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UN PLAN SECRETO

Sarmizegetusa

Julio de 106 d. C.

Palacio real

Apenas habían pasado unos días desde la entrevista de Diegis con el emperador de Roma, cuando Decébalo reclamó al bravo pileatus de nuevo a la sala de audiencias. Aunque hubiera pasado poco tiempo desde que entregara el duro mensaje de Trajano reclamando la rendición incondicional, la situación había empeorado aún más en la ciudad: un proyectil incendiario había caído sobre la techumbre de madera de uno de los graneros principales de Sarmizegetusa y se había perdido irremediablemente gran parte de las reservas de comida. Éste era un desastre que se añadía al corte del suministro de agua. Diegis estaba seguro de que Decébalo intentaría algo. Sospechaba, como Dochia, de que se trataba de alguna estratagema vil que no pensaría en el bien común de todos, sino sólo en él y en su intención de prolongar aquella guerra hasta el nuevo invierno, pero, por el momento, no podía hacer otra cosa que no fuera escuchar y obedecer.

—Hemos de hacer algo y pronto —dijo Decébalo en cuanto Diegis se situó frente a él—. No podremos resistir mucho más tiempo en estas condiciones, pero las exigencias de Trajano son inasumibles. Suponen una humillación no sólo para mí, sino que aceptarlas implica la desaparición de la Dacia y eso no lo podemos permitir, así que vamos a pasar al ataque. Les vamos a hacer daño, ¿me entiendes? —Diegis asintió y el rey continuó exponiendo su plan—: Vas a reunir el grueso de nuestras fuerzas. Quiero que ataques con cinco o seis mil guerreros, todos a la vez. Dejaremos el resto en las murallas para evitar que nos sorprendan por otro lado. Sí, unos dos mil hombres de reserva para las murallas. Bien. Tú dirigirás el ataque. Sé que en ocasiones no hemos estado de acuerdo sobre la guerra, pero te reconozco como el más valiente. Vezinas ya me mostró su incapacidad en Adamklissi, algo que no olvido, así que tú te encargarás de este ataque.

—¿Cuál será el objetivo, mi rey?

—El agger que están construyendo, pero, por encima de todo, herir y matar a cuantos más podamos. No esperan un ataque de esta envergadura y el efecto sorpresa estará de nuestro lado. Ya sabemos que ocultan una legión al menos tras las obras de ese terraplén de piedra que están levantando. De algo nos valió enviarte de mensajero. Desvelaron dónde esconden parte de sus fuerzas. El resto están desplegadas en el camino hacia Blidaru y Costesti, según se observa desde lo alto de nuestras torres. Tienen una parte del ejército en este lado de su empalizada, pero otra parte la tienen más allá de la misma, lo que ralentizará su incorporación a la batalla. Eso te dará tiempo para causar el mayor daño posible. No te pido una muerte heroica ni mucho menos. Se trata de golpear, herir y matar a cuantos os sea posible y retirarse de regreso a la ciudad antes de que las legiones de ese maldito Trajano caigan sobre vosotros. Pero esto les mostrará que aún podemos morder. Después volveremos a enviar a otro mensajero. Quizá los heridos y los muertos que hayan sufrido ayuden a que Trajano se avenga a iniciar una negociación con condiciones más razonables. Y, bueno, como nosotros también tendremos bajas, eso aliviará en parte la escasez de agua y alimentos en la ciudad, pues serán, tras esta batalla, menos las bocas que tendremos que alimentar.

Eso es lo que estaba tramando el rey. A Diegis le quedó claro por el último comentario de Decébalo: era lo suficientemente obsceno, macabro y retorcido como para reconocer el aliento de Vezinas y de aquel miserable ex senador romano tras aquellas palabras pronunciadas por el rey. Y, sin embargo, la idea de hacer una salida importante y causar daño al enemigo era, de entre las pocas opciones que tenían, hasta cierto punto, la más razonable. Diegis tenía claro que la rendición sería el final de todo, pero quizá mostrarse aún fuerte podía abrir el camino a alguna negociación nueva. O quizá no. El emperador romano estaba volcado en la idea de vengarse por la muerte de su amigo Longino.

—¿Está claro lo que has de hacer? —insistió Decébalo quebrando las ideas que se agolpaban de forma atolondrada en la cabeza de Diegis.

—Sí, mi rey —respondió el noble dacio, y se inclinó, dio media vuelta y salió de la sala de audiencias. Tenía una batalla que luchar. Seguramente su último combate. Los valientes saben cuándo ya no van a regresar.

Una vez más, Dochia salió a su encuentro en los pasillos del palacio.

—Lo he oído todo —dijo ella. Y lo miró a los ojos y leyó sus pensamientos—. Debería haberme casado contigo hace mucho tiempo. Eso te habría hecho más fuerte y quizá podrías haber contrarrestado la locura y la ambición de mi hermano y de Vezinas, pero leo en tu mirada que ya llegamos tarde a todo.

—Me habría gustado más oír que la princesa Dochia habría querido casarse conmigo porque me apreciara de forma más íntima, pero soy consciente de que la princesa Dochia sólo ha estado realmente enamorada del legatus romano que se suicidó. No te culpo: era un hombre valiente y lo demostró al quitarse la vida por su emperador. La princesa se enamoró de un hombre de verdad, pues aunque fuera tullido, ese Longino valía por muchos guerreros. Por eso el emperador romano está tan rabioso. A veces creo que Trajano quería a ese romano de la misma forma en la que tú lo querías. Pero a todos se nos acaba el tiempo. Haber escuchado, no obstante, de los labios de la hermosa Dochia que yo habría sido, al fin, el elegido para el matrimonio, aunque fuera por motivos diferentes al amor, es algo hermoso, me hace pensar que algo bueno hay en mí y con ello me voy feliz al combate.

—Todo está terminando entonces, ¿verdad? —preguntó ella, no porque necesitara una respuesta, sino por alargar unos instantes más aquel momento, por evitar que Diegis se fuera ya, tan rápido.

—Cada uno tendrá que buscar su camino en estos últimos días —respondió el pileatus—. Quizá nos reencontremos con Zalmoxis.

Y se inclinó ante la princesa. Dio media vuelta y, con paso militar, se alejó de una mujer hermosa que lo despedía con lágrimas en los ojos, llorando en un silencio henchido de miedo.

De pronto la joven sintió una sombra a su espalda y se volvió sobresaltada. Era su hermano.

—¿Así que eso piensas de mí? ¿Que estoy loco de ambición? —preguntó el rey.

Diegis, que había emprendido la marcha con paso veloz, ya estaba lejos para oírlos y tan absorto debía de estar en sus planes para la batalla que ni tan siquiera vio al rey.

Así, hermano y hermana quedaron solos, salvo por media docena de guerreros de la escolta del rey que estaban a unos pasos de distancia, respetando la intimidad de Decébalo y su hermana.

—Sí, eso pienso —dijo Dochia sin arredrarse lo más mínimo, limpiándose las lágrimas con el dorso de sus finos dedos blancos.

—Lloras por miedo —respondió él—. Lo puedo reconocer bien porque lo he visto en la faz de muchos prisioneros y guerreros enemigos derrotados, pero no tienes por qué temer nada. No, si sigues conmigo. —Dochia lo miró desconcertada; él siguió explicándose—. Diegis camina hacia la muerte, pero no tenemos por qué morir todos aquí, en este maldito asedio sin fin. Ven conmigo y vive. La guerra no ha terminado. Tengo un plan que cambiará todo. Llegaremos al invierno y los romanos se debilitarán buscándonos en los montes. Les atacaremos por las noches, destrozaremos sus campamentos de avanzadilla, los puestos de observación. La Dacia entera se les hará insufrible y conseguiré nuevas alianzas. Compraré a Sesagus con oro. Dochia, tengo montañas de oro y plata escondidas con las que comprar alianzas de muchas tribus; créeme que me seguirán, y con eso no cuenta ese miserable de Trajano…

—Pero estamos todos presos en este asedio —lo interrumpió ella, que empezaba a pensar que su hermano había perdido completamente la razón.

Decébalo sonrió, con esa superioridad con la que se sonríe ante la candidez de un niño.

—Mientras Diegis dirige el ataque con el grueso de nuestro ejército por el este, nosotros descenderemos desde la ciudadela, por el oeste, con dos mil guerreros que he ordenado a Vezinas que prepare, y atacaremos la empalizada en el otro extremo de ese círculo de madera que han levantado los romanos alrededor de la ciudad. Reventaremos sus defensas, pues el emperador centrará todos sus esfuerzos en destrozar a Diegis y sus guerreros. Ven con nosotros, hermana, y sigue luchando por la Dacia.

La princesa dio un paso atrás, como si estuviera hablando con el mismísimo horror hecho persona.

—Estás traicionando a Diegis, que siempre te ha sido leal… —dijo la joven.

—Estoy luchando por la Dacia, y en una guerra hay grandes sacrificios. Diegis es uno de ellos. Pero tú misma lo has visto partir. Va feliz a su encuentro con Zalmoxis. A otros nos corresponde conseguir que el culto a Zalmoxis no desaparezca, que la Dacia misma no sea aniquilada bajo las legiones de Trajano. Escaparemos de aquí tú y yo, Vezinas, Bacilis, el sacerdote, ese miserable ex senador romano que nos ayudará a seguir luchando contra el emperador y dos mil guerreros. Nos uniremos a las fortalezas del norte, conseguiré el apoyo de sármatas y roxolanos aunque sea a precio de centenares de libras de oro y plata, y los romanos, al fin, tendrán que regresar a su maldita Roma para no volver a cruzar el Danubio jamás. Derrotamos a otro emperador en el pasado y volveremos a hacerlo con Trajano. Puedes estar segura de ello.

Pero Dochia seguía alejándose. Tenía que advertir a Diegis de todo aquello. Tenía que llegar a él antes de que saliera a combatir. Lo mejor, ahora lo veía claro, sería que Diegis se hiciera con el poder y que entregara a su hermano, al mismísimo rey, al emperador romano. Quizá eso calmara la sed de venganza del César y aún pudieran salvar los restos de la Dacia y, sobre todo, salvar al máximo número de hombres y mujeres y niños de aquella espiral de locura y guerra que había iniciado su hermano y que nunca parecía tener fin.

—Has leído el miedo en mis ojos, hermano, eso lo has hecho bien —empezó a decir ella mientras seguía alejándose sin mirar hacia atrás, pues mantenía fijos sus ojos en los del rey—, pero no es miedo a la muerte lo que has visto en mi faz, sino miedo hacia ti y hacia tu locura y tu odio y tu rabia eterna. Tengo miedo de ti, hermano, miedo de todo lo que has hecho a la Dacia y lo que aún seguirás haciendo. Eres tú el que está destruyendo la Dacia; tú y los romanos, pero también tú. Los legionarios del enemigo destrozan nuestros templos ante tus ojos y tú sólo piensas en escapar. Huye, pues eso es para lo único que vales, pero yo me quedo aquí, con mi pueblo.

—Detenedla —dijo Decébalo sin elevar la voz, con un tono frío, gélido, casi indiferente. No sentía cargo de conciencia alguno. Lo había intentado, le había ofrecido la libertad y un camino común de lucha y no había podido ser. No era su culpa. Los que no veían el futuro no merecían vivir.

Vezinas apareció con varios guerreros dacios y cogieron a la princesa por la cintura y los brazos, pues Dochia empezó a forcejear con sus captores.

—¡Dejadme, malditos, dejadme! ¡Diegis, Diegis, Diegis! —gritaba, pero Diegis estaba ya lejos de allí, fuera del palacio, preparando su ejército para atacar a los romanos, y Decébalo también había desaparecido de regreso a sus aposentos para ultimar los preparativos de su plan de huida. En cuanto Vezinas vio que el rey ya no estaba allí, no desaprovechó la ocasión y le propinó una sonora bofetada a Dochia. Llevaba años deseando hacer eso con ella y… muchas más cosas. La princesa dejó de luchar y de gritar. Esperaba más golpes, pero Vezinas no la abofeteó más.

—Llevadla a la torre —dijo el pileatus dacio.

—¿Donde escondimos el sarcófago del romano que se suicidó? —preguntó uno de los guerreros.

—Sí —respondió Vezinas—. En el fondo los dos merecen estar juntos y, seguramente, merezcan el mismo final.

Vezinas siguió a sus hombres hasta lo alto de la torre. En cuanto llegaron a la última planta, a la cámara protegida por una gran puerta de bronce, volvió a a dirigirse a sus guerreros.

—Dejadnos solos.

Todos abandonaron la gran sala de lo alto de aquel torreón. Dochia y Vezinas se quedaron a solas. El pileatus dacio se acercó a la muchacha con la lascivia grabada en su rostro. Ahora iba a obtener de ella todo aquello que había anhelado y, aunque ya no sirviera para transformarlo en rey, valdría para saciar su apetito sexual. Iba a hacer con ella todo aquello que quisiera. En poco tiempo saldría de la torre y huiría de allí con el mismísimo rey. Decébalo la daba ya por muerta, y con un cadáver se puede hacer lo que se desee.

Vezinas se acercó a Dochia, pero calculó mal.

La princesa dacia no había combatido en el frente, pero no estaba dispuesta a verse arrastrada a un sexo forzado por alguien a quien odiaba. Con rapidez propinó un golpe seco con su pie derecho en la entrepierna de Vezinas y el dacio, sorprendido, se dobló por completo y cayó de rodillas. Ella no se fiaba y asió una antorcha de la pared que no estaba prendida, pero que blandió como una gran maza. Con ella propinó un tremendo golpe en la cabeza del pileatus, que aún se retorcía de dolor y que padeció una nueva mortificación. Vezinas casi perdió el sentido. Cualquier otra persona habría aprovechado para rematarlo, pero Dochia tenía en su sangre la pasión por la bondad y la misericordia y arrojó la antorcha al suelo.

Vezinas, gateando, salió de aquella estancia.

—Te matarán, los romanos te matarán. Te violarán hasta la muerte y eso sólo nos dará un motivo más para justificar nuestra guerra —dijo y, como un perro, salió de aquella cámara y cerró las grandes hojas de las puertas de bronce. Los legionarios acabarían lo que él había sido incapaz, pero nadie sabría nunca de aquella humillación que acababa de sufrir a manos de Dochia. Se levantó del suelo y se consoló pensando en las obscenidades que los romanos harían con aquella princesa dacia que siempre se le había resistido. Hasta el último día. Pero daba igual. Trajano y sus oficiales serían infinitamente más crueles.