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HELVA

Roma

Finales de la primavera de 105 d. C.

Celer también regresó a Roma y volvió a correr en el Circo Máximo. Esta vez sin Niger, que permanecía bien cuidado en el hipódromo del palacio imperial. Lo echó de menos, pero aun así consiguió una nueva victoria. Con dinero a raudales, pero con el corazón destrozado por la imposibilidad de estar con Menenia, el joven auriga decidió buscar refugio entre las prostitutas de la Subura. Allí era muy apreciado, pues se mostraba generoso con un dinero para el que él no encontraba muchos otros usos. Probó en las mejores casas de lenocinio de la ciudad. Sus denarios le abrían las puertas de los locales más selectos siempre que aceptara acudir a ellos por las mañanas y no por las tardes, para así evitar coincidir con senadores o patricios, que habrían detestado descubrir que yacían con mujeres que se acostaban también con un infame. Pero si Celer aceptaba ser discreto, las lenas de Roma lo recibían con los brazos abiertos.

Sin embargo, el victorioso auriga de los rojos no encontraba satisfacción con nadie, hasta que una noche, al salir de una taberna, acompañado por varios aurigatores y mozos de cuadra que actuaban como escolta en las peligrosas calles de Roma, se cruzó con una prostituta callejera. La joven llevaba, como tantas otras, el pelo tintado de naranja, pero Celer vio algo en ella…

—Esperad —dijo a los que lo acompañaban. Si por él hubiera sido, Celer habría caminado siempre a solas, pero los patronos de la corporación de los rojos no querían que su mejor auriga sufriera un mal encuentro, así que ordenaron a los mozos de cuadra y los aurigatores que lo protegieran en todo momento. Desde aquel juicio promovido por los azules para condenarlo a muerte bajo la falsa acusación de crimen incesti, los patronos de su equipo temían un nuevo ardid de sus enemigos.

Todos se detuvieron mientras Celer se acercaba a la prostituta.

—Son cuatro sestercios —dijo ella y se hizo a un lado de la puerta invitando a pasar al auriga.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Celer sin moverse de donde estaba. La joven tardó en reaccionar. Aquélla era una pregunta poco frecuente entre sus clientes.

—Helva —dijo ella tras un instante de confusión.

«Su voz también», pensó Celer y, decidido, entró en el umbral. Los aurigatores y otros mozos de cuadra se quedaron en la calle haciendo guardia.

Celer se detuvo nada más entrar. Estaba bastante oscuro y no tenía claro hacia dónde debía ir. Ella pasó a su lado y le rozó con sus brazos desnudos. Al auriga le gustó aquel primer contacto. Aquella muchacha debería haber estado en uno de los prostíbulos ricos, pero la vida era enigmática y ponía a personas en lugares incomprensibles si se atendía a su aspecto o a su condición.

La muchacha caminó con rapidez y dirigió a su cliente hasta la última puerta del pasillo.

—Es aquí —dijo, y apartó una pequeña tela que hacía de cortina. Ésa era toda la discreción que iban a tener en aquel lugar. A Celer no le importó. Seguía cautivado por el rostro de Helva, por su pequeña figura, pues le llegaba sólo a los hombros, y por su voz y sus brazos—. Has de pagarme primero —añadió la joven.

Celer asintió y extrajo de un pequeño saquito que colgaba de su cintura las cuatro monedas. Ella cogió el dinero y empezó a desnudarse.

—¿Cuánto ganas en un día, en un mes? —preguntó él.

Los pechos de la joven estaban al descubierto. Se iba a quitar la túnica por completo, pero aquella nueva pregunta volvió a confundirla.

—¿Has venido a hablar o a estar conmigo? —indagó ella mientras cruzaba los brazos sobre sus senos, cubriéndose por pudor inconsciente—. Si hablamos y perdemos tiempo tendrás que pagarme más.

—No te preocupes por el dinero. Quiero que te quites ese color naranja del pelo. Lo que deseo es ver cómo son tus cabellos realmente.

—Eso lleva tiempo. He de lavarlo. Y has de pagarme por todo ese tiempo…

—¿Cuánto?

Helva estaba cada vez más confusa, pero sus pupilas brillaron pensando en cifras que nunca pensó que pronunciaría.

—Necesitaré una, no… dos horas. En dos horas puedo ganar hasta tres denarios…

—De acuerdo —respondió Celer y extrajo doce sestercios más y los entregó a la joven.

No hablaron en un rato. Ella fue a por agua y algo de jabón. Él se acomodó en aquel catre improvisado en una esquina del cuarto. Ella regresó y empezó a lavarse el cabello. El agua de la jofaina comenzó a tintarse de naranja a la vez que el color oscuro empezaba a emerger en el pelo de Helva.

—Unos cien denarios al mes —dijo ella de pronto—. Eso es lo que gano.

Él sonrió.

—Eso es lo que cobras, pero no es lo que ganas. Tendrás que pagar a quien te cede este cubiculum y al hombre que te protege, y luego están los impuestos.

Ella dejó de lavarse la cabeza y envolvió el pelo con una toalla. Se sentó frente a él.

—Sí, es cierto. Tengo que entregar veinte denarios cada mes al recaudador de impuestos y hay un hombre al que le debo dar aún más para que me proteja de los locos. Ése se lleva cuarenta, y diez más que pago por la habitación.

—Te quedan treinta al mes —concluyó Celer.

—Sí.

—Quítate la toalla.

La muchacha obedeció. Un pelo hermoso, negro, lacio, largo, apareció ante Celer.

—Yo cuidaré de ti —le dijo el auriga.

La muchacha no sabía bien qué decir ni qué pensar. Aquel hombre era joven y fuerte y apuesto y, hasta el momento, la había tratado bien y puesto dinero por delante y sólo había tenido que lavarse la cabeza. Por otro lado, no era tan fácil dejar aquella vida.

—¿Y el hombre para quien trabajo? —preguntó ella.

—Le pagaré bien. Te dejará en paz.

Todo parecía demasiado sencillo.

—¿Y el recaudador de impuestos? —insistió ella.

—Ya no vas a ser prostituta, así que él no tendrá derecho legal a reclamar nada.

Helva tragó saliva. Temía hacer una última pregunta, pero tenía que averiguar qué se esperaba de ella.

—Y todo eso… ¿a cambio de qué?

—Sólo tienes que hacer conmigo lo que has estado haciendo con otros hombres, pero de ahora en adelante sólo conmigo. Estarás en mi casa y cuidaré de ti.

Aquel hombre no mencionaba nada de matrimonio ni ella lo esperaba en absoluto. Era como ser prostituta pero de un hombre solo. Ella había oído que a veces pasaba, que había hombres que se encariñaban tanto de una puta que decidían tenerla para ellos solos. Era raro que él le ofreciera que estuviera en su casa, pero qué importaba eso. Nada podía ser peor que la vida que llevaba.

—De acuerdo —dijo Helva.