86

LAS MIL CARAS DEL DEMONIO

Antioquía, Siria

Primavera de 105 d. C.

Ignacio llevaba años trabajando sin descanso. Estaba agotado. Había viajado a todas partes y no dejaba de escribir una y otra vez decenas de cartas para todas las comunidades cristianas que deseaban escuchar sus palabras. Palabras. Con palabras luchaba de sol a sol contra los anticristos que surgían en cada esquina del Imperio romano. Los había que promovían una continencia exacerbada, distorsionada, casi demoníaca, que los llevaba no sólo a no comer carne o beber vino, ni siquiera el vino bendecido en la eucaristía, sino que incluso negaban el matrimonio. Querían que todos se abstuvieran de todo. Se habían trastornado. No les daría importancia si no fuera porque los encratistas, que así se llamaban, habían divulgado textos apócrifos de Pedro y Pablo y hasta del mismísimo Juan, falsos evangelios que a todos confundían. Había también algunos que en su supuesto ascetismo predicaban que había que vivir desnudos, sin pudor alguno, como el propio Adán antes de la caída y la expulsión del paraíso. Algunos los denominaban adanistas por sus absurdas creencias. Desnudos, olvidándose de todos los pecados del hombre, exhibiendo sus cuerpos de forma lasciva… Luego estaban los ebionistas, que no entendían que seguir a Cristo conllevaba alejarse de los judíos y se empecinaban en seguir la ley de Moisés, respetar el sabbat y aplicar la circuncisión. Ignacio negaba con la cabeza mientras meditaba. No era extraño que los romanos mismos no vieran mucha diferencia entre judíos y cristianos cuando estos mismos grupos confundían a unos y a otros. Estaban otros que proponían que el matrimonio no tuviera lugar para los obispos y sacerdotes de la Iglesia. «¿Dónde había hablado Cristo de esos asuntos?», se preguntaba Ignacio. Todo estaba revuelto. Estaban también los peligrosos ofitas, que en un ejemplo de absoluta tergiversación partían de la base de que la serpiente del Paraíso era la gran salvadora de los hombres, pues intentó llevar el conocimiento del Árbol de la Ciencia a los seres humanos. Por eso adoraban a las serpientes en sus ritos demoníacos, en los que hacían que uno de esos reptiles se deslizara por la mesa donde estaba el pan de la eucaristía. Luego comían de ese mismo pan que había sido acariciado por las escamas del reptil y besaban en la mismísima boca a la serpiente, a la que para entonces ya habían dormido con encantamientos y pócimas. Ignacio, más allá de lo abominables que pudieran resultar sus ritos, veía con claridad la influencia de los filósofos gnósticos, que ponían el conocimiento por encima de todo, en las creencias ofitas. Sí, esos malditos filósofos lo impregnaban todo de errores y ya nadie parecía reparar en las palabras de Cristo. Tenía que hablar con algunos de ellos, con los más influyentes si era posible, y cambiar su forma de ver las cosas. Eso había intentado, pero ninguno de los anticristos parecía atreverse a hablar con él cara a cara. Eran cobardes, todos unos cobardes.

Bajo el gobierno de Trajano, las persecuciones que promoviera el terrible Domiciano contra los cristianos se habían relajado. Ignacio, no obstante, lloraba de pura impotencia mientras escribía una nueva carta. Uno habría pensado que con la paz de Trajano, los cristianos habrían florecido con sosiego, más unidos que nunca y, sin embargo, lo único que había florecido como hongos en la umbría de una montaña eran los anticristos: decenas de profetas falsos, predicadores de locuras o versiones demoníacas del culto a Dios y a Cristo. Aquella paz era peor que cuando tenían que luchar contra al terror de Domiciano. El miedo tuvo una sola cosa buena: los mantuvo unidos. Ahora todo se desmoronaba. Todo. Pero seguía escribiendo. Ahora para la comunidad de Esmirna, acosada por los docetas, los peores de entre todos los que negaban al Cristo auténtico. Docetas que eran cada vez más escuchados en aquella ciudad. Los cristianos de aquella comunidad necesitaban consejo una vez más y, nuevamente, le preguntaban sobre el origen auténtico de Cristo:

Sed sordos a aquellos que insisten en que Jesucristo no fue hombre real sino sólo en apariencia. Yo os digo que Jesucristo nació hombre de la Virgen María y sufrió como hombre el tormento en la cruz. Aquellos que buscan confundiros deben quedar expulsados de vuestras comunidades, repelidos y alejados de vosotros[25]

—Maestro.

Ignacio siguió escribiendo.

—¡Maestro! —repitió la voz con más fuerza.

Ignacio, absorbido como estaba por su carta, no lo oía.

El sirviente decidió no molestarlo más y esperó a la cena.

Dos horas después, cuando Ignacio comía unas gachas de trigo, el sirviente que lo atendía volvió a dirigirse a él.

—Maestro…

—¿Sí? Te escucho, dime.

—Hay alguien que ha aceptado; uno de esos anticristos está dispuesto a debatir con el maestro Ignacio.

El obispo de Antioquía miró fijamente a su sirviente.

—¿Quién?

—Un tal Marción. Es de Sinope. Unos dicen que es un doceta más, otros que no. El caso es que sabe que el maestro desea hablar con los que piensan diferente sobre Cristo y quiere venir. Ha enviado una carta. —Y la entregó a su señor.

Ignacio dejó de comer y leyó la carta.

—Dice que vendrá este verano —comentó el sirviente.

Ignacio terminó de leer el papiro. Volvió a enrollarlo despacio.

—Estaré preparado —dijo dejando la carta en la mesa. Palabras contra palabras. Había oído hablar de Marción, joven e impetuoso, un comerciante y un orador según parecía; alguien que buscaba un lugar en la Iglesia pero cuya proximidad con las creencias gnósticas y docéticas lo mantenía alejado de muchas comunidades que seguían fieles a Cristo. Quería hablar… ¿de qué?