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LA NEGOCIACIÓN

Sarmizegetusa

Julio de 106 d. C.

—Han cortado el agua, mi rey —dijo Vezinas en la sala de audiencias del palacio real de Sarmizegetusa—. Han debido de encontrar los conductos de agua que nos abastecían y los han destruido o desviado.

Decébalo, sentado en su trono, miraba al suelo. El asedio no iba como él había esperado. Los romanos estaban consiguiendo avances a demasiada velocidad.

—¿Cuántos días podemos resistir con el agua almacenada en los depósitos? —preguntó el rey.

—¿Dando de beber a toda la población de la ciudad? —preguntó Vezinas. Aquí Dochia lo miró como quien mira a una alimaña.

—Claro, imbécil —respondió el rey—. ¿O crees que dejar sedientas a las mujeres y a los niños de mis guerreros me va a hacer popular entre ellos?

Dochia suspiró. Al menos su hermano, pese a toda la locura de la guerra, no se había vuelto aún completamente loco. Incluso si actuaba movido más por egoísmo que por el bien del pueblo, parecía en ese punto estar decidiendo lo correcto.

—Una semana. Dos a lo sumo. Quizá tres racionando el agua desde ahora mismo —respondió Vezinas.

—Y estamos en julio. El calor es asfixiante —añadió Diegis—. No creo que haya agua para dos semanas, mi rey.

—¡Ya sé que hace calor! ¡Por Zalmoxis! —replicó airado Decébalo—. Ya lo sé, maldita sea. Y esa construcción que están haciendo para acceder a la muralla ¿cómo marcha?

—Avanzan muy rápido, mi señor —respondió ahora Vezinas—. El prisionero romano dice que lo llaman agger, y como no tienen suficiente tierra suelta están usando las piedras de los muros de otras de nuestras fortalezas que traen con carros desde la boca del valle. Incluso se han atrevido a usar algunos de los sillares de la base de los santuarios. No se detienen ante nada, ni ante los templos sagrados. En unas pocas semanas llegarán a lo alto de las murallas.

—Les lanzamos jabalinas y flechas y con eso ralentizamos las obras, pero también empiezan a escasear los dardos —apostilló Diegis aunque fueran, una vez más, malas noticias.

Decébalo, no obstante, no replicó en esta ocasión. Suspiró y volvió a bajar la mirada. Contra el maldito agger aún podrían luchar, pero lo del agua era definitivo. Con sus guerreros sedientos no habría nada que hacer. No. Tenía que cambiar de estrategia. Y tenía que hacerlo rápido. Sólo disponía de unos días. Levantó la mirada de nuevo y clavó los ojos en Diegis.

—Tú ya has hablado en otra ocasión con el emperador de Roma —empezó el rey—. Es hora de que vuelvas a hacerlo.

Y Decébalo le dijo qué debía decir al César de las legiones.

En cuanto Diegis salió de la sala de audiencias, el rey ordenó que lo dejaran solo, pero cuando Vezinas se marchaba se le acercó un instante y le habló en voz baja.

—Que me traigan al prisionero romano a mis aposentos. He de hablar con él.

—Sí, mi rey —respondió Vezinas, y se inclinó ante su señor.

En el exterior del salón del trono, Dochia, casi corriendo, alcanzó a Diegis.

—Rogaré a Zalmoxis por ti —le dijo la joven princesa. Diegis se detuvo y se volvió para mirarla.

—Será mejor que ruegues por todos nosotros.

Obras del agger, frente a las murallas de Sarmizegetusa

—¡Legatus, van a hacer una salida! —advirtió en un grito uno de los centinelas que Tercio Juliano había dispuesto alrededor de toda la obra, lo más próximo posible a las murallas para tener bien controlados los movimientos del enemigo.

Juliano no se sorprendió. Sabía que más tarde o más temprano harían una salida. Era inevitable. Si él estuviera en la fortaleza también lo intentaría: salir con centenares de guerreros e intentar desbaratar el agger, sólo que todo sería inútil para el enemigo, pues la construcción era de piedra y no podrían incendiarla. Como mucho conseguirían prender fuego a alguna de las cimbras de los arcos en construcción y retrasar las obras. Bueno, si él estuviera en el interior de la ciudad, al menos, intentaría eso.

—¡Preparaos todos! ¡Cohortes de la VII Claudia en formación!

Al instante centenares de legionarios armados emergieron frente al agger desde detrás de las obras donde permanecían ocultos al enemigo, pero cuando Tercio Juliano se estaba ajustando el casco observó que por las puertas de la ciudad sólo salía un hombre: un único guerrero dacio.

—¡Deteneos! ¡Por Hércules! ¡Deteneos! —aulló el legatus. Un mensajero. Otro más de aquella guerra. De eso se trataba. En cuanto el jinete dacio se fue acercando, Tercio reconoció al noble que cruzara antaño la frontera en Vinimacium para ir a hablar con el emperador en Roma. Recordó también su aire altivo, impertinente. Pensó en divertirse un poco con él y dar así también algo de entretenimiento a sus legionarios.

—¿Es esto todo lo que queda del ejército de la Dacia? —preguntó Tercio Juliano en voz alta. Los legionarios de la VII Claudia empezaron a reír con ganas. Diegis no se arredró pero detuvo su caballo. Se encontraba a unos cincuenta pasos del legatus romano, es decir, que estaba al alcance de sus armas. Sabía que, en consecuencia, tenía que medir bien sus palabras.

—Tengo un mensaje para vuestro emperador.

—Tú siempre tienes mensajes. Y al César nunca le gustan. Debe de ser que no sabes luchar demasiado. —Y Juliano se echó a reír y todos los legionarios lo imitaron una vez más.

—No sé quién ganará esta guerra —replicó entonces Diegis—, pero esta batalla por Sarmizegetusa puede ser muy larga o muy corta. Nosotros estamos a salvo del calor y del frío en nuestras casas pero en vuestras tiendas estoy seguro de que se suda más y se tiembla aún más en invierno. Este verano está siendo particularmente caluroso y a los estíos calurosos les suelen seguir inviernos especialmente gélidos. ¿Queréis pasar un segundo invierno de guerra aquí, en el norte, o no?

La réplica de Diegis, en un latín curiosamente mejorado con respecto a la última vez que se vieron, enmudeció a los legionarios y también a su legatus.

—Pasa y habla, ya que eso es lo único que sabes hacer —respondió al fin Tercio Juliano, pero ya no hubo carcajadas.

Cámara personal del rey de la Dacia

—Aquí está, mi rey —dijo Vezinas.

Dos guerreros arrastraron a Mario Prisco hasta situarlo delante de Decébalo. Uno lo empujó hacia abajo para que cayera de rodillas. Prisco se tragó el dolor y la humillación y no intentó alzarse. Las cosas estaban mal y estaba convencido de que más pronto que tarde lo matarían, pero no pensaba que fuera a ser en los aposentos personales del rey. Quizá Decébalo aún lo encontraba útil. Ésa era su única salvación: seguir siendo útil vivo.

—¿Una circumvallatio como la que han construido es… atacable? ¿Habrá una segunda empalizada tras la que podemos ver, como la que Julio César construyó en Alesia?

Una vez más, Prisco se vio sorprendido por los conocimientos de Decébalo sobre la historia militar de Roma.

—No lo creo, mi rey —empezó Prisco—. En Alesia, Julio César se vio obligado a construir esa segunda empalizada para protegerse de los miles de galos que acudieron a ayudar al asediado Vercingetorix, pero, en este caso, Trajano tiene el terreno razonablemente… —le costó decirlo, pero no vio otro camino que ser claro— dominado. Se ha esforzado en no dejar fortalezas dacias en su retaguardia. Quedan las del norte, pero están lejos de aquí. Construir una segunda empalizada es un esfuerzo notable y eso le quitaría hombres para los otros trabajos de asedio que esté haciendo. Yo apostaría mi vida a que no habrá una segunda empalizada.

—Muy bien —le respondió Decébalo—, pues puedes dar tu vida por apostada. Ahora, lleváoslo.

Vezinas se quedó con el rey.

—Ya te imaginas lo que estoy pensando, ¿no? —le preguntó Decébalo.

El pileatus dacio asintió sin decir nada.

—¿Puedo contar contigo? —inquirió el rey en voz baja.

—Por supuesto, mi rey. —Y luego, también en un susurro, Vezinas añadió la pregunta clave—: ¿Cómo la haremos?

Praetorium de campaña del emperador de Roma

Trajano, rodeado por todos los legati, escuchó a Diegis con atención. El dacio había sido muy cuidadoso en no parecer altanero ni prepotente. Aún recordaba la última entrevista con el emperador de Roma y sabía que no era hombre con quien permitirse ninguna frivolidad.

—¿Así que tu rey me propone la paz a cambio de que nos retiremos? —preguntó Trajano con cierto tono de incredulidad.

—Así es, César —confirmó Diegis.

—¿Y no crees que ya es tarde para semejante proposición? —preguntó Trajano. Diegis fue a decir algo, pero el emperador levantó su mano y el noble dacio calló—. No, guerrero, ya es tarde para todo eso. Yo —y Trajano repitió el pronombre de primera persona en voz alta y potente—, yo propuse a Decébalo la paz hace tiempo, cuando tenía aún a Longino en su poder, pero ahora el asesino de Longino quiere la paz después de matar a mi mejor amigo, ¿es eso lo que me estás diciendo?

Diegis, aun a sabiendas de que estaba en un terreno muy delicado, y ante un emperador despechado, movido casi más por la ira que por pundonor guerrero, se aventuró a contraargumentar. No lo habría hecho por su rey. Hacía tiempo que tenía claro que Decébalo no merecía la lealtad que tantos le habían profesado, incluido él mismo, pero Diegis habló por algo aún mucho más grande que su rey: el noble dacio se atrevió a contradecir a Trajano para defender a su patria, a los dacios, a las mujeres, a los viejos, a los niños.

—El legatus romano se suicidó, augusto. No fuimos nosotros los que lo matamos.

—¡Vosotros lo condujisteis a la muerte! —gritó Trajano poniéndose un instante en pie—. ¡Y no te atrevas a volver a referirte a Longino o haré que, esta vez sí, te corten la lengua para siempre!

Diegis calló. No había nada que hacer.

—¿Lo matamos? —preguntó Adriano—. Ésa sería la mejor forma de que Decébalo entendiera que ya no hay negociación posible.

—Es una idea —convino Trajano—, pero nunca me ha parecido bien asesinar a un hombre que actúa de mensajero. Este guerrero es, pese a todo, pese a ser uno de los que condujeron a Longino a la muerte, valiente. Y ¿sabéis una cosa? —y aquí Trajano miró a todos los legati y tribunos allí congregados—, necesito un valiente para que lleve mi respuesta a Decébalo. Sólo un guerrero valeroso será capaz de repetir las palabras que voy a pronunciar ahora ante Decébalo. —Dejó de mirar a sus oficiales para volver a fijarse en Diegis—. ¿Recuerdas, dacio, que una vez te pregunté en Roma si te gustaba tener un reino? No, no digas nada. Ahora ya es tarde para que sigáis teniendo una patria. Te diré lo que vas a decir a tu rey, si es que realmente tienes agallas para repetir mis palabras ante él.

Palacio real de Sarmizegetusa

La única que estaba presente en la sala de audiencias del palacio real de la ciudad dacia era Dochia. Para Diegis resultaba claro que Decébalo jugaba a que aquel mensaje que él traía era un mensaje más, nada especialmente relevante, pero Dochia, que lo miraba con los ojos vidriosos por haber estado llorando durante largo rato, quizá desde que él saliera aquella mañana para entrevistarse con el emperador romano, se acercó a él.

—¿Qué ha dicho el César? —preguntó la princesa con voz temblorosa.

Diegis negaba con la cabeza al tiempo que daba su respuesta en un murmullo de infinita pena.

—No hay nada que hacer. Ha dicho que quiere la rendición incondicional del rey. Ha dicho que quiere ver a tu hermano de rodillas ante él implorando por su vida. Ha dicho que no hay perdón para los asesinos de Longino.

—Entonces todo está perdido —sentenció Dochia—, y, sin embargo, sé que mi hermano trama algo. Le he visto reunirse a escondidas con Vezinas y con ese miserable romano que tienen prisionero. Prepara algo en secreto, pero no sé qué es.