LA PETICIÓN DE HELVA
Roma
Junio del 106 d. C.
La muchacha se arrodilló ante Menenia.
—Sólo tú puedes salvarlo, sólo tú —imploraba entre sollozos que parecían sinceros, pero el corazón de Menenia parecía haberse endurecido de forma extraña y el llanto de Helva no conseguía penetrar en los resquicios más ocultos del pálpito triste de la vestal. Pero Helva no pensaba darse por vencida: sabía que aquella mujer, aunque la odiara a ella, había amado en un momento a Celer con todas sus fuerzas y era a ese antiguo amor al que debía apelar—. Sé que me odias, sé que me desprecias por lo que crees que te he robado, pero yo no tengo la culpa ni la tiene Celer —continuaba la muchacha en un torrente de palabras, sus únicas armas, su única esperanza—. Yo no soy nada ni nadie. Era una prostituta, nada más, y Celer se fijó en mí y me rescató de aquella vida horrible, pero no lo hizo por mí sino por ti, por ti. —Lo repitió con tal fuerza que Menenia volvió a mirarla, pero con el ceño fruncido, con aún más enfado que antes.
Sin embargo, Helva recibió aquella mirada como un pequeño triunfo, como una puerta entreabierta: la vestal estaba escuchándola; primero había accedido a recibirla y ahora la escuchaba. Aquel viejo amor no debía de haber muerto del todo, debía de quedar algún pequeño rescoldo, algo que aún quemaba por dentro a aquella sacerdotisa en medio del Templo sagrado de Vesta.
—Lo hizo por ti. Lo único que atrajo a Celer de mí es que me parezco a ti. Mírame, sacerdotisa, mírame bien. —Y Helva levantó la cabeza y el cuello, aun sin alzarse pues no quería dejar de mostrarse sumisa, para que la sacerdotisa pudiera ver bien su rostro. Menenia abrió los ojos con asombro: no se había dignado a mirar a aquella mujer con atención cuando entró en la sala del Templo y ahora la observaba y la veía perfectamente, iluminado aquel rostro hermoso por la llama eterna de la mismísima Vesta; y la muchacha seguía hablando—; soy como tú: la misma nariz, los mismos ojos, el mismo color de pelo, el mismo cabello lacio oscuro, la misma frente pequeña… Incluso me hacía peinarme de una forma concreta, con el pelo trenzado; yo pensaba que quería que pareciera una novia, pero no, mi peinado estaba diseñado para asemejarse al de una vestal; hasta que un día me lo confesó: estaba conmigo porque me parezco a ti, porque soy la mujer que más se parece a la única mujer que ha amado en su vida. Celer no me quiere a mí, sino a la vestal que no puede tener, a la niña con la que creció y jugaba de pequeño; tiene mi cuerpo pero sé que incluso cuando se acuesta conmigo piensa en ti. Le he oído tantas veces decir tu nombre en sueños, cuando las pesadillas lo acorralan antes de una nueva carrera, siempre está tu nombre en su pensamiento.
»Pero yo era feliz con él: me cuidaba bien, me procuraba comida y agua y una casa y servicio, una vida cómoda y yo sólo tenía que dejarme poseer mientras él seguía cerrando los ojos cuando yacíamos juntos, estoy segura de que para imaginar que estaba contigo, con la única mujer que realmente quiere. Pese a todo, he sido feliz: estoy embarazada y sé que cuidará de mi pequeño cuando nazca. Temo por él cada vez que va al Circo Máximo, ese maldito Circo Máximo que un día me lo arrebatará para siempre, pero ahora, ahora que ha sido juzgado y condenado en un juicio amañado, como tantos otros en esta ciudad, ahora que sus enemigos han aprovechado que el emperador está lejos y no puede velar por la justicia en Roma, ahora que Celer ha sido condenado a muerte, ahora que necesita ayuda, nadie acude en su defensa, nadie se atreve contra sus enemigos, ni todos aquellos que apostaban por los rojos y que tanto dinero ganaron con sus victorias ni sus supuestos amigos, que sólo llenaban la casa por los banquetes que Celer daba con tanta generosidad. El abogado de su corporación, Musca, fue un inútil durante el juicio; no consiguió desmontar ni una sola de las mentiras de los acusadores, de Acúleo, el vil auriga de los azules, o de su señor, el senador Pompeyo Colega y otros amigos suyos. Nadie lo ayuda ahora y yo, su concubina, su compañera, su puta para muchos, como para ese miserable recaudador de impuestos que me persigue desde hace meses y que también declaró en contra de Celer por venganza, porque Celer se negaba a pagarle como si yo aún fuera una prostituta. Yo no tengo nada ni nadie a quien recurrir, excepto tú, una sacerdotisa vestal que sé que una vez amó a Celer con la fuerza que sólo otorgan los dioses a quien ama sin límite; y pensé, lo pensé una y mil veces: «esa mujer me odia, esa mujer me odiará siempre; es absurdo acudir a pedirle ayuda, ni tan siquiera me recibirá en el Templo más sagrado de Roma»; pero luego pensé que tantas veces en mi vida todo parecía perdido y luego los dioses han querido cambiarlo todo: me regalaron a Celer y una nueva vida y ahora quieren arrebatármelo, pero yo no pienso quedarme quieta y no luchar; necesito a Celer no ya por mí, sino por el pequeño que llevo en mis entrañas. Sin él no somos nada. —Y volvió a llorar; Menenia la miraba fijamente y la escuchaba, sí, la escuchaba con atención; Helva volvió a abrir los ojos y retomó sus palabras desde más allá del dolor—. Miento y no quiero mentir a una vestal, y menos cuando estoy pidiendo ayuda. Sí, estoy aquí por mí también, por mí y por Celer. Tenemos bastante dinero para sobrevivir bien y podré cuidar de los hijos que tengamos, pero no quiero perderlo. Él nunca me ha amado realmente, pero yo sí, yo amo cada pequeña esquina de su piel, cada pliegue de su cuerpo, cada cicatriz, y no quiero perderlo, no quiero perderlo, pero… pero… —y le costaba decirlo, le costaba, pero no había otro camino—, pero estoy dispuesta a todo lo que haga falta para que se haga justicia; estoy dispuesta a dejarlo, si lo salvas; si encuentras la forma de salvarlo yo le dejaré, yo me iré y desapareceré para siempre. Nunca más tendrás que verlo acompañado por mí, desapareceré y nunca nadie sabrá nada más de mí. Dejaré lo que más quiero en el mundo, a él y a la criatura que nazca, con tal de que encuentres la forma de salvarlo. No puedo ofrecer más, no tengo más, eso es todo, poco para la mayoría de las personas, pero es mi único tesoro… dejaré a Celer… me iré…
Hundió su rostro entre sus manos mientras volvía a convulsionarse entre sollozos ahogados a los pies de la vestal.
Menenia se levantó despacio. Paseó en silencio entre las sombras del Templo de Vesta. Se detuvo. Sí, su corazón se había endurecido en los últimos meses: primero Cecilia, su madre, y al poco tiempo Menenio, su padre, habían muerto. Se sentía sola, completamente sola. Giró levemente su cabeza y contempló la llama sagrada ardiendo en el centro del Templo. Ella no quería que Celer muriera. Eso era un hecho claro en su corazón. ¿Odiaba a aquella mujer? ¿Odiaba al propio Celer? Sí, quizá aquellos sentimientos poblaron su mente en algunos momentos. De forma absurda había albergado la ingenua esperanza de que Celer nunca llevara a término su amenaza de abandonarla y buscar el amor de otra persona, pero aquél era un deseo infantil y más cuando se trataba de un hombre. Siempre inconstantes, siempre débiles en el compromiso. Por eso las guardianas del fuego de Vesta eran mujeres. Numa, el viejo rey Numa, el segundo rey de Roma que heredó el gobierno de la ciudad tras Rómulo, Numa, que fundó el colegio de las vestales, buscó mujeres y no hombres para salvaguardar el corazón de la ciudad del Tíber, y allí estaba ella, caminando despacio alrededor de la llama sagrada. Menenia había tenido que renunciar a lo que más quería por aquella llama, por los dioses de Roma, por el Imperio que se extendía desde África hasta el Rin, desde Asia hasta Hispania. Sí, ella sabía muy bien de sufrimiento y de privaciones. Ningún privilegio de una vestal compensaba todo lo que había tenido que dejar de lado: primero la infancia feliz con sus padres, luego su único amor. Y las palabras de Helva resonaban en su cabeza: «Sólo tú puedes salvarlo, sólo tú puedes salvarlo.» Las mismas que su padre le dijo que había empleado en su ruego al senador Plinio para que la defendiera del falso crimen incesti del que había sido acusada. Y ahora aquellas palabras retornaban a ella. La vida daba círculos iguales que el que ella misma estaba dando alrededor de la llama sagrada de Vesta. Todo vuelve. Se volvió entonces hacia Helva, que seguía arrodillada junto a la llama sagrada. Aún lloraba. Ya no decía nada. Había hablado a trompicones; debía de estar agotada. Menenia se acercó lentamente hacia ella y volvió a sentarse en la sella desde la que había escuchado su parlamento.
—Yo sé de privaciones —dijo Menenia, y Helva levantó su rostro mientras se limpiaba las lágrimas que corrían por las mejillas con el dorso de sus manos blancas—. Yo sé de sacrificios. Y tú ofreces uno muy grande. He visto a grandes prohombres de Roma venir aquí a ofrecer sacrificios muy aparentes, pero sólo daban de lo que les sobraba, de lo que tenían mucho. Tú ofreces todo aquello que más estimas. Es un sacrificio grande. ¿Quieres saber si me has conmovido? —Se hizo un breve silencio; Helva la miraba sin respirar—. Sí, lo has hecho. Pero… —y empezó a suspirar a la vez que seguía hablando—, pero incluso si quisiera, incluso si aceptara tu sacrificio, incluso así no sabría cómo ayudarte. No hay forma de cambiar una condena a muerte como la que ha sido dictada contra Celer.
—El emperador…
—El emperador, sí —convino Menenia—; en eso tienes razón. Quizá el emperador podría revertir la sentencia de los jueces, pero Trajano está lejos, en el norte. Tardaríamos semanas en enviarle un mensaje y semanas en recibir una respuesta, mientras que la sentencia se va a cumplir en los próximos días. Lo siento, Helva, pero no puedo hacer nada. Celer está más allá de mi capacidad de influencia. Y reconozco que lo siento y que mi corazón se entristece enormemente. Puede que odiara a Celer en algún momento, que te odiara a ti también, pero todo eso ya ha pasado, y siento que Celer muera y pienso que el propio emperador lo sentirá también, pero no podemos hacer nada, nadie puede hacer nada.
Helva se alzó con lentitud. La sangre no corría bien por sus piernas adormecidas después de tanto tiempo arrodillada. Pese a todo, se negaba a darse por vencida.
—Una vestal de Roma tiene que poder hacer algo cuando todo lo que se ha cometido contra alguien es injusto. Si no las leyes de Roma no valen nada… Roma entera no vale nada… —Y dio media vuelta y echó a andar sin ni tan siquiera despedirse. Menenia la observó alejándose entre las sombras temblorosas del Templo de Vesta hasta que su figura desapareció por completo. La vestal, a solas, miró al suelo. Helva tenía razón: si una vestal no podía impedir una injusticia flagrante es que Roma había muerto.
Suspiró profundamente.
Las leyes de Roma. ¿Estaba ahí la respuesta? Menenia volvió a suspirar si cabe aún más profundamente. La Vestal Máxima también había fallecido por unas malditas fiebres que no la habían abandonado las últimas semanas y la decisión de quién la reemplazaría había sido pospuesta en el Colegio de Pontífices hasta el regreso del César. Quizá ella hubiera sabido de algo, pero ahora… no tenía a nadie a quien recurrir, sin padres, sin Vestal Máxima, con Celer detenido y el emperador en el norte en una de esas guerras que parecían no tener fin nunca. Y Menenia no confiaba en los sacerdotes, no. Desde el juicio contra ella sabía que muchos de ellos la miraban con recelo. Sólo la protección del emperador, del Pontifex Maximus, la salvaguardaba de sus miradas henchidas de sospecha.
Menenia se levantó y emprendió el mismo camino que Helva para abandonar el interior del Templo. Fue entonces cuando se acordó de las palabras del emperador justo antes de partir hacia la primera guerra contra Decébalo. Sí, el César dijo entonces algo que en aquel momento no le pareció importante, pero ahora Menenia se quedó quieta, como una estatua blanca en medio del santuario, escuchando la voz de Trajano en su mente.
«Si alguna vez no estoy en Roma y necesitas ayuda, hay una mujer al sur de la ciudad, Liviano tiene toda la información, que sabe más de Roma que ninguna otra persona. Más incluso que la Vestal Máxima. Si alguna vez estás en peligro, puedes acudir a esa mujer y ella te ayudará. Siempre encontró caminos para sobrevivir cuando todo parecía perdido.»
No estaba segura de que ésas fueran las palabras exactas; pero estaba muy convencida de que ése y no otro fue el sentido de aquel mensaje enigmático de Marco Ulpio Trajano que aquella noche, de pronto, parecía ser relevante. En su momento ella se limitó a inclinarse tras escuchar aquellas palabras, pero ahora, detenida en el centro del Templo de Vesta, Menenia se preguntaba si aquella mujer aún existiría. O quizá se la hubieran llevado los dioses también, como habían hecho con sus padres, con la Vestal Máxima, con todos.
O quizá no.