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EL PODER DEL BESTIARIUS

Ludus Magnus, Roma

Julio de 106 d. C.

Hasta el momento había sido una tarde normal en el anfiteatro Flavio. Trigésimo estaba razonablemente contento porque en casi todos los emparejamientos de gladiadores había ganado aquel que le beneficiaba más a él y a muchos de los corredores de apuestas con los que trataba. Estaba en el túnel de acceso a la arena y los últimos combatientes regresaban entre sudorosos y ensangrentados, en ocasiones por la sangre del oponente derribado y en otras con sangre propia sobre su piel. Senex llevaba de ambas, pero aquel viejo luchador parecía crecerse con el castigo y se recuperaba con rapidez de sus heridas. Además, por lo que había visto Trigésimo, se trataba sólo de pequeños rasguños superficiales. Muy al contrario que su oponente, que era arrastrado por los esclavos que retiraban los cadáveres de la arena en dirección a la sala donde trocearían a los gladiadores caídos para, en la mayoría de los casos, alimentar a las fieras de Carpophorus. Justo en ese momento en el que los pensamientos del lanista habían descendido hasta el vientre oscuro del anfiteatro Flavio, Trigésimo oyó la voz lúgubre y gutural del bestiarius. El preparador de gladiadores se volvió y miró hacia un pasillo lateral por donde asomaba la inconfundible figura encogida de aquel ser del submundo de Roma. A Trigésimo no le gustaba Carpophorus, como a casi nadie que trabajara allí. No era lo mismo enfrentar entre sí a hombres adiestrados a luchar, pues, al menos, tenían una oportunidad de victoria, que los entretenimientos sangrientos que Carpophorus organizaba para satisfacer el apetito insaciable de la plebe. Además, cuanto más crueles eran los espectáculos que diseñaba el bestiarius más sangre exigía el pueblo en los combates de gladiadores, y eso no era bueno para el negocio.

—Aquí —dijo Carpophorus mientras invitaba con un gesto de sus manos a que el lanista lo siguiera por aquel túnel lateral. El preparador de gladiadores accedió de mala gana a seguirlo, pero cuando ya llevaba recorrida una distancia de más de cincuenta pasos y estaban bien lejos de los oídos de cualquiera que pasara por el túnel principal, Trigésimo se detuvo. Avanzar más era entrar en el reino del bestiarius y ésa no parecía una buena idea.

—Lo que tengas que decirme puedes decírmelo aquí. —Y con esas palabras el lanista se detuvo. A Carpophorus, en el fondo, le enorgulleció aquella negativa del lanista a seguir descendiendo hacia sus jaulas de fieras. Aquello era una muestra clara del temor que Trigésimo tenía de él y eso era bueno para lo que iban a hablar.

—Necesito el hígado de uno de tus gladiadores —dijo el bestiarius en voz baja.

Trigésimo sabía del comercio macabro que Carpophorus controlaba con relación a la sangre y las vísceras de los gladiadores caídos en la arena, pero le repugnaba. Incluso el peor de aquellos miserables lo intentaba, y aunque quizá no merecieran ser enterrados como un ciudadano romano, tampoco le parecía justo al lanista que partes de sus cuerpos se vendieran a pedazos para satisfacer las pasiones o locuras de los más ricos de Roma. Pero Trigésimo se había dicho una y mil veces que aquello no era cosa suya. Un gladiador muerto ya era asunto de la sala de despedazar cadáveres, a no ser que se tratara de algún gladiador particularmente popular entre sus compañeros y para el que el resto hubiera recogido dinero con el que asegurarle un enterramiento medianamente digno, aunque fuera lejos de la ciudad.

—Ya sabes que si sus compañeros no reclaman el cuerpo, yo no me meto con lo que hagas luego, pero, la verdad, por todos los dioses, tampoco deseo saberlo —respondió Trigésimo, y se dio la vuelta para regresar al túnel principal, como si todo aquel oscuro negocio no fuera con él.

—Pero el hígado que necesito es de un gladiador que aún está vivo —replicó Carpophorus.

Trigésimo se detuvo en seco. Esto era nuevo. Aquel maldito bestiarius nunca había hecho una petición como ésta: su reino era el de los muertos y las fieras. Los luchadores vivos eran cosa de él, del lanista. El preparador de gladiadores se volvió de nuevo y encaró a aquella sombra que parecía arrastrarse por el suelo húmedo de aquel tenebroso pasadizo.

—Carpophorus, deja en paz a mis hombres. Mientras viven soy yo quien decide qué pasa con ellos.

El bestiarius lanzó una carcajada.

—¡Ja, ja, ja! Te veo receloso, Trigésimo. Y no debes estarlo: hay mucho dinero para ti por este hígado. Ya te he pagado en otras ocasiones y nunca has hecho ascos a mi dinero.

Eso era cierto. En ocasiones, Trigésimo había interferido frente a sus hombres, que querían enterrar a alguno de sus compañeros, porque el bestiarius quería arrancarle antes alguna víscera, pero, una vez más, aquellas negociaciones se hacían sobre cadáveres, no sobre gladiadores vivos.

—Sólo he aceptado hablar de vísceras de hombres muertos.

—¿Y qué diferencia hay? —preguntó el bestiarius—. La mayoría de esos miserables, si no todos, son cadáveres vivientes, esperando su turno en la rueda de combates hasta caer derribados por uno de ellos mismos.

—Algunos consiguen la rudis y la libertad —contrapuso Trigésimo.

Carpophorus comprendió que el preparador de gladiadores no iba a hacer lo que él quería por las buenas.

—Si no colaboras en esto, tendré que explicarle al comprador de ese hígado que el único que se interpone entre esa ansiada víscera que ha de curar a su nieto y él no es otro que el preparador de gladiadores. ¿Es eso lo que quieres que le cuente a ese senador, Trigésimo? No hace falta que te diga que es un hombre poderoso y muy rencoroso y a ti te gusta ser el lanista del anfiteatro Flavio, ¿verdad?

—¿Me estás amenazando?

—Tómalo como quieras, pero necesito ese hígado. Sólo tienes que emparejar a ese miserable que llamáis Senex con alguien en mejor forma y ya está. A cambio recibirás el doble de lo acostumbrado. Como ves, pese a tu forma tan poco amigable de negociar, soy generoso —dijo Carpophorus.

Trigésimo meditaba en silencio. Así que era a Senex a quien quería. Era cierto que era viejo, pero precisamente por estar derrotando a muchos luchadores contra todo pronóstico estaba resultando particularmente útil a la hora de ganar dinero con las apuestas.

Como Carpophorus observó que el lanista dudaba insistió en el asunto del comprador temible.

—No le des más vueltas, Trigésimo. Si no haces esto un senador se ocupará de encontrar la forma de que te echen del Ludus Magnus y de que nadie te quiera dar trabajo en ningún otro colegio de gladiadores. Piensa bien tu respuesta. Te espero. No tengo prisa. Aquí abajo hay todo el tiempo del mundo.

A Trigésimo le reconcomía la ira por dentro, pero sabía que aquella especie de serpiente que adiestraba las fieras del anfiteatro Flavio tenía contactos con hombres tan poderosos como despiadados y que enfrentarse a cualquiera de ellos no era en absoluto nada inteligente; pero, por otro lado, si cedía ahora, ¿qué sería lo próximo que exigiría aquel lunático?

—¿Se trata entonces de Senex? —preguntó al final Trigésimo, buscando una confirmación de lo que ya se había dicho para ganar tiempo para sus reflexiones.

—Sí, de Senex. Necesito el hígado de ese viejo gladiador.

—Senex aún da mucho dinero con las apuestas.

—Por eso te pago el doble de lo acostumbrado.

—Quiero el triple. ¡Por Hércules, seguro que tú sacas mucho más de todo esto!

Carpophorus sonrió.

—Veo que al fin te avienes a razones. Mucho mejor para ti. No voy a discutir de dinero contigo. Tendrás lo que pides, pero tienes que organizarlo pronto. El senador se impacienta. Piensa en ese pobre niño pequeño enfermo que necesita el hígado de ese gladiador. ¡Ja, ja, ja! —Y el bestiarius se alejó por aquel túnel oscuro riendo a carcajadas, que retumbaban en aquellas paredes enmohecidas por la humedad y el frío.

Trigésimo tuvo ganas de salir corriendo detrás de Carpophorus y, aprovechando que él, como lanista, iba siempre armado, arremeter por la espalda contra el bestiarius y matarlo. E incluso llegó a dar algún paso en la dirección por la que había desaparecido Carpophorus cuando, de pronto, se oyó un rugido estremecedor y la silueta de un león gigantesco —no, de dos enormes leones— apareció proyectada por la luz de una antorcha. Eran las fieras amaestradas de Carpophorus: dos leones africanos que el bestiarius dejaba a veces sueltos porque era capaz de controlar todos sus movimientos con su voz. Trigésimo envainó la espada que se había atrevido a desenfundar y empezó a retroceder mientras la voz de Carpophorus se oía entre sus risas guturales.

—Trigésimo, haz lo acordado y no intentes nada, ja, ja, ja, ¿o acaso quieres ser alimento de mis animales? Te aseguro que no son nada cariñosos, ja, ja, ja. Estás loco si crees que alguien puede entrar aquí abajo, luchar contra mí y salir vivo. ¡Ja, ja, ja! ¡Todos allí arriba estáis locos!

El lanista retrocedió aún con más rapidez y, casi corriendo, marchó en dirección hacia la luz que llegaba de la entrada al túnel principal.