QUIS ES TU?[27]
Bosques de Moesia Superior
Primavera de 105 d. C.
Era como si todo estuviera detenido, suspendido en el aire, inmóvil. Aulo miró por encima de su hombro izquierdo, siguiendo la trazada mortal del cuchillo de aquel renegado. El pretoriano vio al emperador detrás de él, a su derecha, mientras justo a espaldas del César emergía la figura oscura de otro de los renegados que se aproximaba con su propio culter en alto sostenido en la mano derecha. Era Décimo, líder de los desertores, que se acercaba a traición al emperador para hundir el cuchillo en su cuerpo y asesinarlo; pero el culter de caza del otro renegado voló con una exactitud tan increíble como perfecta, pasó por encima del hombro izquierdo de Aulo, dejó a un lado al propio emperador y siguió silbando muerte, astifino y punzante, hasta clavarse en la frente del renegado que estaba intentando asesinar al César.
Décimo se murió con una absurda mueca de sorpresa en el rostro. Cayó de espaldas, porque el impulso del cuchillo lanzado por Marcio fue brutal y empujó su frente y con la frente la cabeza y con la cabeza todo el cuerpo, que se venció hacia atrás. Décimo cayó sin soltar su arma afilada. Su cuerpo chocó contra la hojarasca del bosque, que amortiguó el ruido del cadáver en su caída. Fue como un saco de trigo que cae de un carro, un cesto con sal que se vuelca. Décimo se murió pensando en lo cerca que había tenido por fin una vida de lujo sin límites y sin entender por qué aquel gladiador había hecho lo que había hecho en el último momento. Se murió pensando en que ojalá los dacios mataran a su mujer y a su hija y que el César lo matara a él también por haber participado en aquella conjura. Décimo se fue de la tierra rebosando rabia y odio y mezquindad, pero sin tiempo siquiera de poder articular una maldición.
Aulo se volvió de nuevo para encarar al renegado que acababa de ejecutar al líder de los desertores, porque tanta perfección en el lanzamiento era sólo propia de una ejecución. El veterano luchador sólo miraba al suelo y había quedado desarmado: había arrojado el culter y no hacía nada por intentar recuperar el tridente. Simplemente permanecía allí como petrificado. Llegaron entonces seis, siete, diez, una quincena de pretorianos a caballo. Muchos de ellos con sangre. Liviano estaba al frente de ellos, aterrado, pues el César, justo detrás de Aulo, tenía sangre en los brazos.
—No es nada, estoy bien —dijo Trajano, que supo interpretar la mirada nerviosa del jefe del pretorio—. Son sólo arañazos de la lucha. Estoy bien.
Liviano asintió y desmontó del caballo mientras se explicaba.
—Se revolvieron contra nosotros, pero creo que hemos matado a la mayor parte, aunque algunos quizá hayan huido.
En ese momento se oyeron decenas de cascos de caballos, centenares, y, de pronto, de entre todos los árboles emergieron aún más pretorianos armados buscando, anhelantes, la figura del César. Era Lucio Quieto con el grueso de la guardia imperial.
—Estoy bien —repitió Trajano sacudiéndose la sangre que corría por sus brazos. No se había dado cuenta hasta entonces, pero le habían herido en ambos brazos con los tridentes. Nada que pareciera mortal. El dolor más profundo lo sentía en su orgullo.
Lucio Quieto desmontó. Desenfundó y se acercó a Marcio por la espalda. Levantó la spatha para asestarle un golpe mortal. Le daba igual matar a traición. A un perro traidor como aquel Marcio se lo mata de forma innoble, sin contemplaciones. Tenía tanta rabia guardada que no iba ni a preguntar ni a pedir permiso ni a detenerse.
Templo de Vesta, Roma
Menenia dejó de llorar. Allí, sola, en medio de aquella sala oscura, sólo quería morir. No le importaba que la fueran a castigar porque la llama se hubiera apagado durante su vigilia. Sólo sentía la muerte del César. Tenía los ojos cerrados, pero percibió un resplandor. Los abrió: la llama de Vesta volvía a arder y lo hacía con la fuerza de antaño, con un vigor incontenible que presagiaba muchos años de poder y vida para Roma. Menenia no entendía nada, pero continuó con su llanto, unas lágrimas ahora de felicidad en las que derritió su miedo, el horror y el pánico pasados.
Moesia Superior
—¡No, Lucio! ¡No! —gritó el emperador, pero el odio de su segundo era incontrolable y la espada de Quieto avanzaba directa al cuello de Marcio. El gladiador seguía inmóvil, como si aguardara su destino con agradecimiento, pero desde lo más profundo de su ser había algo que le habían inyectado a base de entrenamientos interminables en la escuela de gladiadores de Cayo; en otro tiempo, en otra vida, pero que, sin embargo, seguía fluyendo por sus venas. Marcio, como un relámpago, casi sin querer hacerlo, se agachó. La espada de Lucio Quieto pasó por encima de su cabeza sin tocarlo, como si de una falx dacia se tratara, intentando infructuosamente segar la cabeza del enemigo, del traidor. Marcio se giró a la vez que se agachaba y al volverse se irguió de nuevo arremetiendo con todo su cuerpo contra Lucio Quieto. El gran legatus norteafricano, jefe de la caballería imperial, sorprendido por los rápidos movimientos de aquel desertor, no tuvo reflejos para volver a reubicar la espada en posición de herir a su ahora atacante y cayó derribado. Aulo y varios pretorianos más se acercaron entonces a Marcio con las espadas dispuestas para matarlo al momento.
—¡Deteneos todos, por Júpiter! —gritó de nuevo el emperador. Y lo hizo con tanta fuerza que todos, al fin, se detuvieron. Marcio se separó de Lucio Quieto y se quedó en pie, rodeado por toda la guardia pretoriana. El legatus norteafricano se levantó sacudiéndose el polvo y las hojas secas del bosque, más rabioso que antes, pero dominando ya su odio, sujeto, y feliz de estarlo, a las órdenes de Marco Ulpio Trajano.
—Ese hombre ha matado al líder de los renegados —dijo el emperador acercándose despacio hacia Marcio—. Lo que no sé es por qué, pero no lo matéis.
Liviano y Quieto, confusos, miraron a Aulo, el único de ellos que había estado junto al emperador en todo momento y que podía confirmar si el César se estaba volviendo loco o estaba en perfecto dominio de sus sentidos. Aulo asintió rápidamente. Las miradas de Liviano y Quieto cambiaron y empezaron a plasmar, como en el caso del emperador, más confusión que rabia.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Trajano—. ¿Alguien puede explicar qué ha pasado aquí?
—Decébalo ha enviado a estos renegados para matar al César —respondió Lucio Quieto adelantándose al resto. Y comentó cómo había seguido sospechando de aquellos desertores, el interrogatorio a los otros dos oficiales renegados y la confesión que uno de éstos había hecho.
—Decébalo —repitió Trajano, sin dejar de caminar alrededor de Marcio—. Eso explica muchas cosas, desde luego. Así que al fin y al cabo los desertores seguían siéndolo.
—Sí, augusto —confirmó de nuevo Lucio Quieto—. La vestal tenía razón: la vida del emperador corría peligro.
Trajano asintió. Menenia lo había advertido y, sin embargo, debía su vida no a la vestal, ni siquiera a su guardia pretoriana, sino a uno de esos renegados. El emperador se detuvo justo frente a Marcio. Lo miró a la cara. Todos escuchaban atentos.
—Quis es tu? —preguntó Trajano.
Marcio fue a responder con rapidez, pero se dio cuenta de que no sabía bien qué decir. ¿Quién era él? ¿Qué era él? ¿Un romano? ¿Un renegado? ¿Un sármata? Hasta que súbitamente todo encajó.
—Soy un gladiador. Sólo eso. Un gladiador.
Trajano movió la cabeza afirmativamente, como si diera aquella respuesta por buena. Desde luego, aquel hombre luchaba como alguien perfectamente adiestrado para el combate y no como uno cualquiera. Nunca antes había visto que nadie desarmado derribara a Lucio Quieto y menos aún cuando el legatus esgrimía su espada.
—¿Por qué participabas en esta conjura para matarme? —preguntó entonces el emperador.
—Porque tienen a mi mujer y a mi hija presas.
—¿Quiénes?
—Los dacios.
Trajano volvió a asentir. La sangre volvía a fluir por una de las heridas de los antebrazos. Puso la palma de la mano sobre la sangre para detener la hemorragia.
—Entonces… ¿por qué no me has matado y en su lugar has matado a quien iba a apuñalarme por la espalda? —preguntó el César.
Marcio lanzó un lento suspiro antes de responder.
—Porque yo soy uno de aquellos niños que robaban manzanas en la Subura, en el pasado, hace mucho tiempo, y entonces me salvaste la vida. La mía y la de mi amigo.
Trajano inspiró profundamente al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás; luego asintió de forma muy marcada. Fue en ese instante cuando lo reconoció.
—Tú —dijo el emperador despacio, alargando la palabra con una dicción muy pausada—. Tú, en efecto, eres uno de esos niños. Ahora lo veo, por Júpiter. Son los mismos ojos, aunque… ¿es posible que nos hayamos visto alguna vez más?
—Es posible —dijo Marcio.
Se hizo un breve silencio. El emperador estaba meditando.
—¿Y tu mujer y tu hija? —preguntó entonces Trajano—. Ahora las matarán.
—Anoche escuché una conversación entre legionarios en la que decían que se había atacado una columna de dacios que llevaban mujeres y niños sármatas rehenes y que muchos de éstos habían escapado. O mi esposa y mi hija están entre los que han escapado o han muerto. Ni los dacios ni los romanos hicieron nuevos prisioneros. Tengo la esperanza de que ellas hayan escapado. En cualquier caso nada me ataba ya a los conjurados. Y tú me salvaste la vida en el pasado.
—¿Y eso lo supiste anoche, lo de las mujeres sármatas? —preguntó entonces el César.
—Sí… augusto —respondió Marcio.
A Trajano no se le escapó el hecho de que el gladiador usara el apelativo oportuno para dirigirse a él por primera vez en toda aquella conversación. Todo parecía empezar a tener sentido, pero Trajano aún quería saber más. La curiosidad del hombre es infinita, incluso en las circunstancias más inverosímiles.
—¿Y qué fue de tu amigo, el otro niño?
Marcio tardó un poco en responder en esta ocasión y el emperador se percató de que había tocado algo sensible del pasado de aquel enigmático guerrero.
—Lo maté, César, en la arena del anfiteatro Flavio.
Trajano miró a Marcio con auténtica admiración. Estaba ante un hombre imprevisible, capaz de lo mejor y de lo peor y, desde luego, ante un increíble luchador. En definitiva, un enemigo temible. ¿De dónde había salido? ¿Cómo había sobrevivido todos aquellos años? El emperador miró al suelo. Sólo se oía el relinchar de los caballos de la guardia pretoriana. La cacería se había detenido. Los alatores y uestigatores habían vuelto sobre sus pasos y se acercaban al lugar donde estaba concentrada la guardia imperial. Todos hablaban en susurros. El bosque se convirtió entonces en un murmullo de palabras confusas y en el centro de aquel mar de preguntas, Trajano seguía mirando al suelo. La sangre del antebrazo parecía que dejaba de fluir. No era una herida profunda, aunque no estaría de más que Critón, su médico personal, le echara un vistazo. Trajano tenía la sensación de que más bien pronto que tarde iba a necesitar estar en plena forma para echar cuentas sobre todo lo que acababa de ocurrir con los dacios y, en particular, con el rey Decébalo. El emperador levantó los ojos y miró de nuevo a Marcio.
—Vida por vida. Yo te salvé cuando eras un niño y tú me has salvado ahora. Vida por vida, debería dejarte marchar libre, pero has participado en una conjura para intentar asesinarme y, aunque hayas cambiado de bando en el último momento, has matado a dos de mis pretorianos. También has atacado a uno de mis legati. No puedo dejarte libre, pero tampoco es justo que te condene a muerte. —Calló un instante; estaba calculando bien la sentencia justa para aquel hombre—. Volverás al anfiteatro Flavio, Marcio, como gladiador. Para la mayoría de los hombres eso sería una sentencia mortal, pero en tu caso quizá tengas la posibilidad de salir vivo de allí. Si estás aquí y, sin embargo, fuiste gladiador es que ya lo conseguiste una vez. Quizá puedas repetir tu hazaña y recuperar la libertad una segunda vez.
Marcio cerró los ojos y suspiró. Pensaba en Alana y en Tamura. Si estaban vivas, Alana sabría proteger a la pequeña. El gladiador abrió los ojos.
—Es una sentencia justa. Moriturus te salutat,[28] César —aceptó Marcio.
Trajano hizo una señal a Aulo para que cogiera al gladiador y se lo llevara. El tribuno se aproximó a Marcio para asirlo por un brazo, pero éste lo miró y Aulo se lo pensó dos veces. Quizá no fuera necesario cogerlo por el brazo…
—Sígueme —dijo entonces el pretoriano y echó a andar, dándole la espalda. Marcio empezó a caminar siguiendo a aquel oficial, pero en ese instante Trajano tuvo una última duda.
—Un momento —dijo el César. Aulo se detuvo, lo mismo hizo Marcio y ambos se giraron para mirar al emperador. Trajano lanzó una pregunta más para el gladiador—: Si no hubieras oído esa conversación sobre la liberación de unas mujeres sármatas al norte del Danubio anoche, ¿habrías intentado matarme? Si hubieras pensado que tu mujer y tu hija seguían rehenes de los dacios, ¿habrías seguido con el plan inicial?
Todos los ojos de los presentes se clavaron en Marcio, pero el gladiador se mantuvo callado.
Durante un buen rato.
Trajano comprendió aquella respuesta silenciosa.
Pocas veces alguien le había hablado con tanta claridad sin decir palabra alguna. Aquel silencio de un hombre que había sido capaz de matar incluso a un amigo en la arena del anfiteatro era tan elocuente como perturbador. Sólo entonces se dio cuenta Marco Ulpio Trajano de lo cerca que había estado de la muerte.
Marcio reemprendió la marcha custodiado por Aulo.
Se oyó un tremendo gruñido que rasgó el bosque y los gritos de algún desafortunado.
—Parece que nuestro oso al final ha cazado a alguno de esos miserables —dijo el emperador. Y sonrió. Después de todo igual era mejor que la gran bestia que quería haber atrapado aquella mañana siguiera libre e hiciera el trabajo sucio de eliminar a los últimos desertores que intentaban escapar de la guardia.
Un pretoriano trajo a Niger junto al emperador. El César acarició el lomo del animal con aprecio. Aquel caballo se había portado bien. Si Niger no hubiera sido tan rápido, tan valiente y tan leal quizá él ya no estaría allí vivo. Si Celer no hubiera sido enviado por Menenia al norte para avisarlo, él nunca habría dispuesto de un caballo tan bueno en el momento más peligroso de su vida. Si él mismo no hubiera intercedido por un niño indefenso en el pasado remoto, ahora estaría muerto.
Un caballo. Una vestal. Un gladiador.
¿Casualidades o designios de los dioses?
Trajano miró entonces a Lucio Quieto.
—Dile a Tercio que lo prepare todo para alojar a siete legiones. Nosotros regresamos a Roma. Es la hora de atacar. Y preparad un correo también: quiero que el Senado esté reunido para cuando llegue a la ciudad. Nada, Lucio, absolutamente nada, podrá detenernos ahora. Decébalo no sabe lo que es mi ira.
Y montó sobre Niger. Tenía que regresar rápidamente al campamento y escribir un mensaje en clave. Longino debía abandonar Sarmizegetusa antes de que el Senado aprobara la nueva guerra.
Καὶ ὁ Δεκέβαλος κατὰ μὲν τὸ ἰσχυρὸν κακῶς ἔπραττε, δόλῳ δὲ δὴ καὶ ἀπάτῃ ὀλίγου μὲν καὶ τὸν Τραϊανὸν ἀπέκτεινε, πέμψας ἐς τὴν Μυσίαν αὐτομόλους τινάς, εἴ πως αὐτὸν εὐπρόσοδον ὄντα καὶ ἄλλως, τότε δὲ καὶ διὰ τὴν τοῦ πολέμου χρείαν πάντα ἁπλῶς τὸν βουλόμενον ἐς λόγους δεχόμενον κατεργάσαιντο. Ἀλλὰ τοῦτο μὲν οὐκ ἠδυνήθησαν πρᾶξαι, συλληφθέντος τινὸς ἐξ ὑποψίας καὶ πᾶν τὸ ἐπιβούλευμα αὐτοῦ ἐκ βασάνων ὁμολογήσαντος·
Decébalo, por la fuerza, mal lo tenía; pero mediante treta y engaño poco faltó para que matara a Trajano, pues envió a Moesia a unos desertores para ver si podían acabar con él, que era persona accesible y por otra parte, entonces, a causa de las exigencias de la guerra, recibía sin más a cualquiera que deseara hablar con él. Pero no pudieron llevarlo a cabo, ya que uno despertó sospechas y fue detenido, y bajo tortura confesó toda la maquinación.[29]
DIÓN CASIO, LXVIII, 11