90

LA CAZA

Bosques de Moesia Superior

Primavera de 105 d. C.

Marco Ulpio Trajano cabalgaba henchido de fuerza. Era una mañana excelente. Habían soltado a los perros. Todo aquello lo hacía sentirse vivo, otra vez joven, fuerte. Tiró de las riendas y Niger se detuvo. Era momento de esperar, justo a la entrada del gran bosque, para que toda la maquinaria de la caza se pusiera en funcionamiento.

Sólo disponían de canes Gallici, muy delgados y estilizados, más aptos para cazar liebres que osos, pero eran veloces y tenían una vista y un olfato excelentes. Removerían las entrañas del bosque y sacarían a todos los animales de sus madrigueras. Al final los propios osos tendrían que aparecer en un momento u otro. Trajano esperó a que los galgos fueran abriendo el camino y luego los uestigatores y los alatores. Tercio había preparado bien todo aquello y todos los azuzadores de fieras iban con túnicas cortas, botas altas y la mayoría con un buen galerus, un amplio sombrero que los protegía del sol. Eran esclavos a los que se los veía curtidos en el arte de la caza. Todos ellos formaron una larguísima hilera que a modo de una gran falange macedónica se adentraba en el bosque detrás de los perros. Luego los seguían los renegados, que debían actuar como pressores. El emperador había ordenado que se les entregaran algunas armas de caza y todos disponían de un culter vuenatorius o cuchillo de caza y una fuscina o tridente con los que poder matar a cualquier animal que cayera en alguna de las redes que los alatores iban a ir poniendo a su paso. Por fin, Trajano animó a su caballo y los sesenta jinetes pretorianos salieron justo por detrás de los renegados, que se empezaban a perder ya entre la espesura del bosque.

Liviano cabalgaba junto al emperador, a su izquierda, y a su derecha Aulo, que había sido premiado recientemente por sus muchos años de lealtad sin tacha al servicio de los emperadores de Roma, primero con Nerva y ahora con Trajano.

—Es un gran día para cazar, ¿no crees, Liviano? —dijo el emperador.

—Sin duda, augusto —respondió el jefe del pretorio cabalgando al paso junto al César. Tenían que ir despacio para que los hombres que abrían la cacería a pie tuvieran tiempo de ir revolviendo la maleza, los arbustos y la hojarasca en busca de los escondites de los animales.

—Habría sido una lástima perderse todo esto —dijo Trajano.

—Una lástima, sí, augusto —confirmó Liviano.

—Estaría bien encontrar osos —insistió el César.

—Son animales peligrosos, augusto, y más aún en plena libertad —comentó Liviano con prudencia.

—Eso es lo emocionante, Liviano, eso es lo emocionante. —Trajano no ocultaba lo mucho que estaba disfrutando.

Cien pasos por delante del emperador avanzaban los renegados con sus cuchillos y tridentes.

—Esperaremos —dijo Décimo a los que tenía más próximos—. Pasad la orden. Esperaremos hasta estar bien dentro del bosque. Cuando empiecen a salir los animales nos dispersaremos y empezará la caza de verdad.

—De acuerdo —dijeron los desertores más próximos a Décimo, excepto Marcio, que caminaba junto al veterano centurión renegado; el antiguo gladiador optó por no decir nada. Aquel silencio no pasó desapercibido para Décimo.

—Y de ti espero una buena cacería de pretorianos, ¿me has oído, gladiator? —Pero como fuera que Marcio seguía caminando sin responder, el centurión renegado se le acercó y le habló en voz baja con el tono de quien está acostumbrado a sembrar rencor y no asustarse por ello.

—Acuérdate de tu mujer y tu hija. Acuérdate de ellas. Los dacios no entienden de fracasos. Si quieres volver a verlas con vida, ya sabes a quién tenemos que matar.

Marcio lo miró un instante. El odio inyectado en aquellos ojos fue suficiente señal para que Décimo estuviera seguro de que había entendido el mensaje.

Los alatores iban enganchando redes de todo tipo en diferentes puntos de la ruta, sobre todo en los extremos laterales que quedaban más allá del espacio que cubrían los cazadores. Había que atrapar a los animales cuando huían. Las redes estaban pensadas en esencia para capturar venados. Usaban la retia en la que se enredaba el animal dando tiempo a que llegaran los pressores y, por fin, los cazadores. Pero también empleaban casses, mucho más tupidas, que formaban auténticas bolsas de tejido de las que resultaba imposible zafarse una vez la bestia caía en su interior. Finalmente, completaban las trampas con plagae, grandes redes que se extendían de modo que cubrieran un mayor espacio que las otras. La idea era transformar todo el bosque, y en particular sus salidas, en una gran jaula.

Los perros ladraban nerviosos. Varias liebres empezaron a salir de las madrigueras e intentaban correr despavoridas en busca de una escapatoria a aquella algarabía mortal de invasores armados que se había apoderado de su mundo.

Liviano observó algo que le extrañó.

—¿Dónde están los pressores? —preguntó el jefe del pretorio en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto. Y es que si bien era normal que hubieran perdido de vista a los uestigatores y los alatores, a los que habían permitido adentrarse en el bosque un buen rato antes que ellos, los renegados que actuaban como pressores; no obstante, deberían ser más visibles, al menos alguno de ellos.

—No lo sé —dijo el tribuno Aulo.

El emperador no escuchaba. Estaba disfrutando demasiado de aquella mañana de aire fresco en medio de la espesura de un bosque de Moesia. Liviano optó por tomar decisiones.

—Aulo, que se adelanten varios hombres.

—Sí, vir eminentissimus —respondió el tribuno y se dirigió a media docena de pretorianos que estaban a su derecha para indicarles con el brazo en alto que se adelantaran. Los singulares de la guardia pretoriana obedecieron y, de inmediato, animaron a sus monturas para que éstas rebasaran al emperador y trotaran una veintena de pasos por delante.

—Liviano, si avistan un oso, esa bestia es para mí —dijo Trajano.

—Sí, augusto —respondió el jefe del pretorio y, a continuación, gritó una nueva orden—. ¡Si aparece un oso es del César!

Liviano vio cómo, pese a estar de espaldas a él, varios jinetes asentían.

Décimo estaba apostado tras un grueso tronco y podía observar cómo varios de sus hombres se habían ocultado de igual forma. Marcio había entrado en razón y había hecho lo mismo, a su derecha. Todo estaba preparado. Era la oportunidad con la que habían soñado. No iba a ser fácil, pero el premio era demasiado jugoso como para no intentarlo. Un combate más y luego sólo placer y vino y mujeres y dinero para siempre.

Décimo, fiel a su costumbre, no pensaba ser el primero en salir a luchar. Levantó el brazo. Inspiró con profundidad. El emperador era sólo un hombre más. Él no creía demasiado en los dioses ni en la divinidad de los Césares. Él sólo creía en lo que podía tocar y tener o disfrutar o robar o… matar. Bajó entonces el brazo de golpe.

Trajano oyó el grito de uno de los pressores.

—¡Un oso! ¡Aquí!

Y el emperador animó a Niger para que iniciara un galope en dirección hacia aquella voz.

—¡Aquí, César!

—¡Un oso!

—¡Aquí!

Más voces. Ocasionalmente, se veía a alguno de los pressores saliendo de detrás de los árboles y señalando hacia el este, y hacia allí cabalgaba el César. Liviano intentó seguirlo, pero partía con cierta distancia de retraso porque había tardado en reaccionar a aquellos gritos más que el propio emperador. El jefe del pretorio había estado más concentrado en intentar entender qué pasaba con los pressores a los que no veía hacía rato, pero ahora, de pronto, éstos volvían a aparecer por todas partes. Entonces ¿no se escondían? ¿Le había contagiado Lucio Quieto un temor infundado sobre la seguridad del emperador? Vio que Aulo, al menos, sí había respondido más atento al galope del César. El tribuno seguía la estela del emperador muy próximo a él. Todo estaba bien.

Décimo seguía oculto. Los gritos de sus hombres ya lo habían puesto todo en marcha. No se podía detener. Alguien dijo lupus est homo homini:[26] la caza del hombre por el hombre había empezado de verdad. El emperador pasó a su lado y detrás de él, muy pegado, un tribuno de la guardia, pero el resto iba rezagado.

—¡Detened a los demás aquí! —les espetó mientras salía corriendo en persecución del emperador y aquel tribuno junto con un segundo grupo de renegados.

Liviano vio a varios de los desertores que se interponían en su camino.

—¡Apartaos, por Júpiter! ¡A un lado! —aulló el jefe del pretorio, pero aquellos renegados no se movieron un ápice, sino que al contrario, esgrimieron las fuscinae amenazadoramente. Liviano no pensaba detenerse. De nuevo todo estaba confuso en su mente y todo ocurría muy rápido, sin tiempo para pensar. Peor aún. Sin tiempo para dar órdenes. Arremetió con su caballo contra uno de aquellos malditos desertores y lo derribó; la bestia saltó entonces por encima de él, pero cuando estaba a punto de zafarse del resto de los renegados, un tridente se clavó en el vientre de su montura y el animal relinchó con furia salvaje. El jefe del pretorio cayó al suelo junto con su caballo, pero estuvo rápido en descolgarse por un lado antes de que el animal le aprisionara la pierna. Liviano se puso entonces de pie. Se olvidó de la lanza y desenfundó la spatha.

—¡La guardia! ¡Con el emperador! ¡Con el emperador! —dijo a voz en grito, intentando que sus hombres no cometieran el error de defenderlo a él y olvidarse del César. Eso era, sin duda, lo que deseaban aquellos miserables.

—¡Agggh!

Liviano acababa de matar a uno de los renegados y se dirigía a por los otros, pero había demasiados. Para su desesperación, el resto de los desertores de aquel grupo habían repetido la operación del tridente con varios de los caballos y pronto había media docena de pretorianos en el suelo luchando a muerte contra aquellos malditos. Y el emperador sin guardia imperial. Sus singulares, los mejores jinetes del Imperio, burdamente sorprendidos en un emboscada de traidores.

—¡Aquí, César!

—¡Aquí!

Seguían diciendo los pressores, pero no se veía ningún animal en fuga. Sólo se podían ver hombres armados con tridentes y cuchillos. Nada más. Le pareció extraño. Por fin, Marco Ulpio Trajano empezó a intuir el auténtico peligro que se cernía sobre él. Tiró entonces levemente de las riendas y Niger ralentizó su marcha de inmediato. El emperador estaba pensando a toda velocidad. ¿Cuánto se había alejado del grueso de la guardia? ¿Cien pasos? ¿O mil? Niger era muy rápido. Quizá demasiado. Se giró. Buscó a los jinetes pretorianos, pero sólo vio a Aulo con él. A su alrededor una media docena de renegados lo miraban con odio y con rabia y con la lascivia del premio a obtener. El César pudo leerlo todo en aquel instante. Trajano se sintió el ser más estúpido nunca conocido. Sintió desprecio de sí mismo por haberse dejado engañar y por haberse dejado atrapar tan fácilmente, hasta que pronto otra pregunta empezó a abrirse camino en su cabeza: ¿quién había ordenado aquello? Pero la urgencia del momento no le permitió conjeturar una respuesta. Uno de los renegados arrojó un tridente contra él mientras otro intentaba clavar el suyo en el vientre del caballo. Niger, acostumbrado a esquivar golpes de aurigas oponentes o cuadrigas de las otras corporaciones, aceleró con tal energía que el emperador casi pierde el equilibrio, pero Trajano supo echar rápidamente su torso hacia adelante y mantenerse firme sobre el caballo. Niger galopaba entre los árboles evitando ramas, pero el César temió que se alejara hacia el norte. Tiró de las riendas, mas el animal no parecía obedecer. Recordó entonces las palabras del auriga.

Dextrorum, dextrorum! —gritó Trajano y el caballo automáticamente viró hacia la derecha alejándose del norte, en dirección este. De pronto aparecieron unos renegados justo a la derecha.

Ad laevam! —Y Niger, con enorme agilidad, fue hacia la izquierda. Aquel caballo le estaba salvando la vida. El emperador empezó a considerar que sólo galopando con aquel magnífico animal podría escapar de aquella trampa, pero justo en ese instante una red emergió del suelo ante ellos. Niger no pudo hacer nada sino detenerse casi en seco. El animal relinchó y el emperador, impulsado por la inercia del galope, salió despedido por encima del caballo. Trajano cayó sobre la tierra húmeda de Moesia Superior y eso amortiguó el impacto. El bosque lo envolvía todo. Pero Trajano se había golpeado en la cabeza. Estaba mareado y perdió el sentido, o eso creyó, un instante quizá, poco tiempo, o tal vez mucho; se levantó lo más rápido que pudo. Al principio se le nubló la vista, por lo que se limitó a desenfundar primero y luego a blandir la spatha con ambas manos, como si de un andabata se tratara, y comprendió lo que sentían los condenados a muerte del anfiteatro Flavio obligados a luchar con un casco sin visión, a combatir como ciegos. Un renegado se acercó esgrimiendo uno de los tridentes mortales. Era inteligente y no se permitió la estupidez de insultar al emperador ni de decir nada para no desvelar su posición. Trajano, aún cegado por la contusión, se movía de un lado a otro con la espada en la mano. Intuía la presencia del enemigo pero no podía verlo. No podía verlo.

—¡A mí la guardia! —gritó desesperado. Sudaba profusamente por la tensión. El renegado se acercaba más. Iba con lentitud mirando al suelo de cuando en cuando para no pisar sobre una rama o sobre un montón de hojarasca que pudiera revelar al César su ubicación. El renegado se sabía victorioso y empezó a sonreír. Trajano volvió a gritar—. ¡A mí la guardia!

Pero sólo había silencio a su alrededor. Niger había cabalgado tan rápido que ni tan siquiera Aulo había podido seguirlo. El renegado estaba a tan sólo tres pasos. Aguardaba el momento en el que el emperador se girara para matarlo por la espalda, como a un perro.

Y Trajano se giró y el desertor se abalanzó con el tridente mortalmente dirigido al corazón del César…

Un caballo relinchó. El renegado, sorprendido, se giró para ver qué pasaba. Era el caballo del emperador, pero al volverse a ver qué ocurría, el desertor pisó una rama. El crac advirtió a Trajano de su presencia y el César, aún sin ver bien, barrió la zona de donde provenía el ruido con su spatha.

—¡Aggggh!

El renegado perdió un brazo entero y se alejó aullando de dolor, sangrando brutalmente por el muñón donde había sufrido la amputación bestial. El César empezó a recuperar algo la visión, pero aún veía sólo borrones. Vio dos sombras. Dos renegados más se acercaban, por la forma lenta y conspirativa de su caminar. Uno venía por la derecha y el otro por la izquierda. El emperador veía cada vez mejor, pero no podía contra los dos a un tiempo y no tenía un árbol próximo donde resguardar su espalda. De pronto tuvo una idea. Niger, un caballo fiel, seguía a su lado. Trajano decidió enfrentarse al renegado que venía por la derecha.

Ad laevam, ad laevam! —gritó el emperador mientras se enfrentaba contra el desertor de su lado, confiando en que el caballo hiciera lo propio volviéndose hacia la izquierda.

El desertor que quedaba entonces a la espalda del César aprovechó el momento para lanzarse contra él, pero se encontró de golpe con que el caballo del César se volvía hacia él. El renegado esgrimió el tridente, pero Niger se levantó, inmenso, poderoso, sobre sus fornidas patas traseras, y con las pezuñas delanteras le golpeó en la cara. Fue un golpe seco, definitivo. Sin opciones.

El desertor, sorprendido, cayó de bruces.

Por su parte, Trajano había conseguido ahuyentar al renegado que venía por su lado, quien se retiró a la espera de que acudieran más conjurados a asistirlos. Eran sólo un hatajo de malditos cobardes. Cuando el emperador se giró de nuevo, Niger se paseaba junto al cadáver del otro desertor. El animal lo había matado con aquel golpe seco.

—Muy bien —dijo Trajano—. Tú y yo juntos, Niger, hasta que venga la guardia.

De pronto se oyeron nuevos pasos. Trajano ya veía perfectamente. Un nuevo desertor emergió de la maleza que los rodeaba. Ante él tenía al renegado jefe, el que se había presentado con el nombre de Décimo. Y a izquierda y derecha había más renegados armados. Todo había empeorado en un instante y Trajano supo que el caballo, por magnífico que fuera, no sería ya suficiente.

—¡Aquí la guardia! ¡Atacan al emperador! —Era la voz de Aulo.

Trajano miró hacia atrás un instante por encima de su hombro y vio cómo el tribuno, por fin, había llegado adonde estaban y había puesto pie a tierra para cubrirle la espalda.

—Hay que aguantar hasta que llegue Liviano —dijo Trajano, que recuperaba poco a poco la capacidad de tomar decisiones.

—Sí, César —respondió Aulo.

Niger relinchó de nuevo. El emperador, que había dejado de mirar hacia el jefe de los desertores un momento para dirigirse a Aulo, se volvió una vez más para encarar a su enemigo.

Décimo lanzó un ataque contra el emperador con el tridente, pero Trajano se defendió bien con la espada. Echó de menos el escudo, pero no era usual llevarlo en una cacería. Pudo oír golpes de hierros a su espalda. El tribuno también luchaba. Tenía que confiar en que Aulo supiera defender bien aquella posición y a él le correspondía hacer lo propio con la suya. Dependían el uno del otro hasta que llegara Liviano. ¿Dónde estaba el resto de la guardia? Se oían gritos de lucha entre los árboles, por todas partes. El bosque respondía al emperador con aullidos de dolor e imprecaciones a los dioses por parte de unos y otros.

Décimo se echó hacia atrás. Había prisa, pero la presencia de aquel tribuno lo había complicado todo. El muy miserable se batía bien.

—¡Matad al pretoriano! ¡Matadlo de una vez, por Marte! —exclamó el líder de los renegados. Y tres desertores se abalanzaron contra Aulo, pero éste se defendió con maestría chocando su spatha contra los tridentes de sus oponentes con la energía del mejor de los guerreros de Roma. Una de las fuscinae salió por los aires y su dueño se alejó para intentar recuperar el arma. Los otros dos trataron de atacar de nuevo. Si Aulo hubiera estado solo se habría hecho a un lado, pero teniendo detrás de él la espalda del emperador no podía arriesgarse, así que una vez más usó la espada para alejar los tridentes. Lo consiguió, y en ese instante en el que los renegados intentaban volver a apuntar las fuscinae contra el pretoriano, Aulo se adelantó un paso y con un golpe perfecto rebanó el cuello de uno de ellos con la punta de la spatha, y aún aprovechó el impulso mortal de su mandoble para terminar golpeando con la misma punta ya ensangrentada la frente del otro renegado. Ambos cayeron al suelo. Por su parte, Trajano había conseguido abatir a otro de los enemigos, pero de nuevo tenía ante sí a Décimo, quien lo miraba intensamente pero sin acercarse, como el cazador que estudia con tiento la presa antes de capturarla. También observaba al caballo del emperador, un animal al que había aprendido a temer, pero Niger se mantenía a cierta distancia del duelo de los hombres, incapaz ya de intervenir entre tantas espadas y tridentes.

Trajano estaba fuera de sí, loco de furia; todo su ser le pedía abalanzarse contra aquel maldito Décimo y perseguirlo hasta matarlo, pero ya había cometido bastantes estupideces aquella jornada y sabía que tenía que mantenerse junto al tribuno. Al menos mientras éste se mostrara capaz, como hasta el momento, tendría posibilidades de sobrevivir a aquella emboscada. Ya habría tiempo para matar a ese despreciable Décimo después. Y a todos sus conjurados.

Liviano combatía desde lo alto de un nuevo caballo que le habían proporcionado sus hombres, pero todo estaba rodeado de redes y era imposible seguir avanzando. Acercarse al emperador para poder defenderlo era la prioridad absoluta, pero no podían. Estaban atascados allí, entre aquellas hayas gigantescas, rodeados por renegados que salían por todas partes. Habían abatido a muchos, quizá una docena, tal vez veinte, pero aún quedaban otros tantos o más. Liviano había contado hasta quince pretorianos con él. Imaginaba que el resto estaban diseminados por el bosque, quizá algunos muertos, atacados por sorpresa por aquellos traidores. ¿Cuántos pretorianos habría con el emperador? ¿Cuántos además de Aulo? ¿Sólo Aulo?

—¡Por Marte! ¡Acabad con estos perros! —gritaba Liviano combatiendo a muerte contra dos renegados que intentaban derribarlo por segunda vez esgrimiendo los tridentes—. ¡Acabad con todos ellos!

Quedaban tres renegados en pie próximos al emperador en aquel remoto claro del bosque: dos frente a Aulo, pues había llegado uno más, fuerte y veterano, y luego Décimo frente al emperador. Aulo y Trajano seguían espalda con espalda, puesta su esperanza en que llegara el resto de la guardia lo antes posible, pero el tiempo parecía detenido en aquel hayedo de los territorios del norte. Aulo, de pronto, sonrió. Llegaban dos pretorianos hasta allí. Iban armados, pero ensangrentados. Habían tenido que abrirse camino hasta allí con la espada. Aulo observó que uno de los dos renegados que tenía frente a él, el que parecía más veterano, había detectado en su sonrisa que algo pasaba a su espalda y se hizo a un lado hasta desaparecer. Aulo se maldijo por haber sonreído y haber puesto así en guardia al enemigo, pero ya no había tiempo para reproches. El otro renegado se le echaba encima y tuvo que defenderse y enfrascado en esa lucha cuerpo a cuerpo no pudo ver bien qué pasaba con los dos compañeros pretorianos que habían llegado y el otro renegado desaparecido.

—¡Dioses! —dijo el desertor contra el que luchaba Aulo mientras éste le atravesaba el corazón. El tribuno extrajo la espada y volvió a mirar al frente en busca de los dos pretorianos que habían llegado a ayudarlos, pero los vio abatidos, muertos, y junto a sus cadáveres el renegado veterano, que de nuevo miraba hacia su posición y hacia el emperador.

—¿Qué ocurre? —preguntó Trajano y, persuadido de que Décimo había retrocedido bastante, se atrevió a mirar un momento hacia detrás. Vio los cadáveres de los renegados abatidos por Aulo, pero también los cuerpos muertos de los dos pretorianos que acababan de llegar al lugar. Nada estaba aún decidido. Sólo quedaba un renegado más frente a Aulo, sin duda el que había asesinado a los dos pretorianos. Trajano lo identificó también: era el que había dicho llamarse Marcio, aquel hombre que le pareció familiar la noche anterior. ¿Lo conocía realmente? Preguntas absurdas en aquel momento. Cuando el emperador volvió a mirar al frente se sintió morir: no estaba Décimo. ¿Dónde estaba aquel miserable? ¿Dónde?

Marcio extrajo el tridente del segundo pretoriano que acababa de matar. Lo hizo con la destreza de la experiencia. Aquéllos no eran los primeros pretorianos que mataba en su vida. No había habido tiempo para pensar ni para decidir. Todo estaba ocurriendo tal y como predijo Décimo. El muy traidor se había escondido. Volvería a aparecer si veía una oportunidad de abatir al César. De eso Marcio estaba bien seguro. Miró hacia atrás. No llegaban más pretorianos. Por los gritos que escupía el bosque la lucha se intuía encarnizada a unos quinientos pasos de allí. Por el momento estaban solos aquel tribuno, el emperador, él mismo y Décimo, como siempre, escondido en alguna sombra de aquellos árboles gigantescos, testigos mudos de la locura de los hombres.

Gladiator! ¡Acuérdate de tu esposa! —gritó Décimo desde detrás de un haya. Lo dijo en dacio. Marcio no se había olvidado de Alana ni un momento. Ni de Tamura. Avanzó hacia aquel tribuno.

Aulo se plantó firme entre Marcio y el emperador de Roma. Trajano daba vueltas sobre sí mismo intentando identificar de dónde venía aquella voz que gritaba en la lengua del enemigo para comunicarse con el otro renegado, con ese Marcio. ¿Qué le decía?

—¡Acuérdate de tu hija!

La voz de Décimo penetraba como una daga en la cabeza de Marcio. Frente a él aquel tribuno, y detrás Marco Ulpio Trajano. El antiguo gladiador volvió a cruzar su mirada con la del emperador del mundo y, sí, reconoció en aquellos ojos la mirada perdida hacía años, olvidada casi por completo con el transcurso de los días, de los meses, de las estaciones y los heridos, las luchas y los muertos; aquella mirada del emperador llevó a Marcio de nuevo a un mundo infinitamente más pequeño, repleto de calles peligrosas y oscuras, cuando Atilio y él corrían como locos por la Subura, con los estómagos vacíos, en busca de cualquier cosa que pudieran robar para comer, para sobrevivir un día más, sólo un día más. Sin planes, sin futuro, sin un pasado que mereciera recordarse, pues sólo había más hambre y más muerte y más miseria. Y Marcio recordó a aquel mezquino frutero y sus golpes asesinos y Atilio gateando por el suelo, intentando zafarse de una muerte que se abalanzaba sobre él; y recordó, sí, con claridad, nítidamente, que aquellos ojos que ahora asomaban por encima del hombro de Aulo eran los mismos ojos, la misma mirada que se había interpuesto entre su amigo y la injusticia inmisericorde y que, en definitiva, los había salvado en aquella jornada aciaga de una muerte segura. Sí, Marcio lo sabía: debía su vida a aquel emperador… Se la debía… y, sin embargo… «¡Acuérdate de tu esposa, de tu hija!» Aquellas frases viles y retorcidas y dolorosas en extremo pronunciadas por Décimo una y mil veces desde que cruzaran el Danubio hacia el sur, hacia Roma, hacia el emperador, seguían martilleando sin descanso en la cabeza de Marcio. Parecía que su destino eterno fuera ése y no otro: matar a emperadores. «Alana, Tamura. ¿Dónde estáis? ¿Habéis escapado o seguís prisioneras de los dacios?» Marcio, desgarrado por dentro, esgrimía el tridente con la habilidad mortífera del gladiador victorioso en decenas de combates imposibles. Nadie podía contra él. Sólo el amor podía bloquearlo, controlarlo, manipularlo, pero los ojos de quien le salvara la vida en la infancia estaban allí, justo por encima del hombro de aquel tribuno pretoriano: si no hubiera sido por aquel emperador a quien debía ejecutar para recuperar a su mujer y a su hija nunca habría llegado a crecer y a luchar y, al fin, por encima de todo, a conocer a la propia Alana y a estar con ella, y a luchar por ella, y a tener a Tamura con ella. Y eran ellas o aquel hombre. ¿Estaban Alana y Tamura entre las sármatas rehenes que habían podido huir en los últimos días, como había contado aquel optio junto a la hoguera? ¿Iba a matar a ese emperador, a ese hombre que le salvó la vida en el pasado, por unas rehenes que los dacios ya no tenían? Se oyeron entonces los gritos inconfundibles de cascos de caballos. Podía ser la guardia pretoriana o simplemente más caballos sin jinetes. Nadie sabía qué estaba pasando en aquel bosque, quién estaba ganando, quién muriendo. Todo estaba en juego.

—¡Apártate! —dijo el antiguo gladiador a Aulo, pero éste negó con la cabeza—. ¡Apártate, imbécil! ¡Por Némesis, apártate! —insistió Marcio, que ya había tomado su decisión final, definitiva, incontestable.

Pero Aulo no era un pretoriano más, sino uno de esos soldados que cree en su deber hasta el final, hasta sus últimas consecuencias.

—¡Tendrás que matarme para acercarte al emperador! —espetó Aulo con la nobleza del guardián leal hasta la muerte. Y Marcio comprendió que no había ni tiempo ni forma para razonar con aquel pretoriano. El gladiador había decidido qué debía hacerse pero ahora parecía imposible poder hacerlo. No había tiempo. La muerte estaba allí mismo, entre ellos. La diosa Fortuna estaba contra el emperador de Roma. Eso era todo. Marcio se acordó una vez más de Alana y Alana misma era, como siempre, la respuesta. El gladiador dejó caer el tridente para concentrarse bien en su única otra arma: cogió el culter uenatorius que el propio emperador había ordenado que se le entregara, como a cada uno de los renegados, y lo soltó un instante en el aire, de forma que giró sobre sí mismo hasta que lo recogió de nuevo por la punta mortal y afilada. Los ojos del emperador seguían mirándolo por encima del hombro derecho del tribuno. Era como si lo hubiese hecho la propia Alana, pensó Marcio; y, tal y como la muchacha le había enseñado a hacer, el gladiador de gladiadores lanzó el cuchillo de caza con la fuerza exacta y el impulso preciso. Y el culter voló imparable, perfecto, inapelable, recorriendo como una flecha mortal el espacio entre Marcio y Aulo para, sin oposición alguna, limpiamente, seguir su trazada sanguinaria por encima del hombro del tribuno aterrado, quien, al girarse, descubrió cómo el cuchillo se clavaba con un crujido seco y una explosión de sangre en el entrecejo de una mirada sorprendida que estaba a su espalda. Y la mirada de ojos incrédulos cayó hacia atrás con un grito ahogado.

Niger, impotente desde la distancia, se alzó una vez más sobre sus patas traseras y relinchó al viento del norte.

Y de pronto, en todo el bosque, sólo hubo silencio.

Templo de Vesta, Roma

—¡Noooooo! ¡Noooooo! —gimió Menenia en un susurro ahogado, partido de dolor y rabia como la que nunca pensó que pudiera sentir una vestal. Y se encogió de rodillas, se acurrucó como un niño antes de nacer mientras repetía aquel lamento una y otra vez—. ¡Noooo! ¡Noooo!

La llama sagrada de Vesta se había apagado.

El emperador había muerto.

Drobeta

Uno de los metalarii entró en la tienda del arquitecto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Apolodoro de Damasco.

—Se nos ha acabado la piedra.

El arquitecto negaba con la cabeza. Justo ahora que habían concluido el pilar decimoctavo y que la ataguía del decimonoveno estaba preparada para seguir trabajando.

—Pues habrá que encontrar otra cantera —dijo el arquitecto con cierta irritación.

—Sí —replicó el metalarius—, y la hemos encontrado.

—Entonces… ¿para qué me molestas?

—Está bastante más lejos.

—¿A qué distancia?

—A un día con los carros cargados —respondió el operario.

Un día. Apolodoro se mordía el labio inferior. Eso retrasaría, una vez más, la conclusión de la obra.

—Supongo que no has encontrado nada más cerca —comentó el arquitecto.

—Roca capaz de sostener el peso de la estructura del puente que estás construyendo, no. Hay piedra peor más cerca.

—No, no. No podemos arriesgarnos. Los pilares de piedra han de resistir siglos, para siempre. Lo que yo construyo no lo derribará nunca ni el río ni la fuerza de los hombres. No se ha inventado aún algo que pueda derribar un pilar o una columna que levante yo. Iremos más lejos a por la piedra, al lugar que has seleccionado.

El metalarius asintió y salió de la tienda. Apolodoro se levantó al poco tiempo y también fue al exterior. Nada más cruzar el umbral de la tela de campaña pudo ver el cielo cubierto. Un trueno resonó en la lejanía y un montón de pájaros emergieron volando de entre los árboles al otro lado del río. Aquél había sido un trueno extraño y las aves volaban enigmáticamente nerviosas, de este a oeste, desde su derecha hacia su izquierda. Como él miraba hacia el norte y era griego, eso para él era un buen augurio. Para los romanos, no obstante, si las aves venían de la derecha era un mal augurio, claro que los augures de los emperadores miraban hacia el sur y, desde ese punto de vista, las aves venían de la izquierda. Quizá iba a pasar algo bueno y algo malo. ¿No es así la vida siempre? Apolodoro sacudió la cabeza. No tenía tiempo para augurios ni adivinaciones. Sus problemas eran otros. Empezó a descender hacia las obras. Si no disponían de piedra empezarían a trabajar en la ataguía del pilar vigésimo. El emperador tendría su puente. Como fuera. Nunca se planteó Apolodoro de Damasco que quizá el puente podría no ver nunca a quien ordenó su construcción.