas más valientes —completó Trajano.

Nigrino tenía una duda.

—¿Hasta dónde debo seguir al rey dacio?

—¡Hasta el fin del mundo si hace falta, por Júpiter! —exclamó Trajano irritado, pero rápidamente se controló—. Hasta que lo captures. A ser posible vivo, pero si eso no es posible me basta con que me traigas su cabeza. Sí, quiero la cabeza del rey que obligó a Longino a suicidarse —respondió Trajano y, como para intentar sacudirse la rabia, volvió a andar, esta vez en dirección a las murallas—. ¿Qué hay allí? —preguntó. Necesitaba pensar en otra cosa que no fuera Longino.

Tercio y Nigrino miraron hacia donde señalaba el César.

—Parece un cadáver, augusto —respondió Tercio.

—Es raro, ¿no? —inquirió Trajano—. Está demasiado lejos de las murallas y también a demasiada distancia de nuestra empalizada.

Ni Tercio ni Nigrino pensaron que aquel cadáver pudiera ser importante, pero el emperador siguió caminando hacia donde estaba aquel muerto. En cuanto llegaron junto a él, de inmediato se dieron cuenta de que el que yacía allí no era ningún guerrero sino un hombre dacio que vestía ropas propias de alguien rico, bien tejidas, de colores intensos, casi brillantes, como lo era también la sangre roja que había alrededor del cuerpo.

—Tiene una lanza clavada en la espalda —dijo el César—, pero no es un pilum.

—¿Por qué iban a matar a uno de los suyos cuando estaban huyendo? —preguntó Tercio.

Trajano se volvió lentamente y miró al legatus de Vinimacium.

—En efecto, ¿por qué? —repitió el emperador.

Justo en ese instante el cadáver se movió. Aulo apareció entonces desde detrás del emperador y se interpuso entre aquel cuerpo y el César a la vez que, como una centella, desenfundaba su espada para proteger al emperador de cualquier ataque. Y lo mismo hicieron Tercio y Nigrino, pero la voz de Trajano los detuvo.

—¡No lo matéis, no lo matéis! ¡Por Júpiter!

El hombre malherido se había limitado a ponerse de costado. Con la lanza clavada en la espalda poca cosa más podía hacer. Si Longino hubiera estado allí con el emperador podría haberle indicado que aquel dacio herido no era otro que Bacilis, el sumo sacerdote de Zalmoxis, pero Longino no estaba allí y nadie podía reconocer a aquel dacio malherido.

Bacilis tenía la garganta seca después del tiempo pasado allí, sin poder moverse. Había perdido mucha sangre y estaba muy débil, pero sabía que tenía aún algo con lo que comprar su vida y, además, su odio a Decébalo había ido creciendo exponencialmente a cada instante que había pasado allí desangrándose y sufriendo como un perro. No sabía mucho latín, pero había una palabra que sí había aprendido. Una palabra por la que muchos mataban, pero que ahora debía darle a él una nueva vida.

Aurum [oro] —dijo, y lo repitió varias veces, como quien reza una oración a los dioses antes de morir—. Aurum, aurum, aurum.