LA SANGRE DE UN HÉROE
Sarmizegetusa
Julio de 106 d. C.
Vanguardia romana frente a la gran Puerta Este de Sarmizegetusa
La embestida de los dacios fue tan mortífera que los auxiliares y las primeras cohortes de la VII Claudia retrocedieron, para desesperación de Tercio Juliano, de forma desordenada. El legatus pensaba castigar a varios centuriones cuando acabara el combate, pero en aquel instante no le quedó otra que situarse en vanguardia al mando de todas las cohortes de reserva constituidas por los legionarios más veteranos. Éstos, más disciplinados por fin, empezaron a mantener una cierta línea ordenada de defensa, porque ante aquel ímpetu de los dacios, defender era todo lo que se podía hacer.
Praetorium
Desde lo alto de la colina donde estaba situada la tienda del emperador, Trajano lo observaba todo con la boca cerrada, apretando los labios hasta que casi quedaban blancos por falta de riego sanguíneo. Una legión marchaba ya en ayuda de Tercio comandada por Nigrino y otras dos se estaban preparando, entrando a través de las puertas de la circumvallatio, para que comandadas por Celso y Palma atacaran por los flancos a los guerreros dacios; pese a todo, había algo que no encajaba. Aún disponían de una cuarta legión, aparte de las que estaban de reserva por el valle para evitar que los dacios del norte sorprendieran al ejército imperial por la retaguardia. Trajano se dirigió a Adriano, el último legatus que tenía disponible, pues Quieto seguía restableciéndose de su herida y Laberio Máximo, junto con Sura, estaba en la boca del valle con las legiones de reserva.
—Es extraño este ataque con tanta furia —dijo el emperador.
—Quieren derribar el agger y prolongar el asedio —respondió Adriano—. Quieren forzarnos a pasar un segundo invierno. Quizá esperen refuerzos del norte, que nos agotemos o que surjan problemas en cualquier otro lugar del Imperio, como le pasó a Domiciano.
—Es posible —concedió Trajano—, pero ¿tú dirías que han sacado todas sus fuerzas?
—No lo creo. Deben de haber dejado algunos centenares, o un par de miles de guerreros en retaguardia.
—Pero no los veo en lo alto de las murallas —continuó el César—, que es donde yo los situaría para apoyar con arqueros la salida del resto.
—El combate se está alejando de las murallas —comentó Adriano llevándose una mano a la frente para protegerse del sol—; allí ya no son útiles los arqueros.
—Entonces… ¿dónde están esos hombres que se reservan? —siguió preguntando Trajano que, a cada instante que pasaba, tenía la incómoda sensación de que algo no encajaba en aquella salida de los dacios—. Quiero que cojas la legión que nos queda disponible y que rodees toda la circumvallatio. Asegúrate de que todo el perímetro de la fortificación está bien. Envía las turmae de caballería por delante y envíame un mensajero lo antes posible. Quiero saber qué está pasando al otro lado de la ciudad.
Adriano se despidió con un saludo militar y partió para cumplir las órdenes. En su opinión su tío buscaba más enemigos de los que había, pero tampoco era una tontería comprobar que todo estuviera bien allí donde no podían ver. En territorio enemigo toda precaución era poca. Ésa era una de las pocas cosas en las coincidía con Trajano.
Vanguardia dacia
Se estaban aproximando al agger. Diegis seguía aullando con fuerza.
—Dǎrîma, dǎrîma, dǎrîma! —gritaba; tenían que destruir cuanto les fuera posible de aquella obra.
La parte de piedra era inmune a las llamas de las antorchas, pero los andamios que habían levantado los romanos para seguir ampliando aquella gigantesca pasarela que debía terminar en las murallas de Sarmizegetusa sí que eran vulnerables al fuego y pronto las llamas prendieron en la base de aquellos pesados armazones de haya y aliso.
—¡Quemadlo todo! ¡Quemadlo! ¡Por la Dacia! ¡Por Zalmoxis! —seguía diciendo Diegis a pleno pulmón animando así a todos sus hombres.
Pero, de pronto, llegaron refuerzos romanos y la línea dacia empezó a resquebrajarse. El propio Diegis se encontró aislado junto a la base en llamas de los andamios del agger. Sólo disponía de una docena de sus más leales guerreros, que se habían quedado junto a él. Decenas y decenas de legionarios los rodeaban y pronto se encontraron combatiendo en un pequeño círculo. Las llamas de los andamios se elevaban al cielo y Diegis podía sentir el calor de las mismas en su espalda. Eso le daba fuerzas. Sabía que el fin estaba cada vez más cerca, pero que habían causado grandes destrozos a los trabajos de los ingenieros romanos. Dos de sus hombres, los más próximos a él, cayeron heridos por los gladios enemigos. Diegis tuvo que retroceder, pero el fuego crecía y el calor se hacía más intenso. De repente, la docena de romanos que tenía delante miraron hacia lo alto con terror y empezaron a retirarse. Diegis se volvió para ver qué era lo que horrorizaba a sus enemigos y lo vio: una enorme masa de vigas de madera en llamas caía desde lo alto de las obras. El noble dacio echó a correr para intentar salvarse pero parte de las astillas ardientes y algunos maderos prendidos cayeron sobre él derribándolo. Se reincorporó como pudo. El calor era descarnado, bestial. Se quemaba por todas partes, pero se levantó y echó a andar. Cayeron entonces más maderos en llamas y fue cuando sus ropas prendieron. Todo él ardía. Se arrodilló. Se echó al suelo y se lanzó a rodar con rapidez para tratar de apagar las llamas que lo envolvían, pero chocó con nuevos maderos que caían encendidos y se golpeó con brutalidad contra ellos. Su cuerpo seguía ardiendo como una antorcha gigante. Ciego de dolor, pero aún luchando por la supervivencia, Diegis gateó para alejarse de los andamios en ruinas que se desplomaban sobre él. Cuando consideró que estaba suficientemente lejos repitió la operación de rodar por el suelo. Esta vez sí consiguió apagar las llamas que lo habían estado devorando. Volvió a levantarse pero apenas podía ver; había pasado demasiado tiempo embalsamado en aquel manto de fuego: sus guerreros yacían muertos bajo los escombros de los andamios y los romanos, que se habían salvado en su mayor parte, lo miraban atentos, con las espadas y sus escudos preparados para matarlo. Ya no eran decenas. Eran cientos. Lo que quedaba del ejército dacio que había salido para atacar a las legiones retrocedía a toda velocidad para intentar entrar de nuevo en la ciudad, pero sin orden. Y muchos caían acribillados por las flechas de los arqueros romanos y por sus pila. No entendía dónde estaban los arqueros que se habían quedado con Decébalo. Un triste final para la Dacia. Pero al menos lo habían intentado. No podía ver bien, pero sí oler y sentir. Olía a quemado, un hedor horrible que al instante comprendió que no era otro que el de su propia piel incendiada, humeante. Él no podía darse cuenta pero de todos sus poros emergía un humo fétido. Aquel hedor, no obstante, no le preocupaba. Era el infinito dolor que sentía por todas partes. Sabía que iba a morir, que ya nada podría salvarlo de aquellas quemaduras. Pero ¿por qué no lo mataban? Una espada enemiga sería bienvenida. Lo conduciría directamente con Zalmoxis y lo alejaría de aquella visión de derrota absoluta y, sobre todo, de aquel dolor sin fin que no paraba de torturarlo. Diegis caminó como pudo. Hasta andar le hacía daño, pero los legionarios empezaron a reírse de él. No, eso no. No era justo. Estaba desarmado, por eso no le tenían miedo. Vio una falx de uno de sus guerreros abandonada en el suelo y se agachó para cogerla. Simplemente el hecho de asirla con las manos quemadas le produjo un dolor extremo que le hubiera gustado que fuera mortífero, pero no: parecía condenado a arrastrarse entre el desprecio de sus enemigos envuelto en un sufrimiento total que lo destrozaba lentísimamente sin misericordia, pero que parecía divertirse, como aquellos legionarios, al no matarlo del todo. No importaba. Diegis echó a andar de nuevo, con la torpeza de un niño que da sus primeros pasos, hacia sus enemigos con la falx en la mano. Sabía que aquéllos eran sus últimos pasos en el mundo. Seguían riéndose. Daba igual. Los atacaría. O lo mataban o él mismo empezaría a matar romanos una vez más, pero los legionarios se limitaban a seguir retirándose. Les gustaba aquella diversión macabra. Diegis comprendió que nadie pensaba matarlo, que habían decidido dejarlo morirse poco a poco en medio de su lenta agonía, envuelto por aquel dolor infinito producido por las quemaduras que literalmente parecían seguir asándolo por dentro, por fuera, por todas partes. Entre lágrimas secas cayó de rodillas, siempre con la falx en la mano. Todo estaba perdido para él. Tendría la peor de las muertes y seguramente Zalmoxis se negaría a recibirlo. De pronto oyó gritos por detrás de las filas romanas. Diegis miró una vez más hacia sus enemigos inclementes y miserables. Los legionarios abrían un pasillo y por él emergió su jefe: era aquel legatus con el que había hablado en un par de ocasiones y que se había reído de él la última vez que departieron brevemente frente a las murallas, apenas unos días atrás.
Tercio Juliano miraba a Diegis aún desde cierta distancia y escuchaba las carcajadas de sus hombres ante el patético final del líder dacio caído ante ellos con el cuerpo entero quemado. Juliano tuvo claro que aquel hombre que estaba de rodillas ante ellos, con una falx en las manos y que, sorprendentemente, aún pugnaba por levantarse de nuevo, debía de estar sufriendo un dolor brutal que estaba seguro de que muy pocos en aquel mundo serían capaces de resistir sin caer desmayados. ¿Por qué no se dejaba caer y ya está? El dacio, contra toda lógica, volvió a levantarse haciendo un sobreesfuerzo admirable. Los legionarios seguían riéndose.
—¡Callaos todos! ¡Imbéciles! —gritó Tercio Juliano—. ¡Callaos o habrá cien latigazos para el que vuelva a reírse!
Y todos callaron. Eran legionarios jóvenes, de aquellos que habían retrocedido ante el empuje inicial dacio de forma desordenada. Tercio Juliano no los tenía precisamente en demasiada estima y todos sabían que el legatus cumplía sus amenazas. Siempre.
El legatus suspiró. Detestaba la cobardía de aquellos soldados jóvenes, pero aún le irritaba más que no supieran cuándo era pertinente reírse de un enemigo y cuándo era innoble: una cosa era mofarse de un mensajero que pretende negociar cuando está en inferioridad de condiciones y otra muy distinta reírse de un enemigo mortalmente herido que aún en medio de su dolor pugna por levantarse y luchar.
Tercio Juliano se acercó con su spatha en la mano al noble dacio, que aún daba pequeños pasos. El legatus no pudo evitar una mueca de asco ante el hedor a carne quemada que desprendía el cuerpo destruido de aquel guerrero, que blandía como podía su arma alargada.
—Hace unos días me reí de ti, dacio —dijo Tercio Juliano con voz seria: todos los legionarios podían escucharlo—, pero hoy no. Yo nunca me río de un valiente.
Diegis asintió un par de veces y volvió a caer de rodillas. Su plan había sido intentar abalanzarse sobre aquel oficial para que éste se defendiera y lo atacara, pero ya no tenía fuerzas.
—No merezco morir… así… —dijo en latín y dejó caer el arma; no podía más; parte de la piel de las manos se desprendió con la falx y un rictus de dolor absoluto marcó las facciones oscurecidas por las quemaduras del rostro de Diegis.
—No, no lo mereces —dijo Tercio Juliano. Y sin dudarlo, clavó su espada buscando el corazón del enemigo herido para otorgarle una muerte en combate rápida, no una lenta agonía por las quemaduras que padecía.
Diegis cayó de espaldas. El dolor que lo había estado destrozando por dentro parecía aflojar poco a poco, a medida que la sangre se escapaba por la herida abierta. Tanto le habían dolido las quemaduras que la espada de aquel oficial romano fue casi como una caricia de Zalmoxis.
—Las mujeres… y los niños… no tienen la culpa… —dijo Diegis, una vez más en latín, para que el oficial romano lo entendiera. Fueron sus últimas palabras. Tercio Juliano se arrodilló a su lado. No quería prometer nada a un moribundo que no pudiera cumplir.
—Haré lo que pueda —dijo el legatus de la VII Claudia.
Vio cómo el noble dacio cerraba los ojos y exhalaba su último suspiro. Tercio Juliano se levantó entonces despacio y se volvió hacia sus hombres. Ya no reían, pero estaba seguro de que aún no habían entendido nada. A veces, Tercio Juliano tenía ganas de abofetear a todos y cada uno de los legionarios de una unidad. Pero se contuvo. Aún estaban en medio de una batalla, pero hubo algo que no pudo dejar de decir.
—Con cien hombres como este dacio el Imperio romano no tendría problemas en ni una sola de sus fronteras, pero con vosotros… —No dijo más, pero negaba con la cabeza—. A este hombre lo enterráis aparte. Que su cuerpo no se lo coman ni los lobos ni los buitres. ¿Seréis capaces de hacer eso?
Un optio se avanzó y asintió.
Tercio Juliano pasó de nuevo por el pasillo que abrían aquellos legionarios novatos para retomar el mando de la legión en vanguardia.
Praetorium
Llegó un mensajero al galope. Se detuvo frente a Aulo, pues el tribuno pretoriano se interpuso entre aquel jinete y el emperador.
—Déjalo pasar —dijo Trajano y Aulo se hizo a un lado. El mensajero habló con rapidez.
—Ha habido un ataque en el sector noroccidental de la empalizada, augusto, y ha debido de escapar un numeroso grupo de dacios. No sabemos cuántos, César. Parece que Decébalo, su rey, iba con ellos.
Trajano bajó la mirada.
—Una distracción —dijo el emperador en voz baja—. Todo era una distracción.