122

LA VOZ DE CARPOPHORUS

Anfiteatro Flavio, Roma

Julio de 106 d. C.

Los dos últimos combates habían sido mucho más difíciles de lo habitual. Marcio, arrodillado frente a la estatua de Némesis, en el pequeño santuario al final del túnel que conducía a la arena del anfiteatro Flavio, rogaba a la diosa por que su próximo contendiente en la lucha a muerte no fuera tan rápido o tan fuerte como en los dos últimos encuentros mortales. De hecho, si Marcio no tuviera claro que a Trigésimo le gustaba, como a todos los preparadores de gladiadores, el dinero, habría empezado a pensar que algo extraño ocurría; pero no podía entender qué podía empujar a Trigésimo a poner en peligro una buena inversión para el Ludus Magnus como era él en aquel momento: un gladiador victorioso de quien los corredores de apuestas sacaban grandes beneficios. Oyó entonces una carcajada inconfundible y abrió los ojos: seguía solo en aquel pequeño recinto. Miró a su alrededor. Sólo se veían, al final de los escalones de entrada al santuario, las sandalias de los pretorianos que custodiaban el túnel principal y que no tardarían en llamarlo para salir a la arena, pero la carcajada aún era audible, seguramente sólo para él, pues los pretorianos del pasadizo central del anfiteatro estarían absortos viendo lo que ocurría en la arena y ahogados sus sentidos también por los gritos de la plebe.

La carcajada se repitió hasta que se interrumpió súbitamente por la voz gutural de Carpophorus, que parecía hablar a través de las paredes.

—Sé que estás ahí, Marcio, el gladiador de gladiadores. —Estas últimas palabras fueron pronunciadas con sorna, casi con desdén, al tiempo que la carcajada volvía a resonar entre las rendijas que se veían en la pared más oscura, al fondo del pequeño santuario. Sí, a través de aquellos resquicios llegaba la voz del bestiarius, quien, de nuevo, volvía a hablar—: Cada vez es más difícil, ¿verdad, Marcio? Cada vez es más complicado derrotar a los nuevos gladiadores que luchan contra ti, ¿no es cierto?

Marcio empezó a comprender que las dificultades que le habían presentado los dos últimos luchadores en la arena no eran fruto de la casualidad. Aquel miserable estaba de por medio. ¿Cuánto había crecido el poder del bestiarius desde que él escapara de Roma? Cada vez le resultaba más evidente a Marcio que la ausencia de Cayo, el antiguo lanista, había permitido que el terrible bestiarius se atreviera cada vez más a dirigir los designios de todos en el anfiteatro Flavio.

—¿Por qué? —preguntó Marcio al aire de la estancia vacía a sabiendas ya de que el bestiarius podía oír todo lo que allí pasaba; por eso supo que Akkás era amigo suyo, pero seguía sin entender por qué aquel reptil de las fieras se empeñaba en atacarlo y en atacar a todo lo que él estimaba—. ¿Por qué vas contra mí? ¡Por todos los dioses! ¡Yo nunca te he hecho nada! ¡Ni siquiera desvelé en el pasado tu método para hacer que las fieras intenten montar a las pobres mujeres que arrastras a la muerte desde los arcos del anfiteatro!

—No, eso es cierto… muy cierto… —respondió la voz de Carpophorus desde las rendijas del muro—. En realidad no me has hecho nunca nada, pero es ya todo tan aburrido, Marcio. No sé ya qué más imaginar para entretener al público. Pero lo que aún me da algo de placer es la caza: atrapar a las más grandes fieras y someterlas o matarlas. De esa afición mía se ha beneficiado la plebe todos estos años, pero yo me aburría, y, de pronto, has llegado tú, ¿o he de decir has vuelto? Uno de los asesinos del emperador Domiciano de regreso a Roma. ¿Qué mayor presa puede desear un cazador?

Marcio pensó en aclarar que, al final, no fue él quien asesinó a Domiciano, pero concluyó que nada de lo que fuera a decir podría hacer cambiar lo que aquel retorcido ser tuviera planeado, así que lo mejor era intentar averiguar de qué iba todo aquello, qué anhelaba Carpophorus que implicara forzarlo a combatir con los más fuertes contrincantes.

—¿Por qué quieres mi muerte? —insistió Marcio.

—Te guardo rencor porque tenía la sangre de aquella gladiadora vendida y tú te la llevaste y eso me causó muchos problemas, muchos. Alana, se llamaba, yo no olvido nunca un nombre, no olvido nunca nada ni a nadie. Y te persigo porque cazarte a ti, que huiste del anfiteatro Flavio, que mataste a un emperador e intentaste asesinar a otro, pues por eso estás aquí ahora, ¿no? Por intentar asesinar al mismísimo Trajano… En fin, porque atraparte a ti, conseguir tu derrota, es una gran aventura, un gran reto, y disfruto con los desafíos. Y además, al llevarte a aquella guerrera y su sangre interferiste en mis negocios. Eso no lo puedo perdonar.

Marcio empezó a negar con la cabeza, todavía arrodillado, sin moverse de donde estaba, frente a la estatua de Némesis, para que sus movimientos no alertaran a los pretorianos que vigilaban la entrada al pequeño santuario.

—No lo intentes, Carpophorus, no lo intentes —contraargumentó Marcio—. No te enfrentes a mí, por Némesis, no lo hagas.

—Ah… —la voz transmitía auténtico placer—; eso me encanta. No esperaba menos de ti. Así, sin miedo, así respondes. Te revuelves y vas a luchar. Me apasiona. Esto lo hará todo mucho más interesante. Será fantástico ver cómo tarde tras tarde intentas abatir a los más fuertes gladiadores ahora que Trigésimo ya no te protege. Va a ser un espectáculo perfecto. Y, sin embargo, será ese imbécil de Trigésimo quien se llevará la fama, pero no importa. Yo lo veo todo, lo oigo todo, lo sé todo en el anfiteatro Flavio: estoy dispuesto a disfrutar con tu agónico camino hacia la muerte y, al final, allí estaré yo para trocear tu cuerpo.

—Luchar contra mí puede ser un error, Carpophorus —replicó Marcio con un tono gélido—. No sé bien por qué, Carpophorus, pero la diosa Némesis me protege, sólo así se explica que haya podido sobrevivir tanto tiempo a tanta locura. Olvídate de mí y sobrevive. No luches contra Némesis.

—¿Crees que después de todo lo que he hecho con mis manos y después de todo lo que he visto en este anfiteatro creo en los dioses? Némesis, tu diosa protectora, no me da miedo. Los dioses no existen. Son un invento para que no os rebeléis vosotros, los esclavos, los cobardes, los miserables.

Marcio cerró los ojos mientras elevaba una oración a la estatua de Némesis. Luego se volvió, una vez más, hacia las rendijas por las que penetraba la voz del bestiarius.

—Si luchas contra mí, Carpophorus, te mataré.

—¡Qué audaz! —respondió la voz a través del muro, y luego vino otra sonora carcajada—. ¡Ja, ja, ja! ¡Tanto valor en un hombre condenado a morir! ¡Un desperdicio para el Imperio, pero Roma es así! —Después, un suspiro—. Quizá dejarte vivir no sería tan malo, después de todo tú eres el único que conoce el anfiteatro desde el principio, como yo; todos los demás han muerto, pero aunque quisiera ya nada puedo hacer para detener tu destino.

—¿Por qué? —preguntó Marcio tragando saliva, conteniendo su rabia y sus ganas por arremeter contra aquel muro.

—Ya me han pagado. Todo está en marcha. Tu destino está comprado.

—¿Quién te ha pagado? ¿Por qué?

Pero ya sólo se oía, una vez más, la terrible carcajada del rey del submundo húmedo y angosto de las fieras y el terror. Marcio se levantó, se acercó al muro y habló a las rendijas que había descubierto en el mismo.

—¿Quién te ha pagado, miserable, quién?

Pero ya no hubo respuesta, sino aquella carcajada que lentamente se ahogaba a una distancia cada vez mayor.

Un pretoriano se asomó por la puerta y se sorprendió al ver a Marcio junto a la pared del fondo en lugar de frente a la estatua de la diosa Némesis.

—Gladiador, es la hora.

Marcio se separó de la pared y se dirigió hacia la puerta, pero al pasar frente a la estatua se arrodilló por última vez e imploró su ayuda, como había hecho siempre. Sólo contaba con ella, con nadie más, para salir vivo de allí. ¿Le abandonaría ahora la diosa o seguiría Némesis a su lado?