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EL RECAUDADOR DE IMPUESTOS

Roma

Junio de 105 d. C.

Como era de esperar, el proxeneta de Helva se presentó en la casa de Celer. El hombre, entrado en años, algo encorvado y con cara de pocos amigos, negoció un precio alto por dejar en paz a la muchacha, pero el auriga se mostró generoso con él y el proxeneta salió de aquella casa satisfecho para no volver a aparecer nunca más.

Todo iba bien, pero llegó el final del mes.

Un segundo hombre, pequeño, enclenque, con una sonrisa en la que faltaban dientes, llamó a la puerta de Celer.

El auriga lo recibió en el atrio de su residencia.

—Me han dicho que quieres verme y no tengo por costumbre ver a nadie, pero por lo visto se trata de Helva.

—Así es —dijo el hombre con su sonrisa de pocos dientes permanentemente puesta en la boca—. Soy el recaudador de impuestos.

—¿Y? La corporación paga mis impuestos por las victorias del Circo Máximo. Y paga bien. Y yo también pago lo que me corresponde.

—No es ése el dinero que vengo a reclamar —continuó el recaudador sin dejar de sonreír, haciendo que pasara un aliento maloliente por los espacios sin dientes de su boca entreabierta—. Se trata del dinero de Helva. Debe pagar sus veinte denarios de cada mes. Es lo justo y lo que estipula la ley.

—La ley exige un diez por ciento de las ganancias de una prostituta y no un veinte, como le has venido cobrando a Helva estos meses —respondió Celer con auténtico desdén. Aquel hombre le resultaba repulsivo; negociar con el proxeneta había sido infinitamente menos desagradable—. Y además, Helva ya no es una prostituta.

De pronto, la sonrisa sin dientes se borró del rostro del recaudador de impuestos.

—¿Acaso te has casado con ella? ¿Acaso es tu esclava?

Celer no dijo nada.

—¿Lo ves? —continuó el recaudador de impuestos—. A mí no me importa si Helva es la puta de muchos hombres o de uno solo. Yo quiero mis veinte denarios a final de mes, según estipula la ley, pues las putas mienten siempre y ganan más de lo que dicen. Veinte denarios. —Y alargó el brazo con la palma de la mano hacia arriba esperando el dinero.

Celer pensó en abofetear allí mismo a aquel ser delgaducho y despreciable que tenía ante él, pero se contuvo. Golpear a un recaudador de impuestos podía traerle problemas.

—Dime cómo te llamas —ordenó entonces Celer—. Presentaré una queja por tus excesos. Igual a tus superiores les interesará saber que has estado cobrando más de lo estipulado. Seguramente querrán preguntarte qué has hecho con la cantidad de dinero que has cobrado pero que no les habrás entregado.

El recaudador volvió a sonreír.

—Mi nombre es Malleolus y puedes presentar una queja cuando quieras. ¿Acaso crees que algún tribunal va a hacer más caso del testimonio de un infame que de la palabra de un recaudador de impuestos? Y no importa el dinero que tengas. En los tribunales los infames ya conocen su destino. En aquel juicio en el que te viste implicado te salvó que la vestal disponía del mejor abogado de Roma y, muy probablemente, de la simpatía del César. En cualquier otra circunstancia siempre perderás. Dedícate al Circo Máximo y no te busques enemigos contra los que no podrás vencer. Ahora dame mis veinte denarios y ya pasaré el mes que viene a por los siguientes veinte.

Se trataba de una cantidad irrisoria para Celer, pero el auriga estaba harto de que pese a ganar enormes cantidades de dinero, su condición de auriga lo condenara, como en el caso de los gladiadores, al desprecio eterno de pertenecer a la clase social de la infamia, siempre con muchos menos derechos que cualquier otro ciudadano de Roma. Lo inteligente, no obstante, era pagar y olvidarse de todo aquello, pero el orgullo, con frecuencia, nos hace malas pasadas.

—¡Lárgate de aquí, miserable, y no vuelvas jamás! —gritó Celer. A sus voces varios esclavos acudieron al atrio para ver qué ocurría—. ¡Lárgate antes de que yo mismo te arroje a patadas de mi casa!

El recaudador de impuestos volvió a borrar la sonrisa de su rostro.

—Lamentarás esto —dijo, dio media vuelta y salió de aquella domus.

—¿Está todo bien? —Era la voz de Helva. Celer se volvió para verla. Estaba tan hermosa como siempre y peinada con seis trenzas tal y como a él le gustaba, igual que una sacerdotisa de Vesta, con los mismos ojos negros y aquella misma frente pequeña…

—No pasa nada. Todo está bien —respondió Celer y la cogió de la mano para conducirla a la cama.

El recaudador de impuestos caminó serio durante un rato hasta que la sonrisa, de pronto, le volvió al rostro. Cambió entonces de dirección y fue hacia el sur, abandonando la Subura. Pasó junto al anfiteatro Flavio y el Templo de Claudio y entró en la región II de la ciudad, hasta detenerse en una gran residencia próxima al Macellum, el gran mercado de ese sector de Roma.

Llamó a una gran puerta.

Esperó un rato, pero al fin le abrieron.

—Soy Malleolus —dijo el recaudador—. Anúnciame a tu amo. Dile que tengo algo que puede interesarle.

Malleolus esperó con su sonrisa en el pequeño vestíbulo hasta que la voz del senador Pompeyo Colega se oyó con fuerza al otro lado de la cortina que los separaba del atrio.

—Hazlo pasar.

Y los esclavos dejaron que Malleolus entrara.

El recaudador refirió lo ocurrido con Celer al senador. Pompeyo Colega escuchó en silencio cuanto se le contaba, sentado en una gran cathedra, con una gruesa cortina roja a su espalda que separaba el atrio del tablinum.

—¿Y bien? ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? Creo que estás haciéndome perder el tiempo —respondió con desprecio, al fin, el veterano senador, pero Malleolus no se movió y continuó hablando.

—Celer es el auriga de los rojos y el senador es patrono de los azules. Yo quiero cobrar mi dinero. Siempre recaudo lo que me corresponde. De una forma u otra y estoy dispuesto a llegar al final. No me importa el método. Eso, quizá, sí sea del interés del senador Pompeyo Colega.

El senador reflexionó. Habían recibido instrucciones de no actuar por un tiempo, pero el emperador estaría fuera de Roma junto con sus legati, el jefe del pretorio y sus senadores más afines. Una nueva guerra se avecinaba. ¿Quién quedaría en Roma? Las cohortes urbanae y parte de la guardia pretoriana, pero sin su líder. Los primeros, la milicia de la ciudad, eran manipulables, y la guardia imperial no intervendría sin su jefe del pretorio y sin el emperador en asuntos civiles. Las oportunidades se presentan de forma inesperada.

—El que se niegue a pagar esos impuestos no es causa suficiente, no obstante, para… —empezó a argumentar Pompeyo Colega.

—Pero podemos buscar otra causa —lo interrumpió el recaudador.

—Ya veo, ¿estás dispuesto a cualquier cosa? ¿Actuarías como testigo en los tribunales apoyando cualquier acusación?

—Así es —dijo Malleolus, y volvió a sonreír malévolamente.

Pompeyo Colega asintió lentamente.

—Pensaré todo cuanto me has referido. Ya te llamaremos —respondió Colega.

El recaudador de impuestos hizo una reverencia y salió del atrio y de la casa. Pompeyo Colega permaneció a solas en aquel patio apenas unos instantes, pues, de pronto, de detrás de la cortina roja, apareció el hombre de la nariz larga. Al momento, su voz quebrada resonó decidida entre las paredes de aquella domus.

—Esto puede beneficiarnos. Un recaudador de impuestos siempre es un testimonio muy tenido en cuenta ante cualquier tribunal. Es cierto que tenemos la orden de no actuar en un tiempo, pero tenemos unos cuantos cabos sueltos que conviene atar.

—Pero el sobrino segundo del emperador dijo que él se encargaría de esos… asuntos —interpuso Pompeyo Colega.

—Lo sé, pero él no tiene ahora todos estos datos que nos ha facilitado ese funcionario. Yo hablaré con el sobrino del César. Lo esencial es que ese imbécil de Plinio convenció a todo el mundo de que sólo nos interesaba la muerte de Celer, cuando lo que queríamos era la muerte del auriga y de la vestal. Plinio, además, ha sido nombrado vigilante de las crecidas del Tíber. Eso seguramente lo retendrá en Roma cuando el emperador parta hacia el norte para una próxima guerra, pero también lo tendrá muy ocupado y alejado de los tribunales. Es nuestra oportunidad. —El hombre misterioso caminaba alrededor del impluvium; se detuvo en seco y encaró con una mirada incontestable los ojos pequeños de Pompeyo Colega—. Tú te encargarás de fomentar una nueva acusación contra el auriga; algo que termine arrastrando a la vestal. Sin el emperador en la ciudad y con Plinio en otros asuntos, todo será posible. Con Atellus muerto hemos silenciado nuestra relación secreta con el sobrino del emperador; con el auriga condenado, de nuevo, el dinero fluirá hacia nuestra causa, y con la vestal eliminada, el sobrino del César descansará más tranquilo y nuestro camino hacia el poder se allanará.

—¿Y qué acusación usaremos en esta ocasión contra Celer? —preguntó Pompeyo Colega.

—Yo me encargo de informar al sobrino del César —replicó con tono severo el hombre de la nariz larga—. A ti te corresponde destruir a ese infame auriga.

—Y a la vestal —añadió Colega.

—Y a la vestal —sentenció su interlocutor.

—Esperaremos a que estalle la guerra —añadió Pompeyo Colega—. Quiero asegurarme de que el emperador no podrá intervenir esta vez.

—De acuerdo, pero antes de que el César regrese del Danubio quiero esto resuelto —dijo el hombre de la voz rota, y Pompeyo Colega comprendió que no se trataba de una orden, sino de una amenaza.