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LA ANTIGUA EMPERATRIZ DE ROMA

Al sur de Roma

Julio de 106 d. C.

Era una villa sencilla, tal y como Liviano le había explicado a la vestal: una domus en el centro, dos edificios pequeños anexos, seguramente para los esclavos, y otra casa más alejada, de formas irregulares, que debía de ser la granja, el granero o quizá todo a un tiempo. Menenia miraba desde su litera con interés, pero el polvo del camino empezó a molestarla y decidió cerrar la cortina. Durante el trayecto, la joven había ponderado la posibilidad de recurrir al senador Plinio, pero no: ni un poderoso senador podía revocar una sentencia a muerte de los tribunales de Roma. No, aquella mujer misteriosa, la antigua emperatriz de Roma, era su último recurso. Aunque seguía sin tan siquiera entrever cómo podría encontrarse algo que detuviera la inminente ejecución de Celer.

Acababan de pasar el pequeño campamento de los pretorianos que custodiaban la villa. El oficial al mando parecía estar informado de su llegada, pues de inmediato había dado permiso a la pequeña comitiva con la que se desplazaba Menenia para que pasaran sin ser molestados.

La vestal descendió en cuanto la litera quedó depositada en el suelo. Un esclavo mayor, con cara de cansancio pero no infeliz, la saludó con mucho respeto. Se le veía con la tez arrugada y teñida por el sol del campo tras muchos años de duro trabajo. Menenia intuyó que quizá fuera la primera vez que aquel esclavo veía a una vestal. Incluso pudiera ser que fuera la primera vez que veía a alguien que viniera de fuera de aquella villa en años.

—El ama la espera, señora… sacerdotisa… —El veterano esclavo no sabía bien cómo dirigirse a ella. Menenia le sonrió y el esclavo parpadeó ante aquel gesto; se rehízo rápido y empezó a guiarla por la finca—. Por aquí, por favor, por aquí, mi señora.

Caminaban entre cipreses viejos, detenidos a ambos lados de aquel camino enlosado en aquel último segmento de la ruta hasta la domus. Menenia no entendía por qué no habían detenido la litera un centenar de pasos más allá, justo junto a la puerta. También andaba confundida con el hecho de que Domicia Longina supiera ya que ella venía a visitarla. Seguramente el propio Liviano la habría informado, al tiempo que había ordenado a los pretorianos del campamento próximo que la dejaran pasar. Eso debía de ser. Ella no había dicho a Liviano que se tratara de un encuentro secreto y nada incorrecto había hecho el jefe del pretorio informando a la antigua emperatriz sobre su deseo de hablar con ella. Fue entonces cuando vio cómo alguien la observaba desde una de las ventanas de la domus, pero antes de que pudiera estar lo suficientemente próxima para poder reconocer aquel rostro, la faz desapareció retrocediendo hacia las sombras del interior. Quizá por eso habían detenido la litera a cierta distancia. Para que alguien la pudiera observar mientras caminaba hacia la casa. ¿La propia Domicia Longina?

El veterano atriense al que Menenia seguía la condujo a través del umbral de la puerta de entrada por un pequeño vestíbulo y por fin la llevó al patio central de la domus. Allí, sentada en un solium de madera, frente a una fuente de agua clara, una mujer madura, con los rasgos de quien ha sido hermosa en un pasado enterrados por el tiempo —y por algo más profundo: ¿por el sufrimiento?, ¿por la amargura?, ¿todo junto?—, la esperaba Domicia: una mujer con el semblante sereno.

—Una vestal en mi casa. Ése es un honor que nunca sospeché que fuera a obtener nunca —dijo la mujer a modo de saludo. Era una voz suave pese a que los años la habían rasgado ligeramente. Había un segundo solium situado frente a ella y la mirada de Domicia Longina hizo que Menenia se sentara en él mientras empezaba a hablar.

—He venido en busca de… —¿cuál era la palabra exacta?—, en busca de… consejo.

Domicia Longina la miraba con tal intensidad que Menenia, sin saber muy bien por qué, empezó a sentirse incómoda. Desde que Liviano había identificado a «esa mujer que vivía al sur de la ciudad» con Domicia Longina, la vestal había repasado en su cabeza todo lo que sabía de aquella antigua emperatriz: superviviente a siete Césares, esposa del terrible Domiciano, amante de Tito y hasta de un malogrado actor, o eso se habían aventurado a contarle otras vestales, con la trágica historia de un padre que se suicidó para salvarla, a ella y a su madre y a su hermana de la locura de Nerón; y con un hijo muerto. Con tanto sufrimiento a sus espaldas como pocos eran capaces de resistir, forjada a base de dolor, transformada en una de las personas que se conjuraron contra Domiciano… —¿o no? Eso nunca había sido probado—, Domicia Longina era uno de los grandes misterios de Roma. Y ahora, olvidada por todo y por todos, excepto por Trajano, que la ayudaba a mantener aquella vida discreta, alejada del centro siempre en ebullición de Roma, aceptaba recibirla. Menenia no supo mantener la mirada de aquella mujer y cerró los ojos para abrirlos al instante en dirección al suelo. Era extraño, porque siempre, hasta entonces, había sido al revés en su vida: todos bajaban la mirada cuando Menenia los observaba. Sólo Trajano se la mantenía, pero ahora, ante Domicia Longina, era ella, la vestal, la que cedía.

—¿Y qué consejo puede buscar una sacerdotisa de Vesta en casa de una vieja patricia romana? —indagó Domicia. La voz suave de la antigua emperatriz calmó un poco el espíritu turbado de Menenia y ésta volvió a alzar la mirada.

—Hay un hombre condenado a muerte. Hubo un tiempo en el que amé a ese hombre; con mis sentimientos, nunca con mi cuerpo…

—Por supuesto —intervino Domicia para que Menenia viera que no necesitaba justificarse ni explicarse.

—Está condenado a morir en unos días —continuó entonces la vestal con rapidez, sintiendo a cada palabra que no tenía ningún sentido haber acudido allí, pues por qué motivo tenía que ayudarla aquella mujer y, más aún, de qué forma podría ayudarla si es que decidiera hacerlo. Todo aquello había sido un impulso absurdo, pero ya estaba allí y lanzó sus palabras como un torrente de primavera para acabar rápido y poder regresar lo antes posible—. Su nombre es Celer. Ha sido y es un auriga. Lo han acusado de haber envenenado varios caballos del Circo Máximo. Todo es una farsa, pura inventiva de sus enemigos de otras corporaciones de las carreras para eliminarlo como contendiente, pues son incapaces de derrotarlo en la arena. Todo el juicio está basado en testimonios comprados. Un juicio del que abominaría el emperador, pero el César está fuera de Roma, en su campaña del norte, y nada ni nadie puede detener que esta sentencia injusta y reprobable se ejecute. Incluso si el emperador luego actúa contra ellos a su regreso, Celer ya estará muerto. Su… una… una amiga suya, la mujer con quien vive… me ha rogado que los ayude. Ella piensa que aún amo a su esposo, a Celer, y por ello ha venido desesperada en busca de ayuda a la casa de las vestales. Y yo ya no amo a ese hombre, pero es cierto que repudio la injusticia y me gustaría detener esa sentencia que, estoy segura de ello, indignará al propio emperador, pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué puede hacer nadie? Ha sido estúpido venir aquí. Me he dejado llevar por unas palabras que el emperador dijo sobre ti, un día, hace mucho tiempo…

—¿Qué dijo el emperador Trajano sobre mí? —preguntó la antigua emperatriz con auténtica curiosidad.

—Que si en algún momento me veía sola y confusa y necesitaba ayuda, una mujer que vivía al sur de la ciudad me podría ayudar. Dijo que el jefe del pretorio sabía de quién se trataba y Liviano me ha conducido hasta ti.

—¿Eso dijo el César? —preguntó de nuevo Domicia de forma retórica, y continuó hablando sin esperar respuesta—. Es interesante que Trajano te guiara hasta mí. Supongo que debo agradecerle a él esta visita de una vestal de Roma. —Domicia había dejado de mirarla mientras hablaba, pero de nuevo volvió a fijar sus ojos en la joven sacerdotisa—. ¿Por qué no has hablado con la Vestal Máxima o con los sacerdotes? —preguntó la vieja emperatriz mirando a la fuente del centro del atrio.

Menenia, que se había levantado con intención de marcharse, volvió a sentarse.

—No. La Vestal Máxima falleció hace unos días, por unas fiebres y… no me fío de los sacerdotes. Ellos no confían en mí desde el juicio que sufrí sobre un falso crimen incesti del que se me acusó hace tiempo.

—Recuerdo aquel juicio —dijo Domicia Longina, aún con la mirada fija en la fuente—. Haces bien en no recurrir a los sacerdotes. Mentirían. Y es una lástima lo de la Vestal Máxima. ¿Y por qué no has recurrido a tus… padres?

Menenia la miró sorprendida. Había pensado que la antigua emperatriz estaría más al día de todo lo que ocurría en la ciudad, pero quizá no fuera así. Quizá no saber era mejor para aquella mujer olvidada por todos. Quizá no saber daba más sosiego.

—Mis padres, el senador Menenio y su esposa Cecilia, murieron hace unos meses.

Domicia Longina asintió.

—Lo siento. Lamento lo de tus padres. —Hubo un breve silencio antes de que la antigua emperatriz retomara la conversación—. Ahora ya entiendo por qué has venido a mí: con el emperador en el norte y sin la Vestal Máxima estás sola. Y, con respecto a tus padres, incluso si vivieran aún, con toda seguridad no podrían hacer nada en este asunto. —Y, de pronto, añadió unas palabras extrañas—: Siempre te cuidaron bien, ¿no es así?

Menenia volvió a mirar a Domicia Longina. No entendía bien a qué venía aquella pregunta sobre sus padres, pero, de pronto, en medio de ese mar de confusión de sentimientos, se sintió bien pudiendo hablar con alguien más sobre su vida; alguien que, al menos, parecía escucharla con interés.

—Sí, mis padres siempre fueron buenos conmigo y luego la Vestal Máxima también, pero es cierto que en momentos como éste, cuando no sé qué es lo mejor, no creo que pudieran ayudarme, ni tan siquiera comprenderme. Mi padre me ayudó mucho buscando el mejor abogado de Roma cuando tuvo lugar aquel horrible juicio contra mí y contra Celer, y luego, siempre he echado de menos las caricias de mi madre antes de dormirme. Las echaba de menos cuando me seleccionaron para ser una vestal y parece que con el tiempo aún las echo más de menos. —Sonrió y resopló levemente al tiempo—. Es una tontería, un recuerdo de infancia… Ahora ya sé que mi madre nunca me volverá a acariciar el pelo. Eso es todo. He de vivir con ello. Es una pérdida, pero todos pierden tantas cosas. No puedo quejarme. No debo quejarme.

—Tuviste una madre que te quiso, eso no es una tontería… eso es… algo muy bueno —dijo Domicia Longina con cierto tono vibrante en su voz que Menenia no percibió.

Domicia se debatía por dentro. No quería lanzar a aquella joven contra nuevos peligros, pero por otro lado le resultaba tan evidente que la muchacha seguía sintiendo amor por aquel hombre, por aquel auriga, aunque éste se hubiera juntado y yaciera con otra mujer; quizá fuera porque Celer era de lo poco que le quedaba a esa muchacha de un pasado feliz, de una infancia hermosa. ¿Quién sabía? Quizá fuera también porque la joven vestal se rebelaba de forma sincera contra la injusticia y más cuando ésta era cometida por instituciones que debían velar precisamente por que las leyes se cumplieran. Aquella vestal era la más pura esencia de Roma. Por un instante, íntimo pero poderoso, Domicia Longina sintió un profundo orgullo junto a aquella joven vestal que seguía con la mirada clavada en el suelo del atrio de su modesta villa.

—Ha sido agradable hablar con la antigua emperatriz de Roma, pero tengo que marcharme —dijo al fin Menenia, pero antes de que pudiera levantarse de nuevo, la voz de Domicia Longina la detuvo en seco.

—Hay una forma de salvar a ese auriga. —La antigua emperatriz lamentó haber pronunciado aquellas palabras nada más decirlas; las había utilizado movida por el ansia de retener a Menenia un poco más junto a ella, pero ahora sabía, ante el brillo que se había encendido en los ojos de la sacerdotisa, que había abierto un fruto que tendría que partir por la mitad y entregar por completo a aquella joven audaz y decidida, pues aquella mirada revelaba que la pasión del amor seguía habitando en su corazón. Si el fruto que ahora ella debía entregar a la vestal resultaba amargo o dulce dependía ya de los designios de los dioses.

En efecto, Menenia miraba a Domicia Longina con los ojos muy abiertos.

La emperatriz de Roma, de una Roma que ya había pasado para ella, pero que seguía allí, que la propia Menenia representaba en lo mejor que tenía, continuó hablando.

—Hay una vieja ley, sí, un privilegio de las vestales que se remonta a los tiempos del rey Numa, pero que nunca ha sido suprimido por ningún Pontifex Maximus. El hecho de que esa ley esté prácticamente olvidada por casi todo el mundo no quiere decir que no exista.

Menenia estaba muy interesada, pero también era una mujer cauta. No quería oír algo que fuera una fantasía de una vieja emperatriz medio exiliada. ¿Trastornada?

—¿Cómo puedes saber tú algo de leyes tan antiguas?

Domicia Longina se levantó de su solium y caminó despacio alrededor de la fuente, siempre mirando al agua que fluía eterna, constante, infinita.

—He sobrevivido a siete Césares, siete emperadores que han sido al tiempo, cada uno de ellos, Pontifex Maximus; he estado casada con uno de ellos, uno de los más crueles, y también amé a uno de ellos, por poco tiempo pero con intensidad… Sí, aquéllos fueron buenos tiempos… muy breves… —Parecía distraída mientras pensaba en el emperador Tito, pero recuperó rápidamente el hilo de su razonamiento al tiempo que volvía a acercarse a Menenia y a sentarse frente a ella—. Aprendí muchos secretos de Roma, me hacían falta para poder sobrevivir junto a un César lunático; leí papiros que pensaba que nunca me servirían para nada, pero ahora veo que alguna de esas lecturas puede ser útil para ti, aunque si no te fías de mí es mejor que no sigamos hablando.

Domicia había pensado que sembrando esa duda quizá la muchacha se fuera y no tuviera que seguir, pero Menenia la miraba más fijamente aún. Domicia se dio cuenta de que la duda que intentaba sembrar en el ánimo de la joven vestal competía contra las palabras que Trajano había dicho a Menenia hacía años, palabras que la habían conducido hasta allí. Esas palabras de Trajano diciendo a la vestal que recurriera a Domicia en tiempos de peligro eran las que mantenían ahora a Menenia sentada frente ella y la impulsaban a querer saber más de aquella vieja ley.

Domicia frunció el ceño. ¿Se había equivocado Trajano al sugerirle a la sacerdotisa que ella, una antigua emperatriz, podría ayudarla? ¿Estaba haciendo lo correcto? Se dio cuenta de que había perdido práctica en todo aquello. Llevaba demasiados años apartada de las tribulaciones, conjuras e intrigas de Roma. Pero la vestal volvió a hablar.

—Quiero que me cuentes lo que promulgó el rey Numa en esa ley —insistió Menenia.

—Es peligroso… —Domicia intentaba no decir más, pero se sentía acorralada. Aquella muchacha era tenaz.

—Soy valiente —insistió la joven.

—No lo dudo, ése no es el problema —dijo Domicia—. La cuestión es que si quien ha estado incitando a que se condene a tu amigo, a ese auriga, si ese hombre u hombres han sobornado a jueces en la basílica Julia y han comprado a testigos de toda condición, es muy posible que también hayan comprado a más personas, incluso a los sacerdotes. Y eso hace peligroso recurrir a esta vieja costumbre casi olvidada porque basta con que tengan a un sacerdote, uno solo que te vigile y que sepa de esta ley y de una condición que ha de cumplirse, para que todo se vuelva en tu contra. No sé si es conveniente que te diga todo esto. Ha sido un error. Un error imperdonable por mi parte.

—¿Es más conveniente dejar que se cometa una injusticia? La palabra «conveniente» la he oído muchas veces en boca de personas poco honradas. Es una palabra que no me gusta. Lo conveniente y lo justo con frecuencia están en conflicto y yo creo que una vestal de Roma ha de estar con lo que es justo.

Domicia Longina se llevó una mano a la frente y suspiró. ¡Por todos los dioses! Aquella joven era tan decidida, tan noble, tan perfecta. Y tan ingenua por su juventud, que estaba dispuesta a arriesgarlo todo por una palabra, «justicia», que muchos en Roma habían olvidado hacía años. Domicia no tenía claro que Roma mereciera tanto sacrificio.

—Si sabes algo que puede ayudarme y no me lo dices, no lo olvidaré nunca —añadió Menenia, en lo que ella pensaba era una inofensiva amenaza, inconsciente del tumulto interior que aquellas palabras podían provocar en el corazón de Domicia Longina. Si la vestal lo hubiera sabido, seguramente no se habría expresado así, pero ya estaba dicho. Menenia se sorprendió al ver una lágrima en los ojos de la antigua emperatriz. No le había parecido que fuera una mujer que llorara con facilidad.

Por primera vez en muchos años, Domicia Longina volvió a pedir algo a alguien.

—Por favor… no me hables así, joven sacerdotisa.

Menenia no entendía nada. Era incapaz de entender lo que pasaba. Si su mente no hubiera estado completamente volcada en querer conocer aquella vieja ley quizá su intuición de mujer, más aún, de sacerdotisa de Vesta, la hubiera hecho ver lo evidente, pero no lo vio. Aunque no sabía bien por qué debía hacerlo, por qué se lo pedía aquella mujer, Menenia cambió el tono de su voz y repitió su interés por saber de aquella vieja ley con un ímpetu menos violento, sin tanta agresividad.

—Sólo quiero saber si esa ley puede ayudarme.

—De acuerdo… de acuerdo… —asintió Domicia Longina, conteniendo lágrimas, conteniendo dolor, recurriendo a sus energías del pasado. Había perdido la costumbre de resistir; no pensó que tuviera que volver a hacerlo nunca más; aquella visita, toda aquella conversación la había pillado por sorpresa; si Liviano la hubiera avisado con más tiempo, habría preparado mejor qué decir y qué callar, pero una cosa había conducido a la otra y ahora todo estaba enmarañado y confuso—. Sólo te pido que me prometas una cosa, una única cosa.

—Te escucho.

—Sólo te pido que si el día en que el auriga ha de ser ejecutado amanece nublado y hay amenaza de tormenta; si ese día fatídico está poblado de nubes, has de prometerme que no intentarás nada.

Pero Menenia era demasiado valiente, demasiado recta, incapaz de una mentira.

—No puedo prometer nada sin saber lo que dice esa ley.

Domicia volvió a suspirar. Nadie la había desarmado nunca tan rápidamente, de forma tan completa. No podía luchar contra la voluntad de aquella vestal. Ella, Domicia Longina, que se había enfrentado al más terrible de los tiranos con sus propias manos, con su cuerpo y su mente, que había sobrevivido a los peores sufrimientos, que había visto morir a su hijo, a su amante, a todo lo que quería, que se sabía capaz de luchar contra cualquiera, contra quien fuera, con una daga, sin ella, con las manos, a mordiscos si hubiera hecho falta; ella, sin embargo, la gran Domicia Longina, antigua emperatriz de Roma, no podía enfrentarse a aquella joven vestal, no podía hacerlo, no podía hacerlo y la vieja mujer, entregada por completo, con una pena inmensa, explicó a Menenia el contenido de aquella ley olvidada por casi todos. Lo hizo como quien se desnuda por completo obligada, aturdida, asustada.

Y cuando Domicia la despidió desde el umbral de la puerta, mientras veía cómo la vestal subía a su litera para regresar a Roma, a esa misma maldita Roma que tanto daño hacía siempre a todo y a todos, entonces se dio cuenta de que Menenia se retiraba de allí sin tan siquiera haber prometido que no haría uso de esa ley si el día de la ejecución de Celer amanecía nublado. Domicia quiso salir detrás de la litera y pedirle a la joven que lo prometiera, pero se quedó allí detenida en el umbral de la puerta de su vetusta domus a sabiendas de que aquella vestal nunca prometería nada que no fuera a cumplir. Y el cuerpo de Domicia Longina se convulsionó y lloró amargamente, lloró como no lo había hecho en años, allí de pie, con unos esclavos que no entendían nada y que se mantenían a una distancia prudencial, atentos a cualquier petición de su ama pero recelosos de interrumpirla en medio de aquel dolor extraño, extremo y sorprendente que parecía haberles arrebatado a la serena ama que siempre habían tenido. «¿De qué habían hablado? ¿Quién era aquella vestal? ¿Qué había pasado para que su señora se hubiera transformado en aquel cuerpo encogido por un dolor inmenso y sin control?», se preguntaban todos. Pero nadie tenía las respuestas a aquellas preguntas.

Domicia Longina cayó de rodillas, arañando la pared con las uñas de sus manos.

—¡Ya he sufrido bastante, ya he sufrido bastante! —exclamó en su mar de llanto espeso, entre arcadas que la movían al vómito. Aporreó el suelo con todas las fuerzas de sus delgados brazos consumidos por el tiempo como si con esos golpes pudiera apuñalar de nuevo al mismísimo Domiciano—. ¡Ya he sufrido bastante, dioses! ¡Me lo quitasteis todo… todo…! ¡Dioses, no me quitéis a Menenia, no me quitéis a Menenia! ¡No tenéis derecho! ¡Maldito Domiciano! ¡Miserable y maldito por siempre: vuelves de entre los muertos para quitarme lo único que me queda! ¡Maldito seas una y mil veces! ¡Y qué lástima no poder volver a apuñalarte de nuevo! ¡Malditos sean todos! —Y siguió allí, doblada sobre su vientre, gimiendo entrecortadamente, murmurando palabras que al final convirtió en un ruego susurrado hacia los dioses—. No me quitéis lo único que me queda —en un murmullo, en una agónica oración desesperada—, no podéis hacerme esto. No podéis. Por favor, protegedla… protegedla… matadme a mí en su lugar.

Con los esclavos alejados del umbral de la puerta, a la espera de que su ama los reclamara, sólo había silencio y una fuente que fluía en el interior de su casa. Pero Domicia Longina estaba hecha de la pasta de los leones indomables, de la sangre del primero de los Césares que llegaba a ella por parte de su valerosa madre. Y se levantó lentamente, con la mirada envuelta en lágrimas ya mudas, pero con la decisión de volver a hacerlo: una vez más, de nuevo, volvería a luchar. No, no pensaba dejarlo todo en manos de los dioses. Ya luchó contra ellos una vez. Volvería a hacerlo. Por Menenia lo haría todo.