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EL EJÉRCITO DE ROMA

Vinimacium, Moesia Superior

Finales de la primavera de 105 d. C.

Llevaban varias semanas detenidos al borde del Danubio. Tercio Juliano podía ver desde la torre del campamento de Vinimacium las tiendas de los legionarios, que se extendían hasta crear un inmenso mar de fuerza militar. Roma estaba concentrando siete legiones, un ejército fabuloso, junto al Danubio por segunda vez en pocos años. Y no estaba claro si Trajano convocaría aún más tropas. Por otra parte, el enemigo se había debilitado. Tercio Juliano estaba convencido de que era imposible que Decébalo pudiera oponer tanta resistencia como en la pasada guerra, por eso había intentado matar primero a Trajano y por eso, luego, en un acto desesperado, había secuestrado a Longino. Ése era el gran problema con el que se enfrentaban ahora: pese a que el César había enviado un mensaje cifrado a Sarmizegetusa para que Longino abandonara la ciudad, el legatus de la capital dacia no había tenido tiempo o inteligencia para partir de la fortaleza enemiga antes de ser detenido. Y su secuestro por Decébalo lo complicaba todo. Además, la noticia de la detención de Longino por los dacios había llegado al mismo tiempo que se recibía un segundo mensajero desde Roma enviado por la Vestal Máxima que informaba al emperador de un mal augurio que había percibido Plinio, senador y amigo personal del César. «Algo terrible va a acontecer al emperador», había comunicado el mensajero. En un primer momento no le dieron importancia porque todos pensaron que el augurio de Plinio se refería a la conjura fallida para asesinar al César, pero en ese momento llegaron las noticias desde Sarmizegetusa: Cneo Pompeyo Longino estaba preso allí y su vida corría peligro si el ejército de Roma avanzaba hacia el norte.

Y el emperador se negaba a moverse: Trajano había regresado a Roma para convocar al Senado y proclamar una nueva guerra, pero desde que se recibió la noticia del secuestro de Longino, de Roma sólo llegaba un mensaje a Vinimacium: silencio. Para Tercio Juliano, como para el resto de legati, senadores, gobernadores de las provincias próximas y oficiales de todo rango era evidente que el César no quería poner en peligro la vida de Longino. Al principio todos estaban con el emperador, pero a medida que pasaba el tiempo y se perdían semanas preciosas sin lluvia, buenas para una campaña militar, muchos de los veteranos de la campaña de hacía unos años recordaban lo duro que fue combatir en invierno. Centuriones, tribunos, legati, y, por supuesto, legionarios, jinetes y tropas auxiliares habían puesto su esperanza en una campaña corta y rápida que pudiera terminarse antes de que llegara el frío, pero el emperador estaba inmóvil, paralizado mientras los días de sol iban cayendo uno tras otro sin actividad alguna. Tercio Juliano había escuchado ya comentarios en voz baja, rumores, sobre lo absurdo de aquella espera, pero sin un mensaje imperial de Roma él tenía las manos atadas.

Descendió de la torre y se dirigió a buen paso al praetorium de Vinimacium.

Sólo podían esperar.

Palacio imperial, Roma

Liviano, Sura, Nigrino, Celso, Palma, Adriano y otros oficiales estaban reunidos en el gran atrio contiguo al Aula Regia del palacio imperial. Lucio Quieto irrumpió en aquel cónclave de forma apresurada. Intuía que la tensión de todos por el bloqueo del César estaba casi fuera de control y temía que una mala reacción del emperador pudiera socavar su poder en Roma. Además, Celso y Palma le habían informado de que Trajano estaba bebiendo bastante más de lo habitual en él. Y el emperador de por sí ya bebía bastante.

—Hay que hablar con él —le dijo Palma a Quieto nada más llegar—. Las legiones del norte empiezan a inquietarse por este retraso. Temen un nuevo invierno combatiendo. Quieren atacar ya.

—Lo sé —dijo Quieto, y miró a los demás. Era evidente que todos pensaban igual, en particular Adriano.

—No podemos detener siete legiones por un hombre secuestrado —dijo el sobrino segundo del emperador. Quieto no le respondió. El veterano norteafricano no compartía denominar a Longino como simplemente «un hombre secuestrado». Quieto había aprendido a apreciar a aquel tullido a quien Trajano tenía en tanta estima. Quizá no fuera el combatiente más hábil por su brazo partido, pero era valeroso como pocos, leal al emperador y eficaz en el mando. No era un simple secuestrado.

—Es mejor que hables tú con él —dijo Celso a Quieto en tono más conciliador—. De todos los que estamos aquí, eres el que más tiempo lleva con él. Estoy seguro de que, al menos, el César te escuchará. Si quieres podemos entrar contigo, para que vea que no es cosa de uno solo, sino que todos pensamos de igual forma.

El norteafricano miró a Sura, quien, como el más veterano de todos ellos, debía tener la última palabra.

—Yo ayudé al emperador en el pasado turbulento de la caída de Domiciano, pero el César confía hoy por hoy más en ti —dijo el viejo senador—. Debes ser tú el que le hables.

Quieto suspiró profundamente. Miró al cielo de Roma. Era un día espléndido de primavera. Y los informes decían que en la Dacia los cielos también se mantenían despejados desde hacía varias semanas. Otro gran día perdido, otra jornada de retraso en aquella campaña. Todos llevaban razón. Decébalo estaba alargando las negociaciones sobre una posible liberación de Longino porque el tiempo corría a su favor.

—Vamos allá, por Cástor y Pólux —les dijo Quieto y echó a andar hacia la puerta del Aula Regia. Todos se miraron un instante entre ellos. Adriano fue el primero en seguir a Quieto y luego el resto.

Aula Regia, palacio imperial, Roma

Marco Ulpio Trajano los vio entrar con paso decidido al principio y luego empezar a caminar más despacio. Sólo Quieto mantuvo el mismo ritmo en sus zancadas y por eso quedó adelantado al resto. Trajano sabía a qué venían y no estaba dispuesto a ceder. No, no pensaba cambiar de opinión. Mientras existiera una sola posibilidad de salvar la vida de Longino no movería ni un solo legionario de Vinimacium.

—Ave, César —empezó Quieto. Trajano, desde lo alto de su trono imperial, asintió sin decir nada. Los miraba con una expresión sombría.

Quieto permaneció callado. Estaba buscando las palabras adecuadas, las que mejor transmitieran el sentir de todos pero sin herir los sentimientos del emperador. Adriano se adelantó y, para sorpresa de todos, fue quien habló primero.

—Hay que atacar… César. —Trajano lo miró fijamente. Como siempre su sobrino tardaba en pronunciar «César». Ese pequeño instante de duda, para Trajano decía mucho de la ambición de Adriano. Pero su sobrino seguía hablando—. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Todos piensan lo mismo, sólo que no se atreven a decirlo… César.

—Y tú, Adriano, eres el más valiente de todos, ¿no es eso? —le respondió su tío con frialdad—. Siempre valiente cuando el enemigo es débil, ¿verdad? Como con Vibia.

Aquella alusión a la vida privada de su sobrino hizo que Adriano se callara y, por otro lado, animó a Quieto a interceder, pues veía que el emperador estaba realmente descompuesto. Trajano nunca habría utilizado algo tan personal en público de no estar claramente abrumado por la situación.

—Todos, César —empezó Quieto—, lamentamos el secuestro de Longino y rezamos a los dioses por su liberación, y compartimos la idea de que hay que seguir intentando que Decébalo lo entregue vivo lo antes posible, pero Adriano no falta a la verdad cuando dice que son muchos los que creen que deberíamos iniciar el avance de las legiones aprovechando este magnífico tiempo. Llegan mensajeros a diario desde Vinimacium confirmando que el tiempo allí es excelente también. Las tormentas terminaron hace días. El César no ha dado ni siquiera la orden de construir el puente de barcazas para cruzar el río en esa ciudad. Si avanzamos por el Bánato, al norte ya del Danubio, presionaremos aún más a Decébalo y quizá así se pueda negociar con más eficacia la liberación de Longino.

Era un buen argumento. Sura, Celso, Palma y Nigrino asentían.

—Adriano no ha dicho que eso es lo que piensan muchos —corrigió Trajano a Quieto, y el César se levantó del trono en el que estaba sentado y lo miró a los ojos—. Adriano ha dicho que eso es lo que piensan todos. ¡Por Júpiter! ¿Es eso cierto? ¿Todos, absolutamente todos piensan igual que él? ¿Acaso piensas tú lo mismo? ¿Acaso te has olvidado ya de Longino? ¿No ya del legatus, sino del amigo?

Quieto no se arredró y dio un paso más adelante. Todo el resto callaba. Apenas respiraban.

—Estoy de acuerdo con Adriano en el sentido de que estamos perdiendo un tiempo precioso para esta campaña por no dar la orden de avanzar, en eso estamos todos de acuerdo. Hasta el César mismo lo sabe, pero creo que podemos cruzar el río, o, al menos, empezar a construir el puente de barcazas y seguir negociando con Decébalo, César. Como he dicho antes, creo que esto incluso puede ser bueno para conseguir la liberación de Longino.

Trajano se sentó despacio, como abatido, derrotado.

—Tú también —dijo y cerró los ojos por un momento—. Entonces estoy solo en esto.

Aquellas palabras dolieron sobremanera a Quieto. Trajano siempre había apreciado que se le dijera la verdad, pero el secuestro de Longino hacía que se comportara de una forma casi irreconocible.

—Parece que todos olvidáis que Decébalo envió un mensaje en el que claramente decía que ejecutaría a Longino si cruzábamos el Danubio con las legiones —insistió el emperador—. Hasta tú, Quieto, pareces haberlo olvidado.

El legatus norteafricano bajó la cabeza. Fue Adriano el que se atrevió, una vez más, a contradecir a Trajano.

—Existe la posibilidad de que Decébalo no se atreva a materializar su amenaza…

—No me interrumpas, sobrino. Es fácil jugar con la vida de otro, arriesgarse cuando el que puede ser ejecutado es otro, pero no importa —continuó Trajano mirando ahora hacia la mesa que tenía delante, al pie del trono, repleta de mapas y papiros con mensajes del rey dacio; no quería perder el tiempo mirando a los ojos de todos aquellos que habían dado a Longino por perdido—. Da igual. No me interesa lo que penséis. Las legiones se quedan donde están y nadie construirá nada sobre el río en Vinimacium. Esperaremos aquí la respuesta de Decébalo. Hemos enviado nuevos emisarios. No avanzaremos hasta que asegure la liberación de Longino.