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EL MENSAJE DE HERMILO

Aula Regia, palacio imperial, Roma

Junio de 105 d. C.

Estaban aún los legati reunidos con el emperador cuando se oyó una gran algarabía en el exterior. Trajano no reaccionó. Estaba como ausente, mirando la mesa de los mapas, con un vaso de vino en la mano derecha. Y no era el primero del día ni mucho menos. Lucio Quieto miró a uno de los pretorianos que custodiaban la puerta. El soldado no necesitó que se le diera orden alguna. Salió de inmediato a ver qué ocurría.

Lucio estaba incómodo. Trajano, por primera vez desde que lo conocía, daba muestras de debilidad. Y todo por Longino. A Quieto le sorprendía incluso que, después de las numerosas copas que había tomado, el emperador se mantuviera con capacidad de hablar y razonar mínimamente. ¿Qué lo unía de forma tan especial a Longino? ¿Habían sido realmente amantes como algunos decían entre dientes, sin atreverse a comentarlo en voz alta? Aquello no le cuadraba a Quieto. El César gustaba de los hombres, pero lo habitual era que se entretuviera con jóvenes efebos o con algún pantomimo como Pylades, de hermoso físico. No podía imaginar al emperador yaciendo con el cuerpo roto de Longino, imperfecto, con aquel brazo tullido. Un hombre, además, ya de edad, como el propio emperador. Y, sin embargo, allí estaba el César, abatido, enfrentado a todos sus más leales oficiales por culpa de aquel oficial… ¿Quién era Longino para el emperador?

—Ha llegado un mensajero más de la Dacia —dijo el pretoriano al regresar al interior del Aula Regia. Se dirigió a Quieto, que era quien parecía tener la autoridad suprema mientras el emperador permaneciera inactivo—. Esta vez es un liberto griego. Dice que trae un mensaje de Decébalo y otro del propio Longino.

Nada más oír el nombre de Longino, Trajano levantó la mirada.

—¡Que pase! —dijo poniéndose en pie—. Es la respuesta que esperábamos.

El pretoriano dio media vuelta y fue en busca de aquel mensajero.

—Ahora sabremos a qué atenernos —continuó Trajano ansioso—. Ahora lo sabremos —repitió mientras volvía a sentarse en el trono. Y por primera vez en aquella tensa jornada, dejó el vaso de vino en la bandeja que sostenía un esclavo que estaba justo a su lado.

Dos pretorianos entraron en el Aula Regia custodiando a un hombre de pequeña estatura que miraba muy nervioso a todas partes. Los soldados pasaron por el pasillo que dejaron abierto los legati de las legiones, los senadores y consejeros y se detuvieron frente a la mesa de los planos. Allí seguían Sura, Liviano, Quieto, Celso, Palma, Nigrino y Adriano, entre otros.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el emperador.

—Hermilo —respondió el liberto.

—¿Quién te envía? —inquirió a continuación el César.

Pero el mensajero dudó.

—He de hablar con Trajano, con el emperador, es importante que hable con él pronto —dijo Hermilo.

—Es lo que lleva diciendo desde que lo interceptaron en las proximidades de Vinimacium, César —se explicó uno de los pretorianos—. No hace más que insistir en que debe hablar con el emperador, César. Y desde que llegamos a Roma se ha puesto a gritar pidiendo audiencia, augusto.

Hermilo ya no necesitaba que se le informara sobre ante quién estaba. Se había percatado de los apelativos que aquellos pretorianos utilizaban ante el hombre que se encontraba al otro lado de la mesa, emergiendo por encima de todos en aquel inmenso trono. No supo por qué, Hermilo se sintió algo… decepcionado. Esperaba a alguien que diera mucha más sensación de poder y fuerza y seguridad, y aquel César, por muy elevado que estuviera por encima de los que lo rodeaban, parecía un hombre… agotado, exhausto, débil. Por eso no había estado seguro de que fuera Trajano. Pensó que podía tratarse sólo de algún consejero de importancia, pero ahora aquel hombre del trono le hablaba a él directamente.

—Yo soy el emperador —dijo Trajano, y repitió su última pregunta—. ¿Quién te envía?

Hermilo asintió. No importaba lo que él pensara. Tenía que entregar sus mensajes. Había conseguido la libertad en pago por aquello y él era un hombre de palabra.

—Me envía el rey Decébalo, pero también me envía el legatus Longino, mi amo.

—¿Eres su esclavo? —preguntó Lucio Quieto. A Trajano no le molestó aquella pregunta de su hombre de confianza norteafricano. Lo esencial era sacar información de aquel hombre.

—Sí, es decir, no, quiero decir… lo he sido pero ya no. —Hermilo se dio cuenta de estaba siendo muy torpe. Lucio Quieto vio como el emperador abría bien los ojos. El César estaba temiéndose lo peor, pero el esclavo o lo que fuera siguió hablando y el emperador se tranquilizó—. Quiero decir que soy su esclavo, pero el legatus Longino me dio un documento, este documento —y sacó un papiro de debajo de la túnica que esgrimió con orgullo—, donde dice que me da la libertad en pago por entregar su mensaje al emperador de Roma. Por eso, en cuanto entregue el mensaje ya no seré su esclavo sino un liberto, es decir… si al César le parece —y dejó de mirar a Quieto para volver a mirar al emperador—, si al augusto César le parece que he obrado bien y he cumplido la promesa dada a mi amo.

—De acuerdo, esclavo —respondió Trajano—. Quedarás libre si ése es el deseo expreso de Longino, pero ahora entrega tus mensajes. ¿Qué dice Longino? ¿Está bien? ¿Le tratan bien los dacios de acuerdo a su dignidad de representante mío en la Dacia?

Hermilo apretó los dientes.

—He de entregar primero el mensaje del rey Decébalo, así me lo ordenó Longino, César.

—Bien. Si ése fue el criterio de Longino obra en consecuencia, te escucho. Te escuchamos todos —le confirmó Trajano y cogió el vaso de cerámica sigillata y echó un nuevo trago antes de volver a dejarlo en la bandeja.

—Sí, bien… esto es… —Hermilo se aclaró la garganta mientras el emperador bebía—. El rey Decébalo reitera que no entregará a Longino hasta que el emperador de Roma se comprometa a no volver a cruzar nunca el Danubio y a dar una cantidad de oro y plata que compense a los dacios por los daños causados en la última guerra. El rey Decébalo exige además recuperar el control completo de todos los territorios sobre los que gobernaba antes y…

—¡Esto es inaudito, por todos los dioses! —exclamó Adriano interrumpiendo a Hermilo—. ¿Hasta cuándo vamos a tener que escuchar impertinencias de ese maldito Decébalo?

—¡Hasta que entregue a Longino, sobrino! —gritó Trajano con una voz potente y autoritaria, como si recobrara su capacidad de dar órdenes—. ¡Y cállate! ¡Por Júpiter, callaos todos de una vez!

Se hizo el silencio.

—Esas peticiones son inaceptables —dijo entonces Trajano sentándose de nuevo en el trono, con un tono más sereno. No hablaba con Hermilo. Simplemente ponía palabras a lo que rumiaba su cabeza—. Nunca podré aceptar eso. —Y Quieto percibía el dolor mortífero que atenazaba al emperador al confesar en alto aquello, pues no aceptar aquellas condiciones podría conllevar la muerte de Longino. Trajano seguía hablando—. Tenemos que encontrar un acuerdo que pueda aceptar, algo que pueda cumplir, algo que… —No terminó la frase. Estaba mirando al suelo. Entonces levantó de nuevo los ojos y se dirigió al mensajero—. Ya has entregado el mensaje del rey Decébalo; ahora quiero saber qué tiene Longino que añadir a todo esto. ¿Qué te ha dicho? ¡Habla de una vez! ¡Y que alguien me ponga más vino!

Un segundo esclavo se aproximó con rapidez al que sostenía la bandeja y rellenó el vaso del emperador. Por su parte, Hermilo sintió un miedo profundo. Era tan claro que el emperador apreciaba a su amo, que lo que tenía que decir a continuación era un millón de veces más terrible que cualquier otra cosa que hubiera dicho nunca. Miró a ambos lados. Si hubiera podido salir corriendo lo habría hecho. En aquel momento no le parecía tan importante recuperar la libertad. De pronto ya no parecía tan buena idea todo aquello.

—¡Habla! —insistió el César y echó un nuevo trago de vino, que ni siquiera se preocupó en rebajar con agua.

Hermilo engulló el horror que sentía con su saliva reseca. Tosió. Estuvo a punto de atragantarse, hasta que, por fin, habló.

—Longino me dijo que el César debía saber que para cuando yo entregara su mensaje… él ya… estaría… muerto.

—¡Nooooooooooo! —Trajano se levantó del trono imperial de Roma, arrojó el vaso de cerámica contra el suelo, cogió la enorme y muy pesada mesa de los planos con las manos y la volcó como si se tratara de un pequeño saco de paja—. ¡Nooooooo! ¡Mientes, maldito, mientes! ¡Mientes una y mil veces, miserable! ¡Mientes!