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CLAUSURAE

Piatra Rosie, centro de la Dacia

Julio-diciembre de 105 d. C.

Al principio todo fue razonablemente bien para los romanos. Trajano dirigió el grueso de sus tropas desde Drobeta hasta el paso de Teregova. El buen tiempo de finales del verano facilitó el cruce de los montes, de tan infausto recuerdo para los veteranos que se vieron obligados a cruzar por aquellos valles un invierno aún no demasiado lejano para dar respuesta al ataque de Decébalo en Adamklissi. Los cielos despejados los acompañaron hasta Tibiscum y los ayudaron a que Tapae cayera con rapidez ante el inmenso ejército de Roma. A partir de ahí, con las lluvias de otoño todo empezó a complicarse. El frío, además, llegó pronto a los bosques dacios y ya desde octubre los legionarios acusaban las inclemencias de las tormentas y las primeras heladas que hacían de cada amanecer un momento detestable, donde el principio de cada jornada se impregnaba de un viento gélido que parecía arañarles los rostros arrugados por un frío inclemente. ¡Qué poco había durado el verano! Las tropas siguieron su avance hacia el norte. Trajano quería llegar a los montes de Orastie y adentrarse en la ruta que conducía a Sarmizegetusa Regia, la capital dacia donde se refugiaba Decébalo, lo antes posible. Pero el barro primero y luego, una vez más, como en la guerra anterior, la nieve, ralentizaron la marcha. Igual que las poderosas fortalezas dacias. Ahora se interponía ante ellos la formidable construcción de Piatra Rosie, elevada sobre su inmenso peñasco de paredes rocosas rojas que la hacían prácticamente inexpugnable. Una posibilidad habría sido seguir avanzando y dejar tropas asediando aquella fortaleza, como había hecho en la campaña anterior, pero esta vez Trajano no parecía tan predispuesto a dejar en pie, a sus espaldas, ninguna fortificación dacia que no se hubiera rendido incondicionalmente. Había iniciado una guerra de destrucción total con la que buscaba enviar un mensaje claro al enemigo y sus aliados: o rendición absoluta o aniquilación. Con los que entregaron sus ciudades se mostró magnánimo, con el resto, inmisericorde. El planteamiento era simple pero eficaz.

—Han venido mensajeros del enemigo —anunció Tercio Juliano una mañana de diciembre.

Trajano asintió.

—Que pasen —dijo.

En el praetorium de campaña estaban reunidos todos a la espera de las decisiones del César: Lucio Quieto, Nigrino, Celso y Palma; Adriano también, siempre un poco más distante del resto; y, justo detrás del emperador, el siempre vigilante Aulo.

Al instante entró Tercio Juliano, acompañado por un grupo de guerreros de variopinta condición: dos estaban semidesnudos, exhibiendo largas melenas trenzadas según las costumbres de los quados y otras tribus suevas; a su lado había un pileatus dacio con su gorro en punta y sus pantalones anchos; había también otro guerrero semidesnudo junto a este noble, probablemente un marconmano; tras éste entraron dos hombres barbudos bien vestidos, con coronas en el pelo a la usanza griega, seguramente venidos de las costas del Ponto Euxino,[31] la región que con toda probabilidad proporcionaba gran parte de las armas forjadas al mismísimo Decébalo y sus tribus; a éstos los seguían tres hombres más con largas túnicas y chalecos al modo de los bastarnas y escitas y, por fin, dos guerreros más recubiertos por sus pesadas armaduras al modo roxolano y sármata.

Fue el roxolano el que tomó la palabra en un quebrantado latín que, sin embargo, resultaba comprensible.

—Muchos no queremos guerra. Los roxolanos no. Mi rey Sesagus envía un mensaje de paz para el César. Y lo mismo muchos dacios, sármatas, buris, bastarnas, escitas y griegos de la costa del Ponto Euxino. Y rendimos nuestras fuerzas. Los sármatas y buris se van hacia el norte. Los roxolanos nos quedamos en nuestro reino, al este, como los escitas. Los griegos de la costa han dejado de proporcionar armas a Decébalo. Y los dacios que aquí están representados rinden sus ciudades al César.

—Todos los que abandonen a Decébalo serán tratados con generosidad por Roma —respondió Trajano—, y tomo vuestro mensaje como un compromiso que nos ata a los dos. Los que os rindáis, vayáis al norte o permanezcáis en el este y seáis neutrales, no seréis atacados por mis legiones.

Los mensajeros partieron satisfechos.

—Lástima que los dacios de Piatra Rosie no sean de los que han abandonado a Decébalo —dijo Nigrino una vez que los guerreros bárbaros abandonaron la tienda del praetorium.

Trajano asintió sin decir nada. Era consciente de que aunque el rey de la Dacia se hubiera quedado sin los apoyos de muchos de los pueblos vecinos, aún disponía de muchos guerreros leales y muchas fortalezas difíciles de conquistar repartidas por todo el centro y el norte de su reino, y el invierno, el temido frío, ya estaba allí, una vez más.

—Hemos de mandar tropas al sureste —dijo al fin el emperador—. Tenemos que evitar que Decébalo repita su estrategia de la última guerra enviando tropas dacias contra Moesia Inferior. ¿Qué legatus tenemos ahora en esa región?

—Laberio Máximo —respondió Quieto con rapidez.

—Pues que se envíen tres legiones a Laberio —continuó Trajano—. Las otras cuatro se quedarán aquí y seguirán el asedio de Piatra Rosie; luego, cuando rindamos la fortaleza, avanzaremos hacia el norte bajo mi mando personal.

Hubo un nuevo silencio.

—Estamos atascados, augusto —dijo Lucio Quieto.

Trajano miraba al suelo. Llevaba razón su jefe de caballería. Alguien tenía que poner en palabras lo que estaba pasando y Trajano se alegró de que fuera Quieto, de quien sabía nunca vendría un comentario con saña o para deprimirlo. Quieto simplemente formulaba con precisión y en voz alta el problema.

—Bien —respondió el emperador—. Lo primero para resolver algo es saber cuál es el problema: estamos estancados, eso es innegable. Una vez más. Pero Decébalo es menos fuerte. Acabáis de ver que muchos han decidido abandonarlo, aunque no soy un ingenuo y sé que si los sármatas y los bastarnas y los roxolanos detectaran que perdemos la iniciativa en la guerra, fácilmente podrían volver a pasarse al bando de Decébalo. Por eso lo que haremos, además de enviar esas legiones a Moesia Inferior, es no permanecer inactivos mientras esperamos la rendición de Piatra Rosie. Quiero que se construyan clausurae por toda la región. Desde Tapae hasta aquí y también más al norte y en los pasos de Vulcan y Teregova y en cualquier otro desfiladero por donde los dacios puedan trasladar tropas durante el invierno. Quiero que Decébalo vea impedidos los movimientos de sus guerreros con gigantescas clausurae, necesito una enorme empalizada en cada valle, en cada paso de montaña. Pasaremos un nuevo frío invierno en la Dacia, pero Decébalo no recibirá ayuda de otros pueblos ni tampoco le dejaremos trasladar tropas de un lado a otro para preparar contraofensivas como las de la campaña anterior. Cuando llegue la primavera retomaremos la guerra en campo abierto: la iniciativa será nuestra y los demás pueblos seguirán al margen. El retraso que provocó el secuestro de Longino hará que esta campaña requiera dos primaveras y no una, pero no pienso permitir que el sacrificio final de Longino sea en vano. No lo permitiré.

Todos saludaron militarmente al César y fueron saliendo del praetorium detrás de su líder, pues el propio Trajano se alzó el primero para ir a supervisar personalmente los preparativos del envío de tres legiones a Moesia Inferior y del inicio de la construcción de las grandes clausurae.

Adriano se quedó solo en el praetorium. Se acercó despacio a la mesa de los mapas. Al principio de la campaña todo había ido bien para su tío, pero, una vez más, como en la guerra anterior, el invierno había detenido el ataque de las legiones, tal y como había manifestado el mismísimo Lucio Quieto y tal y como el propio César había aceptado. Quizá, al final, después de todo, su tío consiguiera triunfar de nuevo. Eso era posible. Aunque le doliera, tenía que reconocer que el impresionante puente sobre el Danubio le había impactado, tanto a él mismo como al resto de oficiales del ejército. Su tío era más admirado y respetado que nunca por aquel logro, pero pasara lo que pasase la guerra aún duraría meses, quizá años. Esto les daba a sus hombres en Roma el tiempo necesario para deshacerse de algunas personas… inconvenientes. En su afán por conseguir el poder pronto se había arriesgado demasiado. Era momento de corregir errores; igual que Trajano lo hacía en la guerra, él debía enmendar su estrategia personal. Eso mismo le había sugerido su hombre de más confianza en Roma antes de partir: aguardar con paciencia. En eso de la paciencia Plotina había tenido razón también. Ahora era cuestión de ver si su hombre de la voz grave y la nariz rota, además de leal hasta el fin, era realmente capaz. Había prometido empujar a Colega y sus secuaces para resolver los problemas.

Adriano suspiró. Dejó de mirar los mapas y salió del praetorium.

Todo poco a poco.